Alberto Ernesto Feldman

La época de mi niñez fue la de los padres diciendo a sus hijos “de eso no se habla”, o “¿chicos, por qué no van afuera un ratito, que tenemos que conversar cosas de mayores?…”
Esos misterios de los cuales igual nos enterábamos escuchando detrás de una puerta o espiando por el ojo de la cerradura, tenían que ver casi siempre con lo sexual. No entendíamos nada y nos poníamos impacientes, porque a las cinco de la tarde venía Tarzán, Rey de la Selva, por Radio Belgrano, y el aparato estaba allí, en la habitación donde secreteaban.
Hoy se habla y se ejerce todo con libertad, una libertad cuyos límites son algo imprecisos, como ocurre en los períodos de transición, muy distintos a ese pasado de ojos, oídos y bocas cerradas pero ordenadito y, para muchos, muy tranquilizador.
Hace cuarenta años, a mediados de los años setenta, trabajando de taxista en una época menos liberada que hoy, pero ya más suelta que la de mi niñez, había borrado algunos prejuicios al respecto, gracias a las conversaciones sostenidas con distintos pasajeros, que se abrían a la confidencia.
Me sirvió para entender que determinada situación o persona, por distinta que fuese, forma parte de la bendita diversidad de la especie humana. Sin embargo, veo con creciente aprensión, quizás porque al envejecer voy perdiendo gradualmente la capacidad de adaptación a los cambios de la Sociedad. Quizás se debe a que esos cambios se producen a una velocidad mayor que la que necesito para incorporarlos, a que mi entendimiento se vuelve cada vez más lento, o a ambas cosas. Consecuencia de esto, es que yo, que me creía tan amplio de criterio, el miércoles pasado fui espectador, por tres veces en un par de horas, de cosas que me demostraron que uno no es tan desprejuiciado como cree.
Tomé el subte hacia el centro en Congreso de Tucumán, alrededor de las diez de la mañana. A mi izquierda se había sentado un hombre de unos treinta o treinta y cinco años, que conversaba animadamente con quien tenía a su lado, ambos muy atildados, y por su conversación y por la estación donde bajaron, posiblemente abogados que se dirigían a Tribunales. Cuando escuché, a quien tenía más cerca, comenzar una frase con “dice mi marido que…” creí haber oído mal o fuera de contexto. Presté atención y pude confirmar que había oído bien. No tengo nada que decir. Sólo me sorprende. No soy quien para aprobar o reprobar.
En el viaje de vuelta, también en el subte, dos chicas adolescentes, se sientan frente a mí; se abrazan y se besan en la boca. Tengo la misma sensación que en el viaje de ida. Tampoco tengo nada que decir. Con algún desasosiego, me invade la impresión de que llego demasiado tarde o que se olvidaron de avisarme algo. La Nancy quiere tener un hijo sola y va a informarse sobre un Banco de esperma, la Loly se va implantar un óvulo fecundado “in vitro”, el abogado seguramente, va a alquilar un vientre.
Al salir del subte, paso por un local de videos y me atrae desde el título, visto con grandes letras en la vidriera, una película titulada “Ella”; entro y la alquilo, quizás para satisfacer las ansias de ver una historia romántica al estilo ¿clásico, antiguo? y volver a hacer pie en lo conocido, pienso que, dada las circunstancias, será un poco como visitar un Museo, pero me equivoqué.
“Ella”, ganadora de un Óscar este año, es “Samantha” , un sistema operativo que habla, programa, piensa, escucha, y tiene una seductora voz femenina. Es una mujer virtual, de la cual se enamora el personaje masculino. Película muy bien hecha, pero todo nuevo para mí.
Cartón lleno. Esta calesita está girando muy rápido. ¿cómo hago para bajarme?…
