Fernando Morote
—Sólo cuando estoy en la cama con otra mujer me siento completo. La frescura del sexo fuera del matrimonio revierte favorablemente en la relación con mi esposa. Al regresar la encuentro diferente, la quiero más, y disfruto de ella. De otro modo, soy un miserable condenado; amargo y triste.
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Con lo fatigados que se sentían, después de la extenuante jornada de trabajo sabatina, no les atraía salir a bailar como hizo el resto del grupo. Judas, dos compañeros y otras tres funcionarias decidieron reunirse en la habitación de ellas para charlar, tomar café y distraerse un poco. Pidieron comida a un chifa vecino y matizaron la reunión con chistes rojos y recuerdos de insólitas anécdotas vividas en común. Improvisaron un comedor en la alfombra e hicieron la sobremesa tendidos en las camas. Durante el juego, que consistía en formularse mutuamente preguntas embarazosas acerca de aspectos íntimos, Judas se dedicó a disparar respuestas impulsivas y deshonestas, que estaban dirigidas sólo a impresionar a los demás. No le interesaba decir la verdad. Sabía que en esos casos una réplica rápida, aunque inauténtica, mataba de un viaje a las moscas. A pesar de que el camino estaba abierto por lo menos con dos de sus tres compañeras, no pensaba desviar su atención ni sus energías del propósito que lo había traído a Huanchaco.
Finalizada la velada sin desenlaces extra conyugales, se retiró —igual que los demás— a descansar. Sus compañeros de cuarto, el gordo Cristo y Junio, dos de sus mejores amigos dentro de la organización, estaban ya acostados y dormidos. Tampoco ellos habían optado por salir, lo cual, pensándolo bien, no le extrañaba tanto después de haberlos visto comer temprano en el restaurante del hotel esa cantidad escandalosa de carne, anticuchos, chorizos y chuletas de chancho combinadas con algunas tímidas ensaladas y titánicas porciones de arroz, además de incontenibles manantiales de bebidas gaseosas.
Por más que intentaba no hacer ruido, sus huesos siempre lo delataban. Caminando en puntas de pie, sus tobillos rechinaban de tal manera que le crispaban los nervios a cualquiera. Al apoyar la planta, sus talones crujían como si estuvieran triturando hojuelas de papas fritas. Era difícil para él, en medio del silencio y la oscuridad de la noche, pasar desapercibido con el concierto óseo que producían sus extremidades inferiores.
El gordo Cristo, sin embargo —que destacaba por ser miembro ilustre de la orden y devoto adorador de la Virgen del Puño (amaba tanto el dinero que cuando pasaba delante de un banco se persignaba; creía positivamente que con ese gesto atraía el dinero, la riqueza y la prosperidad a todas las áreas de su vida)—, roncaba como un marrano. Los ruidos que salían de su esófago hacían imaginar a un jabalí en medio de la selva, sacrificado a manos de insurgentes que buscan sobrevivir comiendo lo que sea. Era un ronquido largo, con diferentes modulaciones, que iniciaba como un mugido pausado y conforme aumentaba de volumen se transformaba en aullido agudo para adoptar finalmente la sofocación de un hombre desesperado que chapotea, solitario en la inmensidad del océano, antes de ahogarse. De su boca entreabierta asomaban burbujas de saliva, que luego de explotar como globitos de carnavales regresaban al interior mediante una estrepitosa succión. Judas supo que esa noche no tendría un sueño de fácil conciliación. Había compartido habitación en otras ocasiones con el gordo Cristo y sabía que ese trance podía durar hasta el amanecer. A despecho de ello, la función podía estar apenas empezando, pues mientras se ponía el pijama y se arrodillaba al lado de la cama para rezar el rosario, advirtió que Junio daba vueltas como pollo a la brasa sobre su colchón. Giraba violentamente de un extremo a otro, presa quizás de un horripilante sueño, los músculos de su cara contraídos en un macabro rictus de dolor. Su resuello, leve en la primera fase, se convertía paulatinamente en el arranque de una Kawasaki de 500 centímetros cúbicos; después empezaba lo que parecía un irrefrenable estado de asfixia. Judas no tuvo dificultad en deducir que su amigo estaba siendo víctima de los trastornos oníricos que producía la camaradería de aquellos eventos. ¿O serían los zancudos? En el verano trujillano esos bichos podían ser más crueles que el propio gordo Cristo roncando. Se escondió bajo las sábanas cubriéndose los oídos con una almohada en cada oreja. Su recurrente táctica de recordar momentos agradables, cuando era niño al lado de sus padres, o siendo adolescente con sus amigos del barrio, o incluso de adulto con sus actuales compañeros, no le resultó muy útil esta vez. Sólo el cansancio pudo derrotarlo. No estaba seguro si habían pasado horas o apenas unos minutos, de repente una bulla sorda lo despertó. Al principio era como un rumor que venía del mar. El hotel no estaba lejos de la playa. Sin demora el bullicio empezó a crecer hasta tornarse en una verdadera molestia. Cuando escuchó un alarido desgarrador dentro de su propio cuarto, saltó de un brinco. A oscuras, vio dos siluetas arrodilladas sobre una de las otras camas. No había llegado el tiempo aún en que necesitaba usar lentes. Se frotó los ojos para asegurarse de que estaba viendo bien. Un rayo de luna se colaba entre las persianas. La pareja de sombras se balanceaba siguiendo una danza cadenciosa. La gruesa, ocupando la posición de avanzada, emitía un clamor que intentaba reprimir sin éxito; se escuchaba como si estuviera mordiendo algo. La delgada, en la retaguardia, además de impulsarse con todo hacia adelante, espoleaba con fruición la corva de la otra. ¿Cómo era posible? El gordo Cristo y Junio… ¿en esos lances? Hombres grandes, cada uno con familia, mujer e hijos, profesionales, dedicados como nadie a sus responsabilidades… ¿cómo podían estar enredados en una relación de esa naturaleza? ¿Cómo habían hecho para mantenerlo durante tanto tiempo en silencio y a salvo de las comidillas de la organización? ¿Y cómo se atrevían a hacerlo así, sin ningún apremio ni resquemor, en la misma pieza que compartían con él? No podía creerlo. Absolutamente consternado miraba el cuarto menguante, a través de la ventana, exigiéndole una explicación.
Los chillidos del gordo Cristo iban en aumento, cada vez más dramáticos y menos reprimidos. Estaba perdiendo la vergüenza por completo. Y Junio se atrevía ahora a pedirle en voz alta que no se moviera tanto, que quizás le iba a doler un poco, pero luego sentiría un alivio rico. Judas notó que el gordo Cristo ensayaba unas pataditas, aunque sin lámpara cerca, y Junio ponía mayor énfasis en sobetearle el pernil, apoyado sobre sus nalgas. Un espectáculo degradante. ¡Qué descaro! Atravesó un minuto, tal vez más, de total indecisión. Finalmente decidió intervenir, decir algo, o largarse. Se levantó de la cama, dejando caer las sábanas al suelo, y corrió a encender la luz. Un haz de pánico brilló en el rostro de sus amigos. El gordo Cristo, de hinojos, agarrado con todas sus fuerzas a los extremos de la cama; Junio, un poco más erguido, detrás de él.
—Lo siento, muchachos —dijo Judas, apesadumbrado.
—¡No seas huevón, hombre! —exclamó Junio.
Al gordo Cristo le colgaban las verijas por fuera de sus coloridos boxer a cuadritos. Junio ostentaba una tanga morada y una apretada camiseta blanca de cuello “v”.
—Fíjate si puedes ayudar —imploró el gordo Cristo, al borde de las lágrimas.
Judas miró a Junio y éste lo dirigió con sus ojos a la pantorrilla de aquél. El músculo se veía totalmente agarrotado, literalmente una pelota de tenis, un tumor formado en la parte posterior de la pierna. Por su experiencia jugando fútbol, sabía que un desgarro de esa naturaleza producía un dolor que podía llevar al desmayo.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó.
—¡Consigue una frotación o algo, lo que sea! —ordenó Junio.
Judas salió corriendo de la habitación. Bajó las escaleras sintiendo que le volvía el alma al cuerpo.
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