Sergio Coello
Los muchachos de aquel barrio del extrarradio solían citarse entre las ruinas del piso-piloto, de la colonia abandonada por sus vecinos de toda la vida, a los que el boomerang del cierre definitivo de la fábrica empujó -a la contra- hacia las aldeas perdidas de sus infancias. En aquel lugar, chicos sin norte presumían de brújula sin aguja y se contaban las cabezas. Más que nada, para asegurarse que seguían viviendo un día más. Esa era la clave: resistir hasta que un golpe de suerte los sacase de allí, vestidos de príncipes y rodeados de una cohorte de flautistas de Hamelín que nada supiesen de ratas ni de ríos; ni siquiera de músicas encantadoras.
