La gota y el vaso

Sergio Coello

    No sé cómo te las arreglas, amigo mío, pero siempre acabas por descubrir antes de tiempo la gota que rebosará el vaso. Unas veces es la del fumador empedernido y obligado cada mañana a madrugar, que estrella su burbuja de ADN salival contra el bordillo de la acera en un mal paso. Otras, la de un mililitro de sangre en tu barbilla por culpa de un movimiento equivocado con la navaja de afeitar. Incluso ha podido ser la gota fría de ese diluvio universal que nos visita puntualmente en la estación fronteriza -tierra temporal de nadie- y que está situada más allá del verano y más acá del otoño.

     Amigo mío, tú siempre has tenido esa alarmante y turbadora sensación de que la verdad del mundo estaba volviéndose líquida poco a poco; que todo en la vida apuntaba cada vez más no al sólido secreto del alma sino a la segregación de los fluidos de nuestro cuerpo.

  Y una mañana te levantaste angustiado, pensando que por el bien de la salud de todos -y para garantizar la seguridad ciudadana- el Estado de Bienestar nos acabaría analizando la sangre, la orina, el sudor, el semen y la saliva a todos los hombres. Y algún que otro flujo extra a las mujeres. Ellos -los brujos políticos del Sistema- dicen hacerlo en razón de nuestro beneficio y protección, pero tú empezaste a sospechar que dentro de nuestras autoridades sanitarias crecía el ansia metastásica de buscar en cada uno de nosotros, y a través de nuestros humores corporales, ese enfermo, delincuente, pervertido o defraudador de impuestos que, en el fondo, también somos o fuimos alguna vez en el pasado. No todos, claro. Habría que excluir a quienes no se atrevieron a serlo por culpa de los escrúpulos, lo que viene ser más o menos lo mismo.

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