David Cano
Marcos odia los aeropuertos. Es la segunda vez que se monta en un avión. La primera vez subió para asegurarse de su virilidad. Mamen era una niña alta, pelirroja y con aparato. Marcos, pubertad ‘on fire’, no podía dejar de mirar sus piernas en clase. No se sentaba a su lado, sino dos sitios más a su derecha. En realidad, sólo podía ver su rodilla, blanquísima, como encuadrada con esmero para una foto de Annie Leibovitz. Marcos se demostró a sí mismo que yendo en avión a Italia, de viaje de estudios, mostraba su intención de ser mayor, de dejar de ser un niño mimado. Todo eso lo aliñó con camisetas de grupos de rock (cuando aún peinaba melena), una cinta en el pelo y unos pantalones rotos. Marcos recuerda perfectamente que Mamen no le miró ni una sola vez en todo el viaje.
Marcos se enteró no hace mucho que Mamen estaba embarazada por tercera vez y le perdonó un poco el feo de Italia. “¡Jódete!” dijo casi susurrando. Ernesto cree que su hermano le llama y levanta el ojo de Libertad, de Jonathan Franzen. “¿Qué?”, pregunta. “Nada, estaba hablando sólo. ¿Qué tal está el libro?”, dice Marcos sin mucho interés. Ernesto no tarda en responder. Respuesta fabricada en casa. “Esto –dice mientras señala el libo con el dedo anular- es saber escribir, muchacho. En 150 páginas ya odias a la protagonista y te da pena su marido. Nadie sabe hacer una fotografía de la sociedad actual, y en particular de la americana, como lo hace Franzen. Deberías leerlo. Es un must”, explica mientras incidía en el anglicismo, sabiéndose guay. “Paso de superventas, ya lo sabes. Yo sólo leo a gente que no vende más de 1000 ejemplares”, responde Marcos. “¿Y Wolfe, R. R. Martin, Borges, Gordon? ¿Qué pasa con ellos? ¿No son buenos escritores?”, pregunta Ernesto enfadado. “Yo no leo clásicos”, termina diciendo Marcos. Ernesto desiste y vuelve a Libertad renegando con la cabeza. “Pues deberías”.
Marcos se levanta a estirar las piernas y ve como la enormidad de la T4 se presenta ante sus ojos. Se acuerda del atentado de ETA y siente una necesidad imperiosa de ir al parking, de sentirse parte de la historia del país. Ya lo hizo, nada más llegar a la capital, cuando visitó Atocha, 5 años después de los atentados, y dejó un folio escrito en el ordenador con el poema If de Kipling. Marcos necesita sentirse parte de algo, siempre lo ha necesitado. Desde el colegio, en el instituto, con Mamen. “¿Te vienes a ver el parking donde puso la bomba ETA?”, le pregunta a su hermano. “Estás flipao”, le responde Ernesto que, esta vez, no se molesta en mirar a Marcos. Este se vuelve a sentar y resopla. Saca de su maleta de mano su última adquisición, Donde mueren los payasos, de Luis Noriega. Aunque lleva 5 páginas leídas, no recuerda muy bien el principio y decide volver a comenzar. El silencio de los dos hermanos, sentados en incómodas sillas de metal unidas por los reposabrazos, no se rompe durante más de una hora. Viajeros pasaban, miraban y se sentaban. Se quejaban, algunos sonreían.
Marcos mira en el panel el horario de su vuelo. Quedan 50 minutos para que el avión despegue y comienza a perder los nervios. Deja el libro y suda como cada vez que se siente en peligro. Ernesto le mira y le dice que se tranquilice. Marcos recuerda que lleva un porro ya hecho en el paquete de Camel que guarda en el bolsillo. Fuera, sintiendo el frío de los gritos de los taxistas madrileños, enciende el cigarro de marihuana y se aleja del tumulto para pasar desapercibido. El porro le intranquiliza más. Cuando lo termina, vuelve a entrar a la terminal y sin hablar con Ernesto, Marcos se dirige al baño. Allí, se pone un Orfidal debajo de la lengua, tal como le había enseñado su madre. Se sienta en el retrete y teclea un mensaje para Sonia: “Estoy cagado con el vuelo, tía”.
Marcos casi se duerme en el baño. Consigue a duras penas levantarse y vuelve con Ernesto que se queda extrañado cuando escucha que las zapatillas de Marcos hacen un sonido acuoso (chop-chop) a cada pisada. Con la maleta ya en la mano le dice a su hermano: “¿dónde estabas? Venga, que tenemos que entrar ya al avión”.
Marcos odia los aviones, tanto como para que sea necesario repetirlo. No puede entender cómo se pueden hacer unos asientos tan cerca de otros. Aún no ha despegado la aeronave y ya le duelen las rodillas, que no paran de chocar con la bandeja de plástico abatible para la comida. “Me gustó mucho El sindicato de policía Yiddish. Es un buen libro”, le dice a Ernesto, para romper el hielo, para demostrarle que él también puede hablar de ciencia ficción. “Es una maravilla. Creo que es uno de los libros que más me ha gustado y de los que hacen que me sienta orgulloso del género. Hace, como Scott Card con Ender, que esto vaya más allá del freak gordo con granos. Eso es bueno para la literatura en general”, responde Ernesto con acento catedrático. “Lo importante a la hora de escribir es no parar. Ser constante y que no te desanime nada. Por eso, algunos nos aislamos en un apartamento, despacho o casa en el campo para que la familia no nos joda una buena historia y otros viven solos y dedicados únicamente a sus libros. Esos son los mejores Marcos, los mejores”, explica Ernesto.
Marco se agarra con las manos, fuerte, por miedo a salir despedido hacia delante por la potencia de arranque del avión. Una tontería sólo capaz de residir en una mente en las antípodas de cualquier conocimiento científico. Cuando comienza el despegue, Ernesto mira a Marcos y se ríe del sudor que le empieza a caer por la frente. “Uhhhh…creo que hay problemas en el motor”, bromea cuando el avión coge su mayor velocidad. Marcos no responde. Mira al frente y piensa en la novela y en Sonia. Cuando el vuelo se estabiliza y la azafata permite que los cinturones se desabrochen, Marcos pide una botella de agua. Marcos se da cuenta, que entre abrazos y disculpas por el pasado, por lo que se dijo y lo que se dejó sin hacer, aún no había hablado con su hermano de la novela. “¿Te cuento de qué va la novela?”, pregunta. “¡Por fin! Llevaba tres semanas esperando que me contaras algo. No te quería decir nada porque sé que lo que no sale de ti, te agobia, como a mamá”. A Marcos no le gusta la comparación. Frunce el ceño como cuando se le daba consejo sobre cómo cuidar a Carlos en el final de su enfermedad. “Bueno, la historia gira en torno a un catedrático de Medicina que está a punto de descubrir la cura contra el SIDA. Está a muy pocos pasos de conseguirlo y está poniendo todo su empeño en ello. Sin embargo, cuanto más se acerca, más se acercan también a él los poderes eternos: gobiernos, iglesia, asociaciones. La novela contará la lucha moral consigo mismo y con esos poderes para salvar a la humanidad. Bueno, a esa parte de la humanidad”, cuenta de carrerilla.
Ernesto se queda sopesando la información. Por su cara, diría Marcos, la historia le había gustado. Por sus manos, se diría que estaba enhebrando el devenir de la novela en cuatro partes estructuradas en capítulos cortos. O algo parecido. “Me gusta, es una buena idea. Pero tienes que madurarla y ponerle nombre a todos esos poderes. Tienes que dotar de alma al profesor. Tienes que conseguir anular el dramatismo y el buenrollismo del problema en África. Tiene que ser desgarradora, realista, como un puñetazo en los cojones. Para eso estoy yo, para darle fuerza al puñetazo”. Marcos sonreía mucho últimamente y en buena parte, se debía a lo que le gustaba escuchar a Ernesto. De pequeño, cuando no podía dormir, se acercaba a la cama de su hermano, 10 años mayor y con una adolescencia incipiente, y le pedía que le contara otra vez esa historia de cómo el millonario Bruce Wayne salvaba a esa ciudad tan rara de los malos. “Pero me gusta, ¿eh? Me parece interesante y con gancho. Necesitas tener la historia muy bien estructurada en tu cabeza. Todo lo que hagas a lo largo del día te tiene que evocar tu novela. Así llegarás a hacer algo grande”, termina Ernesto.
Marcos se queda mirando ensimismado a su hermano. “Lo haré, Ernesto. Sólo necesito poner en orden mis ideas”, asegura. “Para que empieces, he traído esto”, responde su hermano sacando de su bolsa de mano una libreta Moleskine, la que siempre usaba para sus libros, y la pluma Cross que su padre dejó cuando se marchó de casa. “Nos quedan 40 minutos de vuelo. Quiero que escribas una lista con los personajes: sus nombres, sus características físicas y psicológicas. Sus miedos y sus vicios inconfesables. Dótalos de vida”, exige Ernesto mientras abre la bandeja reclinable y deja las herramientas de trabajo sobre ella.
Marcos desempluma y abre la segunda página de la libreta. Escribe con cuidado.
«ALFONSO RENTERO: catedrático de Medicina. 60 años. Divorciado. Muy cerca de conseguir la cura contra el SIDA».

Siempre suelo tirarme una media hora diaria leyendo este blog,
con mi taza de cafe, felicidades por este sitio
🙂