Lucía del Mar Pérez
El muchacho estaba tumbado en un suelo tan helado como su alma, un alma metamórfica de sueños rotos. El mundo de los adultos le había vencido. Desde hacía una semana acudía al instituto con la mochila vacía de ilusiones. Un sopor negruzco se fue apoderando lentamente de su cuerpo, sus extremidades se entumecían al mismo tiempo que sus anhelos de adolescente. Cada mañana se sentaba en la última fila y se calaba la gorra hasta los ojos mientras sujetos y predicados, ecuaciones y romanos jugaban al escondite con sus células grises. No le gustaba estudiar. Únicamente le gustaba la clase de informática. Era un chico listo. Algunos profesores dotados de cierta sensibilidad percibían una inteligencia oculta tras nubes de rebeldía. Unas aptitudes que Fran aprovechaba para bloquear la página web del instituto. Sus habilidades informáticas le enorgullecían y las aplicaba en una particular venganza contra las normas establecidas.
Cuando regresaba a casa, caminaba con ese aire a medio camino entra la chulería y la desgana crónica que le caracterizaba: arrastraba los pies, mientras cubría su cuerpo con una sudadera dos tallas más grandes de lo necesario. Vivía aislado, en un mundo de raperos, donde su frustración se disipaba al son de los poetas de la calle. Delirios sonoros que manifestaban las carencias de la sociedad en la que luchaba por sobrevivir. Él también pertenecía a aquella estirpe privilegiada de ilusionistas del verso, solo que aún su voz permanecía dormida. Pero cada vez le dolía más el silencio.
Otra vez el mismo recibimiento hostil. Su padre le observaba desafiante. Fran le devolvía una mirada punzante, llena de odio…
“Inútil, inútil, inútil…” El veneno escupido por su padre le golpeaba con la misma dureza del mármol sobre el que ahora estaba tumbado. La misma dureza del puño de su padre al golpear contra su mandíbula. Pero no fue el puño lo que más le dolió. Ni la frialdad del suelo lo que le heló el corazón. Fue el ”LÁRGATE” de su madre.
Fran agarró una de las hamburguesas que ella se disponía a cocinar y la lanzó con todas sus fuerzas contra la pared. En silencio ambos contemplaron cómo la carne roja se desparramaba por el suelo. Los ojos de su madre se llenaron de lágrimas, pero el viento del fracaso arreciaba en la cocina. Salió a trompicones de la casa y corrió cuanto pudo para alejarse de la angustia y la incomprensión. Después regresó y se sentó en la azotea. Temblaba. Pero una sonrisa se fue perfilando en su rostro. A fin de cuentas, no era culpa suya. Él solo era un NINI más. Sin oficio ni beneficio, con una vida abocada al fracaso. Él era un producto imperfecto, resultado del aislamiento y de la desconfianza social. Era la consecuencia de un sistema educativo enfermo, reflejo de un país decadente.
Fran, y otros ninis como él, deberán llevar sobre sus hombros el peso de la sociedad del siglo XXI. Una sociedad envejecida cuya juventud, como las hamburguesas, ha sido estrellada contra la pared.

Me ha encantado: ¡Una sociedad de NINIS! Que pena que lo que escribes sea un reflejo tan claro de la sociedad que nos han impuesto y entre todos reforzamos a diario.
Realidad dolosa, más que dolorosa. Hay responsables que perpetúan un sistema donde el objetivo no es educar, es mantener bajo guardia; un sistema que da derechos al mediocre (y sus papás) y se despoja de ellos al profesor/a y de paso al alumn@ que acude a recibir una formación humana.