La cólera de Dios

Juan Alberto Campoy
 
Según afirma Juan Bosco Cuadra, catedrático de Filosofía de la Ave María University: “No se castiga sino a quien se ama”. Así, Dios, que ama a sus criaturas y se compadece de ellas, se entristece cuando éstas se extravían por los peligrosos senderos del vicio y del pecado, y les envía toda suerte de tragedias con la intención de que recapaciten y se corrijan. Dios actuaría, según esta teoría, como un padre bondadoso que se ve obligado a dar un cachete a su hijo cada vez que éste se empeña en poner los dedos en el enchufe. Este enojo divino ante la rebeldía de los hombres se conoce como “la ira de Dios” y aparece tanto en el Nuevo como, especialmente, en el Antiguo testamento.
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Un caso paradigmático de la ira de Dios es la destrucción de Sodoma. Recordemos el pasaje bíblico. Dios le anuncia a Abraham su intención de aniquilar dicha ciudad debido a las prácticas sexuales anómalas a las que eran tan aficionados sus habitantes. No obstante, se compromete a desistir de  su propósito siempre y cuando se encuentren entre ellos cincuenta hombres justos. A continuación Abraham intenta que ese número de personas justas necesario sea el menor posible. Dios, por su parte, se hace el duro: hay un prestigio que mantener. Tras un largo regateo, llegan a un acuerdo (si es que cabe aplicar tal palabra cuando hay una desigualdad tan grande entre las partes): diez hombres justos serán suficientes. Lamentablemente, tanta negociación, tanto tira y afloja, no sirvió de  nada y una lluvia de fuego y azufre destruyó Sodoma. Sólo se salvaron Lot, su mujer y sus dos hijas, que huyeron a toda prisa tras ser avisados por unos ángeles. Si sumamos a estas cuatro personas los dos yernos de Lot, que no se salvaron por incrédulos (creyeron que los ángeles estaban de guasa), da un total de seis personas. Aun suponiendo que todas ellas fueran justas (tanta relación de parentesco huele un poco raro, la verdad), pudieron morir hasta tres sodomitas justos sin ser avisados (dicho sea lo de sodomita sin ánimo de ofender). Esta aparente rigurosidad, por no decir injusticia, del castigo divino, sería, según la teoría que estamos considerando, sólo eso, una apariencia, una impresión falsa producida por el distorsionado criterio de los hombres, el cual diferiría, o, por ser más precisos, no tendría por qué coincidir con el de Dios. En otras palabras, y como suele decirse, los caminos del señor son inescrutables.
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Lope de Aguirre fue un conquistador vizcaíno que, aunque cojo y ya entrado en años, logró hacerse con el control de una rebelión organizada contra el gobernador Pedo de Ursua cuando éste se dirigía, río Amazonas abajo, en busca del mítico El Dorado. Aparte de la ascendencia que indudablemente tenía con el resto de los amotinados, su  instrumento principal para hacerse con el poder,  liquidar cualquier atisbo de disensión e imponer con puño de hierro su propia voluntad no fue otro que el puro terror. Cualquier amago de insurrección, o incluso cualquier sospecha de que la misma se fuera a producir, era castigado con la pena de muerte. Decenas de  personas, tanto compañeros suyos como -ya cerca del final de su aventura y unas semanas después de llegar a la mar océana- vecinos de la isla Margarita fueron muertas a arcabuzazos o a garrote vil por decisión suya.  

 
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Lope de Aguirre renegó de su patria y declaró la guerra al mismísimo rey de España. Según el historiador Toribio de Ortiguera (bien es verdad que él no estuvo en la expedición y escribió su crónica algunos años después de sucedidos los hechos) terminó denominándose a  sí mismo «Príncipe de la Libertad y del reino de Tierra Firme y provincias de Chile”, ahí es nada. Hay una conocida película, “Aguirre, la cólera de Dios”, que trata del personaje. A pesar de que el título siempre me ha gustado, pasaron bastantes años antes de que comprendiera cabalmente su significado. Había pensado que lo  lógico era un título como “Aguirre, la cólera del diablo”, pero, ¿la cólera de Dios?, ¿de dónde venía ese nombre? El mismo hay que entenderlo a la luz de la teoría del castigo divino. Con él no se pretende resaltar, como yo había creído, el lado oscuro del conquistador, sino, por el contrario, el hecho de que sus atrocidades respondían a un plan divino para castigar a quienes habían ofendido a Dios o a su Iglesia. Hay dos ejemplos claros de lo que digo, que expondré a continuación, en forma de relato.   

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La maldición del  padre Portillo
No sólo le habían embarcado a la fuerza para esa quimérica expedición, sino que además, y esto era lo que más le dolía, le habían sustraído cinco mil pesos para financiarla. Todo había empezado unos meses atrás, cuando él llevaba una cómoda y pacífica vida como cura de Moyobamba. Un día llegó al pueblo Pedro de Ursua y le convenció para alistarse en la jornada que él iba a comandar y que pretendía nada más y nada menos que descubrir de Eldorado. Él le nombraría vicario de la jornada y a cambio el cura le prestaría dos mil pesos. Cuando ya tenía Pedro de Ursua concertada la compra de algunas mercancías con cargo a ese dinero, el clérigo se echó atrás en su compromiso. Entonces, Ursua y otros miembros de la tripulación, entre los que estaban Juan de Vargas, Fernando de Guzmán y Juan Alonso de La Bandera, le tendieron una celada. Le hicieron creer que el primero de ellos se encontraba en trance de muerte y que necesitaba urgentemente ser confesado. Cuando el cura se dirigía, supuestamente, a darle la extremaunción, los conjurados, armados con lanzas y arcabuces, le secuestraron. Además, le quitaron cinco mil pesos. Había pasado de ser un posible acreedor por valor de dos mil pesos a ser un robado seguro por valor de cinco mil. Una vez en la expedición, el cura Portillo, como el resto de los integrantes de la misma, pasó por innumerables penalidades, entre las cuales quizá la peor fuera el hambre. Esa mañana, unos meses después de que la (mala) fortuna cruzara su vida con la del conquistador navarro, el clérigo le pidió a Pedro de Ursua algo para comer, ya que se encontraba al borde mismo de la extenuación. Ante su negativa, el buen padre alzó las manos al cielo y exclamó: “Justicia del cielo, pues no la hay en la tierra, venga por quien tanto mal me ha hecho”. Ese miso día Pedro de Ursua encontró la muerte a manos de Lope de Aguirre y sus secuaces. Pocos días más tarde murieron el resto de los conjurados.       
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El sermón
 Hermanos, hermanos míos: Hoy es sin duda un día para alabar a Dios. Todos los días y todos los momentos que el día contiene son, en realidad, propicios para alabarle, pero esta mañana…, esta mañana, sin duda, le glorificaremos con especial agradecimiento y con especial contento. Nos hallamos por fin libres de la presencia del tirano en nuestra querida isla Margarita. Pero no nos engañemos, Lope de Aguirre, a pesar de sus maldades y de sus crueldades sin fin, que todos hemos padecido, no ha sido la causa de nuestras desgracias. La causa de nuestros males  hemos de buscarla muy cerca de nosotros. El tirano y su tropa de desalmados han sido tan sólo el instrumento del que Dios se ha valido para  castigar la impiedad de nuestros gobernantes. Muchos de nosotros fuimos testigos de los hechos. ¡Qué imagen tan lastimosa la de las Formas consagradas rodando por las gradas del altar! ¿Quiénes eran, ni el gobernador ni los alcaldes ni los alguaciles, para permitirse la osadía de no acatar el acogimiento  de un vecino en esta casa del Señor?  Todas las autoridades terrenales son como polvo, no son nada, ante la autoridad máxima e infinita de Dios. Y Dios les ha castigado como se merecían. Han pagado con su propia vida. Aquí entraron dichas autoridades, como animales salvajes, para retener a un hombre acogido a sagrado. No se echaron atrás ni siquiera cuando éste agarró la caja del Santísimo Sacramento, creyendo así estar a salvo de su acoso. A empujones y patadas le echaron de la iglesia y no les importó nada que se cayeran el Sagrario y su sagrado contenido. Quisiera terminar este pequeño sermón manifestando mi confianza en que esta gran lección que el Señor nos ha dado sea aprendida por todos y en el futuro esta comunidad sea más temerosa de su altísimo poder.   
 
 
 
 
 
 
 
 
 
      
 

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