IFHIM

Fernando Veglia
 
 
Los árboles eran altos, carentes de follaje, de húmedos troncos negros y ramas cual pétreos brazos intentando aferrarse al cielo. La nieve, manto eterno, descansaba sobre el suelo, borrando toda huella, transformando en laberinto los caminos del viajero. El invierno traía la noche eterna, el verano perpetuaba la luz del día. El frío cabalgaba sobre el lomo del indómito viento, cumpliendo las sentencias que dictaba la muerte.
En aquellos parajes cercanos al polo norte, en el tiempo de la espada y el honor, vivieron hombres cuyos nombres fueron olvidados. Pobres y antiguos relatos los ilustraron, no hay certezas, sólo especulaciones, asociaciones, imaginación.
Lo verdadero, lo que sucedió en aquel entonces, es lo que puedo contarles. Vivíamos en una aldea, entre hombres de las montañas, robustos, silenciosos, rojos. La vida no era sencilla, sobrevivir significaba hermanarse con la muerte, danzar en una ronda frenética al compás del azar. Bien digo hermanarse, pues convivir con ella nos obligaba a forjar un estrecho vínculo, imposible de ignorar o disolver.
Morir en los sueños, durante la caza o de la mano de la improbable vejez no era digno de un hombre. Esa muerte débil, absurda, conducía a un mundo de tristeza, a las manos del infierno de Hel. Un hombre debía morir en el campo de batalla, su bravura le daría la oportunidad de ir al Valhala, para combatir hasta el día final en las filas de Odín, o al Folkvang, donde lo recibiría Freia. Una muerte destructora, fuerte, ávida de sangre, era lo que todo guerrero deseaba.
Recuerdo los días previos a un combate. La noticia era recibida en silencio, los ánimos se excitaban. Tratábase a las armas con delicadeza ritual; hachas, espadas y cuchillos eran afilados cuidadosamente. El miedo y la tristeza caían bajo el dominio de una inexplicable ansiedad; hombres y mujeres festejaban, pedían a los dioses por su suerte.
El día decisivo, los guerreros marchaban de un pueblo a otro, atravesando el frío de los bosques, hasta formar el ejército que sólo detenía su paso ante el enemigo. Los líderes de ambos bandos nunca acordaban la paz, pues no disputaban riquezas o territorio, estaba en juego un lugar en Asgard, entre los héroes y los dioses.
Un grito colérico despertaba innumerables gritos, e iniciaba la carrera que culminaba en el choque seco de los ejércitos. Durante cinco minutos, el acero saciaba su sed con sangre enemiga. Voces furiosas enmudecían los gemidos de la muerte. La piedad era desconocida, combatían hasta que aniquilaban a todos los oponentes, o hasta que la fatiga obligaba al bando débil a replegarse.
Cuando las miradas rojas cedían a la calma, y entre los cadáveres sólo estaban de pie los compañeros de armas, escuchábase un grito ensordecedor: Ifhim. Señal de la victoria.
El tiempo se encargó de silenciar aquellas voces, convirtiendo en misterios la vida y las creencias de esos pueblos. Sin embargo, encerrada en esta vitrina junto con mis hermanas, creo reconocer en las jóvenes miradas, el antiguo deseo de los hombres que alguna vez nos empuñaron en el campo de batalla.

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