Querido Ronald

José Melero
 
 
Te juro que no sé cómo me dejé arrastrar a aquel país. Van a ser unas vacaciones estupendas, me decían, y como se trata de un viaje organizado no tendrás que preocuparte de nada. Ya sabes, de esos que lo tienen todo incluido, transporte desde el aeropuerto, hotel de cinco estrellas con media pensión, guía en español, excursiones incluidas y opcionales en autobús climatizado, seguro a todo riesgo, en fin, lo que te decía, todo incluido, y cómo resistirse al precio, tirado si lo reservas con tres meses de antelación. No había pegas, lujo, exotismo, hasta un juego de maletas te regalaban, ¿qué más se podía pedir?
 
El grupo no estaba mal, gente de mediana edad la mayoría, dos parejas de recién casados y algunos solteros sueltos, dos de ellos estaba seguro que eran gays. El vuelo, con escala en Frankfurt, duró más de diez horas y llegamos de madrugada deseando estirar las piernas y olvidarnos del avión. La terminal de aeropuerto un poco cutre, no es que estuviera realmente sucia o descuidada, pero éstas son cosas que se aprecian en pequeños detalles, todo tenía un punto gastado que nos causó mala impresión. Los nativos ya sabes que son de piel cetrina, con unos ojos muy negros con los que nos miraban fijamente. En cuanto cogimos las maletas y al salir al exterior una bofetada de aire caliente y húmedo nos dio en plena cara a pesar de que ya era de madrugada, pero inmediatamente subimos al autocar climatizado y nos acomodamos en los asientos mientras dos tipos descalzos y renegridos metían los equipajes en los maleteros. Unos minutos después estábamos rumbo al Sheraton mientras el guía nos daba la bienvenida y nos explicaba que en no más de media hora estaríamos en el hotel. El fulano, no me acuerdo ahora de su nombre, ¿Kimut?, ¿Kanut?…, aunque era del lugar, tenía un aire diferente, cosmopolita, muy acostumbrado a tratar con occidentales. Nos tuvo entretenidos mientras recorríamos avenidas poco iluminadas en las que apenas podía verse a nadie. 

 
El hotel, fabuloso. Nos asignaron habitaciones y nos citaron por la mañana temprano para el desayuno buffet. Pasé la noche sin pegar ojo por el maldito jet lag. Creo que fue en ese momento en el que me di cuenta de que no tenía que haberme ido. ¿Qué se me había perdido a mí en aquel sitio? Un rato antes del desayuno me quedé traspuesto pero al poco me llamaron para bajar. Teníamos una excursión programada y no podíamos retrasarnos. La primera jornada fue horrorosa, el sueño me embotaba y me pasé el día con las gafas de sol para disimular las ojeras. Subimos en el bus y atravesamos la ciudad, que si de madrugada era un poco siniestra, ahora bullía de gente aunque no como aquí, cuando digo gente no quiero decir que estaba animado, no, me refiero a verdaderas multitudes, masas de personas que lo llenaban todo y que iban de aquí para allá en coches, camiones, bicicletas, pero sobre todo en unos pequeños motocarros atestados que estaban en todas partes. Todos mirábamos con expectación el ambiente a través de las ventanillas, muchos hacían fotos y los nativos nos miraban también a nosotros y nos saludaban mostrando los dientes. La ciudad era un verdadero asco: mucha suciedad, mucha basura y mucho socavón. Había animales sueltos: vacas enormes andando tranquilamente entre la gente o echadas sin más donde les venía en gana. Llegamos por fin a las ruinas del templo, no me preguntes cómo se llamaba porque no quiero ni acordarme, y bajamos del autobús. A pesar de que era temprano hacía ya un calor húmedo espantoso. Empecé a sudar. Un grupo de niños se acercó a nosotros para ofrecernos baratijas, pero el guía nos los quitó de encima a empujones. Caminamos hasta las ruinas y allí un tipo nos dio explicaciones mientras todos hacíamos fotos. Entre los muros derruidos correteaban unos monos con la cara negra y el rabo muy largo. Después de un rato se nos acercaron, supongo que para que les diésemos algo de comer. Alguien sacó algo de chocolate pero antes de tener tiempo de nada más uno de los simios, el más grande, se abalanzó sobre él y le quitó el paquete mientras le enseñaba los colmillos, un verdadero peligro. El resto de la visita estuvimos todos temerosos de que volvieran a la carga. El día, entre el cansancio y el calor, se me hizo interminable. Comimos en un restaurante con vistas a la ciudad. La comida era muy picante y supe enseguida que me sentaría mal. Seguimos con las visitas hasta el atardecer en el que regresamos al hotel derrengados. Me dejé caer en la cama con ganas de llorar.
 
La segunda noche tampoco dormí apenas ni la tercera y muy poco las que la siguieron. Unos cuantos del grupo nos levantamos con diarrea. Yo a esas alturas sólo pensaba en volver a casa mientras andábamos de acá para allá metidos en el autocar. Recorrimos cuatro ciudades en total, todas abarrotadas, todas llenas de pordioseros que aprovechaban en cuanto bajábamos del autobús para abordarnos e intentar vendernos cosas o pedirnos dinero. Vimos muchos más monos que parecían oler el miedo y cada vez eran más agresivos, y más vacas y elefantes y camellos, y te aseguro que aunque al llegar despertaban nuestra curiosidad al final sólo estabas deseando tener una pistola para acabar con ellos. Si al principio el guía me pareció simpático, después me di cuenta de que se pasaba de gracioso, parecía tener favoritos y se permitía demasiadas familiaridades, yo desde luego ni le dirigía la palabra. Me pasaba las horas deseando regresar al oasis del hotel en el que por unas horas te olvidabas del humo, de los olores, del calor y los mendigos.
 
Llevábamos ya diez malditos días de viaje cuando nos dieron la mañana libre para visitar el bazar de Zaipur, Zaitour o algo así. Quedamos en vernos al mediodía en el arco de entrada del recinto y aunque malditas las ganas que tenía de andar por allí expuesto, me pegué a un grupito entre el que estaban los homosexuales que sabían un poco de inglés. Los callejones estaban atestados de gente y en todos olía a comida, a sudor y a estiércol. El suelo estaba lleno de charcos negros y había gente tirada en él,  durmiendo como si estuviesen muertos, o al revés. Nos rodeaban niños y pedigüeños que nos seguían y nos pedían dinero; más de una vez temí que nos desvalijaran. Yo intentaba ignorarlos y no me separaba del resto que entraban en una tienda tras otra regateando y comprando baratijas. El bazar parecía no tener fin, todas las calles eran iguales, la multitud nos rodeaba y entonces ocurrió el desastre. Sin darme cuenta de repente perdí de vista a mis compañeros. Entré en varias tiendas pero no di con ellos, corrí de un extremos a otro del callejón, los llamé a voces pero fue inútil, habían desaparecido. Estaba rodeado de gente que me arrastraba. Tenía que volver a la entrada del bazar y, esforzándome en no perder el control, intenté deshacer el camino que habíamos seguido, pero todas las calles eran iguales y a cada revuelta era más consciente de que estaba completamente perdido. Traté de preguntar por el arco de entrada, pero ya sabes que no hablo inglés y nadie entendía nada o hacían como si no entendieran los muy cabrones. Miré el reloj, aún faltaba media hora para la cita, así que apreté el paso. El calor era asfixiante y todavía no era mediodía. La chusma me rodeaba: varios niños casi desnudos se me agarraban al pantalón, un tipo insistía en meterme el muñón del brazo en la cara para pedirme dinero. Llegué a una calle en la que había un tráfico infernal. La gente circulaba por todos lados entre los carritos de motor y las bicicletas. El ruido era ensordecedor. Estaba empapado en sudor. No conseguía quitarme de encima a la nube de andrajosos que me seguía y que iba en aumento. Todos me asían la ropa y extendían sus manos o sus muñones para que les diese unas monedas, a alguno le faltaban trozos de carne, como si tuviese la lepra. Sentí que me arrancaban el reloj de pulsera y ni siquiera pude entrever quién habría sido. Metí el pie en un charco de orines y me embargó un acceso de asco, el desayuno se me revolvía en el estómago. Perdí la noción del tiempo. El sol estaba en su cenit y el aire apestaba a humo y a fruta podrida. La hora de cita habría pasado hacía rato. Un hombre sin piernas me cerró el paso con su carrito que impulsaba con las manos y me miró con aquellos ojos negros gritando algo incomprensible. Una mano se introdujo en el bolsillo de mi pantalón y fue allí cuando perdí del todo los nervios. Pasé sobre el tullido y corrí entre el tráfico intentado dejar atrás a la caterva de sarnosos que insistían en seguirme, buscaba un policía, alguien que pudiera ayudarme, entré en pánico y entonces, al girar una esquina, lo encontré de frente. 
 
Contemplé la inmensa M amarilla y corrí hacia ella sabiendo que por fin estaba a salvo y cuando llegué a la entrada, allí estaba él, con su pelo rojo, su cara blanca y su sonrisa acogedora y sentí ganas de llorar y abrazarlo. Las puertas de cristal de la civilización se abrieron ante mí y un guardia me quitó de encima a la gentuza que retrocedió sabiendo que allí nunca podrían entrar. El aire acondicionado me reconfortó. Todo estaba limpio, había música ambiente y enseguida uno de los chicos con gorrita se acercó para atenderme. Me senté aliviado y mientras bebía una cocacola helada volví la cabeza para volver a verlo allí fuera guardando la entrada, querido Ronald, querido Ronald McDonald. 

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