por Santiago García Tirado
El repartidor de cucharillas se apontoca en la barra desde primeras horas. De espaldas al personal de la barra, avizora el horizonte en busca de su próximo objetivo. A un niño que se acerca de la mano de su mamá le ofrece la cucharilla pequeña, y le dice toma, para que juegues a los médicos, pero con cuidado de que el niño no se percate, porque al repartidor de cucharillas nada le ofende tanto como romper un encantamiento, le guiña el ojo a su mamá, y luego insiste: es una cucharilla de gnomos, por eso brilla más que ninguna. La madre se muestra incómoda, porque es sabido que la primera regla de una madre para un hijo es precisamente que nunca tome nada de los extraños, sin embargo sonríe educadamente. Siempre. Es indefectible.
El repartidor de cucharillas lo agradece. Cuando el niño se aleja, le manda la última advertencia para que la cucharilla no deje de surtir su efecto mágico. Le dice pero no te la vayas a comer. El niño entonces ya está lejos, y anda golpeando con la cucharilla mágica en el hocico de un perro que pasea por la acera.
Tras eso, el perro sigue siendo perro.
