DIARIO DE UN BOOMER: Día de campo. Primavera de 2024

Juan Alberto Campoy





Mi hermano Ignacio y mi cuñada Raquel se han comprado una casa en un tranquilo pueblo segoviano. Allí fuimos de visita este fin de semana mi hermano Luis, Vivien (su mujer), mi madre y yo. Aunque la casa no está exactamente en las afueras de Madrid (la hora y media en coche no te la quita nadie), merece la pena escapar durante unas horas del sofoco veraniego (no estamos todavía en verano, ya lo sé, pero os aseguro que la sensación de bochorno que padecemos estos días los capitalinos es propia no ya de verano, sino de plena canícula) y más aún si no hay ningún motivo especial para ello. Quiero decir que lo que nos reunía era simplemente las ganas de vernos, de estar juntos, de charlar distendidamente… Bueno, miento: a Luís le tocó (es una forma de hablar) echar un cable (nunca mejor dicho) con algunas instalaciones eléctricas que quedaban pendientes. Así que, después de una exquisita comida, bien regada con un caldo a la altura, y acompañada por una amena conversación (en la que puse de mi parte, evitando hablar de política), Luis se puso a darle duro al bricolaje. Y es que resulta una combinación de características peligrosa las que reúne mi hermano Luís: por una parte, una franca predisposición a ayudar a los demás, y, por otra, unos conocimientos prácticos nada desdeñables (de informática, electricidad etcétera). Si quiero ser fiel a la realidad (y sí quiero), tengo que decir que Luís contó con la inestimable colaboración de Ignacio y de su hijo Guillermo, que por allí andaba. Una vez terminaron sus quehaceres, empezó el peliagudo asunto del vallado. Los padres querían colocar una cubierta de cañizo sobre la valla metálica que delimita una parte del jardín. Si bien cada uno tenía su propio motivo, ambos se habían encaprichado con la cubierta: a mi cuñada le disgustaba sobremanera la idea de que algún extraño pudiera fisgonear lo que ellos hacían en el jardín de su casa, y a mi hermano le disgustaba extraordinariamente la visión de la valla tal y como estaba, la pura alambrada, porque le recordaba los campos de prisioneros y (todavía peor) los campos de exterminio. Sin embargo, mira tú por donde, a mi sobrino Guillermo no le hacía ninguna gracia la cubierta de marras. Y se opuso vehementemente a que la colocaran. Adujo que aquello era un crimen, que no le gustaba sentirse encerrado, que se iban a quedar sin la posibilidad de contemplar unas vistas estupendas (y, más concretamente, las de los crepúsculos), que él padecía de claustrofobia y no sé cuantas cosas más. La discusión fue creciendo en intensidad. Hay que tener en cuenta que el voto de Guillermo tenía valor doble, debido a que mi sobrino contaba con el respaldo de su hermano, Andrés, que se encontraba en esos momentos a cientos de kilómetros de distancia, estudiando las leyes que rigen los universos de las cosas más grandes y de las cosas más pequeñas (e intentando conciliar ambas categorías). Si bien es cierto que su infancia quedó atrás hace bastantes años, Guillermo no dudó en castigar a su padre por su flanco más débil: los derechos de los niños, el campo de especialización profesional de mi hermano. A pesar de poner toda la carne en el asador en la defensa de su posición, después de una larga lucha (dialéctica), finalmente Guillermo no tuvo más remedio que claudicar y admitir el “voto de calidad” de sus progenitores. Con la intención de levantarle el ánimo (no sé si lo logré), le dije que ya vería cómo, dentro de unos treinta años, cuando la casa fuera suya, se pelearía con sus propios hijos para que estos no quitaran la odiosa cobertura de cañizo que esa tarde íbamos a colocar, porque precisamente esa odiosa cobertura de cañizo, ésa y no otra, le recordaría a sus padres. Y no sé si le pudo la melancolía, o una especie de nostalgia adelantada, pero al poco rato mi sobrino me mostró por primera vez el hacha de su abuelo (ya fallecido), de la que tanto me había hablado cuando era niño. Siempre he comentado con mi madre que, en el hipotético caso de que Guillermo escribiera su autobiografía, el título perfecto sería: “Mi abuelo tenía un hacha”. El hacha no tiene aderezos ni filigranas, es un hacha rústica, pero impresiona precisamente por eso, por su sencillez y autenticidad. Me estoy acordando de aquella película de Indiana Jones en la que el inquieto arqueólogo averiguaba cual era el Santo Grial precisamente porque se trataba de la más sencilla de todas las copas que se le presentaron. Sencilla como el hacha de Felicísimo. Sencilla como una buena tarde en familia.

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