DIARIO DE UN BOOMER: De símbolos e hipérboles

Juan Alberto Campoy




Evidentemente, nadie padece más como consecuencia de un dolor de muelas que el propio paciente. Diría más: aunque uno tuviera un dolor de muelas de caballo, al resto del mundo no le dolería absolutamente nada. No le dolería nada debido a ello, se entiende. Ni siquiera a sus amigos y familiares. Me estoy refiriendo a dolores físicos. Otra cosa es el dolor psíquico, esto es, la pena. Pero esta última, en principio, no puede ser comparada con el dolor físico, ya que son sufrimientos de naturaleza radicalmente distinta. Sería absurdo decir, por ejemplo, que la derrota de Alcaraz ante Sinner de hace una semana me produjo la mitad de dolor que el que experimenté aquella vez que, siendo niño, fui picado por dos avispas traicioneras. Sin embargo, sí podemos establecer un criterio (bien es verdad que muy aproximativo) que se ciñera exclusivamente a valorar si, en el momento presente, un determinado dolor físico es mayor (o menor) que una determinada pena. Sólo habría que realizar el experimento mental de situarnos en uno y otro caso y evaluar cual de los dos nos resultaría más (o menos) dañino. Esto es, cual de los dos sería el que descartaríamos (o elegiríamos) si fuera necesario optar por uno de ellos. El carácter aproximado del criterio viene dado, en primer lugar, por que no es nada fácil predecir cómo nos sentiremos en una situación hipotética, y en segundo lugar, por que no todas las personas sentimos lo mismo incluso ante idénticas circunstancias.

Normalmente, la pena que experimentamos ante el dolor (físico o psíquico) de una persona cercana, es inferior a éste, por muy empáticos que seamos. ¿Qué preferiríamos: sufrir el dolor producido por una fractura de peroné o sufrir la pena de que un amigo nuestro se haya roto el peroné? En fin, creo que la respuesta es obvia. Por eso resultan sorprendentes (y un tanto hipócritas) esas manifestaciones de solidaridad que utilizan el eslogan “¡Todos somos Fulanito!”, cuando a Fulanito le ha ocurrido alguna desgracia. Veo en internet que este mismo año se ha producido el documental ”Todos somos Gaza”. No sé, un poco hiperbólico el título, ¿no? Por mucho que el productor, el director y el guionista se solidaricen con los gazatíes (todas las personas de bien nos solidarizamos), no creo que ninguno de ellos esté dispuesto a pasar una temporada en la Franja de Gaza y sufrir las penalidades de la población local (incluso ahora que han cesado los bombardeos masivos). Recuerdo que, en las manifestaciones que siguieron al asesinato de Miguel Ángel Blanco, muchos asistentes llevaban un cartel en el que se podía leer: “Todos somos Miguel Ángel”. En fin…

En cualquier caso, siempre me han conmovido las escenas de solidaridad. Y no sólo en la vida, también en el cine. Cómo olvidar la escena final del peliculón “El club de los poetas muertos”, cuando gran parte de los alumnos, en solidaridad con el despedido profesor Keating, se ponen de pie sobre sus mesas y exclaman: “¡Oh, Capitán, mi capitán!”.

Todos estas digresiones vienen a cuento de algo que presencié hace un par de días. Mientras me dirigía al supermercado, me crucé con una joven en cuyo jersey destacaba una vistosa cruz amarilla. Supongo que, dado el bajo nivel cultural de la juventud española (ojo: no digo que sea más bajo que el que teníamos nosotros a su edad), y específicamente en materia histórica, la chica en cuestión no tendría ni idea de lo que significó llevar una cruz amarilla en la Alemania nacionalsocialista. No hace falta retrotraerse al reinado de Argantonio o a la guerras médicas: su desconocimiento de la historia abarca acontecimientos muy cercanos, incluso del mismo siglo XX (a no ser que se trate de Franco, que últimamente aparece hasta en la sopa).

La visión de la estrella amarilla me impactó y, por alguna extraña conexión de mi neuronas, me dije: qué bonito hubiera sido que, en la época nazi, se hubiese extendido entre la población alemana (entre toda ella: hombres y mujeres, niños y mayores, burgueses y proletarios…), como gesto solidario, la costumbre de utilizar la estrella amarilla como complemento en sus vestidos. De esta manera, un símbolo de oprobio y estigmatización, se habría convertido, por la sagrada voluntad popular, en un símbolo de protesta contra un poder bárbaro y despótico, y un símbolo de apoyo hacia los judíos. Le propondré estas ideas a Roberto Benigni por si decide hacer una segunda parte de “La vida es bella”. La vida real, mientras tanto, sigue sin ser tan bella como quisiéramos.

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