LOS PAZOS DE ULLOA (X)

Emilia Pardo Bazán






XIX

No, ese guapo no era él. ¡Buena misa sería la que dijese, con la cabeza hecha una olla de grillos! Hasta reprimir los amotinados pensamientos que le acuciaban, hasta adoptar una resolución firme y valedera, Julián no se atrevía ni a pensar en el santo sacrificio.

La cosa era bien clara. Situación: la misma del año penúltimo. Tenía que marcharse de aquella casa echado por el feo vicio, por el delito infame. No le era lícito permanecer allí ni un instante más. Salvo el debido respeto, se había llevado la trampa el matrimonio cristiano, en cierto modo obra suya, y ya no quedaba rastro de hogar, sino una sentina de corrupción y pecado. A otra parte pues con la música.

Sólo que… Vaya, hay cosas más fáciles de pensar que de hacer en este mundo. Todo era una montaña: encontrar pretexto, despedirse, preparar el equipaje… La primera vez que pensó en irse de allí ya le costaba algún esfuerzo; hoy la idea sola de marchar le producía el mismo efecto que si le echasen sobre el alma un paño mojado en agua fría. ¿Por qué le disgustaba tanto la perspectiva de salir de los Pazos? Bien mirado, él era un extraño en aquella casa.

Es decir, eso de extraño… Extraño no, pues vivía unido espiritualmente a la familia, por el respeto, por la adhesión, por la costumbre. Sobre todo, la niña, la niña. El acordarse de la niña le dejó como embobado. No podía explicarse a sí mismo el gran sacudimiento interior que le causaba pensar que no volvería a cogerla en brazos. ¡Mire usted que estaba encariñado con la tal muñeca! Se le llenaron de lágrimas los ojos.

—Bien decían en el Seminario —murmuró con despecho— que soy muy apocado y muy… así… como las mujeres, que por todo se afectan. ¡Vaya un sacerdote ordenado de misa! Si tengo tal afición a chiquillos, no debí abrazar la carrera que abracé. No, no, esto que voy diciendo es un desatino mayor todavía… Si me gustan los chiquillos y tengo vocación de ayo o niñero, ¿quién me priva de cuidar a los que andan descalzos por las carreteras, pidiendo limosna? Son hijos de Dios lo mismo que esta pobre pequeña de aquí… Hice mal, muy mal en tomarle tanta afición… Pero es que sólo un perro ¡qué! ni un perro: sólo una fiera puede besar a un angelito y no quererlo bien.

Resumiendo después sus cavilaciones, añadió para sí:

—Soy un majadero, un Juan Lanas. No sé a qué he venido aquí la vez segunda. No debí volver. Estaba visto que el señorito tenía que parar en esto. Mi poca energía tiene la culpa. Con riesgo de la vida debí barrer esa canalla, si no por buena, a latigazos. Pero yo no tengo agallas, como dice muy bien el señorito, y ellos pueden y saben más que yo, a pesar de ser unos brutos. Me han engañado, me han embaucado, no he puesto en la calle a esa moza desvergonzada, se han reído de mí, y ha triunfado el infierno.

Mientras sostenía este monólogo, iba sacando de un cajón de la cómoda prendas de ropa blanca, a fin de hacer su equipaje, pues como todas las personas irresolutas, solía precipitarse en los primeros momentos y adoptar medidas que le ayudaban a engañarse a sí propio. Al paso que rellenaba la maleta, razonaba para consigo:

—¿Señor, señor, por qué ha de haber tanta maldad y tanta estupidez en la tierra? ¿Por qué el hombre ha de dejar que lo pesque el diablo con tan tosco anzuelo y cebo tan ruin? (Diciendo esto alineaba en el baúl calcetines.) Poseyendo la perla de las mujeres, el verdadero trasunto de la mujer fuerte, una esposa castísima (este superlativo se le ocurrió al doblar cuidadosamente la sotana nueva), ir a caer precisamente con una vil mozuela, una sirviente, ¡una fregona, una desvergonzada que se va a picos pardos con el primer labriego que encuentra!

Llegaba aquí del soliloquio cuando trataba sin éxito de acomodar el sombrero de canal de modo que la cubierta de la maleta no lo abollase.

El ruido que hizo la tapa al descender, el gemido armonioso del cuero, pareciole una voz irónica que le respondía:

—Por eso, por eso mismo.
—¡Será posible! —murmuró el bueno del capellán—. ¡Será posible que la abyección, que la indignidad, que la inmundicia misma del pecado atraiga, estimule, sea un aperitivo, como las guindillas rabiosas, para el paladar estragado de los esclavos del vicio! Y que en esto caigan, no personas de poco más o menos, sino señores de nacimiento, de rango, señores que…

Detúvose y, reflexivo, contó un montículo de pañuelos de narices que sobre la cómoda reposaba.

—Cuatro, seis, siete… Pues yo tenía una docena, todos marcados… Pierden aquí la ropa bastante…

Volvió a contar.

—Seis, siete… Y uno en el bolsillo, ocho… Puede que haya otro en la lavandera…

Dejolos caer de golpe. Acababa de recordar que uno de aquellos pañuelos se lo había atado él a la niñita debajo de la barba, para impedir que la baba le rozase el cuello. Suspiró hondamente, y abriendo otra vez el maletín, notó que la seda del sombrero de canal se estropeaba con la tapa. «No cabe», pensó, y pareciole enorme dificultad para su viaje no poder acomodar la canaleja. Miró el reloj: señalaba las diez. A las diez o poco más comía la chiquita su sopa y era la risa del mundo verla con el hocico embadurnado de puches, empeñada en coger la cuchara y sin acertar a lograrlo. ¡Estaría tan mona! Resolvió bajar: al día siguiente le sería fácil colocar mejor su sombrero y resolver la marcha. Por veinticuatro horas más o menos…

Este medicamento emoliente de la espera equivale, para la mayor parte de los caracteres, a infalible específico. No hay que vituperar su empleo, en atención a lo que consuela: en rigor la vida es serie de aplazamientos, y sólo hay un desenlace definitivo, el último. Así que Julián concibió la luminosa idea de aguardar un poco, sintiose tranquilo; aun más; contento. No era su carácter muy jovial, propendiendo a una especie de morosidad soñadora y mórbida, como la de las doncellas anémicas: pero en aquel punto respiraba con tal desahogo por haber encontrado una solución, que sus manos temblaban, deshaciendo con alegre presteza el embutido de calcetines y ropa blanca y dando amable libertad al canal y manteo. Después se lanzó por las escaleras, dirigiéndose a la habitación de Nucha.

Nada aconteció aquel día que lo diferenciase de los demás, pues allí la única variante solía ser el mayor o menor número de veces que mamaba la chiquitina, o la cantidad de pañales puestos a secar. Sin embargo, en tan pacífico interior veía el capellán desarrollarse un drama mudo y terrible. Ya se explicaba perfectamente las melancolías, los suspiros ahogados de Nucha. Y mirándola a la cara y viéndola tan consumida, con la piel terrosa, los ojos mayores y más vagos, la hermosa boca contraída siempre, menos cuando sonreía a su hija, calculaba que la señorita, por fuerza, debía de saberlo todo, y una lástima profunda le inundaba el alma. Reprendiose a sí mismo por haber pensado siquiera en marcharse. Si la señorita necesitaba un amigo, un defensor, ¿en quién lo encontraría más que en él? Y lo necesitaría de fijo.

La misma noche, antes de acostarse, presenció el capellán una escena extraña, que le sepultó en mayores confusiones. Como se le hubiese acabado el aceite a su velón de tres mecheros y no pudiese rezar ni leer, bajó a la cocina en demanda de combustible. Halló muy concurrido el sarao de Sabel. En los bancos que rodeaban el fuego no cabía más gente: mozas que hilaban, otras que mondaban patatas, oyendo las chuscadas y chocarrerías del tío Pepe de Naya, vejete que era un puro costal de malicias, y que, viniendo a moler un saco de trigo al molino de Ulloa, donde pensaba pasar la noche, no encontraba malo refocilarse en los Pazos con el cuenco de caldo de unto y tajadas de cerdo que la hospitalaria Sabel le ofrecía. Mientras él pagaba el escote contando chascarrillos, en la gran mesa de la cocina, que desde el casamiento de don Pedro no usaban los amos, se veían, no lejos de la turbia luz de aceite, relieves de un festín más suculento: restos de carne en platos engrasados, una botella de vino descorchada, una media tetilla, todo amontonado en un rincón, como barrido despreciativamente por el hartazgo; y en el espacio libre de la mesa, tendidos en hilera, había hasta doce naipes, que si no recortados en forma ovada por exceso de uso como aquellos de que se sirvieron Rinconete y Cortadillo, no les cedían en lo pringosos y sucios. En pie delante de ellos, la señora María la Sabia, extendiendo el dedo negro y nudoso cual seca rama de árbol, los consultaba con ademán reflexivo. Encorvada la horrenda sibila, alumbrada por el vivo fuego del hogar y la luz de la lámpara, ponía miedo su estoposa pelambrera, su catadura de bruja en aquelarre, más monstruosa por el bocio enorme ya que le desfiguraba el cuello y remedaba un segundo rostro, rostro de visión infernal, sin ojos ni labios, liso y reluciente a modo de manzana cocida. Julián se detuvo en lo alto de la escalera, contemplando las prácticas supersticiosas, que se interrumpirían de seguro si sus zapatillas hiciesen ruido y delatasen su presencia.

Si él conociese a fondo la tenebrosísima y aún no desacreditada ciencia de la cartomancia, ¡cuánto más interesante le parecería el espectáculo! Entonces podría ver reunidos allí, como en el reparto de un drama, los personajes todos que jugaban en su vida y ocupaban su imaginación. Aquel rey de bastos, con hopalanda azul ribeteada de colorado, los pies simétricamente dispuestos, la gran maza verde al hombro, se le figuraría bastante temible si supiese que representaba un hombre moreno casado —don Pedro—. La sota del mismo palo se le antojaría menos fea si comprendiese que era símbolo de una señorita morena también —Nucha—. A la de copas le daría un puntapié por insolente y borracha, atendido que personificaba a Sabel, una moza rubia y soltera. Lo más grave sería verse a sí mismo —un joven rubio— significado por el caballo de copas, azul por más señas, aunque ya todos estos colorines los había borrado la mugre.

¡Pues qué sucedería si después, cuando la vieja barajó los naipes y repartiéndolos en cuatro montones empezó a interpretar su sentido fatídico, pudiese él oír distintamente todas las palabras que salían del antro espantable de su boca!

Había allí concordancias de la sota de bastos con el ocho de copas, que anunciaban nada menos que amores secretos de mucha duración; apariciones del ocho de bastos que vaticinaban riñas entre cónyuges; reuniones de la sota de espadas con la de copas patas arriba, que encerraban tétricos augurios de viudez por muerte de la esposa. A bien que el cinco del mismo palo profetizaba después unión feliz. Todo esto, dicho por la sibila en voz baja y cavernosa, lo escuchaba solamente la bella fregatriz Sabel, que con los brazos cruzados tras la espalda, el color arrebatado, se inclinaba sobre el oráculo, que más parecía provocarla a curiosidad que a regocijo. La jarana con que en el hogar se celebraban los chistes del señor Pepe, impedía que nadie atendiese al silabeo de la vieja. Merced a la situación de la escalera, dominaba Julián la mesa, trípode y ara del temeroso rito, y sin ser visto podía ver y entreoír algo. Escuchaba, tratando de entender mejor lo que sólo confusamente percibía, y como al hacerlo cargase sobre el barandal de la escalera, éste crujió levemente, y la bruja alzó su horrible carátula. En un santiamén recogió los naipes, y el capellán bajó, algo confuso de su espionaje involuntario, pero tan preocupado con lo que creía haber sorprendido, que ni se le ocurrió censurar el ejercicio de la hechicería. La bruja, empleando el tono humilde y servil de siempre, se apresuró a explicarle que aquello era mero pasatiempo, «por se reír un poco».

Volvió Julián a su cuarto agitadísimo. Ni él mismo sabía lo que le correteaba por el magín. Bien presumía antes a cuántos riesgos se exponían Nucha y su hija viviendo en los Pazos: ahora… ahora los divisaba inminentes, clarísimos. ¡Tremenda situación! El capellán le daba vueltas en su cerebro excitado: a la niña la robarían para matarla de hambre; a Nucha la envenenarían tal vez… Intentaba serenarse. ¡Bah! No abundan tanto los crímenes por esos mundos, a Dios gracias. Hay jueces, hay magistrados, hay verdugos. Aquel hato de bribones se contentaría con explotar al señorito y a la casa, con hacer rancho de ella, con mandar anulando en su dignidad y poderío doméstico a la señorita. Pero… ¿si no se contentaba?

Dio cuerda a su velón, y apoyando los codos sobre la mesa intentó leer en las obras de Balmes, que le había prestado el cura de Naya, y en cuya lectura encontraba grato solaz su espíritu, prefiriendo el trato con tan simpática y persuasiva inteligencia a las honduras escolásticas de Prisco y San Severino. Mas a la sazón no podía entender una sola línea del filósofo y sólo oía los tristes ruidos exteriores, el quejido constante de la presa, el gemir del viento en los árboles. Su acalorada fantasía le fingió entre aquellos rumores quejumbrosos otro más lamentable aún, porque era personal: un grito humano. ¡Qué disparatada idea! No hizo caso y siguió leyendo. Pero creyó escuchar de nuevo el ay tristísimo. ¿Serían los perros? Asomose a la ventana: la luna bogaba en un cielo nebuloso, y allá a lo lejos se oía el aullar de un perro, ese aullar lúgubre que los aldeanos llaman ventar la muerte, y juzgan anuncio seguro del próximo fallecimiento de una persona. Julián cerró la ventana estremeciéndose. No despuntaba por valentón, y sus temores instintivos se aumentaban en la casa solariega, que le producía nuevamente la dolorosa impresión de los primeros días. Su temperamento linfático no poseía el secreto de ciertas saludables reacciones, con las cuales se desecha todo vano miedo, todo fantasma de la imaginación. Era capaz, y demostrado lo tenía, de arrostrar cualquier riesgo grave, si creía que se lo ordenaba su deber; pero no de hacerlo con ánimo sereno, con el hermoso desdén del peligro, con el buen humor heroico que sólo cabe en personas de rica y roja sangre y firmes músculos. El valor propio de Julián era valor temblón, por decirlo así; el breve arranque nervioso de las mujeres.

Volvía a su conferencia con Balmes, cuando… ¡Jesús nos valga! ¡Ahora sí, ahora sí que no cabía duda! Un chillido sobreagudo de terror había subido por el oscuro caracol y entrado por la puerta entornada. ¡Qué chillido! El velón le bailaba en las manos a Julián… Bajaba sin embargo muy aprisa, sin sentir sus propios movimientos, como en las espantosas caídas que damos soñando. Y volaba por los salones, recorriendo la larga crujía para llegar hacia la parte del archivo, donde había sonado el grito horrible… El velón, oscilando más y más en su diestra trémula, proyectaba en las paredes caleadas extravagantes manchones de sombra… Iba a dar la vuelta al pasillo que dividía el archivo del cuarto de don Pedro, cuando vio… ¡Dios santo! Sí, era la escena misma, tal cual se la había figurado él… Nucha de pie, pero arrimada a la pared, con el rostro desencajado de espanto, los ojos no ya vagos sino llenos de extravío mortal; enfrente su marido, blandiendo un arma enorme… Julián se arrojó entre los dos… Nucha volvió a chillar.

—¡Ay!, ¡ay! ¡Qué hace usted! ¡Que se escapa… que se escapa!

Comprendió entonces el alucinado capellán lo que ocurría, con no poca vergüenza y confusión suya… Por la pared trepaba aceleradamente, deseando huir de la luz, una araña de desmesurado grandor, un monstruoso vientre columpiado en ocho velludos zancos. Su carrera era tan rápida, que inútilmente trataba el señorito de alcanzarla con la bota; de repente Nucha se adelantó, y con voz entre grave y medrosa repitió ingenuamente lo que había dicho mil veces en su niñez:

—San Jorge… ¡para la araña!

El feo insecto se detuvo a la entrada de la zona de sombra: la bota cayó sobre él. Julián, por reacción natural del miedo disipado, que se trueca en inexplicable gozo, iba a reírse del suceso; pero notó que Nucha, cerrando los ojos y apoyándose en la pared, se cubría la cara con el pañuelo.

—No es nada, no es nada… —murmuraba. Un poco de llanto nervioso… Ya pasará… Estoy aún algo débil…
—¡Valiente cosa para tanto alboroto! —exclamó el marido encogiéndose de hombros—. ¡Os crían con más mimo! En mi vida he visto tal. Don Julián, ¿usted creyó que la casa se venía abajo? ¡Ea, a recogerse! Buenas noches.

Tardó bastante el capellán en dormirse. Recapacitaba en sus terrores y concedía su ridiculez; prometíase vencer aquella pusilanimidad suya; pero duraba aún el desasosiego, la impulsión estaba comunicada y almacenada en sinuosidades cerebrales muy hondas. Apenas le otorgó sus favores el sueño, vino con él una legión de pesadillas a cual más negra y opresora. Empezó a soñar con los Pazos, con el gran caserón; mas por extraña anomalía propia del estado, cuyo fundamento son siempre nociones de lo real, pero barajadas, desquiciadas y revueltas merced al anárquico influjo de la imaginación, no veía la huronera tal cual la había visto siempre, con su vasta mole cuadrilonga, sus espaciosos salones, su ancho portalón inofensivo, su aspecto amazacotado, conventual, de construcción del siglo XVIII; sino que sin dejar de ser la misma, había mudado de forma: el huerto con bojes y estanque era ahora ancho y profundo foso, las macizas murallas se poblaban de saeteras, se coronaban de almenas; el portalón se volvía puente levadizo, con cadenas rechinantes; en suma, era un castillote feudal, hecho y derecho, sin que le faltase ni el romántico aditamento del pendón de los Moscosos flotando en la torre del homenaje: indudablemente Julián había visto alguna pintura o leído alguna medrosa descripción de esos espantajos del pasado que nuestro siglo restaura con tanto cariño. Lo único que en el castillo recordaba los Pazos actuales era el majestuoso escudo de armas; pero aun en este mismo existía diferencia notable, pues Julián distinguía claramente que se habían animado los emblemas de piedra, y el pino era un árbol verde en cuya copa gemía el viento, y los dos lobos rapantes movían las cabezas exhalando aullidos lúgubres. Miraba Julián fascinado hacia lo alto de la torre, cuando vio en ella alarmante figurón: un caballero con visera calada, todo cubierto de hierro: y aunque ni un dedo de la mano se le descubría, con el don adivinatorio que se adquiere soñando, Julián percibía al través de la celada la cara de don Pedro. Furioso, amenazador, enarbolaba don Pedro un arma extraña, una bota de acero, que se disponía a dejar caer sobre la cabeza del capellán. Éste no hacía movimiento alguno para desviarse, y la bota tampoco acababa de caer; era una angustia intolerable, una agonía sin término; de repente sintió que se le posaba en el hombro una lechuza feísima, con greñas blancas.

Quiso gritar: en sueños el grito se queda siempre helado en la garganta. La lechuza reía silenciosamente. Para huir de ella, saltaba el foso; mas éste ya no era foso, sino la represa del molino: el castillo feudal también mudaba de hechura sin saberse cómo: ahora se parecía a la clásica torre que tienen en las manos las imágenes de Santa Bárbara: una construcción de cartón pintado, hecha de sillares muy cuadraditos, y a cuya ventana asomaba un rostro de mujer pálido, descompuesto… Aquella mujer sacó un pie, luego otro… fue descolgándose por la ventana abajo… ¡Qué asombro! Era la sota de bastos, ¡la mismísima sota de bastos, muy sucia, muy pringosa! Al pie del muro la esperaba el caballo de espadas, una rara alimaña azul, con la cola rayada de negro. Mas a poco Julián reconoció su error: ¡qué caballo de espadas! No era sino San Jorge en persona, el valeroso caballero andante de las celestiales milicias, con su dragón debajo, un dragón que parecía araña, en cuya tenazuda boca hundía la lanza con denuedo… Brillante y aguda, la lanza descendía, se hincaba, se hincaba… Lo sorprendente es que el lanzazo lo sentía Julián en su propio costado… Lloraba muy bajito, queriendo hablar y pedir misericordia: nadie acudía en su auxilio, y la lanza le tenía ya atravesado de parte a parte… Despertó repentinamente, resintiéndose de una punzada dolorosa en la mano derecha, sobre la cual había gravitado el peso del cuerpo todo, al acostarse del lado izquierdo, posición favorable a las pesadillas.


XX

Los sueños de las noches de terror suelen parecer risibles apenas despunta la claridad del nuevo día: pero Julián, al saltar de la cama, no consiguió vencer la impresión del suyo. Proseguía el hervor de la imaginación sobreexcitada: miró por la ventana, y el paisaje le pareció tétrico y siniestro: verdad es que entoldaban la bóveda celeste nubarrones de plomo con reflejos lívidos, y que el viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas. El capellán bajó la escalera de caracol con ánimo de decir su misa, que a causa del mal estado de la capilla señorial acostumbraba celebrar en la parroquia. Al regresar y acercarse a la entrada de los Pazos, un remolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría le sobrecogió, y la gran huronera de piedra se le presentó imponente, ceñuda y terrible, con aspecto de prisión, como el castillo que había visto soñando. El edificio, bajo su toldo de negras nubes, con el ruido temeroso del cierzo que lo fustigaba, era amenazador y siniestro. Julián penetró en él con el alma en un puño. Cruzó rápidamente el helado zaguán, la cavernosa cocina, y atravesando los salones solitarios se apresuró a refugiarse en la habitación de Nucha, donde acostumbraban servirle el chocolate por orden de la señorita.

Encontró a ésta algo más desemblantada que de costumbre. Al abatimiento que de ordinario se revelaba en su rostro afilado, se agregaba una contracción y un azoramiento, indicios de gran tirantez nerviosa. Tenía a la niña en brazos, y al ver a Julián, le hizo rápidamente seña de que no chistase ni se menease, que el angelito andaba en tratos de aletargarse al calor del seno maternal. Inclinada sobre la criatura, Nucha le echaba el aliento para mejor adormecerla, y arreglaba con febriles movimientos el pañolón calcetado que envolvía, como el capullo a la oruga, aquella vida naciente. Pestañeó la niña dos o tres veces, y luego cerró los ojitos, mientras su madre no cesaba de arrullarla con una nana aprendida del ama, una especie de gemido cuya base era el triste, ¡lai… lai!, la queja lenta y larga de todas las canciones populares en Galicia. El canto fue descendiendo hasta concluir en la pronunciación melancólica y cariñosa de una sola letra, la e prolongada; y levantándose en puntas de pies, Nucha depositó a su hija en la cuna muy delicada y cuidadosamente, pues la chiquilla era tan lista —en opinión de su madre— que distinguía al punto la cuna del brazo, y era capaz de despertar del sopor más profundo si se enteraba de la sustitución.

Por lo mismo Julián y Nucha se hablaron muy de quedo, mientras la señorita manejaba la aguja de crochet calcetando unos zapatitos que parecían bolsas. Julián empezó por preguntar si se le había quitado el susto de la noche anterior.

—Sí, pero todavía estoy no sé cómo.
—Yo tampoco les tengo afición a esos bichos asquerosos… No los había visto tan gordos hasta que vine a la aldea. En el pueblo apenas los hay.
—Pues yo —contestó Nucha— era antes muy valiente, pero desde… que nació la pequeña, no sé qué me pasa: parece que me he vuelto medio tonta, que tengo miedo a todo…

Interrumpió la labor, y alzó la cara: sus grandes ojos estaban dilatados, sus labios ligeramente trémulos.

—Es una enfermedad, es una manía; ya lo conozco, pero no lo puedo remediar, por más que hago. Tengo la cabeza debilitada; no pienso sino en cosas de susto, en espantos… ¿Ve usted qué chillidos di ayer por la dichosa araña? Pues de noche, cuando me quedo sola con la niña… —porque el ama durmiendo es lo mismo que si estuviese muerta; aunque le disparen al oído un cañón de a ocho no se mueve— haría a cada paso escenas por el estilo si no me dominase. No se lo digo a Juncal por vergüenza; pero veo cosas muy raras. La ropa que cuelgo me representa siempre hombres ahorcados, o difuntos que salen del ataúd con la mortaja puesta: no importa que mientras está el quinqué encendido, antes de acostarme, la arregle así o asá; al fin toma esas hechuras extravagantes aun no bien apago la luz y enciendo la lamparilla. Hay veces que distingo personas sin cabeza: otras al contrario les veo la cara con todas sus facciones, la boca muy abierta y haciendo muecas… Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven; y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del otro mundo que se quejan…
—¡Señorita! —exclamó dolorosamente Julián—. ¡Eso es contra la fe! No debemos creer en aparecidos ni en brujerías.
—¡Si yo no creo! —repuso la señorita riendo nerviosamente—. ¿Usted se figura que soy como el ama, que dice que ha visto en realidad la Compaña, con su procesión de luces allá a las altas horas? En mi vida he dado crédito a paparruchas semejantes: por eso digo que debo de estar enferma, cuando me persiguen visiones y vestigios… Lo que siempre me porfía el señor de Juncal: fortalecerse, criar sangre… Lástima que la sangre no se compre en la tienda…, ¿no le parece a usted?
—O que… los sanos no se la podamos regalar a… los que… la necesitan…

Dijo esto el presbítero titubeando, poniéndose encendido hasta la nuca, porque su impulso primero había sido exclamar: «Señorita Marcelina, aquí está mi sangre a la disposición de usted».

El silencio producido por arranque tan vivo duró algunos segundos, durante los cuales ambos interlocutores miraron fijamente, distraídos y ensimismados, el paisaje que se alcanzaba desde la ancha y honda ventana fronteriza. Al pronto no lo vieron: luego su efecto sombrío les fue entrando mal de su grado por los ojos hasta el alma. Eran las montañas negras, duras, macizas en apariencia bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso: era el valle alumbrado por las claridades pálidas de un angustiado sol: era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras violentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado… A un mismo tiempo exclamaron los dos, capellán y señorita:

—¡Qué día tan triste!

Julián reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha y los suyos propios, y pensando alto, prorrumpía:

—Señorita, también esta casa… vamos, no es por decir mal de ella, pero… es un poco miedosa. ¿No le parece?

Los ojos de Nucha se animaron, como si el capellán le hubiese adivinado un sentimiento que no se atrevía a manifestar.

—Desde que ha venido el invierno —murmuró hablando consigo misma— no sé qué tiene ni qué trazas saca… que no me parece la misma… Hasta las murallas se han vuelto más gordas y la piedra más oscura… Será una tontería, ¡ya sé que lo será!, pero no me atrevo a salir de mi habitación, yo que antes revolvía todos los rincones y andaba por todas partes… Y no tengo remedio sino dar una vuelta por ella… necesito ver si hay abajo, en el sótano, arcones para la ropa blanca… Hágame el favor de venir, Julián, ahora que la niña duerme… Quiero quitarme de la cabeza estas aprensiones y estas tontunas.

Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al bajar al claustro, la señorita no dio más respuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vacías, donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo en tiempo, Nucha volvía la cabeza atrás a ver si la seguía su acompañante: y el ademán de volverla revelaba alteración y zozobra. En la diestra columpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por una escalerilla muy pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas eran de piedra.

Llegados al patín que cerraba el grave claustro, Nucha señaló a un pilar que tenía incrustada una argolla de hierro, de la cual colgaba aún un eslabón comido de orín.

—¿Sabe usted qué era esto? —murmuró con apagada voz.
—No sé —respondió Julián.
—Dice Pedro —explicó la señorita— que estuvo ahí la cadena con que tenían sujeto sus abuelos a un negro esclavo… ¿No parece mentira que se hiciesen semejantes crueldades? ¡Qué tiempos tan malos, Julián!
—Señorita…, a don Máximo Juncal, que no piensa más que en política, todo se le vuelve hablar de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay su legua de mal camino… Bastantes barbaridades hacen hoy en día, y la religión anda perdida desde estas grescas.
—Pero como aquí —observó Nucha, formulando sencillamente una observación histórico-filosófica de bastante alcance— no ve uno sino las atrocidades de los señores de otro tiempo… parece que son las únicas que le dan en qué pensar… ¿Por qué serán tan malos cristianos los hombres? —añadió entreabriendo los labios con cándido asombro.

El cielo se oscureció más en el momento de expresarse así Nucha; un relámpago alumbró súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen.

—¡Santa Bárbara bendita! —articuló piadosamente el capellán, estremeciéndose—. Volvámonos arriba, señorita… Está tronando. Como este año no tuvimos cordonazo de San Francisco…, ya se ve, el equinoccio no quiere pasar sin esto… ¿Subimos?
—No —resolvió Nucha, empeñada en combatir sus propios terrores—. Ésta es la puerta del sótano… ¿Cuál será la llave?

La buscó algún tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio en que iba a penetrar; rodó el carro del trueno, pausado al principio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por la cólera, y Nucha retrocedió con espanto.

—¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede? —gritó el capellán.
—¡Nada… Nada! —tartamudeó la señora de Ulloa—. Se me figuró al abrir que estaba ahí dentro un perro muy grande, sentado, y que se levantaba y se me echaba para morderme… ¿Si no los tendré cabales? Pues mire usted que juraría haberlo visto.
—¡El dulce Nombre! No, señorita, es que hace frío aquí, es que truena, es que es una locura andar ahora revolviendo en los sótanos… Retírese usted, yo buscaré lo que haga falta.
—No —replicó Nucha con energía—. Ya me carga de veras ser tan boba… Quiero entrar antes para que vea usted si comprendo perfectamente que todas son necedades… ¿Trae usted la cerilla? —gritó ya desde dentro.

El capellán la encendió, y a su luz menos que dudosa vieron el sótano, mejor dicho, entrevieron las paredes destilando humedad, el confuso montón de objetos retirados allí por inservibles y pudriéndose en los rincones; el conjunto de cosas informes y por lo mismo temerosas y vagas. En la penumbra de aquel lugar, casi subterráneo, en el hacinamiento de vejestorios retirados por inservibles y entregados a las ratas, la pata de una mesa parecía un brazo momificado, la esfera de un reloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montar carcomidas asomando por entre papeles y trapos despertaban en la fantasía la idea de un hombre asesinado y oculto allí. No obstante, Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos húmedo y medroso, y con la voz ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfo sobre sí mismos, gritó:

—Aquí está el arcón… Que me lo suban después…

Salió muy animada, satisfecha de su resolución, vencedora en la lucha cuerpo a cuerpo con el caserón que la asustaba. Al subir otra vez por la escalerilla, volvió a sobrecogerla el fragor de un trueno más hondo, poderoso y cercano que los anteriores. ¡Era preciso encender la vela del Santísimo y rezar el Trisagio!

Así lo hicieron al punto. La vela fue colocada sobre la cómoda de Nucha: un cirio bastante largo aún, de cera color de naranja, con muchas lágrimas y un pábilo que chisporroteaba y no acababa de arder. Antes de arrodillarse, cerraron las maderas de la ventana, para evitar que la ojeada fulgurante del relámpago les deslumbrase a cada minuto. Rugía con creciente ira el viento, y la tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y llevarlo a tumbos por encima de las tejas. ¡Con cuánto fervor empezó el capellán a guiar el Trisagio misterioso! Anonadándose ante la cólera divina, cuya violencia sacudía y hacía retemblar a los Pazos como si fuesen una choza, pronunciaba:

De la subitánea muerte
del rayo y de la centella
libra este Trisagio, y sella
a quien lo reza: y advierte…

Nucha, de repente, se incorporaba lanzando un chillido, y corría al sofá, donde se reclinaba lanzando interrumpidas carcajadas histéricas, que sonaban a llanto. Sus manos crispadas arrancaban los corchetes de su traje, o comprimían sus sienes, o se clavaban en los almohadones del sofá, arañándolos con furor… Aunque tan inexperto, Julián comprendió lo que ocurría: el espasmo inevitable, la explosión del terror reprimido, el pago del alarde de valentía de la pobre Nucha…

—¡Filomena, Filomena! Aquí, mujer, aquí… Agua, vinagre… el frasquito aquel… ¿Dónde está el frasco que vino de la botica de Cebre? Aflójele el vestido… Ya me vuelvo de espaldas, mujer, no necesitaba avisármelo… Unos pañitos fríos en las sienes… ¡Si truena, que truene! Deje tronar… Acuda a la señorita… Dele aire con este papel, aunque sea… ¿Ya está cubierta y floja? Se lo daré yo, poquito a poco…Que respire bien el vinagre…

(Continuará…)

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.