Emilia Pardo Bazán

XV
Por entonces se dedicó el matrimonio Moscoso a pagar visitas de la aristocracia circunvecina. Nucha montaba la borriquilla, y su marido la yegua castaña: Julián los acompañaba en mula: alguno de los perros favoritos del marqués se incorporaba a la comitiva siempre, y dos mozos, vestidos con la ropa dominguera, la más bordada faja, el sombrero de fieltro nuevecito, empuñando varas verdes que columpiaban al andar, iban de espolistas, encargados de tener mano de las monturas cuando se apeasen los jinetes.
La tanda empezó por la señora jueza de Cebre. Abrió la puerta una criada en pernetas, que al ver a Nucha bajarse de su cabalgadura y arreglar los volantes del traje con el mango de la sombrilla, echó a correr despavorida hacia el interior de la casa, clamando como si anunciase fuego o ladrones:
—Señora… ¡Ay, mi señora! Unos señores… ¡hay unos señores aquí!
Ningún eco respondió a sus alaridos de consternación; pero transcurridos breves minutos, apareció en el zaguán el juez en persona, deshaciéndose en excusas por la torpeza de la muchacha: era inconcebible el trabajo que costaba domesticarlas; se les repetía mil veces la misma cosa, y nada, no aprendían a recibir a las… pues… de la manera que… Al murmurar así, arqueaba el codo ofreciendo a Nucha el sostén de su brazo para subir la escalera; y siendo ésta tan angosta que no cabían dos personas de frente, la señora de Moscoso pasaba los mayores trabajos del mundo intentando asirse con las yemas de los dedos al brazo del buen señor, que subía dos escalones antes que ella todo torcido y sesgado. Llegados a la puerta de la sala, el juez empezó a palparse, buscando ansiosamente algo en los bolsillos, articulando a media voz monosílabos entrecortados y exclamaciones confusas. De repente exhaló una especie de bramido terrible.
—Pepa… ¡Pepaaaá!
Se oyó el ¡clac! de los pies descalzos, y el juez interpeló a la fámula:
—La llave, ¿vamos a ver? ¿Dónde Judas has metido la llave?
Pepa se la alargaba ya a toda prisa, y el juez, cambiando de tono y pasando de la más furiosa ronquera a la más meliflua dulzura, empujó la puerta y dijo a Nucha:
—Por aquí, señora mía, por aquí… tenga usted la bondad…
La sala estaba completamente a oscuras: Nucha tropezó con una mesa, a tiempo que el juez repetía:
—Tenga usted la bondad de sentarse, señora mía… Usted dispense…
La claridad que bañó la habitación una vez abiertas las maderas de la ventana, permitió a Nucha distinguir al fin el sofá de repis azul, los dos sillones haciendo juego, el velador de caoba, la alfombra tendida a los pies del sofá y que representaba un ferocísimo tigre de Bengala, color de canela fina. Al juez todo se le volvía acomodar a los visitadores, insistiendo mucho en si al marqués de Ulloa le convenía la luz de frente o estaría mejor de espaldas a la vidriera: al mismo tiempo lanzaba ojeadas de sobresalto en derredor, porque le iba sabiendo mal la tardanza de su mujer en presentarse. Esforzábase en sostener la conversación, pero su sonrisa tenía la contracción de una mueca, y su ojo severo se volvía hacia la puerta muy a menudo. Al cabo se oyó en el corredor crujido de enaguas almidonadas: la señora jueza entró, sofocada y compuesta de fresco, según claramente se veía en todos los pormenores de su tocado: acababa de embutir su respetable humanidad en el corsé y, sin embargo, no había logrado abrochar los últimos botones del corpiño de seda; el moño postizo, colocado a escape, se torcía inclinándose hacia la oreja izquierda: traía un pendiente desabrochado, y no habiéndole llegado el tiempo para calzarse, escondía con mil trabajos, entre los volantes pomposos de la falda de seda, las babuchas de orillo.
Aunque Nucha no pecaba de burlona, no pudo menos de hacerle gracia el atavío de la jueza, que pasaba por el figurín vivo de Cebre, y a hurtadillas sonrió a Julián mostrándole con imperceptible guiño los collares, dijes y broches que lucía en el cuello la señora, mientras ésta a su vez devoraba e inventariaba el sencillo adorno de la recién casada santiaguesa. La visita fue corta, porque el marqués deseaba cumplir aquel mismo día con el Arcipreste, y la parroquia de Loiro distaba una legua por lo menos de la villita de Cebre. Se despidieron de la autoridad judicial tan ceremoniosamente como habían entrado, con los mismos requilorios de brazo y acompañamiento, y muchos ofrecimientos de casa y persona.
Era preciso para ir a Loiro internarse bastante en la montaña, y seguir una senda llena de despeñaderos y precipicios, que sólo se hacía practicable al acercarse a los dominios del arciprestazgo, vastos y ricos algún día, hoy casi anulados por la desamortización. La rectoral daba señales de su esplendor pasado; su aspecto era conventual; al entrar y apearse en el zaguán, los señores de Ulloa sintieron la impresión del frío subterráneo de una ancha cripta abovedada, donde la voz humana retumbaba de un modo extraño y solemne. Por la escalera de anchos peldaños y monumental balaústre de piedra bajaba dificultosamente, con la lentitud y el balanceo con que caminan los osos puestos en dos pies, una pareja de seres humanos monstruosa, deforme, que lo parecía más viéndola así reunida: el Arcipreste y su hermana. Ambos jadeaban: su dificultosa respiración parecía el resuello de un accidentado: las triples roscas de la papada y el rollo del pestorejo aureolaban con formidable nimbo de carne las faces moradas de puro inyectadas de sangre espesa; y cuando se volvían de espaldas, en el mismo sitio en que el Arcipreste lucía la tonsura, ostentaba su hermana un moñito de pelo gris, análogo al que gastan los toreros. Nucha, a quien el recibimiento del juez y el tocado de su señora habían puesto de buen humor, volvió a sonreír disimuladamente, sobre todo al notar los quidproquos de la conversación, producidos por la sordera de los dos respetables hermanos. No desmintiendo éstos la hospitalaria tradición campesina, hicieron pasar a los visitadores, quieras no quieras, al comedor, donde un mármol se hubiera reído también observando cómo la mesa del refresco, la misma en que comían a diario los dueños de casa, tenía dos escotaduras, una frente a otra, sin duda destinadas a alojar desahogadamente la rotundidad de un par de abdómenes gigantescos.
El regreso a los Pazos fue animado por comentarios y bromas acerca de las visitas: hasta Julián dio de mano a su formalidad y a su indulgencia acostumbrada para divertirse a cuenta de la mesa escotada y del almacén de quincalla que la señora jueza lucía en el pescuezo y seno. Pensaban con regocijo en que al día siguiente se les preparaba otra excursión del mismo género, sin duda igualmente divertida: tocábales ver a las señoritas de Molende y a los señores de Limioso.
Salieron de los Pazos tempranito, porque bien necesitaban toda la larga tarde de verano para cumplir el programa; y acaso no les alcanzaría, si no fuese porque a las señoritas de Molende no las encontraron en casa: una mocetona que pasaba cargada con un haz de hierba explicó difícilmente que las señoritas iban en la feria de Vilamorta, y sabe Dios cuándo volverían de allá. Le pesó a Nucha, porque las señoritas, que habían estado en los Pazos a verla, le agradaban, y eran los únicos rostros juveniles, las únicas personas en quienes encontraba reminiscencias de la cháchara alegre y del fresco pico de sus hermanas, a las cuales no podía olvidar. Dejaron un recado de atención a cargo de la mocetona y torcieron monte arriba, camino del Pazo de Limioso.
El camino era difícil y se retorcía en espiral alrededor de la montaña; a uno y otro lado las cepas de viña, cargadas de follaje, se inclinaban sobre él como para borrarlo. En la cumbre amarilleaba a la luz del sol poniente un edificio prolongado, con torre a la izquierda, y a la derecha un palomar derruido, sin techo ya. Era la señorial mansión de Limioso, un tiempo castillo roquero, nido de azor colgado en la escarpada umbría del montecillo solitario, tras del cual, en el horizonte, se alzaba la cúspide majestuosa del inaccesible Pico Leiro. No se conocía en todo el contorno, ni acaso en toda la provincia, casa infanzona más linajuda ni más vieja, y a cuyo nombre añadiesen los labriegos con acento más respetuoso el calificativo de Pazo, palacio, reservado a las moradas hidalgas.
Desde bastante cerca, el Pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cual aumentaba la impresión melancólica que producía su desmantelado palomar. Por todas partes indicios de abandono y ruina: las ortigas obstruían la especie de plazoleta o patio de la casa: no faltaban vidrios en las vidrieras, por la razón plausible de que tales vidrieras no existían, y aun alguna madera, arrancada de sus goznes, pendía torcida, como un jirón en un traje usado. Hasta las rejas de la planta baja, devoradas de orín, subían las plantas parásitas, y festones de yedra seca y raquítica corrían por entre las junturas desquiciadas de las piedras. Estaba el portón abierto de par en par, como puerta de quien no teme a ladrones; pero al sonido mate de los cascos de las monturas en el piso herboso del patio, respondieron asmáticos ladridos, y un mastín y dos perdigueros se abalanzaron contra los visitantes, desperdiciando por las fauces el poco brío que les quedaba, pues ninguno de aquellos bichos tenía más que un erizado pelaje sobre una armazón de huesos prontos a agujerearlo al menor descuido. El mastín no podía, literalmente, ejecutar el esfuerzo del ladrido: temblábanle las patas, y la lengua le salía de un palmo entre los dientes, amarillos y roídos por la edad. Apaciguáronse los perdigueros a la voz del señor de Ulloa, con quien habían cazado mil veces; no así el mastín, resuelto sin duda a morir en la demanda, y a quien sólo acalló la aparición de su amo el señorito de Limioso.
¿Quién no conoce en la montaña al directo descendiente de los paladines y ricohombres gallegos, al infatigable cazador, al acérrimo tradicionalista? Ramonciño Limioso contaría a la sazón poco más de veintiséis años, pero ya sus bigotes, sus cejas, su cabello y sus facciones todas tenían una gravedad melancólica y dignidad algún tanto burlesca para quien por primera vez lo veía. Su entristecido arqueo de cejas le prestaba vaga semejanza con los retratos de Quevedo; su pescuezo flaco pedía a voces la golilla, y en vez de la vara que tenía en la mano, la imaginación le otorgaba una espada de cazoleta. Donde quiera que se encontrase aquel cuerpo larguirucho, aquel gabán raído, aquellos pantalones con rodilleras y tal cual remiendo, no se podía dudar que, con sus pobres trazas, Ramón Limioso era un verdadero señor desde sus principios —así decían los aldeanos— y no hecho a puñetazos, como otros.
Lo era hasta en el modo de ayudar a Nucha a bajarse de la borrica, en la naturalidad galante con que le ofreció no el brazo, sino, a la antigua usanza, dos dedos de la mano izquierda para que en ellos apoyase la palma de su diestra la señora de Ulloa. Y con el decoro propio de un paso de minueto, la pareja entró por el Pazo de Limioso adelante, subiendo la escalera exterior que conducía al claustro, no sin peligro de rodar por ella, tales estaban de carcomidos los venerables escalones. El tejado del claustro era un puro calado: veíanse, al través de las tejas y las vigas, innumerables retales de terciopelo azul celeste; la cría de las golondrinas piaba dulcemente en sus nidos, cobijados en el sitio más favorable, tras el blasón de los Limiosos, repetido en el capitel de cada pilar en tosca escultura —tres peces bogando en un lago, un león sosteniendo una cruz—. Fue peor cuando entraron en la antesala. Muchos años hacía que la polilla y la vetustez habían dado cuenta de la tablazón del piso; y no alcanzando, sin duda, los medios de los Limiosos a echar piso nuevo, se habían contentado con arrojar algunas tablas sueltas sobre los pontones y las vigas, y por tan peligroso camino cruzó tranquilamente el señorito sin dejar de ofrecer los dedos a Nucha y sin que ésta se atreviese a solicitar más firme apoyo. Cada tablón en que sentaban el pie se alzaba y blandía, descubriendo abajo la negra profundidad de la bodega, con sus cubas vestidas de telarañas. Atravesaron impávidos el abismo y penetraron en la sala, que al menos poseía un piso clavado, aunque en muchos sitios roto y en todos casi reducido a polvo sutil por el taladro de los insectos.
Nucha se quedó inmóvil de sorpresa. En un ángulo de la sala medio desaparecía bajo un gran acervo de trigo un mueble soberbio, un bargueño incrustado de concha y marfil: en las paredes, del betún de los cuadros viejos y ahumados se destacaba a lo mejor una pierna de santo martirizado, toda contraída, o el anca de un caballo, o una cabeza carrilluda de angelote; frente a la esquina del trigo, se alzaba un estrado revestido de cuero de Córdoba, que aún conservaba su rica coloración y sus oros intensos; ante el estrado, en semicírculo, magníficos sitiales escultados, con asiento de cuero también; y entre el trigo y el estrado, sentadas en tallos —asientos de tronco de roble bruto, como los que usan los labriegos más pobres—, dos viejas secas, pálidas, derechas, vestidas de hábito del Carmen, ¡hilaban!
Jamás había creído la señora de Moscoso que vería hilar más que en las novelas o en los cuentos, a no ser a las aldeanas, y le produjo singular efecto el espectáculo de aquellas dos estatuas bizantinas, que tales parecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando el huso y la rueca, y suspendiendo a un mismo tiempo la labor cuando ella entró. En nombre de las dos estatuas —que eran las tías paternas del señorito de Limioso— había visitado éste a Nucha; vivía también en el Pazo el padre, paralítico y encamado: pero a éste nadie le echaba la vista encima: su existencia era como un mito, una leyenda de la montaña. Las dos ancianas se irguieron y tendieron a Nucha los brazos con movimiento tan simultáneo que no supo a cuál de ellas atender, y a la vez y en las dos mejillas sintió un beso de hielo, un beso dado sin labios y acompañado del roce de una piel inerte. Sintió también que le asían las manos otras manos despojadas de carne, consuntas, amojamadas y momias; comprendió que la guiaban hacia el estrado, y que le ofrecían uno de los sitiales; y apenas se hubo sentado en él, conoció con terror que el asiento se desvencijaba, se hundía; que se largaba cada pedazo del sitial por su lado sin crujidos ni resistencia; y con el instinto de la mujer encinta, se puso de pie, dejando que la última prenda del esplendor de los Limiosos se derrumbase en el suelo para siempre…
Salieron del goteroso Pazo cuando ya anochecía, y sin que se lo comunicasen, sin que ellos mismos pudiesen acaso darse cuenta de ello, callaron todo el camino porque les oprimía la tristeza inexplicable de las cosas que se van.
XVI
Debía el sucesor de los Moscosos andar ya cerca de este mundo, porque Nucha cosía sin descanso prendas menudas semejantes a ropa de muñecas. A pesar de la asiduidad en la labor, no se desmejoraba, al contrario, parecía que cada pasito de la criatura hacia la luz del día era en beneficio de su madre. No podía decirse que Nucha hubiese engruesado, pero sus formas se llenaban, volviéndose suaves curvas lo que antes eran ángulos y planicies. Sus mejillas se sonroseaban, aunque le velaba frente y sienes esa ligera nube oscura conocida por paño. Su pelo negro parecía más brillante y copioso; sus ojos, menos vagos y más húmedos; su boca más fresca y roja. Su voz se había timbrado con notas graves. En cuanto al natural aumento de su persona, no era mucho ni la afeaba, prestando solamente a su cuerpo la dulce pesadez que se nota en el de la Virgen, en los cuadros que representan la Visitación. La colocación de sus manos, extendidas sobre el vientre como para protegerlo, completaba la analogía con las pinturas de tan tierno asunto.
Hay que reconocer que don Pedro se portaba bien con su esposa durante aquella temporada de expectación. Olvidando sus acostumbradas correrías por montes y riscos, la sacaba todas las tardes, sin faltar una, a dar paseítos higiénicos, que crecían gradualmente; y Nucha, apoyada en su brazo, recorría el valle en que los Pazos de Ulloa se esconden, sentándose en los murallones y en los ribazos al sentirse muy fatigada. Don Pedro atendía a satisfacer sus menores deseos: en ocasiones se mostraba hasta galante, trayéndole las flores silvestres que le llamaban la atención, o ramas de madroño y zarzamora cuajadas de fruto. Como a Nucha le causaban fuerte sacudimiento nervioso los tiros, no llevaba jamás el señorito su escopeta, y había prohibido expresamente a Primitivo cazar por allí. Parecía que la leñosa corteza se le iba cayendo poco a poco al marqués, y que su corazón bravío y egoísta se inmutaba, dejando asomar, como entre las grietas de la pared florecillas parásitas, blandos afectos de esposo y padre. Si aquello no era el matrimonio cristiano soñado por el excelente capellán, viven los cielos que debía de asemejársele mucho.
Julián bendecía a Dios todos los días. Su devoción había vuelto, no a renacer, pues no muriera nunca, pero sí a reavivarse y encenderse. A medida que se acercaba la hora crítica para Nucha, el capellán permanecía más tiempo de rodillas dando gracias al terminar la misa; prolongaba más las letanías y el rosario; ponía más alma y fervor en el cuotidiano rezo. Y no entran en la cuenta dos novenas devotísimas, una a la Virgen de agosto, otra a la Virgen de septiembre. Figurábasele este culto mariano muy adecuado a las circunstancias, por la convicción cada vez más firme de que Nucha era viva imagen de Nuestra Señora, en cuanto una mujer concebida en pecado puede serlo.
Al oscurecer de una tarde de octubre estaba Julián sentado en el poyo de su ventana, engolfado en la lectura del padre Nieremberg. Sintió pasos precipitados en la escalera. Conoció el modo de pisar de don Pedro. El rostro del señor de Ulloa derramaba satisfacción.
—¿Hay novedades? —preguntó Julián soltando el libro.
—¡Ya lo creo! Nos hemos tenido que volver del paseo a escape.
—¿Y han ido a Cebre por el médico?
—Va allá Primitivo.
Julián torció el gesto.
—No hay que asustarse… Detrás de él van a salir ahora mismo otros dos propios. Quería ir yo en persona, pero Nucha dice que no se queda ahora sin mí.
—Lo mejor sería ir yo también por si acaso —exclamó Julián—. Aunque sea a pie y de noche…
Lanzó don Pedro una de sus terribles y mofadoras carcajadas.
—¡Usted! —clamó sin cesar de reír—. ¡Vaya una ocurrencia, don Julián!
El capellán bajó los ojos y frunció el rubio ceño. Sentía cierta vergüenza de su sotana, que le inutilizaba para prestar el menor servicio en tan apretado trance. Y al par que sacerdote era hombre, de modo que tampoco podía penetrar en la cámara donde se cumplía el misterio. Sólo tenían derecho a ello dos varones: el esposo y el otro, el que Primitivo iba a buscar; el representante de la ciencia humana. Acongojose el espíritu de Julián pensando en que el recato de Nucha iba a ser profanado, y su cuerpo puro tratado quizás como se trata a los cadáveres en la mesa de anatomía; como materia inerte, donde no se cobija ya un alma. Comprendió que se apocaba y afligía.
—Llámeme usted si para algo me necesita, señor marqués —murmuró con desmayada voz.
—Mil gracias, hombre… Venía únicamente a darle a usted la buena noticia.
Don Pedro volvió a bajar la escalera rápidamente silbando una riveirana, y el capellán, al pronto, se quedó inmóvil. Pasose luego la mano por la frente, donde rezumaba un sudorcillo. Miró a la pared. Entre varias estampitas pendientes del muro y encuadradas en marcos de briche y lentejuelas, escogió dos: una de San Ramón Nonnato y otra de Nuestra Señora de la Angustia, sosteniendo en el regazo a su Hijo muerto. Él la hubiera preferido de la Leche y Buen Parto; pero no la tenía, ni se había acordado mucho de tal advocación hasta aquel instante. Desembarazó la cómoda de los cachivaches que la obstruían y puso encima, de pie, las estampas. Abrió después el cajón, donde guardaba algunas velas de cera destinadas a la capilla; tomó un par, las acomodó en candeleros de latón, y armó su altarito. Así que la luz amarillenta de los cirios se reflejó en los adornos y cristal de los cuadros, el alma de Julián sintió consuelo inefable. Lleno de esperanza, el capellán se reprendió a sí mismo por haberse juzgado inútil en momentos semejantes. ¡Él inútil! Cabalmente le incumbía lo más importante y preciso, que es impetrar la protección del cielo. Y arrodillándose henchido de fe, dio principio a sus oraciones.
El tiempo corría sin interrumpirlas. De abajo no llegaba noticia alguna. A eso de las diez reconoció Julián que sus rodillas hormigueaban con insufrible hormigueo, que se apoderaba de sus miembros dolorosa lasitud, que se le desvanecía la cabeza.
Hizo un esfuerzo y se incorporó tambaleándose. Una persona entró. Era Sabel, a quien el capellán miró con sorpresa, pues hacía bastante tiempo que no se presentaba allí.
—De parte del señorito, que baje a cenar.
—¿Ha venido su padre de usted? ¿Ha llegado el médico? —interrogó ansiosamente Julián, no atreviéndose a preguntar otra cosa.
—No, señor… De aquí a Cebre hay un bocadito.
En el comedor encontró Julián al marqués cenando con apetito formidable, como hombre a quien se le ha retrasado la pitanza dos horas más que de costumbre. Julián trató de imitar aquel sosiego, sentándose y extendiendo la servilleta.
—¿Y la señorita? —preguntó con afán.
—¡Pss!… Ya puede usted suponer que no muy a gusto.
—¿Necesitará algo mientras usted está aquí?
—No. Tiene allá a su doncella, la Filomena. Sabel también ayuda para cuanto se precise.
Julián no contestó. Sus reflexiones valían más para calladas que para dichas. Era una monstruosidad que Sabel asistiese a la legítima esposa: pero si no se le ocurría al marido, ¿quién tenía valor para insinuárselo? Por otra parte, Sabel, en realidad, no carecía de experiencia doméstica, ni dejaría de ser útil. Notó Julián que el marqués, a diferencia de algunas horas antes, parecía malhumorado e impaciente. Recelaba el capellán interrogarle. Determinose al fin.
—Y… ¿dará tiempo a que llegue el médico?
—¿Que si da tiempo? —respondió el señorito embaulando y mascando con colérica avidez—. ¡Como no lo dé de más! Estas señoritas finas son muy delicadas y difíciles para todo… Y cuando no hay un gran físico… Si fuese por el estilo de su hermana Rita…
Descargó un porrazo con el vaso en la mesa, y añadió sentenciosamente:
—Son una calamidad las mujeres de los pueblos… Hechas de alfeñique… Le aseguro a usted que tiene una debilidad, y una tendencia a las convulsiones y a los síncopes, que… Melindres, ¡diantre! ¡melindres a que las acostumbran desde pequeñas!
Pegó otro trompis y se levantó, dejando solo en el comedor a Julián. No sabía éste qué hacer de su persona, y pensó que lo mejor era emprender de nuevo plática con los santos. Subió. Las velas seguían ardiendo, y el capellán volvió a arrodillarse.
Las horas pasaban y pasaban, y no se oían más ruidos que el del viento de la noche al gemir en los castaños, y el hondo sollozo del agua en la represa del cercano molino. Sentía Julián cosquilleo y agujetas en los muslos, frío en los huesos y pesadez en la cabeza. Dos o tres veces miró hacia su cama, y otras tantas el recuerdo de la pobrecita que sufría allá abajo le detuvo. Dábale vergüenza ceder a la tentación. Mas sus ojos se cerraban, su cabeza, ebria de sueño, caía sobre el pecho. Se tendió vestido, prometiéndose despabilarse al punto. Despertó cuando ya era de día.
Al encontrarse vestido, se acordó, y tratándose mentalmente de marmota y leño, pensó si ya estaría en el mundo el nuevo Moscoso. Bajó apresurado frotándose los párpados, medio aturdido aún. En la antesala de la cocina se dio de manos a boca con Máximo Juncal, el médico de Cebre, con bufanda de lana gris arrollada al cuello, chaquetón de paño pardo, botas y espuelas.
—¿Llega usted ahora mismo? —preguntó asombrado el capellán.
—Sí, señor… Primitivo dice que estuvieron llamando anoche a mi puerta él y otros dos, pero que no les abrió nadie… Verdad que mi criada es algo sorda; mas con todo… si llamasen como Dios manda… En fin, que hasta el amanecer no me llegó el aviso. De cualquier manera parece que vengo muy a tiempo todavía… Primeriza al fin y al cabo… Estas batallas acostumbran durar bastante… Allá voy a ver qué ocurre…
Precedido de don Pedro, echó a andar látigo en mano y resonándole las espuelas, de modo que la imagen bélica que acababa de emplear parecía exacta, y cualquiera le tomaría por el general que acude a decidir con su presencia y sus órdenes la victoria. Su continente resuelto infundía confianza. Reapareció a poco pidiendo una taza de café bien caliente, pues con la prisa de venir se encontraba en ayunas. Al señorito le sirvieron chocolate. Emitió el médico su dictamen facultativo: armarse de paciencia, porque el negocio iba largo.
Don Pedro, de humor algo fosco y con las facciones hinchadas por el insomnio, quiso a toda costa saber si había peligro.
—No señor, no señor —contestó Máximo desliendo el azúcar con la cucharilla y echando ron en el café—. Si se presentan dificultades, estamos aquí… Tú, Sabel; una copita pequeña.
En la copita pequeña escanció también ron, que paladeó mientras el café se enfriaba. El marqués le tendió la petaca llena.
—Muchas gracias… —pronunció el médico encendiendo un habano—. Por ahora estamos a ver venir. La señora es novicia, y no muy fuerte… A las mujeres se les da en las ciudades la educación más antihigiénica: corsé para volver angosto lo que debe ser vasto; encierro para producir la clorosis y la anemia; vida sedentaria, para ingurgitarlas y criar linfa a expensas de la sangre… Mil veces mejor preparadas están las aldeanas para el gran combate de la gestación y alumbramiento, que al cabo es la verdadera función femenina.
Siguió explanando su teoría, queriendo manifestar que no ignoraba las más recientes y osadas hipótesis científicas, alardeando de materialismo higiénico, ponderando mucho la acción bienhechora de la madre naturaleza. Veíase que era mozo inteligente, de bastante lectura y determinado a lidiar con las enfermedades ajenas; mas la amarillez biliosa de su rostro, la lividez y secura de sus delgados labios, no prometían salud robusta. Aquel fanático de la higiene no predicaba con el ejemplo. Asegurábase que tenía la culpa el ron y una panadera de Cebre, con salud para vender y regalar a cuatro doctores higienistas.
Don Pedro chupaba también con ensañamiento su cigarro, y rumiaba las palabras del médico, que por extraño caso, atendida la diferencia entre un pensamiento relleno de ciencia novísima y otro virgen hasta de lectura, conformaban en todo con su sentir. También el hidalgo rancio pensaba que la mujer debe ser principalmente muy apta para la propagación de la especie. Lo contrario le parecía un crimen. Acordábase mucho, mucho, con extraños remordimientos casi incestuosos, del robusto tronco de su cuñada Rita. También recordó el nacimiento de Perucho, un día que Sabel estaba amasando. Por cierto que la borona que amasaba no hubiera tenido tiempo de cocerse cuando el chiquillo berreaba ya diciendo a su modo que él era de Dios como los demás y necesitaba el sustento. Estas memorias le despertaron una idea muy importante.
—Diga, Máximo… ¿le parece que mi mujer podrá criar?
Máximo se echó a reír, saboreando el ron.
—No pedir gollerías, señor don Pedro… ¡Criar! Esa función augusta exige complexión muy vigorosa y predominio del temperamento sanguíneo… No puede criar la señora.
—Ella es la que se empeña en eso —dijo con despecho el marqués—; yo bien me figuré que era un disparate… por más que no creí a mi mujer tan endeble… En fin, ahora tratamos de que no nazca el niño para rabiar de hambre. ¿Tendré tiempo de ir a Castrodorna? La hija de Felipe el casero, aquella mocetona, ¿no sabe usted?…
—¿Pues no he de saber? ¡Gran vaca! Tiene usted ojo médico…Y está parida de dos meses. Lo que no sé es si los padres la dejarán venir. Creo que son gente honrada en su clase y no quieren divulgar lo de la hija.
—¡Música celestial! Si hace ascos la traigo arrastrando por la trenza… A mí no me levanta la voz un casero mío. ¿Hay tiempo o no de ir allá?
—Tiempo, sí. Ojalá acabásemos antes; pero no lleva trazas.
Cuando el señorito salió, Máximo se sirvió otra copa de ron y dijo en confianza al capellán:
—Si yo estuviese en el pellejo del Felipe… ya le quiero un recado a don Pedro. ¿Cuándo se convencerán estos señoritos de que un casero no es un esclavo? Así andan las cosas de España; mucho de revolución, de libertad, de derechos individuales… ¡Y al fin, por todas partes la tiranía, el privilegio, el feudalismo! Porque, vamos a ver: ¿qué es esto sino reproducir los ominosos tiempos de la gleba y las iniquidades de la servidumbre? Que yo necesito tu hija, ¡zas!, pues contra tu voluntad te la cojo. Que me hace falta leche, una vaca humana, ¡zas!, si no quieres dar de mamar de grado a mi chiquillo, le darás por fuerza. Pero le estoy escandalizando a usted. Usted no piensa como yo, de seguro, en cuestiones sociales.
—No señor, no me escandalizo —contestó apaciblemente Julián—. Al contrario… Me dan ganas de reír porque me hace gracia verle a usted tan sofocado. Mire usted qué más querrá la hija de Felipe que servir de ama de cría en esta casa. Bien mantenida, bien regalada, sin trabajar… Figúrese.
—¿Y el albedrío? ¿Quiere usted coartar el albedrío, los derechos individuales? Supóngase que la muchacha se encuentre mejor avenida con su honrada pobreza que con todos esos beneficios y ventajas que usted dice… ¿No es un acto abusivo traerla aquí de la trenza, porque es hija de un casero? Naturalmente que a usted no se lo parece; claro está. Vistiéndose por la cabeza, no se puede pensar de otro modo; usted tiene que estar por el feudalismo y la teocracia. ¿Acerté? No me diga usted que no.
—Yo no tengo ideas políticas —aseveró Julián sosegadamente: y de pronto, como recordando, añadió: «¿Y no sería bien dar una vuelta a ver cómo lo pasa la señorita?».
—¡Pchs!… No hago por ahora gran falta allá, pero voy a ver. Que no se lleven la botella del ron, ¿eh? Hasta dentro de un instante.
Volvió en breve, e instalándose ante la copa mostró querer reanudar la conversación política, a la cual profesaba desmedida afición, prefiriendo, en su interior, que le contradijesen, pues entonces se encendía y exaltaba, encontrando inesperados argumentos. Las violentas discusiones en que se llegaba a vociferar y a injuriarse, le esparcían la estancada bilis, y la función digestiva y respiratoria se le activaba, produciéndole gran bienestar. Disputaba por higiene: aquella gimnasia de la laringe y del cerebro le desinfartaba el hígado.
—¿Con que usted no tiene ideas políticas? A otro perro con ese hueso, padre Julián… Todos los pájaros de pluma negra vuelan hacia atrás: no andemos con cuentos. Y si no, a ver, hagamos la prueba: ¿qué piensa usted de la revolución? ¿Está usted conforme con la libertad de cultos? Aquí te quiero, escopeta. ¿Está usted de acuerdo con Suñer?
—¡Vaya unas cosas que tiene el señor don Máximo! ¿Cómo he de estar de acuerdo con Suñer? ¿No es ése que dijo en el Congreso blasfemias horrorosas? ¡Dios le alumbre!
—Hable claro: ¿usted piensa como el abad de San Clemente de Boán? Ése dice que a Suñer y a los revolucionarios no se les convence con razones, sino a trabucazo limpio y palo seco. ¿Usted qué opina?
—Son dichos de acaloramiento… Un sacerdote es hombre como todos y puede enfadarse en una disputa y echar venablos por la boca.
—Ya lo creo; y por lo mismo que es hombre como todos puede tener intereses bastardos, puede querer vivir holgazanamente explotando la tontería del prójimo, puede darse buena vida con los capones y cabritos de los feligreses… No me negará usted esto.
—Todos somos pecadores, don Máximo.
—Y aun puede hacer cosas peores, que… que se sobreentienden…, ¿eh? No sofocarse.
—Sí señor. Un sacerdote puede hacer todas las cosas malas del mundo. Si tuviésemos privilegio para no pecar, estábamos bien; nos habíamos salvado en el momento mismo de la ordenación, que no era floja ganga. Cabalmente la ordenación nos impone deberes más estrechos que a los demás cristianos, y es doblemente difícil que uno de nosotros sea bueno. Y para serlo del modo que requeriría el camino de perfección en que debemos entrar al ordenarnos de sacerdotes, se necesita, aparte de nuestros esfuerzos, que la gracia de Dios nos ayude. Ahí es nada.
Díjolo en tono tan sincero y sencillo, que el médico amainó por algunos instantes.
—Si todos fuesen como usted, don Julián…
—Yo soy el último, el peor. No se fíe usted en apariencias.
—¡Quiá! Los demás son buenas piezas, buenas… y ni con la revolución hemos conseguido minarles el terreno… Le parecerá a usted mentira lo que amañaron estos días para dar gusto a ese bandido de Barbacana…
No hallándose en antecedentes, Julián guardaba silencio.
—Figúrese usted —refirió el médico— que Barbacana tiene a sus órdenes otro facineroso, un paisano de Castrodorna, conocido por el Tuerto, que va y viene a Portugal a salto de mata, porque una noche cosió a puñaladas a su mujer y al amante… Hace poco parece que le echó mano la justicia, pero Barbacana se empeñó en librarlo, y tanto sudaron él y los curas, que el hombre salió bajo fianza, y se pasea por ahí… De modo que, a pesar de los pesares, nos tiene usted como siempre, mandados por el infame Barbacana.
—Pero —objetó Julián— yo he oído que aquí, cuando no reina Barbacana, reina otro cacique peor, que le llaman Trampeta, por los enredos y diabluras que arma a los pobres paisanos chupándoles el tuétano… Con que por fas o por nefas…
—Eso… Eso tiene algo de verdad… pero mire usted, al menos Trampeta no se propone levantar partidas… Con Barbacana es preciso concluir, pues corresponde con las Juntas carlistas de la provincia para llevar el país a fuego y sangre… ¿Es usted partidario del niño Terso?
—Ya le dije que no tengo opiniones.
—Es que no le da la gana de disputar.
—Francamente, don Máximo, acierta usted. Estoy pendiente de esa pobre señorita… pensando en lo que puede sucederle. Y no entiendo de política; no se ría usted, no entiendo. Sólo entiendo de decir misa: y el caso es que no la he dicho hoy todavía, y mientras no la diga no me desayuno, y el estómago se me va… Aplicaré la misa por la necesidad presente. Yo no puedo —añadió con cierta melancolía—prestarle a la señorita otro auxilio.
Marchose —dejando al médico sorprendido de encontrar un cura que rehuía entrar en políticas discusiones, que por aquellos días reemplazaban a las teológicas en todas las sobremesas patronales— y celebró su misa con gran atención y minuciosidad en las ceremonias. El repique de la campanilla del acólito resonaba claro y argentino en la vetusta capilla vacía. Oíanse fuera gorjeos de pájaros en los árboles del huerto, lejano chirrido de carros que salían al trabajo, rumores campestres gratos, calmantes, bienhechores. Era la misa de San Ramón Nonnato, elegida para la circunstancia; y cuando el celebrante pronunció «ejus nobis intercessione concede, ut a peccatorum vinculis absoluti…», parecióle que las cadenas de dolor que ligaban a la pobre virgencita —que aún entonces se la representaba como tal el capellán— se rompían de golpe, dejándola libre, gozosa y radiante, con la más feliz maternidad.
Sin embargo, cuando regresó a la casa no había indicios de la susodicha ruptura de cadenas. En vez de las apresuradas idas y venidas de criados que siempre indican algún acontecimiento trascendental, notó una calma de mal agüero. El señorito no volvía: verdad es que Castrodorna distaba bastante de los Pazos. Fue preciso sentarse a la mesa sin él. El médico no intentó disputar más, porque a su vez empezaba a hallarse preocupado con la flema del heredero de los Moscosos. Hay que decir en abono del discutidor higienista que tomaba su profesión por lo serio y la respetaba tanto como Julián la suya. Probábalo su misma manía de la higiene y su culto de la salud, culto infundido por librotes modernos que sustituyen al Dios del Sinaí con la diosa Higia. Para Máximo Juncal, inmoralidad era sinónimo de escrofulosis, y el deber se parecía bastante a una perfecta oxidación de los elementos asimilables. Disculpábase a sí propio ciertos extravíos, por tener un tanto obstruidas las vías hepáticas.
En aquel momento, el peligro de la señora de Moscoso despertaba su instinto de lucha contra los males positivos de la tierra: el dolor, la enfermedad, la muerte. Comió distraídamente, y sólo bebió dos copas de ron. Julián apenas pasó bocado: preguntaba de tiempo en tiempo:
—¿Qué ocurrirá por allí, don Máximo?
Cesó de preguntar cuando el médico le hubo dado, a media voz, algunos detalles, empleando términos técnicos. La noche caía. Máximo apenas salía del cuarto de la paciente. Sintiose Julián tan triste y solo, que ya se disponía a subir y encender su altar, para disfrutar al menos la compañía de las velas y los cuadritos. Pero don Pedro entró impetuosamente, como una ráfaga de viento huracanado. Traía de la mano una muchachona color de tierra, un castillo de carne: el tipo clásico de la vaca humana.
(Continuará…)
