DIARIO DE UN BOOMER: La visita

Juan Alberto Campoy





En la actualidad, tras muchos años de viaje, nos llega luz procedente de estrellas ya extinguidas. Eso mismo pasa con las personas fallecidas que ejercieron una influencia fundamental en nuestras vidas. Aunque ya no estén con nosotros, aunque ya hayan pagado el óbolo a Caronte, esas personas nos dejan una impronta tal que durará mientras vivamos. Pero eso es una cosa y otra cosa muy distinta es esa cursilería que sostienen algunas almas poéticas, o simplemente ingenuas, según la cual las personas que fallecen no lo hacen en realidad, o no lo hacen “del todo”, y de alguna forma siguen viviendo mientras alguien les recuerde. A mi esta forma de entender la vida me parece un despropósito. Nosotros hemos podido querer mucho a una persona pero hay que asumir que cuando ésta se muere pues, eso, se ha muerto, no hay nada que hacer, punto final. Tal vez, quién sabe, como premio a una vida intachable (o cuyas tachas haya tenido la oportunidad de limpiar en vida), nuestro ser querido pueda pasar a la siguiente pantalla, esto es, a la vida eterna (supuestamente mucho mejor que ésta) y encontrarse allí con nosotros cuando nos toque (siempre que nosotros hayamos sido también buenos y temerosos de Dios), pero ésa es otra historia. En esta vida (tal y como entendemos la palabra “vida” habitualmente, esto es, dejando de lado cualquier concepto religioso o trascendente del término) es seguro que no volveremos a coincidir. Es una putada, pero es así. Quien crea que sus seres queridos van a poder prolongar la vida un poquito más por el mero hecho de que nos acordaremos de ellos, están apañados.

Existe un intento de perdurar en el tiempo, e incluso de alcanzar la inmortalidad, todavía más irrisorio (o más patético, según se mire) que el anterior. Está protagonizado por aquellos que han destacado sobremanera en alguna disciplina científica o humanística. El razonamiento subyacente sería, más o menos, el siguiente: “la gente normal se muere, pero Fulanito no es normal, sino un ser privilegiado, ahí está su obra para demostrarlo, luego Fulanito no morirá, sino que sobrevivirá a través de su obra”. A veces es la propia sociedad la que parece tener un especial interés en encumbrar a estos ciudadanos ilustres, pero otras veces son los propios ciudadanos ilustres quienes, en un alarde de narcisismo extremo, cuando no patológico, afirman que sobrevivirán durante siglos, simplemente por haber escrito tal o cual novela, o haber compuesto tal o cual sinfonía. Quizá al hipotético lector de este diario le parezca un tanto exagerado todo esto que estoy diciendo. A continuación expondré dos casos que apuntan que mi teoría no anda demasiado descaminada. El primero. Si hay un escritor que ha sido encumbrado, y con toda la razón, por los críticos literarios a lo largo de los siglos ése es Willian Shakespeare, no sólo un maestro de la palabra, sino también un perfecto conocedor del alma humana. Pues bien, este observador minucioso e implacable del corazón humano, de sus pasiones, contradicciones y turbulencias, no parecía ser muy consciente que llegaría un día en que su propio corazón dejaría de latir: según afirma en uno de sus famosos sonetos: “mientras haya aliento en los hombres y ojos que vean, vivirá este poema, y en él vivirás tú”. El segundo. A los miembros de la Academia Francesa (se trata de la academia gala de la lengua, aunque esto último – lo de la lengua – no figura en su nombre – como ocurre en la Real Academia Española- , así de chulos son – somos -) se les conoce como “los inmortales”. Ahí es nada: los inmortales.

Todas estas reflexiones han surgido a raíz de la visita que nos hizo el otro día, a mi madre y a mi, una familiar un tanto lejana (pero cercana en el corazón): Marta, quien nos contó una historia muy interesante y muy bonita. Un buen día su madre escuchaba por casualidad un programa de radio de una emisora que no tenía costumbre sintonizar, en el que entrevistaban al paleontólogo Juan Luis Arsuaga, codirector del equipo que estudia los yacimientos de Atapuerca. Y cual no sería su sorpresa cuando, preguntado por una persona que le hubiera marcado positivamente en sus comienzos, Arsuaga soltó el nombre de Bartolomé Jodar, de quien dijo que “le había enseñado a pensar” y le “había amueblado la cabeza”. Nada menos. La sorpresa deriva de que Bartolomé, fallecido hace ya muchos años, había sido su cuñado. Y también había sido un entrañable primo de quien esto escribe. Digo primo por usar la relación de parentesco real que nos vinculaba, pero, debido a la diferencia de edad que había entre nosotros, nuestra relación era más bien la propia entre tío y sobrino. Fue una persona que se hizo querer por toda la familia y dejó un hermoso recuerdo en todos. Mis hermanos y yo no sólo le queríamos sino que también admirábamos su faceta artística (era un acuarelista excepcional) y su forma original de ver la realidad que le rodeaba, ya se tratara de acontecimientos políticos (era un firme partidario del uso del sorteo en la designación de determinados cargos públicos), ya se tratara de modas o mitos literarios (recuerdo cierta ocasión en que fustigó con especial saña “Cien años de soledad”). Su vertiente profesional (era ingeniero agrónomo y daba clases en la Universidad) me era bastante desconocida, pero, gracias a Marta acabo de enterarme de que, también en eso, era un hacha.

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