Juan Alberto Campoy

Para mi querido hermano Ignacio
Aunque la frase fue popularizada por Rainer María Rilke, lo cierto es que fue otro poeta, una poeta concretamente (o poetisa, ahora mismo no sé cual es la regla que rige al respecto, ni mucho menos cual de las dos palabras hubiera preferido ella), quien escribió por primera vez: “la patria es la infancia”. Me refiero a la insigne Gabriela Mistral, una escritora chilena hoy casi olvidada a pesar ser uno de los pocos autores en lengua española reconocidos con el prestigioso premio Nobel de literatura.
Algunos de mis recuerdos patrióticos tuvieron lugar hace muchos años (recuerden que soy un boomer) en el encantador pueblo malagueño de Torre del Mar, en cuya playa no sólo se tostaban al sol los desprevenidos turistas británicos (hasta que su piel adquiría la característica tonalidad de los cangrejos), sino también los populares (pero no por ello menos míticos) espetos de sardinas, que hacían las delicias de los paladares más exquisitos (entre ellos, el mío). Diré para aquellos lectores que todavía no los conozcan (¡quien pudiera!, ¡qué maravilla descubrir los grandes placeres de la vida por vez primera!), que los espetos son hileras de sardinas ensartadas en cañas a pie de playa sobre unas brasas. Sus escamas plateadas refulgen todavía bajo el sol de mi infancia. Y también lo hacen, bien es cierto que con mucho menor brillo y de forma mucho menos poética, bajo el techo de la sección de pescados del Mercadona. Y no son sólo las sardinas las que refulgen, también lo hacen las doradas, las truchas, los salmones… Las carpas, no; no hay carpas en el Mercadona. Donde sí las había era en la infancia de Frank Gehry, el arquitecto del museo Guggenheim de Bilbao. Por eso, si bien la cubierta de este edificio, compuesta por 35.000 láminas de titanio, me recuerda a mi a los espetos de sardina de mi infancia, a él le recuerdan las carpas que su abuela introducía en una bañera de la casa para sólo sacarlas cuando ya iban a ser cocinadas. El pequeño Frank se extasiaba contemplando los movimientos zigzagueantes del pez recién adquirido, así como los reflejos iridiscentes provocados por sus escamas plateadas. Muchos años después, el afamado arquitecto intentaría (mal que bien) reproducir esos reflejos, esos fulgores, ese brillo, en la mismísima ciudad del Nervión.
Estaba yo pensando en todas estas cosas mientras contemplaba la sección de doradas, todas ellas alineadas disciplinadamente en su cajón como soldaditos de plomo. Mientras me preguntaba qué razón podría haber para llamar dorada a un pez tan plateado, le llegó el turno a la señora que me precedía en la cola. Ésta se dirigió al pescadero con estas o parecidas palabras:
Veo que todas las doradas son prácticamente iguales. Mire a ver si encuentra usted alguna más grandecita…
Me resultó curioso el uso del diminutivo en este contexto. Normalmente el diminutivo se usa o para indicar tamaño pequeño o para hablar cariñosamente de algo o de alguien. No parece que sea el caso: respecto al tamaño, lo que la cliente quería era una dorada mayor, no menor, y, respecto al cariño, creo que no se han reportado patologías de este tipo hasta el momento. No sé, tal vez la señora estaba pensando no en la primera, sino en la segunda derivada. Me explico: quizá ella no sólo quería una dorada más grande que la mayoría de las que estaban expuestas (para ello no hubiera sido preciso utilizar el diminutivo), sino también una que no fuera mucho más grande que las demás (grande, “ma non troppo”). (Si bien era muy improbable, por no decir imposible, que hubiera doradas mucho más grande que las demás, ya que todas eran más o menos del mismo tamaño, quizá, aunque fuera de forma inconsciente, la señora quería poner de manifiesto que, en el hipotético caso de que las hubiese, ella tampoco las compraría, ella no era ese tipo de clientas, clientas del tipo: burro grande, ande o no ande). Siguiendo estos razonamientos, se podrían ordenar las doradas de la siguiente forma, atendiendo a su tamaño: 1) doradas más pequeñas (o doraditas), 2) doradas más pequeñitas 2) doradas normales 3) doradas más grandecitas y 4) doradas más grandes (o doradotas).
Admito que quizá se me esté yendo un poco la pelota con estas reflexiones y todo sea mucho más fácil. Quizá la expresión “más grandecita” forma parte de la jerga habitual de las pescaderías y yo no soy capaz de descodificar su significado simplemente por ser todavía un intruso en este mundillo. Recordemos las palabras que Lewis Carroll puso en boca de uno de los personajes de “Alicia en el país de las maravillas”: “las palabras tienen dueño”. Yo diría que tienen dueños (en plural). Los significados de las palabras corresponden siempre a un contexto determinado. Esto es, las palabras tienen significado para un conjunto determinado de personas. A veces ese conjunto se restringe a sólo dos personas. Sería, por ejemplo, el caso de los enamorados, que pueden llamarse “ratoncito” o “gordi”, y cosas peores, sin que haya ningún problema entre ellos.
Y a veces ese conjunto pude abarcar una nación entera. Veamos. Un análisis objetivo y descontextualizado sólo puede concluir que la expresión “memoria histórica” es o bien una redundancia o bien una contradicción. Una redundancia porque todas las memorias son históricas, todas hacen referencia a acontecimientos del pasado. (Existe un librito titulado “Recuerdos del futuro”, pero se trata de “ficción histórica¨: alienígenas que visitaron la Tierra hace miles de años y zarandajas por el estilo). Y una contradicción si por “histórica” hacemos referencia a la disciplina académica conocida como Historia, ya que ésta cuenta con una metodología muy rigurosa y se nutre de multitud de fuentes, no sólo de los relatos personales. Ahora bien, si aquí y ahora, esto es, en España y en 2025, alguien dice “memoria histórica” todos damos por supuesto una serie de hechos que, si bien no se derivan de ninguna de las dos palabras que forman la expresión, van incrustados dentro de la misma (como los aqueos en el caballo de Troya). Entre otros, estos: 1) que la guerra civil española enfrentó a probos ciudadanos demócratas contra fascistas sanguinarios e impresentables (esto último es cierto, lo primero no tanto) y 2) que, desde la Transición y hasta ahora mismo, se ha corrido un tupido velo, cuando no se ha decretado una amnesia obligatoria, en todo lo referente a la guerra civil (como si no hubieran existido los trabajos de Santos Juliá, Jose Álvarez Junco, Juan Pablo Fusi, Tuñón de Lara, Javier Tusell, Ángel Viñas, Fernando García de Cortázar etcétera etcétera).
El lenguaje, pues, sólo dice lo que nosotros queremos que diga. O lo que nosotros le permitimos decir. Las palabras tienen dueños. Para terminar, y volviendo de nuevo a los diminutivos, tomemos el caso de la “flotilla” de los activistas que han marchado recientemente a Gaza para ayudar al pueblo palestino. Resulta que a algunos sectores “intelectuales” muy concienciados con el asunto les ha parecido mal que los periodistas, y la gente en general, utilicen esa palabra, “flotilla”, a la que consideran despectiva e incluso denigratoria… cuando resulta que el propio término (esto es, en diminutivo) forma parte del diccionario de la RAE y sólo tiene una acepción: “flota compuesta de buques pequeños”. Justo lo que es. Hay gente que ve enemigos (fascistas casi siempre) por todas partes. Pura paranoia.
