OTOÑO ALEMÁN (FINAL)

Stig Dagerman





LITERATURA Y SUFRIMIENTO

¿Qué distancia habrá entre la literatura y el sufrimiento? ¿Dependerá esta distancia de la naturaleza del sufrimiento, de su intensidad o del espacio que los separa? ¿La obra literaria está más próxima del sufrimiento que causa el reflejo del fuego o del que nace del propio fuego? Ejemplos cercanos tanto en el tiempo como en el espacio muestran que hay una relación casi directa entre la literatura y el sufrimiento lejano, cerrado, y se podría incluso decir que el solo hecho de sufrir con otros es una forma de literatura que busca ardientemente sus palabras. El sufrimiento inmediato, abierto, se diferencia del sufrimiento remoto en particular porque no busca sus palabras, en cualquier caso no lo hace en el momento que acaece. En comparación con el sufrimiento cerrado, el sufrimiento abierto es tímido, callado y retraído.

Mientras el avión despega hacia la noche invernal a través de una nube de lluvia alemana y nieve alemana, y el águila alemana del aeropuerto, siempre de pie, desaparece en la oscuridad, debajo de nosotros, mientras las luces de Frankfurt se apagan en un cielo oscuro y el avión sueco se eleva por encima del sufrimiento alemán a una velocidad de 300 Km. por hora, un pensamiento más que cualquier otro se apodera del viajero: ¿cómo sería tener que quedarse, tener que pasar hambre todos los días, tener que dormir en sótanos, tener que luchar en todo momento contra la tentación de robar, tener que tiritar siempre de frío, tener que sobrevivir constantemente a las peores experiencias? Y este viajero se acuerda de la gente que ha encontrado y que tiene que vivir con rodo esto. Y uno se acuerda sobre todo de algunos poetas, algunos artistas, no porque pasaran más hambre o sufrieran mis que otros, sino porque tenían conciencia de las posibilidades del sufrimiento, porque habían intentado medir la distancia entre el arte y el sufrimiento.

Un día, en el Ruhr, después de haber llovido durante mucho tiempo y después de que los panaderos llevan ya dos días sin pan, me encuentro con un joven escritor alemán, uno de esos que debutaron durante la guerra pero que no han perdido personalmente ninguna guerra debido a sus reservas espirituales. Ha podido obtener, prestado, un lujoso chalet situado en medio de un bosque, y unos cuantos kilómetros de árboles de hoja rojiza lo separan de lamias brutal miseria de un Ruhr en ruinas. Es extraño salir de una de las minas del Ruhr en cuyo fondo un minero desesperado, cuyos ojos inyectados de sangre contrastan con el rostro negro, se quitó sus zapatos rotos para mostrarme que no llevaba calcetines, y encontrarme de nuevo, sin transición, en este idilio otoñal donde el hambre y el frío han sido cultivados hasta el punto de adquirir un carácter ritual. Es una experiencia espantosa el solo hecho de ver un jardín no devastado, en esta Alemania sin libros donde un libro es tan raro que uno se acerca a él con devoción sólo porque es un libro, y entrar en una habitación que está repleta de obras maestras desde el Inferno de Dante hasta el de Strindberg.

En esta isla, situada en medio de un mar de atrocidades, está sentado este joven escritor de sonrisa cansada y de apellido noble que fuma cigarrillos adquiridos a cambio de libros y que bebe un té tan amargo como el otoño ambiental. Ciertamente es una tara forma de vida. El mundo exterior, compuesto de mineros hambrientos, de casas grises con fachadas en mal estado y gente gris viviendo en los sótanos, cuyas camas vacilantes están con un palmo de agua cuando llueve como ahora, no es desconocido aquí, pero no es aceptado, se mantiene a la distancia que lo inconveniente se merece. Él está absolutamente desinteresado por lo que pasa a unos kilómetros de distancia; su esposa, que va al pueblo y se encarga de las compras, y sus hijos, que cogen el tren para ir a la escuela, son el único lazo, un lazo bien tranquilo, que lo une a la vida y a la muerte ahí lucra. Sólo alguna que otra vez, las menos posibles, deja la casa solitaria y el jardín lluvioso y viaja al mundo repugnante con la misma aversión que el ermitaño deja el desierto para ir a un oasis.

Pero hasta un ermitaño tiene que vivir. Los escritores alemanes, que no publican ningún libro salvo en casos de afortunadas excepciones, viven principalmente de hacer giras para dar charlas o conferencias; son viajes largos, fríos y deprimentes de los que regresan resfriados, cansados e incapaces de escribir. Y ni siquiera es para hacerse rico o para matar el hambre. Si se tienen libros hay que venderlos para conseguir té, azúcar o cigarrillos. Si se tienen más maquinas de escribir de las necesarias se pueden cambiar por papel, y si el escritor quiere plumas para escribir puede procurárselas a cambio de ese papel que tanto le ha costado conseguir.

Mi amigo ermitaño da conferencias sobre Mörike y Burckhardt, sus dos eternos favoritos. Dio las mismas conferencias en las sociedades franco-alemanas en la Francia ocupada, de París a Burdeos. Me confía, pensativo, que fue la mejor época de su vida. Afirma que allí escuchaban mejor, que en la Francia ocupada entre 1940 y 1944 había un clima más favorable para conferencias alemanas que en el Ruhr de las ruinas en 1946. «Naturalmente —me dice—, yo era consciente de la situación, pero ¿por qué razón —se preguntaba— una circunstancia militar tendría que impedirme contribuir a un acercamiento entre las culturas alemana y francesa?» Suena cínico hasta que uno se acostumbra y sin embargo la realidad fue, si cabe, aún más cínica. En su biblioteca encuentro dos delicadas ediciones militares de los poemas de Hölderlin y Mörike, impresos en 1941. En teoría uno se puede imaginar que soldados alemanes con los poemas de Mörike en el bolsillo interior subyugaron a Grecia, y que después de que otro pueblo ruso hubiese sido completamente arrasado, volviese el soldado alemán a su lectura interrumpida de los poemas de Hölderlin, el poeta alemán que dijo que el amor vence tanto al tiempo como a la muerte corporal.

Pero hay una respuesta satisfactoria para todas las preguntas. La crueldad se puede explicar diciendo que la guerra tiene sus propias leyes. No es cinismo cuando este escritor dice que, a pesar de todo, apreció la resistencia francesa, y todos los movimientos de resistencia, menos el alemán, porque ése no tenía una justificación nacional:

—Sólo los que no supieron mantener la boca cerrada acabaron en los campos de concentración. ¿Por qué no se callaron esperando que pasaran esos doce años?
—¿Cómo sabía usted, a esas alturas, que iban a ser solamente doce años?
—Pudieron ser más. Naturalmente. ¿Y que? ¿Por qué no encarar todo esto con una perspectiva histórica, por qué no juzgar lo ocurrido como si hubiese ocurrido hace cien años? Después de todo, la realidad no existe hasta que el historiador la ha puesto en su contexto y entonces ya es demasiado tarde para vivirla, para indignarse con ella o para llorar. La realidad tiene que envejecer para ser real.

Y es cierto. En esta habitación de un precioso chalet del Ruhr la realidad no existe. Es verdad que por la tarde entra su esposa llorando y cuenta un suceso que acaba de ocurrir en la panadería hace poco rato. Un hombre con un gran bastón se abrió paso entre las aterrorizadas mujeres de la cola y se hizo con la última barra de pan sin que nadie se lo pudiese impedir. Pero para un clásico nato ningún suceso es lo suficiente embarazoso como para doblegar la lamentable realidad que acontece en este momento en su vida. Permanecemos sentados en la oscuridad que va cayendo, y hablamos del barroco; toda la habitación respira un aire barroco, y sobre las mesas hay gruesos volúmenes de tesis alemanas sobre el barroco como estilo arquitectónico. Él está a punto de escribir una novela sobre la época barroca basada en una idea incompleta de Von Hofmannsthal y por eso está leyendo ahora todo lo que encuentra sobre la arquitectura barroca, para poder situar en un contexto verídico a sus personajes, que no serán personajes contemporáneos con problemas de pan y pensamientos de hambre, sino verdaderos personajes de la época barroca, con carne barroca y sangre barroca, con pensamientos barrocos y llevando una vida barroca. El barroco… esto puede parecer una forma muy anacrónica de vivir en un Ruhr donde tienen lugar disturbios callejeros causados por el hambre. Pero ¿cómo algo podría ser anacrónico en el despacho de este escritor donde el tiempo no existe hasta que ya es demasiado tarde?

Pero ¿dónde empieza el sufrimiento? Él empieza a hablar de la felicidad de sufrir, de la belleza del sufrimiento. El sufrimiento no es sucio, el sufrimiento no es deplorable. No, el sufrimiento es grande porque engrandece a los hombres. «¿Cómo explicar las conquistas de la vieja cultura alemana a no ser por el hecho de que el pueblo alemán ha sufrido más que otros pueblos?» No se le puede convencer de que el sufrimiento es algo indigno. El historiador romántico que hay en él considera el sufrimiento como la principal fuerza motriz de las grandes acciones humanas, el clásico nato que él es ve en esto la fuerza motriz de la gran literatura, que no necesariamente debe ser literatura sobre el sufrimiento.

A la hora de la cena, la madre, cuya palidez aristocrática es producto en partes iguales de la sangre noble y de la malnutrición, habla con la misma placentera alegría de la felicidad de sufrir en Alemania. Comemos patatas y repollo porque por el momento no hay nada más para comer, y los miembros de la familia se apremian mutuamente a comer más a pesar de que esta insistencia es irónica. En esta familia muy culta se utiliza el hambre como una vía de placer. Esta cena adquiere un significado especial ya que es la penúltima máquina de escribir que se come. Yo como poco, una tecla o dos como máximo. Después el escritor vuelve a su última máquina de escribir y al barroco que nunca dejó, y yo me vuelvo a la zona del Ruhr que tiene lo mínimo de barroco. En el jardín me encuentro con las dos niñas que vuelven de la escuela, Maresi, llamada así por una novela de Lernet-Holenia, y Victoria, que debe su nombre a la victoria sobre Francia en 1940, niñas muy pálidas, mayormente por la malnutrición. Y cuando el automóvil regresa a Dusseldorf me parece ver, en el crepúsculo, el fantasma de un ángel rechoncho de la época del barroco extendiendo sus alas sobre las rumas

Un mes más tarde, en Hannover, en el estudio de un pintor, hablamos de la derrota y del nuevo arte en Alemania. Visité algunas exposiciones curiosamente indiferentes. La más interesante, quizá, fue la de un grupo de artistas comunistas idealistas, notables no tanto como pintores sino como programáticos. En un programa impreso con bellas letras mayúsculas se declaran partidarios de la reorganización del mundo en un inmenso sindicato. Todas las unidades actuales se sustituyen por combinaciones con la palabra Werk (trabajo). Ya no se hablará de artistas sino de Werkleute (trabajadores), no de estudios sino de Werkstätte (lugares de trabajo), no de naciones sino de Gewerkschaften (corporaciones de oficios), etc. Había también allí una ruina programática. Se trataba de la representación sobre tela de unas ruinas sin ninguna pretensión realista, que servía de decoración. Delante de ella, dos niños que juegan con flores: mal teatro y nada más. En otra exposición el tema más común no eran ruinas sino cabezas de estatuas clásicas rotas por el suelo con sonrisas de Mona Lisa de la derrota.

—Pero si yo pinto ruinas —dice el pintor de Hannover—, lo hago porque pienso que son bellas, no porque son ruinas. Hay montones de casas feas que se han convertido en bellezas después de los bombardeos. El museo de Hannover no tiene mal aspecto en ruinas, especialmente cuando el sol penetra a través del techo destruido.

De repente me agarra del brazo. Miramos hacia la calle ruinosa. Una procesión de monjas negras, una de las visiones más decentes del mundo, se dibuja sobre una de las más indecentes: una ruina disoluta con sus caños trepando por las paredes y sus vigas en forma de cadalso.

—Algún día pintaré eso, no porque es una ruina sino porque el contraste es «so verdammt erschütternd»[21].

Berlín, el 13 de febrero de 1945, durante un bombardeo. Esta fecha encabeza un capítulo de una novela publicada en una revista alemana, uno de los pocos ejemplos por parte de un joven escritor alemán, del testimonio sobre este sufrimiento reciente. Describe la última tarde de un conductor de tranvía. Es un hombre que llega a casa y la encuentra vacía en una hora inhabitual. Como su hija sufre de epilepsia imagina lo peor. Y al tiempo que empieza un masivo ataque norteamericano sobre Berlín, el conductor de tranvía Max Eckert empieza una terrible odisea que acaba en la estación de metro en la que sus familiares, con casi absoluta seguridad, han sido quemados vivos junto a otros miles de personas y no pueden ser identificados. En un ataque de rabia agrede a un policía que lo saluda con un Heil Hitler!, y muere de un disparo. Este pasaje, de una duración que hiela al lector, es un extracto de una novela en vías de publicación titulada Finale Berlin, que parece que se va a convertir en la novela colectiva del sufrimiento, expresando los espantosos tormentos soportados por las víctimas de los bombardeos, tormentos que son la propiedad común de cada uno de los habitantes de las grandes ciudades alemanas y que todavía está vivo en los sentidos como amargura, como histeria, como tedio de la vida y como ausencia de amor.

En esto, el avión sueco se ha elevado aún más sobre el sufrimiento alemán. Volamos sobre las blancas nubes vespertinas de Alemania y hay antiguas rosas de hielo sobre las ventanas. Pero a unos tres mil metros aproximadamente bajo nosotros, oblicuamente, hay una mujer que sólo vive para poder escribir una gran novela sobre otra clase de sufrimiento: el de los prisioneros de los campos de concentración. Ella misma pasó varios años en un campo para prisioneros políticos. En este campo perteneció al llamado Rilkegruppen, un pequeño grupo de mujeres fanáticas que durante los descansos se reunían, corriendo un peligro mortal, en una esquina del campo de concentración y se leían en voz baja poemas de Rilke. Pero no quiere escribir sobre su propio sufrimiento, quiere escribir sobre uno todavía mayor: el de su marido. Él estuvo ocho años en Dachau y ha envejecido veinte años antes de lo normal: canoso, tambaleante, habla con voz apagada. Ahora ella intenta hacerle hablar: por las noches antes de acostarse, de noche cuando yacen despiertos, a la hora de comer, pero él no la entiende, él no entiende por qué quiere escribir sobre lo que él ha sufrido. Y nadie en su círculo de amigos la entiende, ni aquel que acaba de regresar de un campo de prisioneros en Rusia, y que al contrario de la mayoría de sus semejantes, se ha convenido en un fanático proruso, por no haber sido fusilado cuando lo apresaron. Fue apresado cerca de Stalingrado, y cuenta incesantemente que en una ocasión sus camaradas cubrieron el parapeto de un puente con cadáveres desnudos de soldados rusos sólo por el placer de conseguir una foto única. Él no podrá jamás entender que le perdonasen la vida. Ni a Anny, una mujer práctica y extrovertida, que pasó tres años en una cárcel por motivos políticos y que acaba de regresar de un viaje de tres días y doscientos kilómetros por un saco de patatas, tampoco la entiende.

Pero esta mujer que quiere escribir cuenta con amargura que en un año no ha conseguido saber del sufrimiento de su marido nada más que esto: alguien se ha escapado durante la noche, y al amanecer se ha puesto a todos los prisioneros en fila y han tenido que estar firmes bajo una lluvia torrencial durante todo el día, toda la noche y todo el día siguiente. El que no consigue aguantar está perdido. Al mediodía traen de vuelta al fugitivo, los guardias le atan al cuerpo un enorme tambor y todo el día tiene que desfilar frente a sus compañeros, tocando una marcha, todo el día la misma marcha, su propia marcha fúnebre. Sobre la medianoche cae al suelo y es la última vez que lo ven.

Es un episodio terrible, pero no basta para un libro, y ella nunca conseguirá saber nada más. El sufrimiento ya fue vivido; ahora ha de dejar de existir. Ese sufrimiento era sucio, repugnante, bajo y mezquino, y por lo tanto no se debe hablar ni escribir sobre él. La distancia es demasiado corta entre la obra literaria y este sufrimiento extremo; sólo cuando haya sido purificado por el tiempo será la hora de hablar de él. Y, sin embargo, esta mujer espera todavía, cada vez que se encuentra a solas con su marido, poder oír las palabras que le den fuerza para mojar la pluma en el sufrimiento.

Tres mil quinientos metros. Las rosas de hielo se acumulan en las ventanas. La luna está en lo alto envuelta en un halo de frío. Nos comunican nuestra posición. Volamos sobre la ciudad de Bremen, sin verla. Bremen, la desgarrada, se esconde bajo espesas nubes alemanas, escondida de forma tan impenetrable como el sufrimiento mudo de los alemanes. Empezamos a volar sobre el mar y nos despedimos de esta Alemania otoñal, helada hasta la médula, en este suelo de mármol movedizo hecho de nubes y de luna.

21.Extremadamente impresionante. (N del T)

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