Stig Dagerman

REGRESO A HAMBURGO
—Amerika.
—Bitte?
—Amerika!
—Amerika?
—Jawohl.[15]
Ya no hay más dudas. El muchacho quiere ir a América y no hay nada que hacer. Nada salvo sacudir la cabeza y mirar con aire impotente hacia la nube de hierro del techo despedazado que se extiende en la oscuridad, por encima de nuestras cabezas. Pero este muchacho que quiere que lo ayude a ir a América se inclina rápidamente sobre mi mochila norteamericana y la acaricia de una forma irritante.
—¡Trabajas para los yanquis!
—No.
—Doch[16]!
Hace mucho viento en esta estación del sur de Alemania. Los refugiados llegados del Este patean entre sus grises hatillos. Prisioneros de guerra, cansados, de vuelta a casa después de años pasados en Francia van de un lado a otro en la fría oscuridad; hombres gruñones con largos abrigos franceses y grandes letras, PG (prisionnier de guerre), cosidas en la espalda. En las columnas del andén hay grandes carteles rojos en los que se busca a un asesino polaco, ex guardia de un campo de concentración, que mide un metro sesenta de altura y va armado con una pistola. En las paredes de la estación, hojas cuidadosamente redactadas dan información a los padres que buscan a sus hijos desaparecidos en el frente. Un astrólogo de las afueras de Nurenberg promete encontrarlos si le envían veinte marcos por correo. En grandes carteles una mujer joven, cuya calavera se puede intuir bajo la máscara facial, advierte sobre los peligros del contagio venéreo. Hay que aprender a ver la muerte en cada mujer que uno encuentra. Un diagrama de las enfermedades venéreas muestra una fatídica curva roja que se eleva en ángulo agudo desde julio de 1945, el mes en que los soldados empezaron a aclimatarse. En el andén de enfrente, jóvenes soldados norteamericanos borrachos cantan cada cual a su manera una canción de moda. Se pelean de broma y los golpes de sus guantes parecen golpes de tambor en medio del silencio y del frío. Uno de ellos se cae sobre un carretón echando maldiciones. Un par de tambaleantes chicas que los acompañan sueltan risitas solapadas y agudas en alemán. Es el Thanksgiving day.[17]
¿Que si trabajo para los norteamericanos? Le explico todo al muchacho que lleva un raído abrigo militar y la gorra de soldado, la gorra de la derrota, aplastada y hundida sobre la frente. Se vuelve ansioso y desconsiderado y me dice que debo ayudarlo. Mira mi mochila norteamericana como una aparición, una mochila de la victoria abultada y con hebillas relucientes. Se inclina sobre ella y habla de sí mismo. Cuenta que tiene 16 años y que se llama Gerhard. Ha huido de la zona rusa la noche anterior. Ha conseguido pasar la frontera en un tren sin set detenido. Ha huido no porque las condiciones de vida fueran particularmente insoportables allí, en la ciudad natal de Lutero, sino porque él es mecánico y no quería ser obligado a ir voluntariamente a Rusia. Por lo tanto ha venido aquí sin dinero, sin conocer a nadie, sin tener un techo donde refugiarse.
—In Deutschland ist nix mehr los. (Ya no se puede estar en Alemania).
Le presto dinero para un billete a Hamburgo. Quiere llegar por lo menos a Hamburgo, cree que de allí salen barcos hacia América, barcos cargados de esperanza. Desaparece para comprar el boleto y si quisiera podría escabullirse, no comprar un boleto grande y desaparecer en la oscuridad que rodea la estación. Hubiese sido normal, hubiese sido más normal que otra cosa. Pero este muchacho que quiere ir a América regresa de verdad y, cuando el tren se acopla en posición, nos vamos juntos a buscar asiento en este tren glacial, negro como el carbón, un típico tren alemán de la posguerra, pero con más ventanas intactas de lo normal y compartimientos con asientos libres. Otros trenes alemanes están oscuros en pleno día porque se han clavado tablas en las ventanas. Si se quiere luz hay que sentarse en vagones sin tales tablas, pero entonces hace más frío y entra la lluvia.
Invisibles manos ansiosas nos empujan hacia el interior de este vagón tenebroso. En silencio, en la oscuridad, ocurren pequeñas pero encarnadas escaramuzas sin palabras: niños que gritan porque son pisados, pies impacientes que apartan a patadas los sacos abultados de los refugiados. El oscuro compartimiento está lleno pero se puede llenar todavía más. Es increíble la cantidad de gente que puede caber en estos miserables metros cuadrados. Cuando hay tanta gente apretada hasta doler, se cierran las puertas; se oyen portazos por todo el tren y ecos de voces desesperadas, voces de aquellos que han llegado demasiado tarde y deben quedarse una noche más entre las ruinas de esta ciudad en vez de viajar hacia las ruinas de otra.
Estamos de pie en un compartimiento para ocho personas pero somos veinticinco. Veinticinco personasen un compartimiento para ocho significa que no importa que la calefacción esté cerrada. Se empieza a sudar antes de que arranque el tren. No hay lugar para los dos pies, hay que apoyarse sobre uno solo, pero a pesar de esto no nos caemos, uno podría estar sin apoyarse en ningún pie y no se caería pues estamos apretados como en un horno entre otros cuerpos sudorosos. Uno no puede hacer ningún movimiento sin causar dolor a otra persona. Hasta el retrete está lleno de gente, la puerta está cerrada esta noche pero no importa, en cualquier caso no se podría llegar hasta allí.
Por fin arranca el tren, hay tirones nerviosos en los vagones y el solo hecho de que el tren parra por fin, hace bien a la espalda, a los brazos, al estómago, a rodo lo que está agarrotado en torno a él. Atravesamos despacio un puente dañado por las bombas que hace poco, después de un año y medio de paz, ha sido restaurado lo estrictamente necesario para su uso. No es ningún puente de propaganda de aquellos que en los documentales cinematográficos alemanes se inauguran en presencia de un representante del gobierno militar, un alcalde y unas tijeras que cortan una cinta y con eso, dicen todos los alcaldes alemanes, contribuyen a aumentar el entendimiento entre Alemania y los aliados. Malas lenguas afirman que se trata siempre del mismo puente y de las mismas tijeras y que sólo cambia el alcalde.
La última luz de la ciudad entra por la ventana e ilumina a Gerhard, que está más acostumbrado que yo a subir a los trenes alemanes y ha conseguido un asiento junto a la ventana. Esta ventana también ilumina toda una serie de caras grises y cansadas: amas de casa agotadas que van al campo para intentar conseguir patatas por aquellos pueblos, prisioneros con sus abrigos que han venido de Lyon y que cuando el tren va tan despacio en el puente dicen que si han esperado cinco años para ir a casa también pueden esperar unas horas más. Hay también mucha gente sin una existencia definida: comerciantes del mercado negro y de otras formas de mercado que van de ciudad en ciudad y sólo Dios sabe de qué viven.
Proseguimos el viaje en la negra oscuridad, sudorosos, iracundos, y todavía no lo suficientemente agotados para dejar de irritarnos. Pero en medio de la oscuridad ocurre de repente algo curioso. En Alemania hay un tipo de linternas de bolsillo que hay que apretar continuamente hasta el fondo para que den luz, una luz amarilla e intermitente, y la linterna zumba como un moscardón durante todo el tiempo que proyecta, a pesar suyo, su luz. De repente, una de estas linternas empieza a zumbar en la oscuridad por la parte de abajo junto a un asiento y todos los que pueden miran hacia allí y ven que ilumina la palma de una mano, la mano de una mujer joven, y en esta mano hay una manzana. Una manzana grande y jugosa, una de las mayores manzanas de Alemania. Un profundo silencio se abate sobre el compartimiento, un silencio causado por la manzana: hay tan pocas manzanas en Alemania…, y la manzana está allí en la palma de la mano como si nada, pero se apaga la linterna y en el silencio sin fin después de la oscuridad se oye el claro sonido que acompaña a un mordisco; la joven mujer acaba de morder su manzana. Vuelve a zumbar la linterna y otra vez se ilumina claramente la manzana en la mano. Ella ilumina con atención el trozo donde ha mordido, lo examina a la luz de la linterna, es un mordisco excelente, un mordisco que abre el apetito. Y es espantoso el tiempo que duran la gran manzana y el silencio sin fin. La mujer joven con sus buenos dientes que todo el compartimiento ahora conoce, ilumina la manzana después de cada mordisco, quizá para constatar lo fácil que es vencer a la materia.
Antes de que la manzana se acabe, la apatía se ha extendido a nuestro alrededor. Nos apoyamos como muertos los unos contra los otros, nos reclinamos sobre hombros desconocidos y nos entumecemos en este compartimiento sofocante que apesta a sudor y a aire corrompido.
Para mantenerse despiertos hasta el cambio de tren, los tres prisioneros de guerra hablan entre sí, en voz baja y con ardor, de un pastel, un enorme y delicioso pastel francés que uno de ellos se comió en París, durante la ocupación. Intenta acordarse de ese pastel, de lo gruesa que era la capa de nata, de si era coñac o aguardiente lo que había en el agujero del medio, de si se lo comió con cuchara, con cuchillo o con ambos.
Hacia el final de la noche el tren hace parada en una gran estación, vacía y fuertemente iluminada. No se oye ni un ruido y no se ve ni un alma. Es como un sueño. Pero de repente empieza a oírse un eco entre las paredes de la estación; es una orden que sale de un altavoz: Passkontrolle. Gepäckkontrolle.[18] todos los pasajeros deben abandonar el tren con equipaje incluido. Después de un momento de espera en el andén de Eichenberg, la estación-frontera entre la Inglaterra alemana y la América alemana, llegan unos soldados norteamericanos muy altos. Mascan chicle y dan vueltas dando patadas a las maletas y examinando los documentos de identidad. Gerhard está nervioso, ha falsificado ligeramente su pasaporte, se ha puesto «peón agrícola» en vez de mecánico para engañar a los rusos, pero todo sale bien.
Después, hasta Hannover, estamos de pie junto a una ventana y hablamos de su vida. Dice que se alegra de que la guerra acabara como acabó; ahora no tiene que salir a marchar con las juventudes hitlerianas todos los domingos, aunque dice que de todas maneras el tiempo que pasó en la guerra fue «prima, ganz prima»[19]. Era mecánico en un aeropuerto de Holanda y afirma que nunca olvidará ese tiempo. Pero ahora quiere irse lejos, «uno no puede quedarse en Alemania siendo joven».
Antes de que aclare del todo acontecen algunas escenas dramáticas en las paradas del camino. El tren está todavía igual de lleno, pero en esas estaciones hay gente desesperada que tiene tanto derecho como nosotros de viajar. Una mujer desesperada corre y grita delante de cada compartimiento diciendo que debe ir a ver un moribundo, pero ni siquiera aquel que debe ir a ver un moribundo puede subir a este tren, a menos que tenga la energía suficiente para subir a la fuerza. Un hombre grueso y tosco se abre paso intentando colarse en nuestro compartimiento a puñetazos con el que está en la entrada, como lo hace mejor, logra entrar; es la única manera.
Después de Hannover, donde bajaron muchos viajeros, hay gente con sacos llenos de patatas esperando a lo largo de la vía. Arrastran sus sacos sobre los pies de los que están de pie, los sacos huelen a tierra y a otoño. Cuando los levantan y los ponen en los estantes se les escapa tierra que cae sobre la cabeza de los que están sentados. Hombres y mujeres se secan el sudor de la frente, y cuentan una tragedia, una tragedia de patatas que acaba de ocurrir.
Una mujer de Hamburgo fue a Celle con un carro y cuatro sacos de patatas vacíos, y después de cuatro días de extenuantes esfuerzos consiguió llenarlos mendigando a los campesinos de los alrededores de Celle y, sacando fuerzas de flaqueza, logró llevar esos sacos a la estación. Cuando llegó allí su cara relucía de satisfacción, se secó el sudor de la frente que fue reemplazado por una cantidad igual de tierra. Había conseguido su propósito. Había hecho lo que muchos no podían o no tenían fuerzas para hacer: acumular una provisión de patatas para todo el invierno para su familia hambrienta. Está allí, pues, en la estación de Celle satisfecha consigo misma y con los cuatro días que por allí anduvo y piensa en la alegría que la recibirá cuando llegue a casa. Todavía no sabe que ella es un Sísifo que ha empujado la roca hasta la cima, que pronto va a caer por el otro lado y que va a desaparecer en la profundidad. En efecto, está allí con sus sacos y su carretón y sus manos fuertes, pero no puede subir a ningún tren. Con cuatro sacos de patatas no se puede subir a ningún tren alemán. Con dos quizá, si uno sabe pelear. Está todo el día esperando que llegue un tren vado, un tren con sitio para toda su fortuna, pero tal tren no llega, y los que tienen experiencia le dicen que un tren así no va a llegar nunca, un tren así no llega jamás. Cada vez está más desesperada. Debe ir a casa a toda costa, ya ha estado fuera demasiado tiempo y no se puede ir andando de Celle a Hamburgo. Ahora está en alguna parte de nuestro tren, vieja, amargada e infinitamente cansada tras perder toda esperanza: uno de los sacos de patatas está en un estante y los otros quedaron encima de un precioso carro en el andén de la estación de Celle.
El compartimiento está lleno de patatas, huele a otoño y las paradas a lo largo del camino están llenas de gente que quiere subir. Alguien entra y cuenta que ya hay gente sentada en los parachoques. Al rato, se oyen encima de nosotros pisadas de pies que se sacuden del frío: ya hay gente en el techo de los vagones. En el compartimiento hace un calor insoportable. Comparto mis bocadillos, secos, con Gerhard. Alguien baja la ventanilla de la ventana y de alguna parte aparece una manita que se posa sobre el canto de la ventanilla como en una película surrealista. Un chico, enfrente de mí, tiene dudas sobre esa mano, pero otro le apuesta un cigarrillo de aquellos de los aliados a que es una mano de verdad. El que duda estira su propia mano y toca la mano irreal, la aprieta y ve que es una mano de verdad. Se trata de una mujer que está acurrucada en la escalerilla y se sujeta a la ventanilla a fin de no perder el equilibrio.
Sobre Lünebergenheden cae la primera nieve del año y los que bajan del techo y de los parachoques y piden conmovedores que se les deje entrar, están blancos como el algodón. Oscurece de nuevo, y algunos comerciantes del mercado negro cambian cigarros y con falencias con aires delicados. Cuando nos acercamos a Hamburgo, Gerhard se pone nervioso. Ya no cree en América ahora. América era algo con lo que se podía creer a un día de viaje de Hamburgo. Sabe que no hay ningún barco pero todavía no se lo ha dicho a sí mismo. ¿No podría ir conmigo a Suecia? Lo único que se puede hacer es mirar hacia los sacos de patatas cubiertos de tierra y no abrir la boca, sólo callar y tener mala conciencia.
Llegamos a la estación de Hamburgo con cerca de cuatro horas de retraso o de doscientos treinta minutos como se dice en el lenguaje de la inflación. Nieva y hace frío y viento. Nieva sobre las ruinas, sobre los montones de ladrillos sucios y sobre las chicas del Reeperbahn que pasan hambre de comida pero no de amor. Nieva sobre los canales perezosos en los que las barcazas hundidas descansan bajo un techo de aceite espeso. Andamos un rato por el frío, Gerhard y yo. Después debemos separarnos frente al hotel con el cartel que dice «No german civilians»[20]. Entraré por una puerta giratoria y llegaré a un comedor con vasos y manteles blancos y provisto de un escenario en el que, por las noches, una orquesta toca los Cuentos de Hoffmann. Dormiré en una cama suave en una habitación caliente con agua corriente, caliente y fría. Pero Gerhard Blume sigue fuera en la noche de Hamburgo. Ni siquiera va al puerto. Y contra esto no hay nada que hacer. Nada, una puta mierda.
(Continuará...)
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15.América/¿Cómo dice?/¡América!/Eso mismo. (N del T)
16.¡Pero sí! (N del T)
17.Día de Acción de Gracias, en EU. (N del T)
18.Control de pasajeros, control de equipajes. (N del T)
19.Admirable, perfectamente admirable. (N del T)
20.Prohibido a los civiles alemanes. (N del T)
