OTOÑO ALEMÁN (XI)

Stig Dagerman





A TRAVÉS DEL BOSQUE DE LOS AHORCADOS

Más rápido que nada curan los bosques sus heridas. Es cierto que aquí y allí un cañón reducido a la inactividad se encuentra entre los robles, con su tubo roto, que mira hacia el suelo con vergüenza. Las carrocerías de pequeños coches incendiados se ven al pie de las laderas cual enormes latas de conserva. Campeones gigantes y desordenados han hecho de las suyas en estos bosques, los más ordenados del mundo. Y, sin embargo, la guerra ha pasado con cuidado entre los árboles y los pueblecitos que sólo vivieron los bombardeos de las grandes ciudades bajo la forma de rojizas auroras boreales por la noche, sintiendo temblar la tierra y oyendo batir las puertas y las ventanas. Alguna casa que otra fue alcanzada por equivocación en una aldea u otra, pero ahí está concentrada toda la tragedia del pueblo. En el pueblecito al lado del Weser fue alcanzada la casa de un dentista, en una mañana de primavera, durante la hora de la consulta, y el doctor, la enfermera y los treinta pacientes murieron. Fuera, en el jardín, un hombre caminaba de un lado a otro mientras esperaba que a su hija le arrancasen un diente en el consultorio, y en la sala de espera estaban su esposa y su madre, que también habían acompañado a la niña al dentista para que no tuviese miedo. El hombre escapó de la muerte de milagro, pero perdió a toda su familia, y ahora, desde hace dos años, da vueltas por el pueblo como una especie de monumento ambulante a los muertos de la segunda guerra mundial; el monumento consagrado a los muertos de la primera guerra mundial está en un soto entre la orilla del Weser y la primera casa del poblado y es todavía el orgullo del pueblo.

Estos pueblecitos también han tenido tiempo de curar sus heridas. Las ruinas de la casa del dentista han sido quitadas de en medio, pero los domingos, después del cine, se habla de lo que pasó ese día, y hay quien se pasea por delante de ese solar quemado o quien sube hasta el puente y mira hacia el agua de otoño que se arremolina alrededor de los restos de los pilares. Este puente fue volado por jóvenes histéricos de las SS a las doce menos cinco aproximadamente. Su odiosa memoria se vive todavía con la misma intensidad en el pueblo. Oh, sie haben gew-ü-ü-ü-tet-, oh, están locos furiosos, casi peor que los polacos.

El reflujo de la derrota había atravesado la calle del pueblo durante dos días enteros: soldados de la Wehrmacht andrajosos y cubiertos de barro, en bicicleta o a pie, y a la cola los muchachos y los viejos del ejército de tierra, sollozando y tropezando en el fango de la derrota. De los vencedores se recuerda especialmente a los gallardos escoceses, de los cuales una docena aproximadamente están enterrados en la ladera que conduce al Weser, bajo cruces blancas que parecen flores de primavera en el mal tiempo de otoño. En los vestíbulos de las casas glaciales y llenas a rebosar, los niños del pueblo juegan a la guerra con los niños andrajosos de los refugiados del Este o de los Sudetes. Los niños del pueblo se quedan en la cama hasta tarde por las mañanas para engañar al estómago a que duerma en la hora de la comida, comida que no pueden recibir. Si se les muestra un libro de imágenes empiezan infaliblemente a discutir la mejor manera de matar a los personajes o a los animales que allí se ven. Niños pequeños a los que las bombas han dejado sin casa dos veces, que todavía no han aprendido a hablar bien, pronuncian la palabra «totschlagen[11]» con una lúgubre precisión. Este pueblo al lado del Weser ha visto su población multiplicada casi por diez en el espacio de un año, y llegan continuamente nuevos habitantes a esas casas de ladrillo, que ya están infectadas por el odio, por la envidia y por el hambre de los que en ellas se amontonan. En un cuchitril, que en las ventanas tiene papel de bocadillo en vez de cristales, vive Henry, un chico alemán de los Sudetes que perdió parte de una pierna durante la guerra en el Báltico, y que este año ha perdido la cabeza por los ingleses para los que trabaja. Ha recibido de su comandante inglés un reloj y lee a Edgar Wallace en lengua original, por las noches, cuando hace demasiado frío para poder dormir. En otra pequeña habitación helada una chica húngaro-germana puede utilizar una cama prestada por las noches. Durante el día ayuda en casa del medico del pueblo o vaga por la orilla sur del Weser añorando Budapest. Dos veces ha intentado suicidarse con somníferos. Toda la gente de la casa espera ahora la tercera vez.

Sí, es verdad que cuando se llega de las ciudades con sus ruinas sangrientas, los pueblos alemanes parecen ya curados y los bosques parecen estar bien conservados, pero esta salud es engañosa. Estoy alojado durante unos días en casa de una familia refugiada en una finca ruinosa, sin tierra ni animales, en un pueblecito a las afueras de Darmstadt. Allí se llega a través de un pequeño bosque de robles pertrechado en lo alto de una colina azulada de formas redondeadas. Un desfiladero romano atraviesa la montaña. La zona está llena de viejos molinos abandonados al borde de este riachuelo de romántico murmullo. En una zanja hay un fichero rasgado por el viento, proveniente de un antiguo campamento de la Wehrmacht, pero no se ven otras trazas de la guerra. Una noche, cuando estábamos conversando en la cocina, alguien llama a la puerta y un chico de mejillas rojas como manzanas entra en la cocina y quiere jugar con la hija de la casa, una niña de cinco años, muy flaca, que ha pasado casi todas las noches en los sótanos durante dos años. Cuando se le pregunta si como regalo de Navidad quiere una muñeca para reemplazar a su viejo Seppelchen[12] que ha aguantado tantas noches de sótano como ella, responde que prefiere una rebanada de pan con mucha mantequilla. Esto forma parte de las cosas que una persona puede soñar. Cuando se porta bien le dan una rebanada de pan con margarina y azúcar, e incluso una rebanada de pan así es algo con lo que se sueña. En contrapartida, el chico que acaba de entrar no parece tener que soñar en vano con rebanadas de pan de verdad.

«Hänschen hat dicke Backen», dice alguien, y Hänschen sonríe seguro. Sí, el pequeño Hans tiene las mejillas gruesas de verdad, y en su mano derecha tiene una gruesa rebanada de pan untada con manteca de ganso. Es un encuentro patético entre dos clases de rebanadas de pan, entre dos Alemanias: la una, pobre y honrada; la otra, rica y fraudulenta. El padre del pequeño Hans fue fiscal de un juzgado nazi; ahora se ha retirado de la «Blut» y se ha pasado a la «Boden»[13]. Compró —después de la derrota, conviene recordarlo— la mayor finca rural del pueblo, y se las arregla cien veces mejor que los ex prisioneros de los campos de concentración que fueron evacuados y albergados después en las mal conservadas y ruinosas casas de campo de esta región.

¿Amargura? Claro que se está amargado, pero eso no ayuda en nada. Por las noches nos sentamos frente a la estufa y hablamos de lo que ha pasado y de lo que está pasando. Hay un comunista que lleva los nueve años que pasó en Buchenwald grabados para siempre en su frente y alrededor de la boca y de los ojos. Llora por la revolución perdida, ese cambio brusco que hubiese envuelto a Alemania en un fuego purificante y en un instante hubiese destruido los miasmas nazis que ahora prosperan y hacen a Alemania más desgraciada, amarga y desgarrada. Piensa que el momento era bueno, que las condiciones favorables a una rápida y profunda solución de los problemas estaba al alcance de la mano en abril de 1945. Los soldados que fueron rechazados y cruzaron de vuelta las fronteras alemanas estaban exasperados con el régimen de Hitler y querían arreglar cuentas con él. La multitud de prisioneros de los campos de concentración estaba dispuesta a echarse encima de sus verdugos, y en las ciudades arrasadas por las bombas había, durante toda la primavera de 1945, fuertes grupos de acción que llevaron a cabo guerras civiles locales contra los nazis. ¿Y por qué nada de esto resultó? Sí, porque los vencedores, los países capitalistas de Occidente no deseaban una revolución antinazi. Los grupos revolucionarios de Alemania fueron aislados por los ejércitos de los vencedores que, en vez de eso, debieron haber montado un muro protector de cañones alrededor de las fronteras alemanas dejando que los propios alemanes ajustaran cuentas con su odioso pasado. Las masas revolucionarias de los campos de concentración no fueron enviadas a casa de un golpe sino en pequeños grupos inocuos; los soldados fueron liberados en contingentes minúsculos, y los grupos de resistencia de las ciudades, que iniciaron una desnazificación dura ya antes del fin de la guerra, fueron desarmados por los aliados y sustituidos por los Spruchkammern que permitían a fiscales nazis comprar fincas rurales al mismo tiempo que dejaban morir de hambre a los obreros antinazis.

Esta teoría, que es compartida por otros grupos además de los comunistas, es muy seductora y entre otras ventajas aclara de forma interesante la tesis comunista sobre la unidad de los partidos obreros alemanes. Las condiciones para tal unidad bajo una plataforma puramente antinazi existieron sin duda durante los últimos días de la guerra, pero el soñado frente popular, que en algunos lugares llegó a ser una realidad, se fraccionó al poco tiempo. Sus componentes burgueses se negaron a colaborar con los elementos obreros, y un cisma apareció entre los socialdemócratas y los comunistas. Los comunistas, por razones obvias, subrayan en todas las ocasiones posibles el carácter alemán de su partido pero consideran a todos los prisioneros de guerra que retornan de la Unión Soviética como propagandistas antirrusos (aunque éstos no tengan la culpa de estar macilentos); opinan que este resultado es una desgracia para Alemania. Pero hay numerosos antinazis alemanes que hubiesen deseado otro resultado; la gente que rehúsa la unidad sin libertad que ofrecen los comunistas deplora que el entusiasmo antinazi de la primavera de 1945 no pudiese crear algo más que esta generalización de la discordia entre partidos y de la impotencia ante la reacción que al final prevaleció. El sueño revolucionario de doce años murió y los hombres de Weimar nacieron de nuevo.

Por esto se está amargado, desilusionado y sin esperanza. Amargado por estas dos clases de rebanadas de pan y por otras trivialidades de vital importancia. Al anochecer salimos un rato afuera y miramos el perfil de Burg Frankestein que se yergue allí en lo alto sobre la colina, en medio de la niebla de la montaña. Estamos de pie y miramos el bosque que yo atravesé el día anterior, y uno de los amigos dice que ni siquiera ese bosque es tan inocente como parece. En abril de 1945 allí fueron ahorcados unos chicos que rechazaban ser alistados en el ejército de tierra y se fueron a casa de su madre. El pequeño Hans «mit den dicken Backen»[14] se ha comido su bocadillo y juega entre los robles con la niña de cinco años tan flacucha. El fiscal convertido en campesino vuelve a su casa con la última carga de leña del día. Ahora saluda amistosamente a los que condenaba hace dos años. Saluda hasta con el látigo. Oh ¡ironía norteamericana!: un jurista nazi recoge su leña en el bosque donde los nazis ahorcaron niños hace poco menos de dos años. Y arriba sobre los robles, casi a la altura de Frankenstein, se oyen disparos, un sonido seco y enérgico en el anochecer. Son los norteamericanos que andan a la caza del jabalí con las municiones de la victoria en las colinas que presiden el bosque de los ahorcados.

(Continuará...)


11.Matar a golpes. (N del T)
12.Nombre de un muñeco típicamente bárbaro. (N del T)
13.Alusión a «Blut und Boden» (sangre y tierra), lema que expresa la mística nazi de la sangre. (N del T)
14.De buenos carrillos. (N del T)

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