OTOÑO ALEMÁN (X)

Stig Dagerman






DÍA DE FRÍO EN MUNICH

I

En Munich, en esta mañana de comienzo de invierno, el sol no consigue calentar el aire. La larga Prinzregentenstrasse, desde donde uno de los más infelices héroes de la literatura mundial un día empezó su viaje hacia la muerte y hacia Venecia, se encuentra desierta en la helada luz del alba. No hay nada en el mundo tan solitario y tan abandonado como una inmensa calle vacía, en una ciudad bombardeada, una mañana de frío. Los rayos del sol destellan con el oro del ángel de la paz, ese ángel de la paz que divide Prinzregentenstrasse en dos partes que descienden suave y majestuosamente hacia el puente del Isar y que Hitler debía ver desde su casa de Prinzregentenplatz. Los jardines del viejo palacio de la legación están llenos de columnas en ruinas. Algunos norteamericanos madrugadores patinan sobre el hielo recién cuajado del estadio, pero die grüne Isar es verde como de costumbre y algunas bombas han hecho un rompecabezas con el estanque que se encuentra debajo del puente.

El sucio jeep va recorriendo esta larga calle oscilando de una manera característica. Allí está el austero edificio del gobierno entre fachadas de ruinas quemadas, donde el ministro-presidente, el doctor Högner, juega varias horas al día con el pensamiento de dejar que Baviera corte relaciones con el resto de Alemania según una popular teoría bávara que dice que Prusia ha llevado dos veces a Baviera a la ruina; eso no deberá repetirse una tercera vez. Baviera, que devuelve a sangre fría a los habitantes evacuados de Hannover, Hamburgo o Essen al infierno de sus ciudades de origen, es naturalmente un país egoísta, frío y duro, pero eso no es toda la verdad.Por lo menos una cuarta parte de esta verdad reside en que Baviera no siente ninguna solidaridad con el testo de Alemania y que, al contrario de lo que generalmente se cree, hubo allí una resistencia pasiva nada insignificante contra el nazismo.

Pero no lejos de Prinzregentenstrasse se encuentran las ruinas de la Casa Parda; en Munich tuvo lugar el primer motín sangriento de Hitler en 1923, y los restos de Bürgerbräukeller[10] todavía son testimonio de que la historia del nazismo tiene raíces profundas precisamente aquí. Claro, dice el habitante de Munich con sentido del humor, pero quizás esto se deba al föhn, ese viento de montaña que durante la primavera, y a lo largo de un mes entero, da incesante dolor de cabeza a toda la ciudad, pero que también indica que desde que los nazis ordenaron que los peatones se descubrieran la cabeza al pasar por delante del Feldherrenhalle, en el que se erigió el monumento a los dieciséis caídos del motín, el tráfico peatonal disminuyó considerablemente en esta parte de Munich antes tan concurrida.

Igualmente es cerca de la Prinzregentenstrasse donde se encuentra «die Export-Schau», la exposición de la exportación, instalada en uno de esos edificios seudoclásicos y asexuados de la época hitleriana, que sólo parecen antiguos cuando se convierten en ruinas. Se trata de una exposición algo sádica, en la que autoridades municipales con un curioso talento psicológico muestran, por el precio de un marco la entrada, lo que la industria de Baviera puede lograr, es decir, lo que Baviera puede exportar a Norteamérica. Amas de casa a las que las bombas han dejado sin vivienda pueden ver allí, por una entrada de un marco, exquisitas porcelanas de ensueño en las que nunca podrán comer, allí hay botellas gigantes de genuina cerveza alemana que ya no se puede beber en ninguna parte y magníficos tejidos que está prohibido tocar. Para el que es pobre y tiene hambre venir aquí debe ser como caer en un sueño fallido, donde todo es ciertamente irreal como en un sueño, pero donde el soñador tiene siempre conciencia de su hambre y de su pobreza.

II

Desde la Prinzregentenstrasse se llega en un par de minutos a Königsplatz, ese desierto construido por los arquitectos nazis y que, más que cualquier otra cosa, descubre la falta de estilo, el lado glacial y el sadismo monumental del ideal nazi. Se llega hasta allí pasando por las bóvedas estrechas de un arco del triunfo en ruinas o se camina entre los dos elevados panteones de mármol de los dieciséis «mártires de Munich», donde los ataúdes de zinc de los caídos, ocho en cada panteón, estuvieron depositados hasta que los norteamericanos, al tomar el poder, los trasladaron a un lugar desconocido. Estas ex tumbas están flanqueadas por dos enormes palacios glaciales, edificios típicos de la época hitleriana, que parecen mausoleos, no en memoria de algún muerto en particular sino en honor de la propia muerte. En uno de esos mausoleos se firmó, en 1938, el Tratado de Munich. En aquel tiempo el arco del triunfo todavía estaba intacto, y es fácil cerrar los ojos e imaginarse la caravana de automóviles de los signatarios atravesando las bóvedas y describiendo, al atravesar la plaza, un serpenteo suave para llegar a estacionarse junto a los edificios con apariencia de inmensos sepulcros, en los que en este momento estaba enterrado el destino del mundo; pero en este frío domingo del comienzo de invierno va a suceder aquí algo que por una o dos horas hará salir a los muertos de sus tumbas.

Debajo del arco del triunfo se está agrupando una fanfarria. El brillo sin calor del sol chispea en los instrumentos, y de las bocas de los músicos sale un humo blanco. Cruzamos esta plaza interminable que, con su pavimento de enormes piedras talladas, da una sensación extraña de que uno se halla entre cuatro paredes; penetramos en los amplios vestíbulos del castillo cerrado al que uno sólo soñando puede acceder, y los pesados camiones norteamericanos que a toda velocidad circulan a lo largo de las líneas blancas de tráfico y por debajo del arco de triunfo parecen pertenecer a otro mundo. Tiritando de frío, unos centenares de personas se han reunido ante la fanfarria, en compañía de una mujer norteamericana, corresponsal de prensa, de uniforme, una de esas extrañas criaturas que parecen haber nacido con una cámara de fotos; dos camiones han llegado detrás de los músicos y sirven de tribuna a los periodistas y a los oradores. Poco a poco va llegando gente y a las 10 hay diez mil personas esperando.

La banda toca una marcha que desentona en este frío. Los periodistas de Munich sacan punta a sus lápices, los representantes de esos curiosos y valientes periódicos, que en la mayoría de los casos carecen de teléfonos y de máquinas de escribir y también de locales de trabajo, pero que de alguna extraña manera son publicados, que se imprimen en algún sótano en que el agua llega a los tobillos cuando llueve y el personal de la imprenta debe ir con botas de goma; esos absurdos periódicos que, por voluntad de los norteamericanos, deben «estar por encima de los partidos», lo que ha significado que más de un confuso alemán medio ha tenido la sorpresa de leer en su periódico favorito, un editorial socialdemócrata que recomienda una mayor vigilancia al partido democristiano el lunes, un editorial democristiano que instiga al lector a tener cuidado con los socialdemócratas el miércoles, y el viernes, aun en el mismo periódico, un editorial comunista que extiende un aviso insistente contra los socialdemócratas y contra los democristianos.

Los periodistas, pues, sacan punta a los lápices, en los altavoces un hombre da la bienvenida a otro, el murmullo se apaga y la música se calla. Un hombre que se ha sacado el abrigo se levanta y avanza rígidamente hacia el podio. El silencio se vuelve más profundo y se convierte en un silencio de muerte. En el aire glacial de la Königsplatz de Munich reina una tensión análoga a la que precede el ruido de un disparo de revólver. El hombre que está delante del altavoz es el doctor Kurt Schumacher, el máximo dirigente de la socialdemocracia alemana.

Luego, cuando empieza a hablar se rompe el encanto. Se entiende por qué razón se ha quitado el abrigo. El doctor Schumacher es un orador que puede hablar en camiseta sin pasar frío aunque sea a 10 grados bajo cero. En el Kästnerkabare de Schau-Bude hay una caricatura de Schumacher: un nuevo Führer que agita los brazos y aúlla con la misma histeria que el viejo. La caricatura no es del todo fiel ya que ese nuevo Führer tiene dos brazos. El doctor Schumacher sólo tiene uno, pero lo usa de una forma fascinante. Tampoco es cierto que el doctor Schumacher grite. Lo que más impresiona en él es su pasión reprimida, su terquedad, su carencia absoluta de sentimientos en el tono, que le permite decir sentimentalismos que suenan a verdades amargas, y su agria tosquedad, que se confunde fácilmente con la formalidad y que a veces le permite decir medias verdades que suenan a verdades enteras.

El doctor Schumacher está considerado hasta por sus oponentes como una respetable personalidad y también posee, sin duda, una osadía completamente honorable, pero aún así ilustra, a su manera, la tesis de que la tragedia del político alemán es la de ser tan buen orador. Uno tiene la impresión de que el doctor Schumacher es seducido por su público, que las audacias verbales que abundan en su discurso son más bien el resultado de un intercambio entre sus sentimientos y los del público, que fruto de su propia reflexión y de su experiencia política.

Naturalmente no se le puede haber escapado que su posición es peligrosa, incluso está en peligro de muerte al hacerse eco de posiciones políticas que, en el fondo, no corresponden a las líneas políticas de su partido. Sería ingenuo creer que son todas socialdemócratas, esas diez mil personas reunidas en la Königsplatz dando gritos de alegría cuando el doctor Schumacher evoca «los siete millones de camaradas ausentes» (los prisioneros de guerra), cuando insiste con detenimiento en los escandalosos acuerdos de Munich (en lo que es muy eficaz detenerse cuando se tiene a diez mil oyentes con la espalda dirigida hacia el edificio donde se firmaron), cuando exige la restitución del Sarre, del Ruhr, de Prusia oriental y de Silesia. También es una ilusión, lo cual es más deplorable, creer que la mayoría de esas diez, mil personas se desinteresan por completo de los ideales democráticos que el doctor Schumacher, entre otras cosas, también representa.

La explicación del éxito del doctor Schumacher como político, junto con Churchill ha ganado los sentimientos de muchos alemanes sospechosos —el espacio que sin duda quedó vacante después de la derrota del nazismo—, reside en que ha conseguido encontrar una onda común, en la que prácticamente todos los alemanes, independientemente de sus opiniones políticas, pueden unirse. La cortedad de miras del mensaje político del doctor Schumacher hace que sea aceptado incluso por aquellos alemanes que no han superado todavía su nazismo y que ni siquiera desean hacerlo. Si nos atenemos a la hipótesis perfectamente razonable según la cual el caso Schumacher es en cierto modo un caso de seducción para el público de un orador demasiado hábil, ese fenómeno se expresa aquí en Munich de la siguiente manera: el orador se guarda de antemano de cualquier objeción por parte de su público, es decir, que se reitera hablando de injusticias territoriales que incluso la masa alemana más indiferente debe encontrar escandalosas. Sólo una vez se oye una pequeña protesta en esta marea humana. Es un comunista que quiere dejar que los rusos se queden con Prusia oriental.

—Es a mí al que han venido a escuchar y no a ti —responde el doctor Schumacher con hosquedad y hace que unas nueve mil setecientas personas se rían a su favor.

Sí, el doctor Schumacher es sin duda excelente para su partido, pero la cuestión es si no es demasiado bueno, es decir peligroso; peligroso no en primer lugar por sus opiniones, que no sólo son suyas sino que se pronuncian igual de abiertamente por Neuman en Berlín, por Paul Löbe y por otros dirigentes de la socialdemocracia, sino peligroso sobre todo por su enorme popularidad, que tal vez dé a su partido victorias electorales… pero ¿qué victorias?

Es un autoengaño piadoso pero peligroso decir, como hace la socialdemocracia alemana, que su éxito en las urnas constituye una prueba del progreso del pensamiento democrático en el pueblo alemán. Entre los votantes de la socialdemocracia hay muchos que, sin duda, están encantados con el pensamiento de poder afirmar opiniones nacionalistas votando al mismo tiempo por un partido democrático, y existe una diferencia importante entre los votos obtenidos por los partidos y su fuerza real, lo cual confirma la certeza de esta hipótesis. Puede valer la pena recordar que mientras que la relación de los votos de la socialdemocracia con los de los comunistas es en cualquier ciudad alemana normal de seis a uno, la relación de ambos partidos en lo que se refiere a afiliados es de tres a dos.

Cuando se ha acabado su discurso uno se da cuenta de lo desamparado que está en realidad ese hombre frágil de cara agria. El discurso lo ha mantenido en pie, lo ha calentado, ahora decae de repente, y alguien viene y le pone una bufanda alrededor del cuello y le ayuda a ponerse el abrigo. Se va solo a través del gentío hacia su automóvil. Lo saludan sin que a él le importe. Se lo acosa con preguntas que él no responde. Es el día anterior de su partida a Inglaterra, y alguien grita: «¡No se olvide de decir esto también en Londres, doctor Schumacher!». El doctor Schumacher asiente con la cabeza, pero no sonríe. El doctor Schumacher no sonríe con ganas, él, que se ha ganado la confianza de todo un pueblo sonriendo lo menos posible, él, que ha dado a tantos alemanes la posibilidad de poder votar democráticamente sin ser necesariamente demócratas, sino todavía lo contrario. Naturalmente el doctor Schumacher no lo ha deseado así, pero su propaganda sobre las fronteras, en muchos aspectos sensata, pero ideológicamente demasiado superficial, ha llevado a este resultado.

Lo que se le puede censurar a este hombre, sin duda el más dotado de los políticos alemanes actuales y al mismo tiempo el que tiene las manos más limpias, no es tanto su opinión sobre las injusticias que la política aliada comete con Alemania, como aquello de paralizar la producción a través de un mal organizado desmontaje y dar limosnas a los alemanes en forma de abastecimiento en vez de ayudar a poner en pie la producción alemana en materia de productos no estratégicos y de ese modo darles la posibilidad de pagar ellos mismos la importación de productos alimenticios. O la de utilizar a los prisioneros de guerra en trabajos forzados, lo cual va contra la convención de La Haya y que sería una forma muy apropiada de enseñar al pueblo alemán cómo debe respetarla en el futuro, o aun lo de las duras regulaciones fronterizas señaladas, que ponen en peligro vitales intereses alemanes. Si un socialista alemán, que ha sufrido más, o en cualquier caso más tiempo bajo el terror nazi que los socialistas de cualquier otra nación, expresa tales ideas, eso no es más indecente que cuando lo hace, por ejemplo, un liberal inglés como Gollancz. Lo que hay que objetar contra el doctor Schumacher es que en sus discursos fatalistas contra los vencedores adopta una perspectiva limitada, nacional en vez de socialista e internacional. Se puede objetar que hay reivindicaciones nacionales justificadas que nada tienen que ver con el nacionalismo y el chovinismo. Pero ¿no ha sido precisamente el destino del pueblo alemán lo que nos ha enseñado que el límite entre la propaganda por intereses nacionales y el nacionalismo odiosamente manifestado en Alemania está ahí para ser cruzado? ¿No debiera ser parte principal de una educación democrática enseñar el, por otro lado raro, arte de mantener ese límite intacto? Al doctor Schumacher se le puede objetar que hace una propaganda que es recibida con satisfacción hasta por los nacionalistas alemanes. Inyécteseles una dosis de socialismo, de democracia y de internacionalismo… y el doctor Schumacher será menos popular, pero podrá dedicarse más a defender la causa de la democracia recién nacida.

(Continuará…)

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10.Una célebre cervecería de Munich. (N del T)

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