Carlos E. Luján Andrade

Tardes perdidas. Collage sobre cartón-Carlos E. Luján Andrade
Laberinto
No tengas miedo, me decía. Yo estaba aferrado a la mano derecha de la señora que me sostenía mientras caminaba raudamente. Le pregunté si todavía estaba viva. “Solo dile que la quieres mucho”, me dijo, y no dejaba de repetirlo. Era constante esa frase: dile que la quieres mucho.
Al no obtener respuesta a mi pregunta, comencé a temblar. Mis piernas se desvanecían, quería caer al suelo, pero la señora seguía andando con premura. Sentía un tirón en mi brazo cada vez que disminuía la velocidad de mis pasos. Ella solo intentaba llegar lo más rápido posible, abriéndose paso entre la multitud de doctores y enfermeras que me ignoraban.
Entramos a un pabellón con aún más gente que afuera. La poca luz hacía resaltar los zapatos y las medias blancas de la mujer que me jaloneaba de la mano. Me apretaba cada vez más fuerte y yo ya había perdido la orientación. Los pasillos se repetían, a la derecha y a la izquierda, con puertas idénticas diferenciadas apenas por un número y una letra. Me daba igual: hubiera querido abrir cualquiera para saber si mi madre aún estaba viva. Porque presentía que, al cruzar esa puerta, quien había sido hasta entonces no volvería a salir.
El paradero
Había esperado en el paradero en soledad por cuarenta minutos. Eran las once de la noche y, al parecer, ya no vendría ningún bus. El viento frío lo obligaba a apretar más su casaca al cruzar los brazos. Sabía que, cuando dejaban de pasar los buses, ese temible vehículo podía aparecer. Las luces de los postes apenas iluminaban la avenida, donde él era el único peatón. Los minutos transcurrían lentamente mientras caminaba de un lado a otro, intentando calmar su ansiedad.
Al poco rato, a unos cincuenta metros de distancia, dos luces amarillas iluminaron su rostro hasta cegarlo. No supo cómo había llegado ese vehículo, pero lentamente se acercó hasta donde estaba. Era una combi azul platino con ventanas polarizadas. Mientras el motor apenas emitía un ruido tenue, el tubo de escape delataba su funcionamiento al expulsar un humo más negro que la misma noche.
De pronto, se abrió ruidosamente la puerta corrediza y pudo ver luces de neón que iluminaban el interior. La radio se encendió de golpe, sintonizando una música estridente, y el vehículo se detuvo justo a su lado. Él no quería acercarse demasiado. Desde lejos gritó que no se subiría, aunque no había nadie que pudiera escucharlo. Sin conductor ni cobrador, percibía que la combi lo invitaba a entrar.
Se alejó dando unos pasos sin mirarla, pero esta lo seguía: escuchaba el roce de las ruedas contra las piedrecillas del asfalto, un débil rodamiento que lo perseguía. Presentía que, si se subía, sería un viaje sin retorno. Pero ya estaba demasiado cansado. Había sido un día duro. Solo deseaba sentarse y salir de allí. El mañana, simplemente, no lo imaginaba.
El vigilante
Las doce pantallas iluminan la habitación en la desolada noche. De los pocos agentes que quedaron después del toque de queda, me comisionaron para monitorear las cámaras de seguridad por tiempo indefinido. La cuarentena vuelve estas calles aún más desoladas. Desde aquí puedo ver cómo, de vez en cuando, las ambulancias llegan a una casa a levantar cuerpos; individuos corren para no ser atrapados por los patrulleros, o solitarios policías iluminan zonas oscuras en busca de algún infractor. En estas imágenes el mal es transparente: el virus es un fantasma. Todas las noches vigilo el miedo.
