OTOÑO ALEMÁN (IX)

Stig Dagerman





LA JUSTICIA SIGUE SU CURSO

En la Alemania de la posguerra, la alegría escasea, pero no las diversiones. Los cines están siempre llenos hasta el anochecer y por eso aceptan espectadores de pie para satisfacer la demanda. En la cartelera hay películas de guerra de los aliados al mismo tiempo que expertos norteamericanos en militarismo buscan con lupa tendencias bélicas en la literatura alemana. Los teatros tienen posiblemente el mejor repertorio del norte de Europa y el público con más ganas del mundo, y las salas de baile, en las que la policía militar aliada hace un par de redadas por noche por motivos «higiénicos», están llenas a rebosar. Pero divertirse es caro. Las entradas de teatro cuestan tiempo barato y dinero caro. Las diversiones gratuitas son pocas, y uno tiene que aprovechar las pocas ocasiones en que se dan.

En algunos lugares de la zona norteamericana, una de las diversiones más deseadas consiste en visitar un Spruchkammernseitzung, es decir, una sesión en el tribunal de desnazificación. Uno de los visitantes habituales de estas salas desnudas del semibombardeado Palacio de Justicia, al que ni siquiera le queda un solo recuerdo de la elegancia sádica con la que la justicia gusta rodearse, es este hombre que con el crujiente paquete de bocadillos ve desarrollarse ante sus ojos, raramente cansados, un proceso tras otro, con un interés que raramente decae. Es incorrecto pensar que el hombre con el paquete de bocadillos va al tribunal para disfrutar del tardío triunfo de la justicia definitiva. Más bien se trata de un entusiasta del teatro que ha venido para satisfacer su necesidad de arte escénico. Un Spruchkammernseitzung es, en sus mejores momentos —es decir, cuando todos los actores son lo suficientemente interesantes—, un drama cautivante y de calidad que, con sus rápidos cambios entre el pasado y el presente, con sus interminables testimonios, en los que ni una sola acción por parte del acusado durante los últimos doce años se considera demasiado insignificante para ser dejada de lado, parece un ejercicio práctico de existencialismo.El ambiente de sueño y de quimera en que se llevan a cabo estos exámenes de las deplorables o terribles memorias de toda una nación suscita otra asociación literaria. Uno se siente trasladado al mundo fantástico de los tribunales de El proceso de Kafka. Estas salas, con sus ventanas semiemparedadas, sus paredes completamente desnudas, sus frías bombillas y pobres muebles dañados por las bombas, situadas en lo más alto debajo del tejado roto, parecen una ilustración real de las oficinas donde se desarrolla El proceso.

De hecho, lo significativo de la situación es que algo tan básicamente serio como la desnazificación sea primordialmente un suceso para la crítica de teatro. Pero no deja de ser cierto que estos procesos cortos, que generalmente se deciden en algunas horas, tienen igualmente un interés muy particular para un extranjero ya que describen con rasgos claros y precisos la situación del tiempo de Hitler, de los motivos de aquellos que fueron nazis y del coraje de los que no lo fueron. De los testimonios se desprende a menudo la atmósfera de miedo que helaba a la gente en esta época; un pedazo de historia que hasta ahora había permanecido invisible cobra vida durante unos cortos y tensos minutos, y hace que tiemble el aire en la sala del tribunal. Estos juicios tienen un terrible interés documental para el que no vivió en propia carne la época de los lagartos… pero como instrumento de desnazificación no sirven; en esto hay que estar de acuerdo con la opinión unánime de los alemanes.

Reina un consenso conmovedor sobre las formas absurdas, aun más, escandalosas de la desnazificación. Los antiguos nazis hablan indignadamente de un castigo colectivo bárbaro. Los demás opinan que unas multas de algunos cientos de marcos no son el colmo de la barbarie, pero opinan que es un desperdicio de mano de obra el mantener este enorme aparato en marcha para los pequeños Pg, cuando se escapan los grandes. La técnica de la cadena de montaje aplicada a la desnazificación contribuye también, sin duda, a dar un tono ridículo a todo el proceso. Un ejemplo típico de esa actitud son los comunistas que en su propaganda electoral pudieron dirigirse a los sin grado del partido nazi, en un intento de canalizar su descontento sobre la desnazificación, parodiando el título de una obra de Fallada: Kleiner Pg was nun? En la vox populi de cada día ya no se dice Spruchkammer sino Bruchkammer, algo así como «cámara de farsas», o , algo así como «cámara de la charla»


Pero las habladurías también pueden ser interesantes para el que quiere saber algo de la verdad sobre estos doce años de historia. Un día, esto empieza con un simple maestro de escuela y acaba con un corrupto funcionario nazi. Esto sucede en Frankfurt, donde la Sprichkammer por una vez resulta ser mejor que su fama. Esto es debido naturalmente a que hay jueces que no se avergüenzan de su tarea y que no escogen cada palabra haciendo inclinaciones de cabeza ante el acusado.

Las acusaciones que pesan sobre el maestro de escuela no son muy graves: perteneció a las SA, pero por lo demás no se destacó mucho. Es un hombre pequeño y pálido, muy leído, que responde con buenos modales a todas las preguntas. Habla de su infancia, pobre y triste, y dice que siempre deseó ser maestro. Estaba en camino de serlo cuando llegó el nazismo, y se enfrentó a la amarga elección: afiliarse obligatoriamente a alguna organización nazi para poder realizar su sueño o bien renunciar a su futuro.

—Fue con muchos titubeos y sólo después de haber discutido el asunto con mi padre, que decidí afiliarme a tal organización.
—Pero ¿por qué a las SA precisamente?
—Porque yo opinaba que las SA era la más inofensiva.
—«Die Strasse frei den braunen Bataillonen»[7], ¿llama usted inofensivo a esto? —pregunta el juez.

Pero el acusado tiene seis testigos que avalan su inocencia, testigos que aseguran que nunca lo oyeron expresar opiniones nazis, que certifican que escuchaba la radio extranjera (eso lo hacían todos los acusados). Trae con él testigos judíos que lo han visto portarse amablemente con los judíos (tales testigos los tienen todos los acusados, cuestan unos doscientos marcos por cabeza), un director de escuela, que nunca visitó sus clases pero que está curiosamente bien informado sobre ellas, y finalmente una chica pequeña de la biblioteca de la escuela de magisterio que explica que el acusado es sincero, sacrificado, leal, cuidadoso con los libros, bueno con los niños y con los perros y cuando el juez la interrumpe bruscamente para decirle que eso no tiene nada que ver con el proceso, rompe a llorar. La razón principal para que el maestro sea absuelto es sin embargo el hecho de haber dirigido un coro eclesiástico de su localidad un año después de que fuese comprometedor dedicarse a cualquier actividad eclesiástica. El propio fiscal interviene a su favor y el caso queda cerrado.

Después siguen dos casos rutinarios a los que el hombre con el paquete de bocadillos dedica un interés distraído y decepcionado, casos que son tan ordinarios como los nombres de los acusados: Müller y Krause. El señor Müller fue, en su lugar de trabajo, el representante del fallido movimiento sindical nazi, que los nazis, con un éxito inusualmente escaso, intentaron promocionar durante varios años sin conseguirlo; pero los testigos afirman que él nunca recurrió a las amenazas. En contrapartida, llevó el uniforme sindical dos veces, una vez el día de Navidad. Además, naturalmente, escuchó la radio extranjera y fue bueno con una familia judía. Se lo multa con dos mil marcos de Wiedergutmachung [8], la confiscación del uniforme y una multa correspondiente al precio de un traje y un par de zapatos.

El señor Krause escuchó la radio extranjera y tenía un primo judío. El señor Krause, que hasta 1940 no se afilió al partido, es un pequeño contable que tose, y cuyas inquietas gafas van incesantemente de la nariz a la mesa. El señor Krause tiene dieciséis extensos certificados firmados por la dirección del banco, por los colegas de trabajo, por los vecinos, por un médico que lo ha tratado y por un abogado que se encargó de su divorcio. El señor Krause los lee todos con una voz nasal y aletargadora mientras que el tribunal se va poco a poco adormeciendo y sólo se oye el crujir del papel de bocadillo en el fondo de la sala.

¿Por qué se volvió el señor Krause nazi en 1940?

Los certificados dicen que fue debido a un proceso de divorcio, que empezó en 1930 y cuyos trámites fueron interrumpidos por la llegada del nazismo. En 1939 el señor Krause había empobrecido y había enfermado del estómago. En 1940, llevado al borde de la desesperación, habiendo sido dejado de lado a la hora de los ascensos que habían beneficiado a sus colegas afiliados al partido, el señor Krause decidió dar este paso tan odioso.

Aquí lo interrumpe el juez:

—¿No se debió acaso a que Francia fue derrotada precisamente ese año, señor Krause, y que usted consideró lo más conveniente expresar su simpatía por los vencedores, tanto más cuanto que esto le garantizaría un puesto con un sueldo mucho más alto?

No, claro que no. El señor Krause no es ningún Nutzniesse[9], el señor Krause no quería aprovecharse de ninguna victoria aparente. Sí, aparente —por algo se escuchaba la radio extranjera. Además, si bien es cierto que el señor Krause fue ascendido, fue trasladado a un banco del frente del Este—, «y, señor juez, para un hombre que sufre del estómago…». No, el señor Krause sólo era pobre y estaba enfermo, y algo había que hacer para prevenir una catástrofe. Por lo demás, se remite a los dieciséis testimonios.

Durante este tiempo el abogado defensor hojea una gruesa ordenanza. Y por fin, con una sonrisa triunfal, pide la palabra. Quizá no se desprenda de los certificados, pero el señor Krause todavía es empleado del mismo banco, y este banco ahora \trabaja para las potencias de ocupación, y según la ley de desnazificación no se puede acusar de nazismo a los alemanes empleados por las autoridades militares.

—¿Acaso es concebible, señor juez, que los norteamericanos empleasen a su servicio a una persona sospechosa y más aún para un puesto tan importante?

Se hizo un silencio total en la sala, y este silencio de muerte se extiende suavemente sobre los debates como el velo, opaco de tan áspero, de la censura. El señor Krause es pronto puesto fuera de causa, y este pequeño mártir nervioso, humilde, siempre servicial, con su divorcio y sus dolores de estómago, y sus gafas que desesperadamente intenta mantener sobre la nariz, recoge sus dieciséis certificados escritos a máquina y los pone en su lustrosa cartera, saluda al juez, a los asesores, al abogado defensor y al fiscal y se apresura a salir de la sala, igual de temeroso por llegar tarde a su trabajo en el banco en 1947 como lo fue en 1924, en 1933, en 1940, y cerca de Stalingrado en 1942.


Pero luego llega el señor Sinne, que nada tiene de amable. El señor Sinne tiene 73 años; frágil, canoso y con una cabeza pequeña como de muñeco, parece casi un ángel pensionado. Pero el señor Sinne no es ningún ángel. El señor Sinne ha sido acusado de activista. Fue jefe de bloque en Frankfurt, y ningún testimonio de que fue bueno con judíos o de que escuchó la radio inglesa lo puede ayudar. La corte tiene un testimonio de que el señor Sinne dijo: «Mi bloque estará libre de judíos». El tribunal tiene testigos que dicen que el señor Sinne amenazó a los tenderos de su bloque con denunciarlos a instancias superiores si se atrevían a vender comestibles a clientes judíos. Sólo después de la hora de cerrar los testigos judíos podían entrar por la puerta trasera en las tiendas y hacer las compras. Una testigo vio al señor Sinne arrimar a menudo el oído a la rendija del buzón de la puerta de una amiga judía. El hijo de un tal señor Meyer, cuyo balcón estaba a la vista de la ventana del señor Sinne, estuvo una noche en el balcón con una chica judía. Al día siguiente, el señor Meyer recibió una intimidación del señor Sinne en el sentido de que no debía tener judíos en su balcón.

Durante este rato, el señor Sinne está sentado y deja recorrer sus ojos de ardilla de un testigo a otro y quizás uno sea victima de un espejismo, pero de repente parece como si el señor Sinne estuviera envuelto por una membrana de frío terror, y este cuerpo de viejo, seco y agotado, empieza a irradiar un frío mortal que hace llegar tiriteos de frío a los oyentes a diez metros de distancia.

Uno de los testigos judíos dice:

—En el bloque del señor Sinne vivía un alto funcionario del partido, pero, es significativo, nunca le tuvimos miedo. Sin embargo, todos teníamos miedo del señor Sinne. El señor Sinne no pertenecía a la cúpula nazi, pero el señor Sinne era uno de esos silenciosos, leales y terriblemente efectivos engranajes sin los cuales la maquinaria nazi no hubiese funcionado ni un solo día.

El señor Sinne se pone de pie lentamente.

—Señor Cohn, usted siempre me saludó cordialmente todos los días —dice lamentándose—, usted nunca pareció tener ninguna queja.
—Señor Sinne —dice el juez suavemente—. Estoy convencido de que mucha gente lo saludaba con buena educación porque le tenía miedo.
—¿Me tenían miedo? ¡Miedo de un viejo enfermo!
—Miren la cara de este anciano —dice el abogado defensor con voz patética—, ¿puede espantar a alguien?

Una de las testigos se pone histérica.

—Mejor que piensen en las caras de los viejos judíos del bloque del señor Sinne —dice gritando.

El señor Sinne explica que todo es mentira, que el mencionado balcón no es visible desde su ventana, que nunca dijo que su bloque estaría libre de judíos y que nunca prohibió a nadie comprar en las tiendas del bloque. El caso se pospone una semana, para que sean citados los tenderos como testigos, y con la mirada fija en un punto del pasado se va solo el señor Sinne con su frente pueril de 73 años altaneramente levantada como signo de desprecio por los murmullos que deja detrás de él.

El caso Walter es simple pero interesante. El propio Walter es un gigante de pies toscos que, tan pronto como llega, pone su bastón sobre la mesa y acusa al gobierno de Hessen de soborno, pero el juez lo hace callar sin contemplaciones. Walter fue funcionario de una comisión nazi y está acusado de haber sido un delator. Lo interesante es que el señor Walter todavía está en esa comisión en 1946 yes en 1946 cuando puede comprar una finca rural en Hessen. Ha sido denunciado por un tal señor Bauer, un gordo y tonto comerciante de caballos que no parece haber pasado hambre jamás en el país del hambre. Pronto se ve claro que los motivos del comerciante de caballos no son tan nobles como se podía suponer. Ambos caballeros se han enemistado por una partida ilegal de avena, vendida a un comandante norteamericano anónimo, sobre cuya existencia los reportajes de los periódicos del día siguiente no dijeron ni una sola palabra. El comerciante de caballos se acordó en ese punto repentinamente del nazismo de su rival y lo denunció. El caso se pospone por falta de testigos, pero el juez no puede resistirse a hacer un comentario sarcástico al comerciante de caballos:

—Era más fácil tratar con los antiguos señores, ¿verdad?

Pero el comerciante de caballos responde con seguridad:

—Con los nuevos también se puede, señor juez.

Y es verdad tal como se dice. Esto es lo absurdo, lo desesperanzador y lo trágico: que con los nuevos señores que están en las comisiones y en los órganos de decisión se puede hacer tratos si no se tienen prejuicios, si uno sabe calzarse con cualquier piel. Las víctimas del nazismo lo tienen más difícil, para ellos hay obstáculos en todas partes. Tienen derecho a asientos en los trenes y preferencia en las colas, pero nunca les pasaría por la cabeza hacer uso de estos derechos; por contra, para los señores Walter y Bauer hay una providencia, que a menudo tiene nacionalidad norteamericana, que ha previsto puertas de escape cuando se dan estos tristes espectáculos de los tribunales de desnazificación.

(Continuará...)

7. «Dejad pasar los batallones pardos»: himno de guerra de las SA. (N del T)

8. Daños y perjuicios. (N del T)

9. Oportunista. (N del T)

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