Stig Dagerman

HUÉSPEDES INDESEABLES
Por regla general, en los ferrocarriles alemanes los trenes de carga tienen ahora prioridad. Las mismas personas que afirman amargamente que los alemanes han sido degradados a gente de tercer rango, ven en este derecho de prioridad algo de simbólico cuando, heladas de frío, deben permanecer sentadas en los miserables trenes de pasajeros; cuando ven que los poderes de ocupación han reservado algunas filas de butacas en los teatros de la ciudad. Y es bien cierto que se aprende a esperar: algunas clases de trenes de carga son considerados más importantes que unos pocos repletos y helados trenes de pasajeros, doblegados bajo el peso de gente con sacos de patatas todavía vacíos o recién llenados.
Pero hay trenes de carga y trenes de carga. Hay trenes de carga a los que se atribuye tan poca importancia que, cuando llegan a los nudos ferroviarios, son desviados hacia las vías de empalme, donde quedan olvidados y desatendidos y allí permanecen algunos días antes de continuar su ruta. Esos trenes llegan generalmente de noche y sin previo aviso, y son tratados por los jefes de circulación y por las autoridades ferroviarias con la admirable aversión que siempre se prodiga al no invitado. A pesar de eso, estos trenes de carga indeseados continúan, con una embarazosa terquedad, apareciendo en las estaciones como buques fantasmas, y el personal de las estaciones continúa mandándolos a la línea cuando, por casualidad, ésta queda libre.
Se puede entender muy bien tal repulsión y vacilación por parte de las autoridades. Estos inoportunos trenes de carga no son trenes representativos, ni siquiera del tráfico de posguerra. Están compuestos de vagones que en tiempos normales se consideran descartados pero que ahora han sido acoplados y equipados con unas pequeñas placas con avisos que dicen: «Este vagón no sirve para el transporte de mercancías frágiles, ya que no son estancos ante la humedad». Esto significa que la lluvia penetra por el techo y que, por lo tanto, sólo puede ser usado para el transporte de mercancías que no se oxiden o que, de una forma u otra, no sean susceptibles de ser dañadas por el agua, o que simplemente sean consideradas de tan poco valor que no importa si son dañadas por el agua, es decir mercancías que evidentemente no vale la pena robar, ni merecen que les sean destinados trenes de carga dignos de respeto y con derecho de prioridad cuando, por la línea, es anunciada su llegada.
Bajo un aguacero frío y gris hay un tren de éstos en la estación de Essen. Es un tren de diecinueve vagones, que está aparcado allí bajo la lluvia desde hace una semana. La locomotora está desconectada, y el interés que acostumbran a suscitar los trenes de carga recién llegados con víveres está ausente en este caso. Y sin embargo este tren abandonado y miserable contiene una carga que debiera interesar en sumo grado a la ciudad de Essen: unos doscientos habitantes de Essen que fueron evacuados a Baviera desde que las primeras bombas aliadas cayeron sobre el Ruhr, y que ahora han vuelto a su ciudad de origen, mejor dicho a la estación de su ciudad de origen, ya que no se les permite ir más allá.
Todos los alemanes saben que reina la Zuzugsverbot en la mayoría de las grandes ciudades alemanas, es decir, la prohibición de entrada, en el sentido de que está permitido pasear entre las ruinas en cualquier ciudad alemana pero, por otra parte, esta prohibido buscar trabajo, comer o habitar allí. Esto también lo saben las autoridades bávaras, sin embargo, eso no les impide expulsar con un preaviso de cinco días a los refugiados no bávaros detectados en los campos de Baviera a pesar de que ésta fuera evitada por la guerra. Los trenes de carga no estancos se juntan en las estaciones de Baviera, las personas expulsadas son embutidas en estos vagones que todavía no están equipados con ninguna otra comodidad que suelo, techo y paredes, y tan pronto como la vía esté libre se los envía hacia el noroeste.
Dos semanas más tarde llega uno de estos trenes al lugar de destino, que, en primer lugar, no sabe de su llegada y, en segundo lugar, no quiere saber de ella. Durante los catorce días que duró el viaje de este tren, ni una sola vez las autoridades han procurado víveres a sus ocupantes, aunque su ciudad de origen les muestra, a su manera, su buena voluntad a través de la oferta de un plato de sopa clara al día, en una pequeña barraca al lado de las vías.
Es horrorosamente desagradable llegar desamparado a tal lugar. El edificio de la estación desapareció hace años y carriles retorcidos parecen culebras más allá de la única vía reparada, en la que se encuentra este solitario tren de carga. El andén está agrietado y fangoso a causa de las incesantes lluvias. Algunos de los pasajeros del tren pasean a lo largo de los vagones que tienen las ventanas semiabiertas hacia el día gris. Yo he venido con un joven médico de la ciudad que tiene el doloroso deber de verificar que el estado de salud de los habitantes del tren es malo y de comunicarles que por desgracia la ciudad no puede remediarlo.
Su llegada despierta, sin embargo, vanas esperanzas en los hambrientos pasajeros del tren. Una mujer vieja se asoma por encima de un tubo oxidado de una estufa y nos llama. Resulta ser que tiene una nieta de dos años que yace en una pequeña cama ahí dentro, en la oscuridad. La niña yace totalmente inmóvil excepto cuando tose. La pobreza de este vagón de carga: una cama haraposa a lo largo de una pared, unas patatas que aparecen en una esquina (la única provisión en este viaje sin destino), un pequeño montón de paja sucia donde duermen tres personas, suavemente envuelto en un tranquilizante humo azul que sale de la estufa rota, sacada de una de las casas en ruinas de Essen. En este vagón viven dos familias; seis personas en total. Al principio eran ocho pero dos se escaparon en algún lugar durante el camino para nunca más volver. El doctor W. podría naturalmente levantar a la niña y decir de qué se trata, podría llevarla hasta la luz que sale por la tapa de la estufa y constatar inmediatamente que habría que hospitalizarla, pero entonces también tendría que decir que no hay plazas libres en los hospitales y que la burocracia municipal es, como de costumbre, más lenta que la muerte.
Por lo tanto, cuando la abuela le pide al joven médico que haga algo, éste tiene que morderse los labios y explicar que él no ha venido aquí para ayudarlos sino para mostrar a un periodista sueco lo «bien que se viaja en estos tiempos en trenes alemanes». Un muchacho que yace en la paja, vestido con un raído uniforme de marina, se ríe con regocijo al oír tal gracia.
Sin embargo, la noticia de nuestra llegada ya ha corrido por todo el tren y niños y viejos esperan impacientemente allí fuera, de pie debajo de la lluvia, al tiempo que hacen caer sobre nosotros un diluvio de preguntas. Alguien ha oído decir que el tren será enviado a la línea de nuevo y que ni el mismo conductor de la locomotora sabe el nuevo destino. Otra persona suplica al doctor que tome medidas para que el tren sea enviado al campo, donde los pasajeros puedan ver si encuentran por sí mismos algo para vivir.
—¡Con los campesinos! —dice alguien con rabia e indignación. ¡Ya estamos hartos de nuestros campesinos!
Otra persona tiene una madre enferma acostada en la paja, tosiendo y muerta de hambre; pero de qué sirve visitarla cuando sólo se tienen palabras de consuelo en vez de medicina. Una familia joven y simpática me acerca un bebé por la abertura del vagón y me pide que lo tenga un momento en brazos. Es un pequeño de no más de un año, con piel azulada y unos ojos inflamados por la corriente de aire del vagón de carga; los padres están al mismo tiempo orgullosos y preocupados. El hombre está ansioso por hacerme saber que todos los viajeros de este tren saben quién es el responsable de todo esto, que en fin de cuentas el culpable es Hitler y nadie más, pero que las autoridades de Baviera, que es la zona alemana menos destruida, podrían haberse comportado con más consideración y por lo menos haber avisado a las autoridades de Essen de que iban a llegar trenes.
—Estos señores hacen y deshacen, pero siempre somos nosotros los que pagamos los platos rotos —nos lanza una mujer vieja desde el fondo de la oscuridad del vagón.
Generalmente hay buen humor a pesar de las dificultades. El hecho de saber que no se sufre solo ha ocasionado una alegría solidaria que a veces se expresa como humor negro. Las paredes de los vagones están llenas de frases escritas con tiza: «Heim ins Reich»[4], la vieja consigna del Anschluss, en un contexto irónico, o «Wir danken dem Herrn Högner für die freie Fahrt» —Gracias señor Högner (primer ministro socialdemócrata de Baviera) por este viaje gratuito— o el dibujo de una carreta de bueyes con el texto: «Ahora los campesinos de Baviera pueden llevar su propio estiércol». Y en todas partes el famoso letrero de que el vagón es permeable. El doctor lo golpea con rabia con la mano enguantada.
—Para transportar mercancías ya no sirve. Sólo para gente.
Y en un tono todavía más amargo:
—Imagínese, compatriotas que expulsan a compatriotas. Alemanes que expulsan a alemanes. Esto es lo más horrible de todo.
El hecho mismo de que sean los alemanes los responsables de la salida de este tren parece afligirlo más que la situación en que se encuentran. Este joven médico es un conservador antinazi que, en caso de necesidad, también puede ver al nazismo desde el punto de vista de la necesidad nacional. Cuando habla de la ocupación de Noruega, donde sirvió como médico castrense después de conseguir su título, evoca maravillosas excursiones en esquí a la luz de la luna en estaciones de invierno noruegas. Al oírle hablar así da la impresión de que los alemanes ocuparon Noruega para poder practicar deportes de invierno. Y, sin embargo, es difícil dejar de pensar que el doctor W. es, a su manera, una persona respetable.
En cualquier caso hoy es lo suficientemente educado y lo suficientemente honrado para no sólo aceptar la existencia de las autoridades aliadas, sino además colaborar lealmente con ellas, a fin de mejorar las condiciones de vida en Essen. Pero para él —al igual que para otros jóvenes de las clases acomodadas, que no han sido educados en el espíritu del nazismo sino en el de un nacionalismo idealista que implica, por detrás de los buenos modales, una falta de consideración en caso de victoria y una dignidad leal en caso de derrota— la experiencia de la falta de consideración de un grupo de alemanes hacia otros alemanes le provoca un terrible shock moral.
Es posible que Alemania se encuentre en estos momentos en una situación sin precedentes. Al respecto, el antagonismo entre las principales colectividades en el interior de la propia nación es tan agudo que, en cierta medida, priva a las fuerzas reaccionarias que existen en la conciencia colectiva de la base operativa desde la que puedan ejercer algún tipo de propaganda neonacionalista con posibilidades de eficacia. Los pasajeros de este tren odian a los campesinos bávaros y a los bávaros en general, y la relativamente próspera Baviera ve, por su parte, con un ligero desprecio al resto de la histérica Alemania. La población de las ciudades acusa a los campesinos de desviar los productos alimenticios hacia el mercado negro, y los campesinos afirman, a su vez, que la gente urbana viaja por el campo saqueándolos. Los refugiados del Este hablan con odio de los rusos y de los polacos, pero ellos mismos son vistos como intrusos y acaban viviendo en pie de guerra contra la población occidental. El ambiente cargado del oeste está lleno de sentimientos de odio, que todavía no están lo suficientemente pronunciados para explotar en algo más que aislados casos de violencia.
Muchos de los pasajeros de este tren se han apeado en esta ciudad y han encontrado sus antiguos pisos ocupados por desconocidos. Ahora están sentados en la paja y amargados, pero en el andén dos viejas discuten sobre si Hitler está vivo en realidad, según se rumorea en la Alemania del Oeste.
—¡Ese puerco indecente —dice la más vieja y andrajosa, haciendo un gesto con la mano sobre el cuello—, si lo agarráramos aquí!
Entretanto han llegado unos representantes de la Cruz Roja sueca, con leche en polvo para los niños de este tren menores de cuatro años. Recorremos el tren seguidos de un grupo silencioso que, a pesar de ser bastante mayores, no pierden la esperanza por un rato. Alguien abre la puerta de un vagón cerrado y un patriarca andrajoso, con barba canosa, sale de la oscuridad.
—No, aquí no hay niños —dice tartamudeando—, aquí sólo estamos mi esposa y yo. Pronto tendremos ochenta años. Vivimos aquí. Es nuestro destino. So ist unser Los.
Y cierra la puerta con dignidad. Pero en otro vagón una niña traumatizada está sentada en una silla de ruedas. El uniforme que percibe parece despertar en ella algún terrible recuerdo ya que de inmediato empieza a gritar, un grito desgarrado que repentinamente estalla como una bomba, y la chica empieza a gemir como un perro. Llueve a cántaros y los niños, descalzos, corren en silencio por el andén. El humo de los tubos de las estufas que sale a través de las puertas de los vagones esparce lentamente su manto sobre la estación abandonada. Toda la desesperación de la zona del Ruhr cuelga, como una nube gris de plomo y frío húmedo, sobre nuestras cabezas, y el que no está acostumbrado casi siente ganas de gritar. Alguien baja del vagón la silla de ruedas de la niña histérica y empieza a darle vueltas por el andén. Vueltas y vueltas, en la lluvia y en el barro.
4.Vuelta a casa. (N del T)
(Continuará...)
