OTOÑO ALEMÁN (II)

Stig Dagerman




RUINAS

Cuando se han agotado todas las formas de consuelo, es preciso encontrar otra, por absurda que sea. En las ciudades alemanas sucede a menudo que la gente le pide al forastero que confirme que su ciudad es la más incendiada, destruida y arrasada de toda Alemania. No se trata de encontrar consuelo en la aflicción; la propia aflicción se ha convertido en consuelo. Esas mismas personas sienten desaliento cuando se les dice que se han visto cosas peores en otros lugares. Y quizás uno no tiene derecho a decirlo; cada ciudad alemana es la peor cuando hay que vivir en ella.

Berlín tiene sus campanarios amputados y su serie sin fin de palacios gubernamentales en ruinas, cuyas decapitadas columnas prusianas descansan sus perfiles griegos en las aceras.

Delante de la estación de Hannover está el rey Ernesto Augusto sentado sobre el único caballo gordo de toda Alemania, y esa estatua es prácticamente lo único que se ha salvado sin un rasguño en una ciudad que en su día alojaba cuatrocientas cincuenta mil personas. Essen es una pesadilla de desnudas y frías construcciones de hierro y de muros de fábricas derrumbados.

En Colonia, los tres puentes sobre el Rin están debajo del agua desde hace dos años, la catedral se yergue triste, melancólica, oscura y solitaria en medio de un montón de ruinas y con una herida roja de ladrillos en un costado, que parece sangrar cuando oscurece. Las oscuras y amenazantes pequeñas torres medievales de Nuremberg se han derrumbado en el foso, y en las pequeñas ciudades de Renania pueden verse, cual costillas, las vigas de madera de las casas destruidas por las bombas. Y, sin embargo, hay una ciudad que cobra por mostrar una ruina: la intacta Heidelberg, cuyas pintorescas ruinas del viejo castillo parecen una parodia diabólica en este tiempo de ruinas.

Fuera de esto, en todas partes está lo peor… quizá. Pero si uno se empeña en batir marcas, si uno quiere convertirse en experto en ruinas, si uno quiere ver no una ciudad de ruinas sino un paisaje de ruinas, más desalado que un desierto, más salvaje que una montaña y tan fantasmagórico como una pesadilla, quizá sólo hay una ciudad que esté a la altura: Hamburgo.

Hay una zona de Hamburgo que en su día fue un barrio de calles anchas y rectas, con plazas y jardines, casas de cinco pisos rodeadas de césped, garajes, restaurantes, iglesias y lavabos públicos. Comienza en una estación de tren de cercanías y acaba más allá de la siguiente.

Desde este tren, durante un cuarto de hora, se contempla una vista ininterrumpida de algo que parece ser un enorme depósito de paredes rotas, paredes solitarias con ventanas vacías que parecen ojos que miran al tren, restos indefinibles de casas con amplias marcas de hollín, ora altas y osadamente ornamentadas como los monumentos conmemorativos de cualquier victoria, ora pequeñas como monumentos funerarios de mediano tamaño.

Vigas oxidadas emergen de los escombros como mástiles de buques que naufragaron hace mucho tiempo. Columnas de un metro de diámetro que un destino artístico ha tallado en grupos de casas derruidas emergen por encima de montones blancos de bañeras aplastadas o de montones grises de piedras, de ladrillos pulverizados o de radiadores quemados. Fachadas bien cuidadas sin nada detrás se yerguen como decorados de teatros nunca acabados.

Todas las formas geométricas se hallan representadas en esta variante de Guernica y de Coventry ya con tres años: cuadrados regulares de paredes de escuelas, triángulos grandes y pequeños, rombos y óvalos de los muros exteriores de las casas baratas que en la primavera de 1943 todavía se erguían entre las estaciones de Hasselbrook y Landwehr.


A una velocidad normal, el tren atraviesa esa inmensa desolación en aproximadamente un cuarto de hora, y durante ese tiempo mi silenciosa guía y yo no vemos ni una sola persona en esta zona que un día fue una de las más pobladas de Hamburgo. El tren está lleno como todos los trenes alemanes, pero aparte de nosotros dos no hay ni una sola persona que mire por la ventana para ver lo que posiblemente sea el campo de ruinas más horrible de Europa, y cuando miro a la gente me encuentro con miradas que dicen: «Alguien que no es de aquí».

El forastero se descubre inmediatamente a sí mismo por su interés por las ruinas. Inmunizarse lleva tiempo, pero se consigue. Mi guía hace tiempo que está inmunizada, pero tiene una razón muy personal para interesarse por este paisaje lunar entre Hasselbrook y Landwehr: vivió en este lugar durante seis años y no lo ha vuelto a ver desde la noche de abril de 1943, cuando la tormenta de bombas se abatió sobre Hamburgo.

Bajamos del tren en Landwehr. Creí que seríamos los únicos en bajar, pero no es así. Hay otros, además de los turistas, con una razón para venir aquí: hay gente que vive aquí, aunque no se vea desde el tren. Apenas se ve desde la calle. Andamos un rato por las ex aceras de las ex calles y buscamos una ex casa que nunca encontramos. Esquivamos los restos retorcidos de algo que, cuando miramos con atención, resultan ser automóviles quemados que yacen de espaldas en los escombros. Miramos a través de los grandes agujeros de casas ruinosas donde las vigas que penden de un piso a otro se retuercen como serpentinas. Tropezamos con tuberías de agua que salen de las ruinas como reptiles de metal. Nos paramos frente a casas donde las paredes exteriores han sido arrancadas como en esas obras de teatro popular donde el espectador ve cómo se desarrolla la vida en varios planos al mismo tiempo.

Pero aquí se busca en vano el recuerdo de lo que fue la vida humana. Sólo los radiadores se aferran a las paredes cual animales espantados; por lo demás, todo lo que es combustible ha desaparecido. Hoy no sopla viento, pero cuando lo hace, los radiadores empujados por el viento golpean contra las paredes y todo este ex barrio, en el que pesa un silencio de muerte, se llena de un peculiar martilleo. A veces ocurre que un radiador se desprende repentinamente y cae y mata a alguien que allí se encontraba buscando carbón en las entrañas de las ruinas.


Buscar carbón…, ésta es una de las razones por las cuales la gente baja del tren en Landwehr. Lleno el espíritu de nostalgia por la pérdida de Silesia, con la perspectiva de perder la región del Sarre y con el pensamiento en un Ruhr cuyo futuro no está ni mucho menos decidido, los alemanes, sarcásticos, dicen que sus ruinas son las únicas minas de carbón de Alemania.

Pero la mujer en cuya compañía busco una casa que no existe no es tan sarcástica. Es una alemana de sangre medio judía que, gracias a hacerse lo más invisible posible, consiguió escapar del terror y de la guerra. Estuvo en España hasta que Franco se lo hizo imposible y después de la victoria de éste volvió a Alemania. Vivió en la proximidad de Landwehr hasta que la casa fue destruida por bombas inglesas. Es una mujer vigorosa y amarga que perdió todo cuanto tenía durante el bombardeo de Hamburgo; pero la fe y la esperanza las perdió durante el bombardeo de Guernica.

Vagamos por este abandonado cementerio sin fin en el cual es imposible orientarse ya que no hay nada que distinga una manzana de otra. En lo que todavía queda de una pared, hay un letrero con un nombre de calle que parece burlarse de nosotros; de otra casa sólo queda el portal coronado con un número sin sentido. Los letreros de las viejas verdulerías o de las carnicerías, que han sido enterrados bajo los escombros, asoman de la tierra como epitafios, pero de repente chispea una luz en el sótano de la casa de al lado.

Hemos llegado a una parte en la que por suerte los sótanos se han salvado. Las casas se derrumbaron pero los techos de los sótanos han aguantado y eso significa un techo para cientos de familias sin casa. Miramos a través de los respiraderos de esas pequeñas piezas con desnudos muros de cemento, dotadas de una estufa, una cama, una mesa y, en el mejor de los casos, una silla. Unos niños están sentados en el suelo y juegan con una piedra; sobre la estufa hay una olla. Por encima, entre las ruinas, colgada de una cuerda atada entre una retorcida tubería de agua y una viga de hierro caída, ondea ropa blanca de niño lavada. El humo de las estufas se abre camino a través de las grietas de las paredes que se derrumban. Cochecitos de bebé aguardan delante de los respiraderos.

Un dentista y algunas tiendas de comestibles también se han instalado en el fondo de una ruina. Dondequiera que haya un poco de tierra se cultiva col lombarda.

—En cualquier caso, los alemanes son gente mañosa —dice mi guía, y luego se calla.

En cualquier caso. Suena como si lo lamentara.

Más abajo, en la calle, hay un camión inglés con el motor en marcha. Algunos soldados ingleses han bajado y hablan, arrodillados, con algunos niños.

—Los ingleses, en cualquier caso, son buenos con los niños — dice entonces.

Suena como si también lo lamentase.

Pero cuando le digo que siento mucho la pérdida de su casa, es una de las pocas personas que dicen:

—Esto empezó en Coventry.

La respuesta suena casi demasiado típica para que parezca sincera, pero en su caso lo es. Sabe todo lo que ha pasado durante la guerra y, sin embargo, o quizá por eso mismo, su caso es tan trágico.

Existe en Alemania un número considerable de antinazis sinceros más decepcionados, más apátridas y más derrotados que cualquiera de los simpatizantes nazis. Decepcionados porque la liberación no fue tan radical como esperaban, apátridas porque no quieren solidarizarse ni con el descontento alemán —en cuyos ingredientes creen ver demasiado nazismo encubierto— ni con la política aliada —cuya indulgencia con los antiguos nazis ven con consternación— y finalmente derrotados porque, por un lado, se preguntan si ellos como alemanes pueden tener alguna participación en la victoria final de los aliados, y por otro lado porque no están tan convencidos de que como antinazis no tengan una parte de responsabilidad en la derrota alemana. Se han condenado a sí mismos a una pasividad total ya que la actividad significa cooperar con elementos dudosos a los que aprendieron a odiar durante doce años de opresión.

Estas personas son las ruinas más bellas de Alemania, pero por el momento igual de inhabitables que todas estas casas demolidas entre Hasselbrook y Landwehr, que exhalan un olor áspero y amargo de incendios apagados, en el húmedo anochecer de este otoño.

(Continuará...)

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