El Corsario de Hierro

Solo en su despacho, el señor ministro no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Él simplemente se había limitado a cumplir las ordenes recibidas. No entendía por qué tenía que ser él (¡otra vez él!) quien pagara el pato. Ya empezaba a estar harto. Cualquier día, el día menos pensado, lo mandaría todo al carajo y adiós muy buenas. Con lo mucho que él quería a su presidente… y lo poco que su presidente le quería a él. Sólo pedía un poco de reciprocidad. Sólo eso, un poco de reciprocidad. Y, como no la encontraba, estaba dispuesto a bajarse del tren en marcha y dejar que se las arreglara el presidente con la única ayuda de sus vices y los demás palmeros. Él sí tenía unos estudios, una carrera profesional, un prestigio, y seguro que no le faltarían oportunidades de trabajo. ¿Pero los demás? ¿De qué vivirían los demás si tuvieran la desgracia de quedarse a la intemperie, alejados del calorcito del Consejo de Ministros? La mayoría poseían unas formaciones exiguas, si no nulas, y sus inteligencias apenas les daban para pasar el día.
A estas cavilaciones, y a otras más pesimistas todavía, se hallaba entregado el señor ministro, cuando recibió una llamada telefónica.
—¿Sí? ¿Quién es?
—El lobo feroz, no te fastidia. ¿Quién quieres que sea? Soy tu presidente.
—Ah, ya… Dígame usted.
—¿Cuántas veces te tengo que decir que no me hables de usted?
—Ya sabe la mucha estima en que le tengo…
—Bueno a lo que iba, lo de las balas…
—No tiene usted que decir nada. Mi trabajo consiste en parar cualquier golpe que vaya dirigido contra usted. Así que cualquier disculpa está de más.
—Ni se me había pasado por la mente disculparme. ¿Por qué habría de hacerlo?
—Hombre, no sé, fue usted el que, haciendo caso omiso de nuestro compromiso, me dio luz verde para que compráramos las balas a los judíos, y ahora me echa a mí la culpa de todo y rescinde el contrato…
—Eso es cierto, pero como tú has dicho, Marlaskita, ése es precisamente tu cometido, poner la cara para que no me la partan a mi.
—Ya, pero no es sólo la cara. Estoy ya muy quemado con estas cosas. Tenga en cuenta que ya me ha reprobado dos veces el Congreso y una vez el Senado. Más que quemado, estoy achicharrado.
—Has elegido el adjetivo exacto. Estás achicharrado. Así que tu prestigio y tu dignidad, si me permites decirlo, están por los suelos. No puedes caer más bajo. Y, por tanto, no debería importarte nada sufrir una humillación más. ¿Qué más te da?
—Entonces, si no me llama para disculparse, ¿qué es lo que quería decirme, si es tan amable?
—Nada especial, una cuestión casi irrelevante. Quería saber si estamos obligados a pagar la totalidad de la factura de las balas. El contrato, por cierto, lo he tenido que rechazar por culpa de los comunistas, no por mi gusto, ni mucho menos con intención de hacerte la puñeta, así que no te enfades.
—No, si no me enfado, lo que pasa es que…
—Cuéntame lo de la indemnización, anda…
—La verdad es que me asombra que se creyera usted también lo de que la Abogacía del Estado había emitido un informe advirtiéndonos de que tendríamos que pagar toda la factura, los seis millones íntegros, si cometíamos la osadía de rescindir el contrato. Aquello fue una estrategia para conseguir que la oposición y los periodistas nos dejaran en paz. Pensé que se lo habría imaginado.
—No lo imaginé, pero hiciste muy bien. ¿O sea que no tenemos que pagar multa alguna?
—No sé, algo habrá que pagar, digo yo, pero procuraremos que sea lo menos posible. Me dice el equipo de juristas que quizá podamos dejar la indemnización en un 6%. O sea que serían unos 360 mil boniatos.
—Eso estaría muy bien. Ese dinero no nos supone nada. El chocolate del loro, como se dice. Con eso no tiene Ábalos ni para una orgía en el Parador de Teruel.
—Hombre, no sé…
—Estoy exagerando, claro. No te lo tomes todo tan en serio.
—Lleva usted razón.
—Antes de terminar, ¿hay alguna cosa más que deba saber del asunto de las balas?
—Bueno, existe una cuestión técnica que no se si haría falta que…
—Diga, diga.
—Pues resulta que las pistolas de la Guardia Civil las fabrica la misma empresa que las balas. Y dichas pistolas sólo aceptan dichas balas. O sea que se encasquillan con cualesquiera otras. En resumen, que probablemente las pistolas queden inutilizadas y haya que desprenderse de ellas.
—Bueno, ¿sabes qué te digo? Que las pistolas y las balas no sirven nada más que para matar y nosotros somos un gobierno pacifista, así que no queremos ni unas ni otras. ¿Alguna cosa más?
—Nada más señor presidente.
—Pues adiós, Marlaskita.
—Adiós, señor presidente.
