El viaje de mamá

Hugo Dodero

Maĭkata na khudozhnika (1925)-Dobri Dobrev





Hoy hay almuerzo familiar en la casa de mi hermana.

No quiero ir.

Digo la casa de mi hermana y podría decir la casa de mi madre, ambas viven en propiedades contiguas que se comunican por los fondos.

Voy porque es obligatorio votar y, como me toca hacerlo en una escuela cercana a la casa de mi madre, no puedo eludir el pasar a saludarla. Si bien vivo a no más de setenta kilómetros de la casa de mi madre, no más de una hora en auto, la distancia es infinitamente mayor.

No hay ningún mal recuerdo o hecho puntual que me aleje de la casa donde transcurrió mi infancia, pero la realidad es que prefiero estar un domingo tirado en un sillón pasando canales en la TV, antes que ir a la casa de mi madre. No es que lo prefiera: ni siquiera me lo planteo como opción, salvo cuando al anochecer la culpa me señala con su dedo acusador que repite “deberías haber ido a…”.

Llevo a mis hijos a votar a sus respectivos lugares de votación. Finjo paciencia, esperándolos a que sufraguen. Luego voy a la escuela que me fue asignada, demorando al máximo el momento del reencuentro.

Finalmente, luego de una innecesaria carga de combustible, me resigno a ir.

Era mediodía y mi hermana corre para entregar los pedidos de comida que vende a los vecinos, mientras las novias de mis sobrinos ponen la mesa. Yo converso con el menor de ellos, cuando veo a mi mamá entrar por la puerta del fondo con paso inseguro.

Me acerco a saludarla y su rostro se ilumina. “Acá andamos…como puedo”, seguida de un “¡De diez! …de diez no pego una…” me responde, mientras se ríe irónicamente.

Tiene esa mezcla de alegría y de dolor que no sabe cómo resolver. Está contenta y a la vez quiere mostrarme lo mal que está, esperando que yo regrese a la casa. Ese es su sueño. Y yo tengo ganas de irme. No siento que sea mi hogar, va a ser mi casa, pero no mi hogar.

Comemos y charlamos. Mi mamá permanece callada. Se sirve comida con la avidez de quien enfrenta la última cena. Dice “yo ya no tengo hambre… a esta edad…nada me llama la atención, ya comí de todo” mientras sigue con la mirada un plato con empanadas que pasa delante de sus ojos.

En cualquier lado menos acá, es lo que pienso.

Con sus ochenta y ocho años, mi madre no llega a entender lo que hablamos. Nombramos gente que ella no recuerda y cuando llega a recordar ya cambiamos de tema. Es casi como que no estuviera, hasta que en algún momento la conversación pasa al menos cerca de alguno de los temas que la obsesionan.

Ella tiene miedo. Mucho miedo. Sobre todo, por las noches. No se va a dormir si mi hermana no se acuesta con ella.

En algún momento de la conversación, uno de mis sobrinos dice:

—Ayer lo vi a Facundo con una bicicleta nueva…hermosa…seguro que es robada.

Mi mamá aprovecha para contar que hace poco una persona se descolgó de la pared lindera y ella lo vio bajar. Entonces fue a buscar su escopeta de caza, se asomó al fondo y le dijo al intruso que se fuera o lo “cagaba a tiros” y el hombre se asustó y se fue. La historia es vieja, pero la trae inexorablemente con cambios. Cada vez tiene más condimentos, contrariamente a los recuerdos reales que se van desdibujando, estos recuerdos fabricados van creciendo en detalles. El único evento real fue el de ver un día a un vecino asomándose por la pared medianera, porque se le había caído en mi casa una sábana que estaba secando al sol.

—¿Tenés una escopeta de caza? —pregunto, conociendo su inexistencia.
—¡Sí! ¡Y tengo permiso! Yo fui a la policía y les dije lo que había pasado y ellos me dijeron que estaba bien, que yo tenía que defender mi casa y que ellos ya saben quién es, pero no pueden hacer nada porque lo apresan y la justicia lo libera a la media hora y los ladrones se les ríen en la cara. “Ojalá hubiera más gente como usted” me dijeron. Y la otra vez estaba en el programa de Mirtha Legrand ese actor que era jovencito… que trabajaba con esa mujer tan linda… rubia con unos pechos así… bueno, a él también le robaron cuando había ido al cine con la esposa… por eso yo le dije a tu padre que comprara un arma…y él me dio el gusto… ese sí que era un buen tipo tu padre… metido… como la mugre. No sé cómo hacía, pero entraba en todos lados. Un día me lleva al cine… nosotros íbamos seguido al cine, y después a comer una pizza en “Las Cuartetas”, y no sé cómo consiguió entradas para ver una película, antes de que la pasen…
—¿Una avant première?
—¡Eso! En el cine sólo estábamos Mirtha Legrand con el marido… lindo hombre era, alto corpulento…unos ojos… tu padre y yo.
—¿Qué fueron a ver?
—No me acuerdo… pero estaba ella con sus joyas, los collares y las pulseras.

Hace tiempo que desistimos de querer mostrarle la realidad. Ahora habla de mi padre con las mismas palabras con las que hablaba del suyo, al que ama.

La historia forma parte de ese puñado de recuerdos a los que se ha reducido su vida y que se repiten en cada charla. La conversación continúa por otros carriles. Mi hermana menciona a unos de sus clientes que dejó de comprarle comida porque exigía siempre un descuento o que le dieran porciones más abundantes, gratis.

—¿Quién es ese? —pregunta mi mamá
—Guillermo Sandez, el hijo de Carlitos…

Mi mamá se quedó callada, haciendo un esfuerzo por recordar

—El arquitecto que siguió con la empresa que era de papá…
—¡Ah! ¡Si! ¡Qué cara de loco tiene ese chico! ¿y qué hacen ahora?
—Instalaciones para criaderos de pollos… tienen todo automático, El sistema raciona la comida, el agua y, según la temperatura, abre o cierra las persianas, prende los ventiladores o la calefacción…

Mi madre sonríe.

—¿Te acordás cuando le dije a tu padre que quería criar pollitos? Un día se aparece y me dice ¿me ayudas con esto? ¿Qué trajiste, Tito? Le dije … ¿podés creer? ¡Cien pollitos había comprado! ¡Siempre tan exagerado tu padre!… todo lo hacía a lo bestia…y después los llevamos al gallinero del fondo y les puso calefacción…

—No, mamá, si en casa sólo teníamos una estufa a querosén… —le digo.

Esta anécdota era vieja, pero el agregado de la calefacción a los pollitos era algo nuevo. Mi hermana lloraba de la risa. Todos le seguíamos la conversación y no estoy seguro de si es por piedad o si me estaba comportando como un escolar que se burla de un niño tonto.

Mamá la mira a mi hermana sin entender qué es lo que le causa gracia y, con mano temblorosa, agarra otra empanada.

Ellas conviven y a mi hermana la situación la desborda. En ella la risa es una liberación de tensión. Todos los días escucha historias fantásticas que crecen en irrealidad y se fijan en el cerebro de mi madre reemplazando a los recuerdos reales. “No se acuerda de nada esta chica” le dice mi mamá a su cuidadora, cuando mi hermana la contradice en algún relato fantástico. En cambio, yo la veo lo menos que me es posible, y me resulta evidente el deterioro entre visitas.

Y eso que todos me dicen que cuando estoy yo, ella es otra persona.

La risa en medio de la tragedia de un cerebro que no logra recordar… o que no quiere recordar la realidad de una vida esperando de mi padre, tan vanamente como ahora espera de mí, un gesto de cariño.

Mamá se está yendo, y no lo quiero ver.

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