TE ARRASTRARÉ POR EL POLVO

Giorgio Scerbanenco






No parecía una muchacha real. Era como las que se ven dibujadas en las portadas de las novelas policíacas, medio desnudas junto a un gran revólver, Las rubias disparan primero, Muñeca calibre 9 o títulos parecidos. Era rubia, como esas rubias imaginarias, con el vestido entallado que, cuando el juez le dijo que se sentase, nadie comprendió por qué no se le abría como una vela rasgada de golpe por el viento. Los tacones eran tan altos y delgados que, aun estando sentada y tras haber jurado que diría la verdad, parecía dispuesta a volar, más que a huir. Y, entre el rojo demoníaco de los labios, el negro mortal de los ojos, el anacarado inverosímil de las uñas y el enorme bolso amarillo que brillaba sobre el vestido blanco, cualquier detalle invitaba a los presentes a pensar las mismas cosas que, en efecto, pensaban y habían pensado todos, desde el juez hasta el escaso público o el fotógrafo que de vez en cuando atravesaba la sala con la vana esperanza de que compareciese el acusado.

—¿Cómo se llama usted?
—Marlene Marizzi.
—Su nombre exacto, por favor. Aquí aparece escrito Magdalena.
—Magdalena Marizzi.

La muchacha se volvió para sonreír a uno del público que se había reído. La remilgada voz de contralto de ésta, que casi parecía la de un robusto joven que pretendiese imitar la voz de una mujer, despertaba los mismos pensamientos en la mente de todos. Pero, por encima de cualquier otra cosa, sus ojos daban la sensación de que ella nunca había dicho la verdad, que nunca la diría, probablemente no por maldad, sino porque nadie le había enseñado a decirla y ella ignoraba su existencia.

—¿Su profesión?
—Cajera.

Todos callaron, si bien aquel silencio fue tan sonoro como una carcajada. Resultaba demasiado divertido que trabajase de cajera, y quién sabe qué tipo de tienda, local o industria sería aquel que estuviese de acuerdo en tener una cajera semejante.

—¿Dónde trabaja como cajera?
—En un café.
—¿Dónde está ese café?

Ella dio la dirección exacta. Incluso las personas de entre el público que conocían Milán no pudieron orientarse al primer momento, y el juez exigió a la muchacha que explicase dónde se hallaba con exactitud la misteriosa calle que ella indicara.

—Colorado Bar, está cerca de Pero, donde se encuentran las refinerías.

El juez le preguntó:

—¿Conoce al señor Gianfederico Marsiliani?

La «rubia disparó la primera» bajó la cabeza.

—Sí —pronunció apenas.
—¿Cuándo lo conoció?
—Hará unos dos años.

Ella irguió la cabeza. Parecía como si estuviese cohibida. Todos pensaron que estaba representando una escena, y la miraban de igual modo que si asistiesen a una secuencia del filme, una película de rubias y bandidos con metralletas.

—¿Cómo se conocieron?
—Iba al café.

El juez fijó su mirada en la muchacha.

—¿El señor Marsiliani iba al café, al Colorado Bar?
—Sí —respondió la muchacha.

Se volvió de nuevo para sonreír al público, con timidez, en su papel de rubia tímida mentirosa como una ladrona.

—Pero ¿por qué el señor Marsiliani que tiene… —estuvo a punto de decir: «que tiene un palacio en el centro», pero se corrigió, para ser imparcial— que vive en el centro, iba hasta Pero, a su café?
—Al principio fue por la máquina del millón. Entonces yo estaba de vacaciones.
—Un momento; no he comprendido bien.
—Las primeras veces que fue al Colorado yo estaba de vacaciones —dijo ella con aire obediente—, pero él iba porque había una máquina…
—¿Quiere decir esos billares eléctricos que han sido prohibidos?
—Sí, ya estaban prohibidos, o los estaban prohibiendo —añadió ella—. Ya no quedaba ninguna de esas máquinas en ningún café, pero nosotros la teníamos aún. El comisario nos había dicho que podíamos tenerla durante algunos días, y Fedè…
—¿Cómo ha dicho?
—Fedè. Quiero decir el señor Marsiliani. —La rubia inclinó la cabeza—. Él, una noche, se detuvo allí con su coche. Descubrió que teníamos una máquina y se puso a jugar. Iba cada dos o tres días, así que, cuando volví de mis vacaciones, me lo encontré allí.
—¿Y el señor Marsiliani iba hasta allí… hasta Pero, sólo para jugar a la máquina?
—Al principio, sí; después empezó a charlar conmigo y de vez en cuando me llevaba en su coche.
—¿A dónde?

La joven no respondió en seguida. Apretó el gran bolso amarillo contra su regazo, y miró al juez mientras representaba el papel de la niña a la que obligan a decir una palabra fea. Después, respondió:

—En coche.

Se miró las uñas y repitió:

—En coche.
—Está bien —dijo el juez—. Estos encuentros, ¿se han repetido muchas veces?
—Hasta ayer —respondió ella, casi sin darse cuenta de lo que significaban sus palabras.
—¿Hasta ayer? ¿Quiere decir que ayer mismo vio al señor Marsiliani? — dijo el juez.

El fiscal se levantó.

—El acusado Gianfederico Marsiliani ha enviado un certificado médico con el fin de no comparecer a juicio. Ahora desearía saber cómo es posible que un enfermo que no puede presentarse ante el tribunal, pueda ir en coche hasta Pero con el único objeto de jugar al millón, y, digámoslo también, entretener a la testigo. Si el hecho resulta cierto, el acusado ha de ser incriminado de inmediato y deberá ordenarse su detención.

El abogado de más edad de los tres que formaban la defensa se puso de pie:

—Pido la incriminación de la testigo por falso testimonio. Es absurdo seguir escuchando a esta clase de muchachas.

El juez se dirigió a la joven.

—Le recuerdo que se encuentra bajo juramento.
—Lo sé. Por eso digo la verdad.

Y esta vez fue ella la primera en reírse.

—¿Insiste en decir que ayer, repito: ayer, ha visto al señor Marsiliani?
—Sí.
—¿Dónde?
—Como de costumbre, en el coche.
—¿A qué hora?
—Fue dos veces. Primero por la mañana, pero yo no estaba porque hacía el otro turno. Después volvió hacia las diez de la noche, cuando estaba a punto de irme, y me llevó en su coche…

Titubeó con el aire de un cachorro que se acerca a un cabo de vela encendido y no sabe si puede morderlo.

—¿Y eso es todo? —insistió el juez.
—Bueno… estuvimos hablando, pero no sé si debo decirlo, lo siento…

El cachorro acababa de tocar con la pata el cabo de vela.

—Tiene que decir toda la verdad. ¿Qué habló usted, ayer por la noche, con Gianfederico Marsiliani?
—Yo… no quisiera decirlo.
—Debe decirlo.

El fotógrafo había comprendido que el escándalo se estaba convirtiendo en una especie de enfermedad que se agrava inesperadamente, cada vez más, y se dedicó a fotografiar a la «muñeca calibre 9» desde todos los ángulos. De perfil, le recordaba un verdadero tratado sobre las sinusoides. Así aparecería más tarde en los periódicos y revistas, y la gente la contemplaría de este modo. ¡Ah! Ésta era la amiguita del marqués Marsiliani, la ninfa de Pero, la atómica del Colorado Bar. Se podían inventar verdaderas avalanchas de titulares.

—Está bien. Me dijo —y volvió a bajar la cabeza, como una representación estatuaria del falso pudor, de la falsa modestia— que sabía que yo debía atestiguar en contra suya, y él quería que no dijese las cosas tal como eran. Me indicó que yo dijese que él pasaba de vez en cuando por el bar cuando volvía a Milán de alguna excursión, y que apenas habíamos cruzado algunas palabras. Me dio además cien mil liras… y entonces yo le dije que de acuerdo.
—Es falso —gritó uno de los tres abogados de la defensa.
—¿Puede probar cuanto acaba de decir? —preguntó el juez.
—¿El dinero? —dijo la muchacha. Abrió el enorme bolso amarillo—. Me dio un cheque.

Lo mostró con la mano en alto y el fotógrafo le hizo una toma en esta postura. Era toda una cubierta para un libro de sexo y violencia, la rubia con el cheque en la mano, precisamente el cheque de Gianfederico Marsiliani, con su firma. Ni él ni nadie en el mundo hubiera podido suponer nunca que una cualquiera mal disimulada de los suburbios pudiese renunciar a un billete de cien mil —porque se lo secuestraron—, tal como lo hizo con ese ademán de enarbolar la hojita de papel que decidía la muerte moral del joven aristócrata más atractivo del norte de Italia, el arquitecto, tenista y esquiador, marqués Gianfederico Marsiliani.

Pero ella sólo había sido la primera testigo presentada por el fiscal. Le siguieron otras, y, si cabe, fue mucho peor. Las otras lo vieron, en el banquillo de los acusados, pues había sido arrestado, sin gozar ya de libertad provisional, acusado de intento de corrupción de los testigos y de otros delitos que la defensa no lograba minimizar. En cambio, la rubia no lo había visto allí, en el banquillo. Atestiguó también contra él una mujer vestida de gris, que parecía que llevase un delantal, en lugar de un vestido, y que tenía el rostro gris como su indumentaria. Grises eran también los cabellos, e incluso la voz parecía gris.

Dijo su nombre: Herminia Lavini. Profesión: cocinera. Edad: cincuenta y dos años. Había servido hacía tres años en el palacio de los Marsiliani. Tenía una hija con casi veinticinco años, soltera. Cuando servía en casa de los Marsiliani, hacía que su hija fuese cada domingo para, de esta forma, poder estar juntas un poco. El señor marqués —así lo llamaba la testigo— la conoció de este modo. Ella nunca sospechó nada. Pero, al cabo de algunos meses, la hija le fue llorando y le dijo que el señor marqués no quería casarse con ella. La había echado e incluso le dio un puntapié. Entonces ella, la cocinera, fue a casa de la madre del señor marqués, pero la marquesa la despidió y le dijo que no quería a su alrededor a muchachas demasiado astutas como su hija. Ella, Herminia Lavini, habría deseado protestar, pero enfermó del disgusto. Así pasaron los meses y después, dijo, ya no se podía hacer nada contra esa gente, y señalaba al acusado.

—¿Cree usted posible que Gianfederico Marsiliani prometiera a su hija casarse con ella? —preguntó el juez—. ¿No podría ser una fantasía de su hija?

El pálido tono gris de la mujer, de su voz y de sus extraños gestos, se animó un poco.

—Mi hija no tiene fantasía, éste es su defecto. Ella no se habría ido con él, si no le hubiese prometido que se casaría, y apenas se lo prometió, ella le creyó, porque es una estúpida, como yo.

No era una estúpida. Si acaso, una niña, a pesar de que ya tenía veinticinco años. Así era la hija de la cocinera Herminia Lavini, tal como demostró en el momento de atestiguar.

Se sentía mal a causa de la vergüenza. Siempre estaba a punto de llorar, y casi con lágrimas en los ojos dijo que el señor marqués, de verdad, le había prometido casarse. Y se puso a llorar cuando el abogado defensor gritó que era falso, que sólo se trataba de la exaltación de la hija de una pobre criada que se imaginó que podría hacer una gran boda. El juez interrumpió al abogado de la defensa, pero tuvo que dejar que se fuera la testigo que lloraba de forma convulsa cuando miraba hacia el sitio donde estaba el marqués Gianfederico Marsiliani. A continuación, declaró como testigo la encargada del guardarropa de un local nocturno que se hallaba casi en las afueras, pero al que sólo podían ir personas con mucho dinero debido a los precios absurdos. Habló con balbuceos, confusa. No comprendía casi ninguna de las preguntas que le formulaban. Fue un interrogatorio largo y laborioso. La muchacha ni siquiera era hermosa, pero dijo que en el local llevaba un bikini, con una chaquetilla negra de strass, y es posible que por esto Gianfederico Marsiliani se interesara por ella, tal como relató la testigo, casi con un tartamudeo.

—Y también le dijo que se casaría con usted, ¿no? —gritó uno de los abogados de la defensa.

A nadie se le ocurrió reír. El golpe era demasiado cruel, contra esa pobre criatura vestida de marrón, casada con un marido que agonizaba en un sanatorio cerca de Como, y que trabajaba en un local donde sólo vestía un bikini. Pero el abogado carecía de sensibilidad y añadió:

—¿O le ha hecho regalitos, a lo mejor al contado?

El juez amonestó al abogado. De todos modos, antes de conseguir que volviese a hablar la triste figura que se retorcía en la silla, ya con la cara pálida, ya sudorosa y enrojecida, se necesitó mucha paciencia. No, el señor marqués —también esta mujer lo nombraba de ese modo— nunca le dijo que se casaría con ella, ni jamás le regaló nada.

—Lo juro —dijo—. Juro que nunca me ha dado nada.
—No jure. Ya ha jurado antes —dijo el juez.
—Sólo prometió que me daría trabajo en su casa, como encargada del guardarropa. —Empezó a balbucear más que antes, y siguió—: Es más, una noche le di veinte mil liras…

El abogado de más edad de la defensa soltó una risotada.

—Ahora, por último, sabemos quién subvenciona al marqués Marsiliani.

El juez lo amonestó de nuevo. Después, con paciencia, logró extraer de la testigo los detalles de la historia, como si se tratase de un ginecólogo que actuara con el fórceps. Una noche, el marqués había ido al local en su busca, para dar un paseo juntos. Estaban en el coche a las tres de la madrugada y él se dio cuenta de que no tenía dinero suelto para la gasolina. Quería pasear con ella durante toda la noche —le había dicho—. Con aquella luna, era tan hermoso. ¿No tendría ella algo de dinero para la gasolina? Y la mujer sacó de un mal bolso sus únicas y últimas veinte mil liras. Luego, el señor marqués, es verdad, se había olvidado de devolvérselas, pero también era cierto que ella no se las pidió nunca.

—¿Recuerda este hecho? —preguntó el juez a Gianfederico Marsiliani.

En lugar de responder éste, lo hizo el abogado de más edad:

—Incluso sin un céntimo, los Marsiliani pueden conseguir gasolina en cualquier poste.

Y era verdad. Los principales magnates del petróleo del país eran amigos de los Marsiliani, y lo que decía la testigo parecía una mentira de lo más risible. Era como acusar a Ford del robo de un automóvil. Pero el juez era curioso y preguntó a la pobrecilla que empezaba a sentirse mal cómo había acabado la noche de las veinte mil liras.

—Cuando le di el dinero, fuimos en busca de un poste de gasolina, pero estaban cerrados. Entonces… —señaló hacia Gianfederico Marsiliani sentado entre los carabineros—, entonces dijo que no se encontraba bien, que estaba cansado, y me acompañó a casa.
—¿No la llevó de paseo toda la noche?
—No.
—¿Y no le devolvió el dinero, visto que ya no había necesidad de gasolina?
—No —y la mujer, compasiva, amable, posiblemente aún enamorada, como lo había estado en aquel tiempo en que se había ilusionado hasta el punto de abandonarse a él, sin pedirle la compensación que exigía a los otros como él, añadió—: Porque se le había olvidado.

Ya. Olvidado. En cambio, era admisible que él estafase veinte mil liras a la encargada de un guardarropa. De todas formas, ahí estaba el hecho.

Después apareció una testigo menos mísera, una profesora de matemáticas, pequeña, joven y viva, con unas gafas que aumentaban el tamaño de sus grandes ojos, en lugar de empequeñecerlos. Había dado clases a un muchacho, hijo de unos amigos del marqués Marsiliani, y una vez que él fue a casa de sus amigos la conoció allí, y la acompañó a su casa en una ocasión.

—Pero no quería acompañarme a casa —dijo la profesora con decisión—. Me llevó a las afueras de la ciudad y trató de violentarme.

Lo dijo sin ninguna vacilación, exactamente con la misma precisión que cuando explicaba álgebra.

—¡Ah, ah!

El juez amenazó con suspender la sesión si los abogados de la defensa persistían en su actitud de molestar a los testigos con sus interrupciones. Se dirigió a la profesora.

—Continúe.

La profesora dijo que el marqués Marsiliani incluso le había pegado, pero que fracasó en su intento. Entonces —blasfemando, puntualizó la profesora— la acompañó hasta su casa.

Acto seguido, compareció la dueña de un hotelito situado cerca de Stresa, adonde el marqués Marsiliani había ido un día con un grupo de amigos y unas muchachas, hacía ya tres años. Estuvieron allí cuatro días y le dieron un cheque, aunque la dueña del hotel no pudo cobrarlo porque no había fondos. Ella se dirigió con amabilidad al administrador de los Marsiliani, quien prometió pagarlo en seguida, al tiempo que se quedaba con el cheque. Ella esperó confiada algunos meses. Después solicitó que le pagasen la cuenta mediante una serie de cartas certificadas, pero no logró respuesta alguna. Por último, renunció. Su hotelito siempre tenía huéspedes y no quería disgustar a la clientela.

—Así pues, ¿nunca le abonaron la cuenta? —preguntó el juez.
—¡Oh, sí! Hará unos diez días, sin esperarlo —dijo la dueña del hotel—. Vino un señor y me saldó la cuenta.
—¿Al cabo de tres años?
—Sí.
—Cuando ese señor fue a pagarle la cuenta, ¿estaba usted ya citada para declarar en este proceso?
—Sí. Es más, aquel señor me dijo que no debía hablar del cheque durante el proceso, y que convendría que yo dijese que me pagaron la cuenta al cabo de algunos meses, y no, al cabo de tres años. Y, efectivamente, me entregó el recibo con fecha atrasada de dos años y medio. Pero yo no deseo ir a la cárcel por falso testimonio.
—¿Tiene usted el recibo con fecha atrasada?

Lo tenía y se lo entregó al juez. Era tan reciente —casi olía aún a tinta— que ni siquiera un ciego hubiese podido creer que era un recibo de hacía dos años y medio.

Después se presentaron como testigos la oficiala de una sastrería (intento y logro de violación en el coche) la empleada de una gran industria —menor —, y la hija de un orfebre, seducción con promesa de matrimonio. La última fue una señorita coja, muy coja. Una noche, ya tarde, regresaba a su casa tras haber estado con una amiga, y el acusado, desde su coche, la siguió paso a paso, y empezó a meterse con ella. La muchacha aguantó un poco, pero acabó por reaccionar y le llamó sinvergüenza. Entonces, el acusado bajó del coche y la emprendió a bofetadas con la joven. Luego, se marchó.

Los periódicos dijeron que, con todos estos cargos, nadie podría salvar al marqués Gianfederico Marsiliani. Pero «ella» lo intentó y tuvo éxito.

«Ella» era el último testigo de la defensa. Vestía un traje de chaqueta blanco casi modesto, o que podía parecérselo a quien no supiese que no era una de las mujeres más elegantes de Milán, sino la más elegante, y a pesar de que también era una de las menos hermosas. Dijo su nombre.

—Paola Horquet.
—Condesa Paola Horquet —puntualizó el fiscal, para insinuar así que la testigo pertenecía a la misma clase que el acusado, y que sus declaraciones podrían ser dudosas.
—¿Es usted extranjera?
—No, milanesa —añadió ella, sin más.
—De origen francés —intervino el fiscal, para destruir desde el principio este testimonio—. Sus antepasados vinieron a Italia en tiempos de Napoleón.

El juez dijo al fiscal que el interrogatorio deseaba hacerlo él, y preguntó a la testigo:

—¿Ha estado usted prometida con el acusado?
—Sí.
—¿Cuándo se prometieron?
—Hace dos años nos prometimos de manera oficial, pero conocía a Gianfederico desde hacía tiempo.

Por primera vez, el hombre que se hallaba entre dos guardias, que había sido nombrado como el acusado, el señor Marsiliani, señor marqués e incluso Fedè, cuando oyó que ella le llamaba sencillamente Gianfederico, con aquella voz delicada, exacta, suave y primorosa, como de quien conoce y habla varias lenguas, por primera vez pareció un hombre normal, y no un personaje de un semanario de sucesos.

—¿Y cuándo rompieron el noviazgo?
—Hace varios meses.
—¿Cuál fue el motivo?

Ella levantó la cara poco agraciada, quizás el rostro feo más simpático de la capital del norte, con unos ojos de un intenso violeta que constituían su extraordinaria belleza.

—¿Es preciso que lo diga?
—Podría ser útil para el proceso.

La napoleónica sonrió, como si se excusase de haberse resistido a la pregunta.

—Creo que un hombre ha de casarse también por amor, y Gianfederico no me amaba; cuando él se dio cuenta de esto, lo dejamos.

Por vez primera después de todas aquellas sórdidas historias, se oía hablar de ese hombre como de alguien que puede enamorarse. El fiscal alzó un hombro, mientras los abogados defensores escuchaban con admiración a Paola Horquet, el arma definitiva contra todas aquellas desdichadas que habían hablado antes.

—¿Quiere decir que lo dejaron de forma amistosa?
—Él sí, yo no.
—No entiendo —dijo el juez.
—No creo que a ninguna mujer le guste que la dejen plantada. Cuando me dio a entender que no se sentía con fuerzas para casarse conmigo, le arrojé encima el zumo de naranja que estaba bebiendo.

En ningún momento miró hacia donde estaba el acusado, Gianfederico, aunque sabía que él también sonreía, como lo hacía el público, ante el recuerdo del episodio, que había sido así, pero no exactamente así, sino muy distinto. Sólo que, relatado de aquella manera, parecía una escena rosa, sencilla.

—Bien —dijo el juez—. Pero, después, siguieron viéndose, ¿o rompieron todas sus relaciones?
—En nuestro ambiente es fácil encontrarse a menudo en los lugares de siempre, aquí, en Roma o en la Costa Azul. Con frecuencia he visitado a mis amigos los Marsiliani, aun después de la ruptura de nuestro compromiso.
—Y, durante el noviazgo, ¿tuvo usted motivos para quejarse de su, por entonces, prometido?

Paola Horquet miró un momento los ojos del juez.

—Es difícil que una novia no se queje —respondió.

Una maestra, una verdadera maestra, pensó el abogado defensor de más edad.

—Ahora voy a hacerle una pregunta directa: ¿tenía usted conocimiento de la existencia de alguna de las mujeres de que hemos hablado en este proceso?

La condesa hizo un ligerísimo movimiento de cabeza, casi imperceptible, que todos vieron y que quizá quería decir que esas cosas no le atañían.

—Creo saber todo lo que hacía Gianfederico.
—¿Todo?
—Son cosas que se comentaban en nuestro ambiente. Las sabían todos.

El juez buscó un papel de entre los que tenía delante.

—Entonces, ¿usted sabía que su novio se veía en un bar de las afueras, en Pero, con una cajera?
—Son cosas que se acaba sabiéndolas, aun sin querer. Se nos ve con frecuencia y siempre se habla de nosotros.
—¿Y no dijo nada a su novio?

Los ojos de la mujer dejaron de sonreír. Dijo con seca amabilidad:

—Yo prefería ignorar estas cosas.
—¿Ignoraba también que su novio había comprometido a la hija de la cocinera?
—Sí.
—¿Y que se veía con la encargada del guardarropa de un local nocturno, a quien sacaba dinero sin devolvérselo?
—Sí.

El juez reflexionó.

—¿Quisiera explicarnos este comportamiento de usted, desde luego no muy corriente?

Ella no necesitó reflexionar ni un instante.

—Una de las razones, aunque la menos importante, es que carece de sentido que una mujer intervenga en la conducta de un hombre durante el noviazgo. Si hubiese sido su mujer, habría sido distinto. Pero, como prometida, lo único que podía hacer era ignorar. No creo que las escenas puedan resolver estas cuestiones. Sin embargo, la razón más importante es que yo sabía que la conducta de Gianfederico no era tan desorbitada como ha sido presentada aquí.
—¿Pretende decir que muchos de los testimonios no son verdaderos?
—¡Oh, no! Pero la verdad se puede presentar de una manera dramática, o bien objetiva. Yo creo que aquí las cosas se han presentado de modo un poco dramático. En cambio, yo las veo objetivamente.
—¿Podría darnos algún ejemplo?
—Veamos —explicó con precisión, de forma amable—: la hija de la cocinera es una muchacha joven e ingenua, yo la conozco, que se enamora de Gianfederico y, cada vez que se le presenta la ocasión, pulula alrededor de él. Gianfederico se da cuenta y se burla de ella fingiendo que también él está enamorado, desde luego sin intención de seducirla. Sólo como una broma un poco pesada. Ella no se entera de la burla, mientras que Gianfederico corre a contar a todo el mundo que está haciendo una conquista…
—¡Pero más tarde la sedujo! —gritó el fiscal, levantándose de un salto.

Ella esperó a que el juez le indicara que podía continuar. Entonces dijo:

—Es verdad, y me molesta mucho, pero una muchacha, a los veintiún años, debe saber no estar demasiado tiempo a solas con un hombre. Si no lo sabe a esa edad, no consigo imaginar cuándo va a aprenderlo.

Expresaba delicadeza y piedad hacia la hija de la cocinera, pero al mismo tiempo objetividad inflexible.

—Continúe —le dijo el juez—. Por ejemplo, el cheque sin fondos.
—Creo que hasta yo he firmado cheques de este tipo —respondió sin titubeos—. Por lo menos, el administrador me llama la atención de vez en cuando. Nosotros —era un «nosotros» que les envolvía a él, a ella y a todo su mundo— somos un poco desordenados con los números, entendemos muy poco de cifras. Firmamos un cheque, pero no sabemos con seguridad si hay o no hay dinero en el banco. Además, los marqueses Marsiliani son severos con su hijo y tardan en pagar sus deudas con la intención de que no le den crédito.
—¿Y la pobre muchacha coja, injuriada y abofeteada?

El juez empezaba a enfadarse y a perder la objetividad. Poco a poco la testigo pretendía demostrar que el acusado era un niño cándido e inocente. Esto ya era demasiado. Y precisamente eso era lo que ella quería. Sentía flotar en el aire, a su alrededor, en la no muy amplia sala del tribunal, cierta sensación de irritación que le oprimía. Sí, estaba enamorada de aquel hombre, y esto se veía a simple vista. Sí, lo defendía para defender también su mundo, pero era exasperante ver cómo se tergiversaba de aquel modo la verdad. Sólo los abogados de la defensa no habían comprendido aún, porque a ellos sólo les urgía que su defendido no permaneciese en la cárcel durante varios años. El único objetivo de aquéllos era una absolución por falta de pruebas, y es posible que la lograsen, incluso con esa irritación que crecía lenta e invisible, pero irrevocable, como la hierba en un prado.

—Cuando supe aquella historia fui a casa de Gianfederico, le pregunté si era cierto, y le abofeteé. No hay excusas para una historia semejante, aunque estuviera borracho como una cuba. Pensé en dejarlo y le dije que, si volvía a emborracharse de esa forma, aunque sólo fuera una vez más, lo dejaría definitivamente.

La disculpa de la borrachera convenció tan sólo de forma relativa, y el enfado subsistió. Esto era lo que ella deseaba. Te arrastraré por el polvo, le dijo aquel día en que le arrojó a la cara la naranjada, te arrastraré por el polvo, aunque él no había entendido y se echó a reír, sencillamente porque había encontrado otra posibilidad de esposa rica; la hija del embajador, más rica que ella, y desde luego más hermosa. Una extranjera. Únicamente las extranjeras podían prestarse ya a sus juegos. En su ambiente no quedaba mujer alguna que pudiese relacionarse con Gianfederico: ni las completamente estúpidas ni las malmaridadas. Así, se vio limitado en sus aventuras con las sirenas del extrarradio y encargadas del guardarropa o las profesoras sorprendidas de improviso. Sólo quedaba ella, que no le creía, pero lo amaba, y que deseaba un hombre, unos hijos. Él había encontrado a otra, a la extranjera, y tuvo la desvergüenza de decirle a ella que habían terminado y que pensaba casarse con la otra. Te arrastraré por el polvo, y él no había comprendido, pero ella esperaba la ocasión para arrastrarlo por el polvo, para revolcarlo en el polvo, de bruces, tal como estaba haciendo ahora. Y la ocasión se había presentado aquella noche.
—Está bien; sigamos con la acusación —dijo el juez, enfadado—. ¿Estaba usted presente la noche del hecho?
—Sí.
—Cuéntenos cómo sucedió.

Ella contó. Describió el café adonde había ido a tomar el aperitivo; la máquina de helados, afuera junto a la puerta, un trasto algo vulgar para un local al que iba gente tan bien. Hacía mucho calor, pues era a mediados de agosto. El local estaba vacío. En la puerta, una joven de unos diecisiete años, junto a la máquina de los helados, con uniforme azul de cuello blanco, miraba hacia el interior, al barman, que era su novio, un muchacho de veintidós años que había estudiado en la escuela de hostelería de Stresa y que ya había inventado un Madame no, un cóctel bastante fuerte para las señoras, creado para las bebedoras.

No había nadie en el café, salvo ella, la condesa Paola Horquet, embaucada por casi dos años de noviazgo con Gianfederico, ultrajada cada día por él, abandonada por la rolliza extranjera, recostada sobre un verdadero lecho de millones, que pasaba las fiestas de mediados de agosto en Milán para no pasear su cara de embaucada, y que pensaba sin cesar, como una verdadera obsesión, te arrastraré por el polvo, a partir del día en que él, con toda desvergüenza y sin dejar de reír, le dijera que se consideraba un tunante y que se prometía con la otra. Te arrastraré por el polvo. Bueno, también estaba en el café la vieja cajera, pero ésta, de vez en cuando, desaparecía para ir al patio, donde hacía más fresco, por lo que no estaba cuando llegó Gianfederico en su coche, se detuvo y sacó la cabeza por la ventanilla.

—¡Eh! —le había dicho al barman, al creador de Madame no—, ¿me prestas un momento a tu chica?

El barman, dijo la condesa Paola Horquet, lo conocía bastante y le sonrió molesto. Gianfederico estaba ya fuera del coche y había agarrado del brazo a la joven.

—Te traigo en seguida —le dijo.
—¿Opuso resistencia la muchacha? —preguntó el juez.
—Un poco, sí —respondió la condesa. En realidad vio cómo se soltaba con todas sus fuerzas, pero decir «un poco» no era mentir y, sin embargo, irritaba cada vez más a quien la escuchaba. Precisamente lo que ella pretendía, te arrastraré por el polvo.
—¿Qué entiende usted por un poco? —inquirió el fiscal, furioso.
—Trató de no subir al coche —dijo ella, con los ojos de color violeta mirándole fijamente—, pero luego quizá pensó que Gianfederico la necesitaba para alguna diligencia, para algo, porque subió, acabó por subir al coche.
—Explíquelo bien —intervino el juez—, porque es importante: ¿subió forzada por el acusado, o por su voluntad?

En el primer caso, sería rapto; en el segundo, nada. La condesa respondió con exactitud:

—Yo diría que mitad y mitad. Es posible que ella pensase que se trataba de una broma. No lo sé.

En medio del silencio, Paola sintió que era odiada y compadecida. Todos callaban, la odiaban y la compadecían. No se debía defender hasta ese punto a un bellaco.

—Y cuando el acusado se marchó con la muchacha, ¿qué hizo el barman, su novio? —preguntó el juez.

Te arrastraré por el polvo. Con la cara contra el polvo, no te casarás con ninguna hija de embajador rolliza y extranjera. Ya no se te acercará nadie. Desearás que te olviden, pero no lo conseguirás.

—El barman salió a la calle —dijo ella— y yo tras él. Pero el ya estaba lejos. Me dijo que no hay broma que valga, que, cuando el marqués volviese, ya vería quién era él.
—¿Y qué le dijo usted al barman?
—Le dije que tenía razón, pero procuré calmarlo.

Pura mentira. La ocasión se había presentado y ella no la desperdició. Había instigado al barman, le prometió su apoyo y se lo dio. Cuando la muchacha, su novia, volvió ebria y llorosa a casa, hacia la medianoche, reía y lloraba y sentía el estómago enfermo, y contaba que había cenado en un sitio precioso en el campo y que había estado bailando, y lloraba, vomitaba y reía. Y la condesa había ayudado al barman —el arma de su venganza—, pues él, sin una lira ni amistades, no habría podido hacer mucho. Ella le había proporcionado los abogados implacables que hablaron de rapto, de violencia, que denunciaron a Gianfederico y montaron todo el escándalo. Había ido a descubrir, una a una, todas las mentiras de Gianfederico que ella conocía, pues nadie las había sufrido como ella. La cajera del Colorado Bar:

—Enseña el cheque de cien mil liras que te dio para corromperte. El tribunal te lo secuestrará, pero yo te daré el triple.

Sacó a la luz la historia de la hija de la cocinera, buscó con insistencia a la profesora de matemáticas, a la encargada del guardarropa en bikini, a todas, y las azuzó contra él, enfurecidas, sobornadas, en calidad de testigos del ministerio fiscal.

Ella no. Ella había comparecido para defenderlo, y lo había defendido. Así, había logrado arrastrarlo aún más por el polvo. Cuanto más lo defendía, más parecía estar él allí, con su hermoso hocico, irresistible hocico de macho, en el polvo, revolcado, vencido en el polvo, sin siquiera saber que había sido ella. Nadie lo sabía.

—Así pues, ¿insiste en decir que no hubo violencia? —preguntó el juez—. ¿Que la muchacha subió al coche por voluntad propia, o, por lo menos, que estaba indecisa y él la arrastró?
—Lo que yo vi fue así —dijo ella y continuó, como una especie de golpe de gracia asestado al hombre que se hallaba caído en el polvo, sin dejar de defenderlo—. También una vez me empujaron a mí hacia un coche, para dar un paseo, sin que yo tuviese demasiadas ganas, y nunca pensé que me hubieran raptado. No creo que Gianfederico tuviese ninguna necesidad de raptar a una vendedora de helados. Por regla general, las mujeres corren detrás de él, y aquí sólo se han presentado las de una clase especial con las que, a veces, suelen ir todos los jóvenes. Las otras, las de nuestro ambiente, no han venido, como es natural, por muchas razones y, sobre todo, porque no tienen nada que decir en contra de Gianfederico.

También era una mentira todo esto. Ninguna iba ya tras él, pues era como correr tras la peste. Ahora, si querían, pensó la condesa, podían absolverlo: lo había arrastrado por el polvo para siempre. Absuelto, pero con el rostro en el polvo.

—Puede irse —dijo el juez.

Se levantó, aristocrática, napoleónica. Cuando pasó por delante de él, se volvió y sonrió levemente al hombre que, desde hacía dos meses, ella había conseguido que olvidase el escándalo número uno, para darle ánimos. Te absolverán, insuficiencia de pruebas, no has raptado a nadie, la muchacha fue por su voluntad, o casi por voluntad propia, sólo ha sido una pequeña bellaquería.

Una vez fuera del juzgado, en su coche descapotable, negro, se volvió para mirar el quiosco de periódicos, la revista semanal en colores con la fotografía de la «rubia disparó la primera» que agitaba en el aire el cheque de cien mil liras.

Te arrastraré por el polvo. Ahí estaba la muchacha de la portada, la primera que había hablado, una de las muchas, de las muchísimas mujeres con las que él había estado. Hiriéndola en cada ocasión, sin darse cuenta de ello, en su ciega lujuria. Y ella siempre le esperaba, esperaba al «novio», que volviese de esos sórdidos encuentros, nunca satisfecho, nunca saciado, siempre ávido y vulgar, cada vez más despreocupado (siempre lo había sido) de lo que ella pudiese sentir y sufrir. Y ahora, te arrastraré por el polvo. Mantuvo la promesa. Abandonada por él, definitivamente, escarnecida, se había vengado de aquel vicio suyo humillante. Puso en marcha el coche. Notó que temblaba un poco al sujetar el volante, y condujo muy despacio. Sintió que tenía ganas de llorar, porque lo había arrastrado por el polvo, lo había revolcado y vencido en el polvo —era precisamente lo que había querido—, pero seguía amándolo.

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