¡Cómo quisiera extrañarte!

Hugo Dodero

Portret udarnika (1932)-Kazimir Malévich






Hola papá:

Desde que la vida nos separó he pensado mucho en vos. Te nombro frecuentemente, al punto de que creo que no pasa un día en que no te recuerde, pero no logro extrañarte. No he llorado una sola lágrima por tu ausencia. Jamás he sentido que a mi mundo le faltara un pedazo, ni que con vos se haya ido una parte mía. En otras ocasiones me he encerrado porque todo lo conocido estaba impregnado de una ausencia que se vuelve omnipresente, y ahora vuelvo a caminar las mismas calles, los mismos paisajes y simplemente no logro verte allí. Tampoco he caído en esos instantes de ensoñación donde parece que escuchara tu voz o la mente fantasea con verte aparecer de repente…

Cuando digo que no te extraño, a veces me preguntan si no hemos vivido momentos lindos juntos, como para sentir nostalgia al saber que nunca voy a poder repetir algo que me hizo feliz. Y si, obviamente que los vivimos juntos, pero no siento que hayan sido hermosos gracias a vos. Puedo recortarte de la foto y nada cambia. Incluso los puedo revivir dentro mío, aún sin vos. No sos imprescindible para darles sentido. Esos instantes hermosos que solemos recordar son casi siempre comunes, situaciones chatas, hasta grises, como una charla con unos mates fríos y lavados, pero que devinieron en excepcionales porque las vivimos con alguien que las hizo especiales.

Y vos y yo no fuimos capaces de convertir en especial ningún momento.

No te imaginás cuánta falta le hace a mi vida esa marca que produce el dolor. No sabrás nunca cuánto me duele que no me duelas, que no hayas dejado tu huella en mi vida.

Sé que puede parecerte raro, pero eso me dice que no vivimos juntos. Que el tiempo en el que estuvimos juntos fuimos dos desconocidos, como rutinarios pasajeros de un mismo micro, sin hablarnos, o sólo intercambiando frases de compromiso acerca del clima o el precio de la carne, pero nunca conectándonos, ni dejando hablar al corazón. Pudiendo ser una de las personas más importantes de mi vida, te conformaste con ser una persona conocida, una especie de vecino. Y yo te necesitaba como “persona importante”. ¿Dónde estabas cuando la adolescencia convirtió la vida en un enigma que resolví de la peor manera? ¿Dónde estuviste la tarde en la que elegí el puente del cual nunca tuve el valor de arrojarme? No te molestes, porque sé la respuesta. Te recuerdo diciendo con tu voz grave “trabajando” y completar tras una pausa “para que a vos y a tu madre no les falte nada”. Es cierto, excepto vos, nunca me faltó nada. Hay un agujero en mi vida que nunca quisiste llenar. A mi vida le hace falta haberte vivido, haberte sufrido, haberte disfrutado. Que te hubieras animado a ser importante para mí y no sólo la persona que completa el cuadro familiar.

Cuando nuestras vidas se separaron para siempre, no lloré. No pude. Me engañé, como muchos, diciendo que estaba siendo fuerte por mamá. Que es la ley de la vida. Que Dios lo quiso así. ¡Mentira! No hubo duelo porque, simplemente, no había pérdida que lamentar, excepto quizás la pérdida de la esperanza, de la ilusión. Al otro día mi vida siguió casi normalmente, excepto por las explicaciones a los otros. Me resultaba extraño responder con naturalidad con un “bien”. Los demás por lo bajo decían -y yo mismo lo pensaba- “no va a aguantar mucho tiempo así, en algún momento va a caer”. Y no pasó. No necesité levantarme. Simplemente no me caí. No había entereza en mí. Y así como hay ausencias que nos dejan una horrible sensación de angustia y soledad, el casi imperceptible vacío que dejaste me mostró, cruelmente, qué poco representaste. Y no pude percibirlo hasta que se abrió la herida de otra pérdida, que sí resultó espantosamente dolorosa y me mostró la diferencia.

Me duele que no hayas sido importante para mí. Me hace sentir que yo no lo era. Yo quise que lo fueras, lo necesitaba. También soñaba con serlo para vos y me mostraras que lo era. Necesitaba que el mundo lo supiera. Moría por ver que se te iluminaba la cara hablando de mí como cuando contabas alguna historia de Maradona, por eso cumplí tu sueño y me recibí de Contador Público. Pero nada de lo que hiciera parecía alcanzar. Toda la carrera estuvo salpicada por tus “¿y por qué no diez?” y, eventualmente, cuando el diez aparecía, tu respuesta era “bueno, es lo único que hacés”. El remate fue consistente con tu comportamiento anterior: “¿Aprobaron a todos, no es cierto?” preguntaste el día que di mi último examen. Mamá decía que vos querías que diera lo mejor de mí. Yo sentí que nunca era lo suficientemente bueno. Mientras vos le bajabas el precio a mis logros, yo me fui convenciendo de que no eran gran cosa. No tengo otros recuerdos tuyos. Necesitaba que en un momento ocupes gran parte de mi vida, y decidiste permanecer en un rincón. Cerca de la puerta, mirando desde lejos…

El dolor es el precio de vivir. Es la prueba de que hubo momentos, horas, días, que valieron tanto la pena ser vividos, que la sola idea de que no vamos a poder repetirlos, excepto en la memoria, nos produce espanto.

Ahora sé que no hay nada más doloroso que la indiferencia. Eso es lo más parecido a la muerte.
A la muerte como sinónimo de desaparición.
A la muerte en serio.

¡Cómo quisiera extrañarte, papá!

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.