Hugo Dodero

A despecho de lo avanzado del otoño, esa mañana el sol se mostraba brillante, sobre un cielo de un azul increíblemente profundo. Al igual que sucedió varios años atrás, el Universo vestía sus mejores galas cuando, derrotado, decidí abandonar mi vocación de ser Ingeniero Aeronáutico. Era una carrera que se dictaba en otra ciudad y esos años fuera de mi casa habían sido sinónimo de libertad. Ante cada tropiezo académico, mi padre insistía en que él me veía siendo Contador Público y yo, fastidiado, había llegado a jurarle que no iba a estudiar nunca esa carrera.
Me detuve frente a la escalera. En un acto reflejo mi pulgar buscó la base del dedo anular de la mano izquierda en la que ahora sólo quedaba la huella de un anillo que me había quitado unos días antes de la discusión final.
Sin ganas fui subiendo de a uno los escalones. En una mano llevaba todo mi patrimonio: una bolsa con ropa que, a juzgar por la lentitud de mis pasos, pesaba cientos de kilos. Intentaba armar el rompecabezas de mi nueva realidad cuando una pregunta me asaltó ¿En qué se diferencia un refugio de una prisión? Rápidamente pensé “en las llaves”. La respuesta no me tranquilizó. La cárcel más difícil de la cual escapar no es la de altos muros, barrotes gruesos y cerraduras inviolables. La prisión perfecta es la de las rejas invisibles, amorosamente implantadas. La cárcel que se elige cuando crecemos sintiéndonos incapaces de sobrevivir por nuestros propios medios, aprisionados por el miedo a enfrentar un mundo hostil, convencidos de que no contamos con las armas necesarias. Dentro del hogar/refugio/prisión me encontraba seguro. A salvo. ¿De qué? De la vida.
Con alguna dificultad, producto de los años de no ser usada, logré vencer la resistencia de la cerradura y abrir la puerta de la habitación. Me recibió una bocanada de aire irrespirable, cálido, húmedo, viciado. Desde el vano de la puerta, sin animarme a entrar, recorro con la mirada el lugar. El cuarto estaba desordenado, como si su antiguo morador hubiera huido de un peligro inminente. O quizás, simplemente, salió pensando en regresar a las pocas horas.
Miro la alfombra azul, raída en la entrada. Al frente hay un escritorio metálico, un tablero de madera y un velador. Sobre el escritorio, algunos elementos de dibujo, un frasco de desodorante en aerosol vacío y un casete verde del grupo Genesis. A la derecha de la entrada, debajo de la única ventana, estaba la cama con su colchón vencido. Frente a ella, el placard entreabierto dejaba ver unas camisas colgadas, que rápidamente catalogué como muy pequeñas para mi talle.
Excepto por las telas de araña y el polvo, el lugar estaba como hace casi veinte años.
Con una leve sonrisa que mezclaba amargura e ironía, recordé a Heráclito y pensé: “nadie entra dos veces a la misma habitación”
Todo lo que veía me era conocido y a la vez me resultaba ajeno. Extraño. Sin sentido. Ya no eran “mis” cosas. Como cuando nos encontramos con un amigo al que no vemos desde hace muchos años, y a la alegría inicial le sigue la decepción de darnos cuenta de que todo lo que nos unía, desapareció. Así, el tablero de dibujo sobre el que había pasado largas noches sin dormir ahora era una simple tabla. El escritorio y sus cajones con lápices y tiralíneas, un armatoste inútil. La ropa colgada, ya no era de mi talle. Tampoco era posible escuchar el casete, con la cinta estropeada por el sol y la humedad. Todo parecía igual, pero era distinto. Como yo. Poco quedaba de aquel estudiante de ingeniería desbordante de sueños por cumplir. En su lugar había alguien despojado de ilusiones, un ser con “los pies sobre la tierra”, ahora devenido en un resignado y maduro Contador Público, traicionando mi juramento.
Durante un tiempo que pareció eterno seguí parado, inmóvil. Incapaz de dar el paso que me permitiera ingresar a la que se convertía nuevamente en mi habitación, y recostarme en esa cama con el colchón vencido, a dormir y evadir el dolor de ver pulverizado el sueño de un amor eterno.
Como una ironía, voluntariamente estaba volviendo a la cárcel de la que una vez escapé, convertida hoy en mi único refugio posible. Volver es una palabra agridulce. Mezcla derrota y calidez de hogar. Fracaso y preparación para luchar por el siguiente objetivo. En un tiempo que no sabe hacer otra cosa que avanzar, volver es un movimiento tan ilusorio como antinatural. En ese momento sólo estaban presentes el fracaso y la derrota, sin después, ni mañana, ni motivos para respirar. No estaba volviendo: estaba yendo a la que había sido mi habitación de soltero.
Al fin, me instalé acomodando las pocas cosas que llevaba y, sin desvestirme, me acosté, agotado.
Por primera vez en años lloré. Lloré con la desesperación de quien se duerme rogándole a Dios no despertar y, de repente, ve la luz del sol.
Amaneció y mis pensamientos alternaban imágenes de desiertos y océanos. Ambos parecen infinitos, no tienen a la vista ningún lugar adónde ir, ni caminos marcados, y a la vez, ambos son inexorablemente mortales si no nos movemos. En el medio, el dolor, que también parece infinito, se convierte en desesperanza, robándole el sentido a cualquier cosa que haga. Así y todo, hay una inercia en la vida que nos lleva a seguir aún sin saber por qué.
Simulando una normalidad tan falsa como mal actuada me levanté, decidido a crear una nueva rutina con los pedazos que habían sobrevivido al naufragio.
Casi milagrosamente las canillas funcionaban y pude ducharme con una pastilla de jabón agrietada y reseca que casi no hacía espuma. No tenía champú. Apenas pude secarme con los restos de una vieja toalla de mano que se desintegró cuando quise usarla. Me vestí con lo primero que encontré en la bolsa. Bajé a desayunar con mi madre, que luego de preguntarme cómo estaba, comenzó a criticar a mi flamante ex esposa. En las separaciones tiene que haber un culpable y mi madre me daba argumentos para la defensa. “Se me terminó el amor, mamá” atiné a decirle, pero a ella no le pareció una razón suficientemente sólida, tenía que haber algo más grave. Con la claridad mental que da el rencor acumulado por años hacia la mujer que le había robado a su hijo, mi madre continuó narrando las atrocidades que, desde su mirada, yo había soportado. La enumeración, tan innecesaria como extensa, ya empezaba a dejar de mostrarme como una víctima, para pasar a ser un imbécil habiendo sufrido todo eso. Sin tener consciencia de dónde provino la asociación, y sin esperar que hubiera una pausa, mi boca escupió un “igual que papá”. Mi madre se calló, acusando el impacto. Buscando tiempo para rebatir mi observación, comenzó a balbucear “Noooo… nada que ver… tu padre es otra cosa… bueno ¡vamos! Vos tenés que irte a trabajar y yo voy a hacer las compras…”.
Tampoco yo podía evaluar el alcance de lo que había dicho. ¡Todo ese tiempo queriendo alejarme de mi padre, para terminar encontrándolo en el cuerpo de mi esposa! Con paso presuroso salí rumbo a la parada del colectivo que me llevaría al trabajo, en el barrio de Congreso. Las hojas secas crujían a mi paso. Mi rostro cortaba el viento frío mientras ve ía a Don José que ya estaba sentado en la vereda tomando mate. Me saludó queriendo saber qué estaba haciendo ahí a esa hora. Sin detenerme simulé prestarle atención sonriéndole y agitando mi mano. Como si mis neuronas fueran un juego de tetris, los pensamientos se iban acomodando y adquirían una claridad y coherencia que no daban lugar a dudas. ¡De eso había escapado! Sin haber llegado a desarmar la bolsa con ropa, supe que tenía que irme de ahí cuanto antes. Ahora era un náufrago que, recién llegado a lo que creía tierra firme se tira a descansar en la arena y ve que se le empieza a hundir la isla. No había tiempo para descansar. Otra vez me sumergía en las profundidades de la incertidumbre, pero ahora con la fuerza que da la desesperación.
En el desierto no hay caminos marcados, eso quiere decir que están todos los rumbos disponibles. Quizás mi vida a partir de ahora sea andar, aún a ciegas, y dejar que mis huellas descubran los caminos que yacen ocultos debajo de la arena.
