VIOLACIÓN [I]

Chester Himes





El sumario
El juez de instrucción estableció que el domingo 8 de septiembre, a las 15 horas, la señora Elizabeth Hancock Brissaud había acompañado a Scott Hamilton a la habitación de su hotel.

Desde su divorcio, el año anterior, la señora Brissaud había dejado de utilizar el nombre de su marido, André Brissaud. Sus amistades parisinas la conocían simplemente por el nombre de Sra. Hancock. Trabajaba en los servicios administrativos del Hospital Americano en Neuilly. Menuda, coqueta, cabellos que empezaban a encanecer, no pesaba más de cuarenta y siete kilos y vestía con elegancia.

Scott Hamilton era un negro americano esbelto, de piel clara y aspecto clásico, que debía de andar por los cuarenta.

La Sra. Meaulnier, la madre del dueño, permanecía en la recepción del hotel todos los domingos por la tarde mientras su hijo paseaba a la familia por el campo. En su declaración aseguró que la Sra. Hancock estaba totalmente tranquila y normal cuando llegó al hotel. La Sra. Meaulnier había tenido ocasión de observar a la Sra. Hancock cuando Scott se había parado en recepción para coger su llave. Insistió mucho en el hecho de que había observado atentamente a la Sra. Hancock como hacía con todas las mujeres blancas que acompañaban a negros a sus habitaciones. No había notado nada en su actitud que indicara que habían reñido. Ni uno ni otro parecía nervioso o irritado. Cierto es también que sus rostros no presentaban ningún rasgo de esa expresión estúpidamente beatífica tan frecuente en las parejas dispuestas a dedicarse al pasatiempo favorito de los parisinos el domingo por la tarde. La Sra. Meaulnier había llegado a la conclusión de que la Sra. Hancock iba a una reunión de negocios.

Las declaraciones siguientes permitieron establecer que era la primera vez que la Sra. Hancock iba a aquel hotel y que era una de las contadas ocasiones en las que los amigos americanos la habían visto en aquella zona situada entre el Odeón y el Panteón llamada por ellos «Le Guartien».

La pareja había ido directamente al hotel después de salir del café Mónaco, en la calle Monsieur le Prince, a dos pasos del Odeón, que era el lugar de cita preferido por los americanos residentes en el Guartier Latin. Scott había llegado al café hacia las 14.15 horas. La Sra. Hancock se había encontrado con él a las 14.30 horas. Se habían sentado en la terraza entablando en voz baja una animada conversación, luego se dirigieron al hotel de Scott, poco antes de las 15 horas.

La Sra. Hancock había pedido un café solo. Scott había tomado dos cervezas. No se encontró a ningún testigo que hubiera podido captar ni un solo retazo de su conversación. De todas formas varias personas que habían estado en la barra certificaron que los habían visto juntos. Los testigos afirmaron que la Sra. Hancock parecía gozar de buena salud. Nada en su aspecto ni en su actitud había resultado extraño. Durante el contrainterrogatorio admitieron que era posible que estuviera deprimida o turbada pero no hasta el punto de llamar la atención en el café Mónaco.

Se llegó, pues, a la conclusión de que la Sra. Hancock se encontraba en perfecto equilibrio mental y físico cuando llegó a la habitación de hotel donde iba a morir.

Cesar Gee, el segundo acusado, había llegado solo al hotel pocos minutos más tarde. Theodore Elkins y Sheldon Edward Russell, los otros dos acusados, habían llegado juntos cinco minutos más tarde. Los cuatro eran negros americanos.

La Sra. Meaulnier declaró que no había notado nada anormal en su actitud a no ser el que no fueran acompañados por mujeres. Los tres hombres visitaban al Sr. Hamilton todos los domingos por la tarde pero, hasta donde ella se acordaba, siempre habían venido con mujeres —blancas, añadió. Todos los huéspedes podían recibir visitas en sus habitaciones antes de las 22 horas y, lógicamente, no podían responsabilizarse de lo que pudiera pasar en las habitaciones tras las puertas cerradas.

En las tres horas siguientes ningún ruido o incidente molesto habían llamado su atención.

Poco antes de las 18 horas, desde la ventana de una habitación situada al otro lado del patio, dos franceses habían sido testigos de una lucha entre una mujer blanca y cuatro negros.

El hombre, Gérard Roussel, veintiún años, era estudiante en la Sorbona.

La mujer, Suzanne Bovy, treinta y siete años, inquilina de la habitación, era peluquera de profesión pero actualmente estaba en paro.

La Srta. Bovy se había levantado para tomar un poco de aire fresco en la ventana. Había llamado inmediatamente a su amigo que había saltado de la cama. Les había parecido que la Sra. Hancock trataba de impedir que los cuatro negros la tiraran por la ventana abierta de par en par. Sus mejillas estaban llenas de lágrimas. Gritaba. Los testigos habían podido distinguir las palabras «No, no, no» y «¡Help!, ¡help!» repetidas varias veces. Habían oído que gritaba otras palabras en inglés pero no las habían entendido.

En el contrainterrogatorio declararon que la mujer y los cuatro hombres estaban completamente vestidos. Tres hombres llevaban traje y el cuarto un jersey marrón claro. La mujer llevaba una falda de sport y una blusa. No podían precisar si sus ropas estaban desgarradas o no.

Gérard Roussell había gritado entonces que dejaran a la mujer. Como respuesta uno de los hombres le había gritado: «Go to hell». Los dos testigos conocían esta expresión inglesa. Suzanne los había amenazado con llamar a la policía, esperando con ello asustarlos. Uno de ellos había cerrado la ventana y corrido los visillos. Luego los testigos siguieron oyendo gritos y ruidos de lucha que venían de aquella habitación. No había teléfono en las habitaciones, así que Suzanne Bovy tuvo que bajar corriendo hasta recepción para llamar a la policía.

Gérard Roussel se había vestido a toda prisa y corriendo velozmente por el pasillo se había precipitado hacia la puerta de Scott Hamilton. Cuando llegó, los gritos y ruidos de lucha se habían apagado. Sólo había oído el murmullo de una conversación en voz baja. En vano había llamado a la puerta. A pesar de todo se había quedado en el descansillo, donde se le unió rápidamente Suzanne Bovy hasta que llegó la policía.

La policía encontró a la Sra. Hancock echada en la cama con la blusa desgarrada y la falda desabrochada. La faja, que le servía también de liguero, estaba enrollada en los tobillos. Una toalla húmeda tapaba su cara y sus brazos presentaban equimosis. Acababa de morir. La cara de Scott Hamilton y la de Sheldon Russell estaban arañadas y sangraban. El desorden en las ropas de los cuatro hombres demostraba una pelea reciente.

Tras un breve interrogatorio, los cuatro fueron detenidos. El cadáver fue levantado y entregado al día siguiente al forense para que se le practicara la autopsia.

A solicitud de los abogados defensores se autorizó que tres médicos practicaran una contra-autopsia. Uno de los médicos era de nacionalidad francesa; el segundo, un martiniqués que había estudiado en Francia, y el tercero, de Nueva Inglaterra, antiguo estudiante de Harvard, trabajaba en el Hospital Americano de Neuilly, donde había conocido a la víctima.

La autopsia reveló que la Sra. Hancock había tenido contactos sexuales en cuatro ocasiones al menos durante las doce horas que precedieron a su muerte. Fue imposible determinar si aquellos contactos sexuales habían sido con la misma persona o con personas diferentes. El análisis de sangre y las muestras tomadas de los órganos vitales mostraron una dosis mortal de polvo de cantárida, poderoso afrodisíaco conocido por el nombre de «mosca española». El afrodisíaco había sido administrado por vía oral. La autopsia no permitió establecer si el afrodisíaco había sido administrado a la fuerza o ingerido voluntariamente. Igualmente fue imposible establecer si había sido absorbido antes o después de los contactos sexuales.

La conclusión de los tres expertos fue idéntica: muerte por paro cardíaco provocado por la acción de polvo de cantárida en los vasos sanguíneos, dilatados por el agotamiento físico debido a excesos sexuales.

Después de la comprobación de las declaraciones fue admitido como definitivo que era imposible que la Sra. Hancock hubiera absorbido el afrodisíaco antes de llegar al lugar donde encontró la muerte. La cantidad encontrada en sangre le habría impedido actuar racionalmente así como recorrer a pie y sin ayuda de nadie la distancia que separa el Mónaco del hotel de la calle Cujas. Según el cirujano martiniqués la muerte se había producido en la media hora siguiente a la absorción del afrodisíaco. Sus colegas se abstuvieron de opinar sobre este punto.

La policía investigó el empleo del tiempo de la Sra. Hancock desde la víspera hasta la hora de su encuentro con Scott Hamilton en el Mónaco.

Se estableció que había quedado con una de sus compañeras de trabajo, la Sra. Harriet Payne, en la terraza del café de la Paix, en la plaza de la Opera a las 19 horas. Dos hombres de negocios americanos, los Sres. John Barkley y Henry Thompson, con los que se habían citado aquella noche, habían ido a buscarlas. El Sr. Barkley iba al volante de su coche, un Cadillac cerrado. Habían salido juntos del café de la Paix y habían ido en coche a Montparnasse donde habían cenado en un pequeño restaurante dé moda. A continuación, habían ido al Grand Guignol, en la Calle Chaptal, cerca de la plaza Pigalle. De allí habían ido al Lido, en la avenida de los Campos Elíseos donde se habían quedado hasta las 4 de la mañana. El Sr. Barkley había llevado, a continuación, a las señoras a sus casas, primero a la Sra. Payne que se alojaba en una habitación amueblada en el apartamento de una princesa rusa en la calle de Lille, en Levallois-Perret. Luego había llevado a la Sra. Hancock al hotel Welcome, situado en la esquina del bulevar Saint Germain y la calle de Seine, en la margen izquierda. Finalmente, el Sr. Thompson y él habían regresado a sus habitaciones del hotel California, en la calle de Berri, cerca de los Campos Elíseos.

El dueño del hotel Welcome declaró que no había visto a la Sra. Hancock entrar en el hotel ni salir a la mañana siguiente. Esto no era extraño, pues un gran número de clientes se llevaban las llaves.

En su declaración la Sra. Payne declaró que la noche antes de su muerte la Sra. Hancock llevaba un vestido de cóctel negro y un abrigo ligero de cachemir color paja.

Ninguna declaración permitió establecer que se hubiera encontrado con alguien entre su regreso al hotel y su cita con Scott Hamilton en el café Mónaco, a tres minutos escasos de su hotel.

La defensa
La defensa fue llevada por un abogado francés ayudado por un abogado americano que tenía despacho en París. Este abogado americano no estaba autorizado por la ley francesa para actuar en un tribunal criminal.

La defensa aludió, en primer lugar, al hecho de que la Sra. Hancock había sido la amante de Scott Hamilton. Se habían conocido a bordo del transatlántico Liberté en abril de 1953. Scott iba a París por vez primera. La Sra. Hancock volvía a Dinant, en Bélgica, para visitar a sus hijos e intentar reconcialiarse con su marido, el dentista André Brissaud, del que estaba separada.

La Sra. Hancock se encontró con Scott en París el 14 de mayo. El intento de reconciliación con su marido había fracasado y habían iniciado trámites de divorcio. Vivió con Scott sin interrupción hasta diciembre de 1954, fecha en la que volvió a casa de su tía en Boston. Entonces escribió una novela basada en sus experiencias personales. Antes de regresar a los Estados Unidos, como prueba de amor hacia Scott firmó con él un documento notarial, que mandó registrar en la Embajada Americana de París. En este documento cedía a Scott la mitad de las ganancias de la obra que sería publicada bajo su nombre.

A finales de enero de 1955, Scott fue con la Sra. Hancock a los Estados Unidos, pero se quedó en Nueva York.

El 1 de julio de 1955 la Sra. Hancock volvió a Bélgica para pasar el verano con sus hijos. En septiembre regresó a París y encontró un empleo en el Hospital Americano.

Scott volvió a París en diciembre de 1955, la víspera de Navidad. Se alojó en una habitación de un hotel del distrito 5, muy cerca de donde vivía cuando la Sra. Hancock murió.

La Sra. Hancock compartió esta habitación con él durante la primera semana de marzo de 1956; lo dejó la última semana de mayo para alojarse en el hotel Welcome. Scott entonces se trasladó al hotel de la calle Cujas, en donde había encontrado una habitación más barata.

En julio, la Sra. Hancock firmó un contrato con un editor americano para la publicación de su libro y recibió un adelanto de mil dólares por derechos de autor. De acuerdo con su pacto secreto con Scott, le envió quinientos dólares.

El 6 de septiembre, la Sra. Hancock recibió una carta de su editor. Le habían informado de que la novela de su clienta era obra de un autor a sueldo y que existía un pacto al respecto entre ella y el autor. Si era así, ella había cometido un fraude al firmar un contrato que garantizaba la autenticidad de la obra y la identidad del autor. En tales condiciones no podía considerar la publicación de la novela a menos que ella le enviara un certificado notarial firmado por ella y por Scott Hamilton negando la existencia de tal acuerdo y atestiguando que la Sra. Hancock era ciertamente la única autora del libro.

En su declaración, Scott dijo que ella le había llamado por teléfono para comunicarle el contenido de la carta y que le había pedido que firmara el documento con ella. Había accedido a su petición pero, como estaría fuera de la capital todo el sábado, habían fijado una cita el domingo a las 14.30 horas.

En la entrevista se había enterado de qué la Sra. Hancock sospechaba que él había escrito a su editor comunicándole su participación en los beneficios del libro.

Él lo había negado, ya que sabía lo que suponía la publicación de aquel libro para ella. Ella pensaba que sólo si el libro tenía éxito podría conseguir los medios para tener a sus hijos con ella durante las vacaciones de verano.

Scott declaró que aquella sospecha lo había herido profundamente. Quería demostrarle que desde que se habían separado no había hecho nada que pudiera perjudicarla. Por eso le había pedido que le acompañara para que el testimonio de sus tres amigos más cercanos la convenciera de que decía la verdad. Ella mostraba alguna reticencia a discutir sus relaciones con personas que le eran casi desconocidas, pero él triunfó sobre sus objeciones suplicándole que le diera la oportunidad de defender su honor.

Los amigos de Scott, los otros tres acusados, habían apoyado lo que él había dicho. Habían convencido a la Sra. Scott de que sin duda había sido uno de sus conocidos, quizá incluso uno de sus compañeros del Hospital Americano a quien ella hubiera confiado el secreto y que, por envidia, habría escrito al editor.

Como es frecuente cuando americanos negros y blancos se reúnen, la conversación se orientó hacia las relaciones interraciales. Los amigos de Scott se habían mostrado simpáticos y encantadores contando, con esa franqueza que desarma, las anécdotas de afrentas raciales, reales o imaginarias, a las que los blancos americanos son tan aficionados. La Sra. Hancock se había relajado y divertido. Los hombres habían postergado su habitual partida de bridge.

Ellos habían bebido whisky, pero la Sra. Hancock había preferido el jerez que Scott le había ofrecido.

Los otros tres acusados esperaban a sus amigas a las 18.30 horas. Scott había insistido para que la Sra. Hancock se quedara y los acompañara, pues iban a ir todos a cenar a un restaurante turco de la calle de la Huchette, famoso por su cuscús. Ella había acabado por aceptar.

Scott les había puesto música de Bach y de Mozart.

La Sra. Hancock había seguido bebiendo sin prestar atención y les había confesado, a continuación, riendo, que estaba mareada. Scott la había convencido para que se tumbara en la cama. La había tapado con la colcha y ella se había dormido.

Hacia las 17.30 horas se había despertado diciendo que el aire de la habitación estaba viciado. Scott había abierto la ventana para que saliera el humo de los cigarrillos. Mientras tanto, la Sra. Hancock se había servido otro vaso de jerez. Por error, de una botella en la que Scott tenía una disolución de «mosca española» en jerez —una botella igual a la que habían utilizado anteriormente.

Al poco tiempo había tenido una crisis nerviosa. Se había desgarrado la ropa gritando, y había intentado tirarse por la ventana. Los acusados la habían contenido y le habían proporcionado los primeros auxilios. Le habían bajado la faja que le impedía respirar y le habían puesto toallas húmedas en la cabeza mientras la mantenían a la fuerza en la cama. Se habían dado cuenta de que se había confundido de botella pero ninguno de ellos pensaba que aquello podía ser fatal. Mientras se ocupaban de ella, esperando que cesaran los espasmos, había exhalado el último suspiro.



El alegato
La acusación mantuvo que la Sra. Hancock había acompañado a su habitación a Scott sólo por asuntos de negocios. Había actuado de tal manera para que Scott Hamilton corrigiera una declaración que la perjudicaba. Que él hubiera escrito o no al editor no tenía mucha importancia. Si Scott hubiera deseado verdaderamente firmar un documento certificando que de ninguna manera había contribuido a la redacción del libro, hubiera podido resolver esta cuestión durante la media hora que pasaron en el Mónaco. La declaración según la cual había querido demostrar su buena voluntad careando a la Sra. Hancock con sus amigos era pueril y falsa. Era evidente que desde el primer momento Scott estaba decidido a negarse a firmar el documento. En consecuencia, para poner a la Sra. Hancock en la imposibilidad de continuar con su petición y humillarla hasta el punto de que no pudiera oponer la más mínima resistencia a sus deseos, le había dado un vaso de jerez que contenía polvo de cantárida nada más entrar en su habitación. Luego, cuando ella estaba presa de una sobreexcitación sexual incontrolable, los cuatro acusados la habían violado, provocándole así el estado de agotamiento físico que la había llevado a la muerte. Si no había sido éste su propósito y no había habido premeditación, ¿por qué los acusados no habían ido con sus amigas como de costumbre?

Estaba fuera de duda que el afrodisíaco le había sido administrado a la Sra. Hancock sin ella saberlo. Que las dos botellas iguales hubieran estado allí, al alcance de su mano, durante más de una hora, sin que ella hiciera ninguna observación o comentario, era inverosímil. Trabajaba en el Hospital Americano y, por tanto, conocía los efectos de un estimulante de aquel tipo. E incluso si ignorase que podía producir la muerte, ninguna blanca de su clase hubiera aceptado por gusto tomar un afrodisíaco con el único propósito de satisfacer sucesivamente los deseos sexuales de cuatro negros. En cuanto a pretender que hubiera absorbido el afrodisíaco después de haber tenido relaciones sexuales con los acusados, era ciertamente pedir demasiado a la lógica y a la integridad de los miembros del jurado. Pues era indiscutible que había tenido relaciones sexuales con los acusados, las pruebas existentes lo demostraban claramente.

De acuerdo con las pruebas especificadas anteriormente había habido violación, ya que la administración de una droga susceptible de poner a la víctima en estado de ser incapaz de hacer uso de su voluntad era considerado por la ley como empleo de la fuerza. Ya que había sido resultado de las maniobras de los cuatro acusados, la muerte de la Sra. Hancock podía considerarse como asesinato con premeditación.

La defensa replicó que se había aportado la prueba de que la Sra. Hancock había ido a la habitación de Scott Hamilton por voluntad propia, había sido probado y reconocido que al salir del Mónaco en compañía de Scott Hamilton era perfectamente consciente de sus actos y se encontraba físicamente normal.

Todo se basaba, pues, en simples presunciones de lo que había pasado después de haber salido ella del café Mónaco.

Nada en la actitud de Scott había podido resultarle sospechoso. Muy al contrario, todos los actos de la Sra. Hancock demostraban la confianza que le tenía. Había vivido con él, íntimamente, durante más de dos años y su inteligencia —que no era discutible— garantizaba ampliamente que conocía tan bien cada uno de los rasgos del carácter de Scott que no podía sospechar, ni por un momento, que fuera a ser víctima de una agresión. Si él hubiera tenido malas intenciones ella se habría dado cuenta inmediatamente. Había, pues, que admitir que no era ése el caso.

Que los otros tres acusados no hubieran ido aquella tarde con sus amigas, como era costumbre, era, sin duda, pura coincidencia. La cita había sido fijada el domingo anterior y habían quedado entonces que las tres mujeres se verían con sus amigos a las 18.30 horas. Como Scott Hamilton no tuvo noticias de la Sra. Hamilton hasta el jueves, la acusación de premeditación no concordaba, por lo menos en lo que respecta a ese punto, con los hechos.

Las declaraciones de los cuatro acusados coincidían en el hecho de que el afrodisíaco había sido absorbido accidentalmente por la Sra. Hancock. Nada, entre los testimonios presentados en el juicio, permitía la más mínima duda sobre la veracidad de esta afirmación. Por otra parte, las mismas pruebas reforzaban plenamente las tesis de la defensa: la Sra. Hancock había bebido jerez de una botella que llevaba la etiqueta de una marca de jerez. Mareada, había dormido un rato. Se había despertado con la cabeza confusa, como es normal cuando se ha bebido demasiado. Se había quejado del aire viciado de la habitación. Mientras el acusado, el que se alojaba allí, iba a abrir la ventana, ella había bebido otro vaso de jerez. Esta vez procedente de otra botella idéntica a la primera y que tenía la misma etiqueta. El único de los acusados que hubiera podido distinguir las dos botellas estaba en aquel momento de espaldas a la Sra. Hancock y no había visto nada de lo que pasaba.

El acusado no negaba la posesión de la droga. Había dicho en su declaración que un periodista blanco americano que regresaba a su país le había entregado una pequeña botella de aquel afrodisíaco y le había sugerido, riéndose, que lo utilizara para perpetuar uno de los grandes mitos americanos; por eso el acusado había mezclado el producto con jerez, en una botella que tenía la etiqueta del jerez. Estaba horrorizado y atormentado por los remordimientos al pensar que la posesión de aquella droga hubiera provocado la muerte de la Sra. Hancock a quien siempre había querido y admirado. Pero la posesión no probaba la intención; ni el asesinato. Por el contrario, reforzaba la tesis de una muerte accidental.

Nada en las pruebas apoyaba las tesis de la acusación según la cual la víctima habría absorbido el afrodisíaco antes de entregarse a las relaciones sexuales. No se había establecido ningún nexo entre la absorción del afrodisíaco y la realización de varios actos sexuales (esto provocó general hilaridad entre el público). El informe del forense no había establecido la cronología de estos dos hechos. Y la defensa señaló que el informe forense había probado que la realización de varios contactos sexuales había podido preceder a la absorción del afrodisíaco (esto provocó grandes carcajadas).

La defensa recordó que uno de los eminentes expertos que había practicado la autopsia había opinado que la muerte se había producido en los treinta minutos que siguieron a la absorción de la droga. La acusación había hecho un llamamiento a la integridad y a la lógica del tribunal; pero ¿qué integridad podía haber en una lógica que sostenía que cuatro hombres borrachos de whisky podían violar, uno tras otro, a una mujer en menos de treinta minutos?

La defensa declaró en sus conclusiones: «La acusación ha mantenido que ninguna mujer blanca de la clase de la Sra. Hancock habría aceptado voluntariamente entregarse a cuatro negros, tres de los cuales le eran desconocidos. Esta opinión puede ser compartida sin problemas por todos nosotros, incluyendo a los cuatro acusados. Pero, ¿qué prueba se ha aportado de que la víctima se hubiera entregado a los acusados? ¿No hay en París más hombres que ellos cuya virilidad esté fuera de toda duda? ¿O bien es que son juzgados porque son negros y la Sra. Hancock era blanca? La única pregunta que hay que plantearse es si la Sra. Hancock ha sido violada o no por los cuatro acusados y si la droga le fue administrada deliberadamente o no. Las pruebas aportadas aquí demuestran indiscutiblemente que la respuesta a estas dos preguntas es: no».

La acusación terminó su alegato declarando llanamente que las pruebas y declaraciones habían demostrado la culpabilidad de los acusados por encima de toda posibilidad de duda. «A pesar de la retórica emocional de la defensa subsisten cuatro hechos significativos: 1.° Se le dio a la Sra. Hancock una dosis excesiva de afrodisíaco mortal, polvo de cantárida, conocido por el nombre de «mosca española». 2.º La Sra. Hancock tuvo relaciones sexuaies cuatro veces al menos poco antes de su muerte. 3.° Estos sucesos se produjeron, según todas las interpretaciones de las declaraciones, después de la llegada de la Sra. Hancock a la habitación de hotel ocupada por el acusado Scott Hamilton (incluso la defensa admite este hecho). 4.° Estos dos factores y sólo éstos han causado la muerte de la víctima tan ciertamente como si los acusados la hubieran matado.
»Nada impone a la acusación, en este caso en el que los hechos son tan claros y las pruebas tan concluyentes, la obligación de establecer los móviles que indujeron a los acusados. Es evidente ante la ley que la violación y el asesinato han sido cometidos por los cuatro acusados, fueran los que fuesen los móviles. En esta jungla inexplorada que es la oscura patología del deseo y del odio que motivan las relaciones entre las razas, podríamos fácilmente encontrar numerosos móviles».



El veredicto
El jurado pronunció el veredicto de culpabilidad para los dos cargos de la acusación.



La sentencia
La pena de muerte, solicitada habitualmente en estos casos pero no obligatoria, fue descartada en razón de la raza y nacionalidad de los acusados. Fueron condenados a cadena perpetua.



El cuarto poder
Debido al carácter sensacional del proceso y a la severidad del veredicto, el caso tuvo extraordinarias repercusiones en la prensa internacional. Fue presentado en sus más mínimos detalles con una minuciosidad que no se encuentra por lo general más que en las declaraciones de guerra. La biografía de los cinco protagonistas los mostraba como adultos inteligentes y cultos, personas responsables de sus actos y con altos principios morales en el sentido corriente de la palabra. Según la prensa, en base a lo que se había podido constatar, la víctima nunca había manifestado ninguna tendencia al masoquismo o a la ninfomanía ni los acusados el menor impulso criminal o sádico.

Sin embargo, la opinión pública en su mayoría aprobó el veredicto. Incluso los considerados imparciales, los que eran conscientes de los problemas sociales, los que simpatizaban con los oprimidos, los que se identificaban con los acusados por su raza o su cultura, así como la mayor parte de europeos que se sentían profundamente concernidos por la aparición en sus países de los prejuicios racistas a la americana, no encontraron nada que decir al veredicto.

Cuatro negros americanos estaban en una habitación en compañía de una mujer blanca que había muerto por el efecto combinado de una dosis demasiado fuerte de afrodisíaco y de contactos sexuales repetidos. En la mente de la mayoría de las personas de ese mundo civilizado, los cuatro negros eran culpables y esto desde que Cam, el segundo hijo de Noé, había sido desterrado.

No hubo prácticamente ningún comentario acerca de su culpabilidad. La prensa francesa no dedicó ni un solo editorial a este caso: los hechos hablaban por sí solos.

La prensa británica publicó editoriales acerca de la tragedia de la gente de color, prisionera de una cultura europea que le es ajena.

La prensa americana señaló que este caso debería servir como lección a los negros americanos que iban a vivir a Europa; les aconsejaba regresar a los Estados Unidos donde estaban sus auténticos amigos.

La prensa soviética anatematizó el proceso como un ejemplo escandaloso de cómo se violaban los derechos humanos en la sociedad capitalista. Examinó con detalle todas las implicaciones políticas del mismo; lo utilizó como un nuevo caballo de batalla para su propaganda, con el fin de atraerse la simpatía de los pueblos de color. De todas formas, la equidad del veredicto no fue puesta en duda.

La prensa de la República Popular de China hizo una guerra sin cuartel contra las brutalidades del imperialismo, englobando el crimen, el juicio y el veredicto en una misma condena.

La prensa sudafricana blanca se felicitó por la sentencia, deplorando la clemencia de la condena, que habría tenido que ser la pena de muerte.

La prensa de Alemania Oeste, al igual que la prensa francesa, se abstuvo de todo comentario.

La prensa hindú insistió en el hecho de que este caso no estaba contaminado por el racismo. Se trataba simplemente de saber si cuatro hombres de natural brutal habían asesinado o no a una mujer de mala vida. Y eso había sido resuelto por el justo veredicto del tribunal.

Numerosos africanos escribieron a título individual sobre la severidad de la pena aludiendo al avance del racismo en Francia. Sostenían, con notable unanimidad, que en los casos en que sólo había blancos implicados, la muerte a consecuencia de violación en la capital francesa había llegado a ser tan corriente que se había llegado a considerada legalmente como acaecida en lógica sucesión.

Únicamente la prensa negra de América manifestó sus dudas sobre la culpabilidad de los acusados. Pero éstas no se basaban en la manera en que fue llevado el proceso ni en la debilidad de las pruebas que habían determinado el veredicto. Era la reacción natural de los negros americanos dispuestos a poner en duda cualquier justicia administrada por blancos.

(Continuará...)

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