Tahar Ben Jelloun

La noche andaluza
El sueño era conciso y muy denso. Salí a la búsqueda de una larga y negra cabellera. Salí por las calles de Buenos Aires, guiado, como un sonámbulo, por el perfume delicado y raro de la hermosa cabellera. La distinguí entre la muchedumbre. Apresuré el paso. Ella desapareció. Continué así mi camino hasta encontrarme fuera de la ciudad, perdido entre los montículos de piedras y de cabezas de ternero calcinadas, en medio de esos barrios clandestinos que hoy se llaman villas miseria, solo, abrumado por un olor de carroña y abucheado por una banda de chavales medio desnudos que blandían trozos de madera tallados en forma de fusil, jugando a los guerrilleros. Tenía miedo. Mi sueño se convertía en una pesadilla. Olvidé por qué había salido de mi biblioteca, y cómo me hallaba allí, ante pilludos hambrientos dispuestos a lincharme. No lograba correr. Estaba atrapado en la trampa mortal por asfixia. Conocía esa desgracia. Fue en ese momento de intensa agitación cuando distinguí nuevamente la cabellera negra. Estaba salvado. Abandoné las chabolas sin dificultad. Unos cien metros más allá, una silueta me hizo con la mano señas para que le siguiese. Obedecí y me encontré en plena medina de una ciudad árabe. La cabellera había desaparecido. Nadie para hacerme una señal. Estaba solo, sosegado e incluso feliz por pasearme por esas callejuelas estrechas y sombreadas. Las mujeres no estaban todas cubiertas con velo. Los hombres pregonaban con humor sus mercancías. Vendían especias de todos los colores, babuchas, alfombras, mantas de lana, frutos secos. Algunos gritaban, otros cantaban. La medina se mostraba a mis ojos como un lío de lugares —calles y plazas— donde eran posibles todos los milagros. Yo tenía posibilidades de volver a encontrar a la mujer de la cabellera negra. Trasvasado de una villa miseria argentina a una medina árabe, caminaba deslumbrado y sorprendido. Las calles estaban jalonadas de pequeños vendedores y de viejos mendigos. Estaba allí el afilador de cuchillos, que se paseaba con su rueda montada sobre una bicicleta y que se anunciaba soplando en una especie de armónica de plástico que daba un ruido estridente, reconocible desde lejos. Estaba allí el aguador, un viejo encorvado que lanzaba un grito largo y doloroso —entre el lobo amenazador y el perro abandonado— para pregonar el frescor y los beneficios de esta agua de manantial que llevaba en un odre negro cruzado en la espalda. Estaban allí también los mendigos, repitiendo de vez en cuando la misma letanía de modo casi mecánico, la mano tendida, inmóviles, eternos. La calle no existiría sin ellos. Les pertenecía. No sé cómo tuve de repente la firme convicción de que el aguador, el afilador de cuchillos y uno de los mendigos, un hombre ciego, formaban parte de mi historia en curso. Les veía como familiares o socios. También estaba yo persuadido que se habían puesto de acuerdo para marcarme el camino y componer con su canto y su actitud él solo y mismo rostro en un cuerpo endeble e inseguro, tambaleado por las oleadas de una historia tejida por todas esas callejuelas. Observé a esos tres hombres situados en esta medina como sombras que se desplazan siguiendo al sol. Supe más tarde en el sueño que habían sido enviados allí por alguien cuyo recuerdo me perseguía como un dolor. Me sentía mal y no podía decir dónde. Concentrándome sobre este dolor, acurrucado a la entrada de una mezquita, vi, como una aparición, el rostro de una joven mujer, tumefacto, lastimado por una crispación interior, vi el rostro, y después el cuerpo menudo recogido en un gran canasto de provisiones, las piernas debían estar replegadas o enraizadas en la tierra. Era el único en ver esta imagen brutal en esta callejuela oscura, probablemente del otro lado de la mezquita. Todo se oscureció de repente. La medina se convirtió en una ciudad de tinieblas y no escuché más que la letanía fúnebre de los tres hombres. Sus voces agudas y gangosas dibujaban los rasgos de ese rostro. Era más que una visión, era una presencia cuyo aliento y cuyo calor sentía yo. Desapareció con el silencio intermitente.
Este sueño me ha perseguido durante varios días. No me atrevía ya a salir de mi biblioteca, temiendo la noche y el sueño. La negra cabellera no era, de hecho, más que la mano prolongada de la muerte que me empujaba hacia la nada. Para liberarme de esta obsesión, resolví hacer el viaje del sueño. Después de todo, entre la muerte y yo no debía de haber ya más de una temporada. Entonces, era preferible ir por delante de la prueba. He olvidado deciros que en esta medina la moneda que estaba en circulación no era otra que la famosa pieza de cincuenta céntimos, el batenio. Había también billetes de Banco que databan de nuestra época.
¡Amigos! Habéis escuchado al extranjero con la paciencia de vuestra hospitalidad. Pero, desde que esta historia y sus personajes han venido a merodear alrededor de mi noche, mi alma se ha adormecido. Como el día cae sobre la noche, los ríos se pierden en el mar y mi vida se impacienta ante el olvido. Yo pensaba que la muerte vendría brutalmente, sin avisar, sin ceremonia. Me he equivocado. Ha tomado caminos tortuosos, ¡lo que no me ha desagradado! Se ha tomado tiempo. Mi alma se ha despertado y mi cuerpo se ha levantado y se ha puesto a caminar. Le he seguido sin plantear demasiadas preguntas. He atravesado Europa. Me he detenido en Andalucía. Pese a mi edad y a mi última enfermedad, he hecho una locura: he pasado toda la jornada en el palacio de Al Hambra. He olfateado las cosas. He sentido los perfumes de la tierra y de la piedra. He acariciado los muros y dejado mi mano arrastrarse por el mármol. Visitaba, pues, por vez primera Al Hambra con los ojos apagados. Al final de la jornada, me he ocultado en el interior del baño moro. Los vigilantes no han visto nada. Así me he hecho encerrar en el palacio y los jardines. La noche llegó hacia las nueve. Era el mes de julio. Hacía buen tiempo. He salido de mi escondite como un niño. ¡Qué felicidad! ¡Qué alegría! Temblaba un poco. Caminaba sin tantear. Escuchaba el murmullo del agua. Respiraba profundamente el jazmín, las rosas y los limoneros. Escuchaba el eco de una música andaluza tocada aquí mismo hace cinco siglos. Cuando la orquesta dejaba de tocar, el almuédano llamaba a la plegaria con su voz desnuda y fuerte. Pensé en los reyes, en los príncipes, en los filósofos, en los sabios, abandonando este reino, dejando a la cruz del infiel el país y sus secretos. Mis manos sobre el mármol, era el adiós al día, el final de la nostalgia, el adiós a esta vieja memoria. He pasado una noche de euforia turbadora. Fui amado por la luna. Fundí mi noche en la dulzura de la que cubría Al Hambra. Creo haber recuperado la visión por un breve instante en esta noche andaluza, noche que iluminaba mi noche, una soledad ultrajada, desplazada en el tiempo, dejada detrás de la muralla. Por supuesto, he escuchado voces. Era la fiesta. Poetas recitaban versos que yo conocía de memoria. Los decía con ellos. Caminaba siguiendo las voces. Llegué al Patio de los Leones y allí reinaba un silencio cargado de un tiempo inmóvil. Me he sentado en el suelo como si alguien me hubiese conminado a detenerme ahí y no moverme más. Yo no escuchaba ya a los poetas. Buscaba mi voz en el recuerdo de mí mismo. El primer recuerdo del adolescente que fui, acompañando a su padre ya ciego en estos mismos jardines. De repente, una voz de mujer, grave y burlona, me llegó del exterior. Me lo esperaba, en parte. Estos lugares estaban habitados. Ella articulaba lentamente las primeras letras del alfabeto árabe: Bd… ta… Jim… hd… dal… Las letras cantadas resonaron en el patio. Me quedé allí hasta el alba, sin moverme, prestando atención, las manos aferradas a la columna de mármol. Era una voz de mujer en un cuerpo de hombre. Justo antes de las primeras luces del día, dos manos fuertes rodearon mi cuello. Intentaron estrangularme. Me debatí con las últimas energías; son las más terribles. Tuve una potencia física que jamás habría sospechado. Con mi bastón di un golpe al azar. Sin soltar sus manos, el hombre lanzó un grito de dolor. Sentí que su cuerpo se había desplazado ligeramente a la izquierda. Con el mismo impulso me levanté y asesté un gran golpe al estrangulador. ¿Era un ser humano, un ángel de la desgracia, un fantasma, un ave condenada a morir sola, era un hombre o una mujer? ¿He vivido realmente ese combate cuerpo a cuerpo con un hombre velado o he soñado ese incidente en el sueño de la noche andaluza? Sé que por la mañana yo estaba extenuado, me dolía el cuello y la nuca. Sé que la noche fue larga y plena de acontecimientos. Sé que al día siguiente había cambiado. Me dolía abandonar Al Hambra. El joven que me acompañaba debía inquietarse. Había comprendido que me había dejado encerrar. Me esperaba pronto por la mañana en la entrada principal. Yo era feliz, pese a la fatiga y a la falta de sueño. Ahora sé que el cuerpo que se había abatido sobre mí, por la noche, llevaba una peluca espesa y larga. Debía ser la muerte o su compañero. La muerte que me provoca con insolencia, se acerca a mí, después se aleja con la misma maldad, la misma insolencia. Esta noche debía ser la última. Yo habría podido tener una bella muerte en esta noche de Granada. Pero me he defendido con la rabia de un hombre joven. Me sentía libre, liberado de esta espera lenta y penosa. Desde entonces, ella puede venir. Conozco su rostro, conozco su voz. Conozco sus manos. Sé muchas cosas sobre ella, pero como todo el mundo, ignoro la hora y el día de su llegada. Desde hace algunos años, no dejo de caminar. Camino con lentitud, como el que viene de tan lejos que no espera llegar ya…
¿Dónde estoy en este momento? Siento el olor intenso de menta fresca, escucho las voces de los comerciantes de frutas, siento los olores de cocina, debemos estar muy cerca de un pequeño restaurante económico… perfumes fuertes, mezclados con petróleo quemado, todo es embriagador para un hombre viejo que ha caminado largo tiempo. ¿Soy objeto de una conjura que me miente y me traiciona? Decidme ahora si, vosotros que tenéis mi suerte en vuestras manos, se habría descubierto un cuerpo o un libro en uno de los palacios de Córdoba, de Toledo o de Granada.
¿He soñado la noche andaluza o lo he vivido? La imagen de un caballo loco suelto en el patio de una gran casa me persigue desde esa noche en Granada. Vuestro silencio es una dura prueba. Soy tan poco ajeno a la tierra de vuestros antepasados y estoy tan cercano a ese crepúsculo que avanza y os envuelve. Todo fue realizado por una mujer que concibió lo desmesurado, lo imposible, lo impensable. Están ahí las primeras luces de lo Secreto; y, si he notado lo ridículo de ello, es para preservar los pocos momentos de paz que necesita todo hombre ya atrapado por la muerte.
También yo podría citar el diwán de Almoqtádir El Maghrebi, que vivió en el siglo XII, y, sin identificarme con el recitante, mencionaré esta cuarteta: Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur, muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?
La puerta de las arenas
Un hombre de ojos grises y pequeños, casi cerrados por la fatiga y el tiempo, la barba tostada por la henna, la cabeza envuelta en un turbante azul, sentado en el mismo suelo, tendido como un animal herido, mira en dirección al extranjero que acaba de sumirse en un profundo sueño, los ojos abiertos, simplemente levantados hacia el techo, no buscando nada, dejando pasar los sueños, los espejos, las fuentes de agua, las moscas, las mariposas y el día.
Los hombres y las mujeres no se mueven. Tienen miedo a despertar brutalmente al extranjero prisionero de un secreto que les intriga y del que no tienen más que fragmentos. Meditan y esperan. La luz de este final de jornada desplaza las cosas, da sombras a los objetos más simples, los anima con colores y fastos breves, pasa sobre los rostros, se detiene en una mirada, después barre la escena sin desordenar nada. El hombre de ojos grises intenta incorporarse. Le ha costado juntar sus piernas, apoyarse sobre un taburete y se arrastra penosamente hacia la salida del café. Su albornoz desgastado y sucio le envuelve enteramente. Apenas se distinguen los rasgos de su rostro, que intenta ocultar con una parte de su turbante. Sujeta bajo el brazo una vieja cartera. Se acerca a la concurrencia inmóvil, se detiene y se sienta sobre una silla que cruje. Un hombre, con una seña de la mano, le pide que no haga mido, pero la silla desvencijada chirría. Pide un vaso de agua. Un vecino le ofrece el suyo lleno a la mitad. El hombre viejo saca de su cartera una pizca de polvo amarillo, lo diluye en el agua y lo traga murmurando una petición a Dios para que abrevie sus dolores y le cure. Deja el vaso, agradece con un gesto de la cabeza a su vecino, pone su cartera sobre la mesa, la abre y saca de ella un gran cuaderno desgastado. Sin avisar, levanta el cuaderno en el aire y dice: «Todo está ahí… Dios es testigo…».
La concurrencia se mueve, se aparta del extranjero que duerme; le vuelve la espalda, le abandona a su sueño blanco. «Todo está ahí… y lo sabéis…», repite el hombre de turbante azul. Esta frase dicha varias veces por una voz familiar funciona como una llave mágica que debe abrir puertas olvidadas, o condenadas. Señalando al ciego, dice: «Seremos un poco más pobres cuando este hombre esté muerto. Una infinidad de cosas —historias, sueños y países— morirán con él. Por eso estoy ahí, estoy de nuevo con vosotros, por algunas horas, por algunos días. Las cosas han cambiado desde la última vez. Algunos se han marchado, otros han venido. Entre nosotros, la ceniza y el olvido. Entre vosotros y yo, una larga ausencia, un desierto donde he vagado, una mezquita donde he vivido, una terraza donde he leído y escrito, una tumba donde he dormido. He necesitado tiempo para llegar hasta esta ciudad de la que no he reconocido ni los lugares ni los hombres. Yo me había marchado, expulsado de la gran plaza. He caminado largo tiempo por las llanuras y los siglos. Todo está ahí… Dios es testigo…». Se detiene un momento, coloca el gran cuaderno, lo abre, pasa las páginas: están en blanco. Examinándolas de cerca se comprueba que hay aún huellas de escritura, trozos de frases de tinta pálida, pequeños dibujos anodinos de lápiz gris. Continúa: «El libro está vacío. Ha sido destruido. He cometido la imprudencia de hojearlo una noche de luna llena. Al iluminarlo, su luz ha borrado las palabras una tras otra. Nada queda ya de lo que el tiempo ha anotado en este libro…, por supuesto, quedan fragmentos…, algunas sílabas…, la luna se ha apoderado así de nuestra historia. “¿Qué puede un narrador arruinado por la luna llena que le roba sin vergüenza? Condenado al silencio, a la huida y al vagabundeo, he vivido poco. Quería olvidar. No lo he logrado. He conocido a charlatanes y bandidos. Me he extraviado en tribus de nómadas que invadían las ciudades. He conocido la sequía, la muerte del ganado, la desesperanza de los hombres de la llanura. He recorrido a paso largo el país, del norte al sur y del sur al infinito”».
El ciego se despierta. Su cabeza se mueve. Los ojos abiertos no se posan sobre nada. La mirada está colgada como en el primer día de la ceguera. Se levanta. Una silla vacía cae. Hace un ruido desagradable. Un muchacho se precipita y le toma del brazo. Salen juntos a la gran plaza, poco animada a esta hora. El viejo cuchichea algunas palabras al oído del muchacho, quien se para un instante, y después le dirige hacia un círculo de hombres y mujeres sentados en un café en el suelo, sobre esteras. Están alrededor de una dama toda vestida de blanco y que habla lentamente. Se hace un sitio al ciego, que se sienta, cruzando las piernas. Toda su atención está concentrada en la voz de la dama. Pasa así de una historia cuyas claves creía tener, a un cuento del que no conoce ni el comienzo ni el sentido. Está contento de encontrarse embarcado en medio de una frase, como si su viaje por la medina continuase según su deseo con la pasión de perder su camino y sumirse en el laberinto que había perfilado en su biblioteca de Buenos Aires. La dama no detiene su relato: «… ¡al tacto, con respecto a la vista! ¡O bien esta espada no era más que una visión de un príncipe poseso! Y, sin embargo, la hoja brillaba al sol del mediodía, y los hombres lavaban las losas donde la sangre se había coagulado…».
El ciego asintió con un movimiento de la cabeza.
Del otro lado de la plaza, en el café, el hombre del turbante azul continúa su historia: «Si nuestra ciudad tiene siete puertas es porque ha sido amada por siete santos. Pero este amor se ha convertido en una maldición. Lo sé ahora, desde que me he atrevido a narrar la historia y el destino del octavo nacimiento. La muerte está ahí, fuera, gira como la rueda de la fortuna. Tiene rostro, manos y una voz. La conozco. Me acompaña desde hace largo tiempo. Me he familiarizado con su cinismo. No me da miedo. Se ha llevado a todos los personajes de mis cuentos. Me ha quitado los víveres. He abandonado esta plaza no solo porque se nos ha expulsado sino también, de todos modos en lo que me concierne, porque la muerte liquidaba uno a uno a mis protagonistas. Me marché por la noche, en medio del relato, prometiendo narrar la continuación de las aventuras a mi concurrencia fiel a la mañana siguiente. Cuando volví, la historia estaba ya terminada. Durante la noche, la muerte se había encarnizado sobre los principales personajes. Me encontré así con fragmentos de historia, impedido de vivir y de circular. Mi imaginación se había destruido. Intenté justificar esas desapariciones brutales. El público no lo aceptaba. La muerte, cuya risa y cuyos sarcasmos escuchaba yo a lo lejos, me ridiculizaba. Yo chocheaba. Farfullaba. No era ya un narrador, sino un charlatán, un pelele entre los dedos de la muerte. Al comienzo no comprendí lo que me ocurría. Acusaba a mi memoria desgastada por la edad. No era siquiera una cuestión de esterilidad, pues estaba en posesión de una colección importante de historias. Bastaba comenzar a narrarlas para que se vaciasen de su substancia. Pasaba noches en blanco. Fue durante una de esas noches cuando la muerte se me apareció bajo los rasgos de un personaje, el octavo nacimiento, Ahmed o Zahra, y que me amenazó con todos los rayos del cielo. Me reprochaba haber traicionado el secreto, haber manchado con mi presencia el Imperio del Secreto, allí donde el Secreto es profundo y está oculto. Yo estaba habitado por Esser El Mekhfi, el Secreto supremo. De tal modo oculto que me manipulaba sin saberlo yo. ¡Qué imprudencia! ¡Qué desatino! Mi infortunio había comenzado ya. Mi desgracia era inmensa. Veía acercarse la locura. No tenía ya rostro que mostrar al público. Me avergonzaba. La maldición estaba arrojada sobre mí. Ni vosotros ni yo sabremos jamás el final de la historia que no ha podido franquear todas las puertas. He tenido que ocultarme. He intentado convertirme, ejercer otros oficios. Escribano público, no tenía clientela. Sanador, no tuve ningún éxito. Tocador de laúd, las gentes se tapaban los oídos. Nada resultaba. Maldito. Estaba maldito y sin la menor esperanza. Hice una peregrinación al extremo sur del país. Llegué después de meses de marcha a pie y de vagabundeo por pueblos desconocidos que, en mi locura, debían ser apariencias, cuerpos vacíos, puestos en mi camino por la muerte que se burlaba de mí y me torturaba. Recuerdo que una noche en que estaba fatigado, me había dormido bajo un árbol en un lugar desierto donde no había más que piedras y este árbol. Cuando me desperté al día siguiente, me encontré en un cementerio donde había una muchedumbre de personas vestidas de blanco que enterraban en una gran fosa a adolescentes sin sudario, desnudos. Yo estaba horrorizado. Me he acercado a la fosa y he creído ver el cuerpo de mi hijo. He gritado. Una mano fuerte se posó sobre mi boca y ahogó mi grito. Yo estaba poseído e iba guiado por el instinto. Me sucedía caminar largo tiempo y encontrarme después, por un azar inexplicable, en mi punto de partida. Los personajes que yo creía inventar surgían en mi camino, me interpelaban y me pedían cuentas. Estaba atrapado en la trampa de mi propio delirio. Dedos me señalaban vengativos y me acusaban de traición. Fue así como el padre de Ahmed me secuestró en un viejo caserón y me exigió volver a la plaza para narrar la historia de otro modo. Era un hombre amargado, brutal, probablemente en el umbral del Infierno. La madre estaba detrás de él, en una silla de ruedas. Escupía sin cesar. Sus ojos vidriosos me miraban fijamente y me daban miedo. He encontrado también, en un camino, a Fátima. No estaba ya enferma. Era un viernes por la mañana. Me detuvo y me dijo: «Soy Fátima. Estoy curada». Se me apareció cargada de flores, feliz como quien acaba de tomarse su revancha sobre el destino. Sonreía ligeramente. Su vestido blanco —un poco sudario, un poco traje de novia— estaba casi intacto; solo un poco de tierra retenida en los pliegues. Me dijo con un tono tranquilo: «¿Me reconoces ahora? Soy la que has elegido para ser la víctima de su personaje. Te has librado rápido de mí. Ahora vuelvo a visitar los lugares y observar las cosas que yo suponía eternas. Veo que el país no ha cambiado. Y tú, te has perdido. Has extraviado tu historia y tu razón. La tierra está seca, sobre todo en el sur. Yo no conocía el sur. Vuelvo sobre los pasos de tu historia. Cuento los muertos y espero a los supervivientes. Nada puedes contra mí. Pertenezco a esta eternidad de la que hablas sin conocerla. El país no ha cambiado, o, más bien, veo que el estado de las cosas se ha agravado. ¡Es curioso! Las gentes pasan su vida encajando los golpes; se les humilla cotidianamente; no rechistan, y después, un día salen a la calle y destruyen todo. El ejército interviene y dispara sobre la muchedumbre para restablecer el orden. El silencio y la cabeza bajo el brazo. Se excava una gran fosa y se tiran en ella los cuerpos. Esto se vuelve crónico. Cuando yo estaba enferma, no veía lo que ocurría a mi alrededor. Me debatía con mis crisis y esperaba la liberación. Ahora escucho todo, sobre todo los gritos de niños y los disparos. Es estúpido morir de una bala perdida cuando ni siquiera se tienen veinte años. Los veo llegar completamente atónitos. ¡Pobres chavales!…».
Se detuvo un instante, sacó de un bolsillo oculto por las flores dátiles y me los ofreció. «Ten, come estos dátiles, son buenos. No tengas miedo, no son los que se colocan sobre los ojos del muerto. No, son dátiles que he recogido esta mañana…, ¡cómelos, verás más claro!…».
En efecto, después de haberlos tragado todos, he visto claro, tan claro que no he visto nada más. Estaba deslumbrado, por una luz muy intensa y no veía más que sombras talladas en una claridad blanca. Por supuesto, no había ya nadie a mi alrededor. Fátima había desaparecido. Me froté los ojos. Me dolían a fuerza de frotarlos. Estaba completamente poseído por esta historia y sus gentes. Sabéis, sin ser supersticioso, ¡no hay que bromear con esas cosas! Las historias que se narran son como lugares. Están habitadas por aquellas personas a quienes han pertenecido en tiempos lejanos, no forzosamente por lo que se llama espíritus. Una historia es como una casa, una vieja casa, con niveles, pisos, habitaciones, pasillos, puertas y ventanas, graneros, sótanos o grutas, espacios inútiles. Los muros son su memoria. Raspad un poco una piedra, prestad atención ¡y escucharéis muchas cosas! El tiempo reúne lo que trae el día y lo que dispersa la noche. Guarda y retiene. El testigo, es la piedra. El estado de la piedra. Cada piedra es una página escrita, leída y tachada. Todo se conserva en las partículas de piedra. Una historia. Una casa. Un libro. Un desierto. Un vagabundeo. El arrepentimiento y el perdón. ¿Sabíais que perdonar es ocultar? No tengo ni gloria ni esplendor que me transportarían hasta los cielos. He olvidado las cinco plegarias. Pensaba que la fuente de donde yo extraía mis historias jamás se secaría. Como el océano. Como las nubes que se suceden, cambian pero dan siempre lluvia. Busco el perdón. ¿Quién se atrevería a concederme este olvido? Se me ha dicho que un poeta anónimo convertido en santo de las arenas que envuelven y disimulan podría ayudarme. Me he puesto en camino. Me he despojado de todo y he seguido a la caravana a pie. He abandonado todo. Me he vestido de lana y he tomado el camino del sur sin volverme. No terna ya familia, ni oficio, ni ataduras. Antes, yo vivía sin preocuparme del mañana. Tenía mi círculo reservado en la gran plaza. Tenía un público fiel y atento. Mis historias me hacían vivir. Dormía en paz. Investigaba en los manuscritos antiguos. Picaba en las historias de los demás, hasta el día en que una pobre mujer de Alejandría vino a verme. Era delgada y morena, su mirada se posaba con precisión sobre las cosas. De todos los narradores de la plaza, cuyos relatos había seguido, fue a mí a quien eligió. Me lo dijo de golpe: «Les he escuchado a todos, ¡solo usted sería capaz de narrar la historia de mi tío que, de hecho, era mi tía! Tengo necesidad de ser liberada del peso de este enigma. Es un secreto que ha pesado largo tiempo sobre nuestra familia. Se ha descubierto la verdadera identidad de mi tío el día de su muerte. Desde entonces, vivimos una pesadilla. He pensado que haciendo pública esta historia, se haría de ello una leyenda, y, como todos saben, los mitos y las leyendas son más soportables que la estricta realidad».
Me contó con detalle la historia de Bey Ahmed. Llevó dos días. Lo escuchaba yo todo, pensando en lo que podría hacer de todos esos datos, y cómo adaptarlos a nuestro país. Después de todo, hay poca diferencia entre nuestras dos sociedades árabes y musulmanas, feudales y tradicionales. Le he preguntado por qué su elección se ha detenido en mí. Me dijo, quizá para halagarme, que yo tenía más imaginación que los demás, y después añadió: «Ahora esta historia está en usted. Va a ocupar sus días y sus noches. No podrá usted escapar ya de ella. Es una historia que viene de lejos. Le dejo a usted un tesoro y un pozo profundo. ¡Cuidado, no hay que confundirlos, le va a usted la razón en ello! Sea usted digno del secreto y de sus heridas. Transmita usted el relato haciéndolo pasar por los siete jardines del alma. ¡Adiós, amigo mío, mi cómplice!».
Antes de dejarme me entregó un gran cuaderno de más de doscientas páginas, en el que estaban incluidos el diario y los pensamientos de Bey Ahmed. Lo he leído y releído. Cada vez me sentía más trastornado y no sabía qué hacer de esta historia. Me he puesto entonces a narrarla. Cuanto más avanzaba, más me hundía en el pozo…, mis personajes me abandonaban…, me veía reducido a levantar actas, hasta el día en que, aprovechando la limpieza de la plaza, tomé el camino del sur. Cuando el libro fue vaciado de sus escritos por la luna llena, tuve miedo al comienzo, pero esos fueron los primeros signos de mi liberación. También yo he olvidado todo. Si alguien de entre vosotros pretende conocer la continuación de esta historia, deberá interrogar a la luna cuando esté totalmente llena. Yo deposito ante vosotros el libro, el tintero y los portaplumas. ¡Me voy a leer el Corán sobre la tumba de los muertos!
Diciembre de 1982 – febrero de 1985
