El niño de arena (VIII)

Tahar Ben Jelloun





Fatuma

¡Hombres! Existe una piedad que amo y busco, es la de la memoria. La aprecio porque no plantea preguntas. Sé que esta cualidad está en vosotros. Por ello, me adelantaré a vuestras interrogaciones y saciaré vuestra curiosidad.

Estáis sentados en el suelo, con la espalda en la pared, frente a la montaña. Una capa de nubes cubre su cima. Dentro de poco, los colores vendrán lentamente a mezclarse con las nubes. Darán un espectáculo para la vista y para el espíritu que saben esperar.

Como dice el poeta: «No se puede olvidar el tiempo más que sirviéndose de él…». Antes, el tiempo se servía de mí y acabé por olvidarme. Mi cuerpo, mi alma, el incendio que yo podía provocar, la aurora donde me refugiaba, todo eso me era indiferente. Todo se callaba a mi alrededor: el agua, la fuente, la luna, la calle.

Y vengo de lejos, de muy lejos, he andado por caminos sin final; he recorrido territorios helados; he atravesado espacios inmensos poblados de sombras y de tiendas deshechas. Países y siglos han pasado ante mi mirada. Mis pies se acuerdan aún. Tengo la memoria en la planta de los pies. ¿Era yo quien avanzaba o era la tierra quien se movía bajo mis pies? ¿Cómo lo sabría yo? Todos esos viajes, todas esas noches sin auroras, sin mañanas, las he forjado en una habitación estrecha, circular, alta. Una habitación sobre la terraza. La terraza estaba sobre una colina y la misma estaba pintada sobre una tela de seda rojo pálido. Me había instalado en la parte alta, ventanas y puerta cerradas. La luz era indeseable. Y me sentía más libre en la oscuridad. Organizaba mis viajes a partir de fragmentos de relatos de grandes viajeros. Si yo fuese un hombre, habría dicho: «¡Ibn Batouta soy yo!», pero no soy más que una mujer y habito una habitación a la altura de una tumba colgada.

He ido a La Meca, más por curiosidad que por fe. Estaba ahogada por esta horda de blanco. Yo estaba dentro, arrollada, aplastada. Entre mi habitación desierta y la gran mezquita, no había mucha diferencia. En ningún momento perdí la consciencia. Por el contrario, todo me llevaba a mí y a mi pequeño universo donde mis apegos me devoraban y me agotaban. Estaba estrictamente prohibido abandonar la peregrinación antes de terminar. No podía más. Había perdido el rastro del alfarero, el que debía vigilar y proteger mi virtud. Por vez primera, quise acabar con ello. La muerte es tan poca cosa en esos lugares… Yo me decía que era más fácil morir aplastada, pisoteada por esta muchedumbre y ser arrojada después a la fosa común cotidiana… Tenía en mí, en mi pecho, una cosa consignada, entregada por manos familiares, había guardado un grito, largo y doloroso, sabía que no era el mío; tenía la intuición que a mí correspondía la decisión de lanzar ese grito, un grito que estremecería el cuerpo compacto de esta muchedumbre de fieles, que haría vibrar las montañas circundantes de los santos lugares, ese grito prisionero ahí en mi caja torácica era el de una mujer. La necesidad de sacarlo y expulsarlo de mi cuerpo se volvía urgente a medida que aumentaba la muchedumbre donde yo me hallaba. Yo sabía, siempre por intuición, que esta mujer lo había depositado en mí justo antes de morir. Era joven y estaba enferma. Debía sufrir de asma y quizá —no estoy segura— de epilepsia. De todos modos, había sido preciso llegar a los lugares de plegaria y de recogimiento para tener el deseo de desgarrar el cielo con un grito profundo del que yo poseía los gérmenes pero no las razones. Me sentía totalmente capaz de hendir con ese grito la muchedumbre y el cielo, hacer así justicia al ausente, al ser enfermo que ha vivido poco y que, sobre todo, ha vivido mal… Después yo me pregunté: ¿por qué ese grito ha encontrado refugio en mí y no en un hombre, por ejemplo? Una voz interior me respondió que ese grito debía alojarse en el pecho de un hombre, pero hubo un error o, más bien, la joven mujer ha preferido ofrecerlo a una mujer capaz de experimentar el mismo sufrimiento, el mismo dolor que ella. Gritando, sabrá de qué lado de la noche se halla la muerte, agazapada en un rincón apenas iluminado. Avanzaba entre la muchedumbre, el torso hinchado, embarazada de ese grito; yo sabía que lanzándolo con todas mis fuerzas lograría expulsarlo de mi cuerpo, liberarme y liberar también al ser que me lo había confiado. Eso era la muerte con que soñaba yo. Con la dispersión de los peregrinos, no tuve necesidad de gritar. No estaba ya bajo esta tensión que me empujaba hacia adelante. Abandoné La Meca sin pensar y me embarqué en el primer navío que encontré. Me gustaba el viaje en barco. Estar sobre un océano, lejos de toda atadura, no saber la dirección de la ruta, estar colgado, sin pasado, sin porvenir, estar en el instante inmediato, rodeado por esta inmensidad azul, contemplar por la noche la tenue envoltura del cielo donde tantas estrellas se hilvanan; sentirse bajo la dulce influencia de un sentimiento ciego que, lentamente, propone una melodía, algo entre la melancolía y el gozo interior… Era eso lo que me gustaba… y ese barco me ha reconciliado con las bodas rotas del silencio.

Esa peregrinación, incluso mal realizada, me había liberado: al volver al país, no volví a mi casa. No tenía ya ganas de volver a encontrarme esta vieja casa en ruinas donde sobrevivía, en condiciones de desgracia intermitente, el resto de mi familia. Abandoné sin pensar mi habitación y mis libros. Por las noches dormía en una mezquita. Acurrucada en mi chilaba, la capucha caída sobre el rostro, yo podía pasar por un hombre, un montañés perdido en la ciudad. Entonces, tuve la idea de disfrazarme de hombre. Bastaba poco: guardar las apariencias. Cuando era joven y rebelde, me divertía transformando mi imagen. Siempre he sido delgada, lo que facilitaba el juego. Era una experiencia bastante extraordinaria pasar de un estado a otro. En mi caso, iba a cambiar de imagen, cambiar de rostro en el mismo cuerpo, y a disfrutar el llevar esa máscara hasta aprovecharme de ello con exceso.

Y después, todo se ha detenido, todo se ha petrificado; el instante se ha convertido en una habitación, la habitación se ha convertido en una jornada soleada; el tiempo, en un viejo armazón olvidado en esta caja de cartón, en esta caja hay viejos zapatos desparejados; un puñado de clavos nuevos, una máquina de coser Singer que gira sola, un guante de aviador tomado de un muerto, una araña inmovilizada en el fondo de la caja, una cuchilla de afeitar Minora, un ojo de cristal, y además, el inevitable espejo en mal estado y que se ha liberado de todas sus imágenes; por lo demás, todos esos objetos de la caja son de su propia y sola imaginación, desde que se ha extinguido, desde que se ha convertido en un simple pedazo de cristal, no refleja ya objetos, se ha vaciado durante una larga ausencia… Ahora sé que la clave de nuestra historia se halla entre esas viejas cosas… No me atrevo a rebuscar, por miedo a que me arranquen la mano mandíbulas mecánicas que, pese a la herrumbre, funcionan aún…, ellas no proceden del espejo sino de su doble…, he olvidado hablaros de ello, de hecho no lo he olvidado, pero es por superstición…, tanto peor… No saldremos de esta habitación sin hallar la clave, y para esto va a ser necesario evocar, aunque no fuese más que por alusión, al doble del espejo… No lo busquéis con los ojos; no está en esta habitación; al menos, no está visible. Es un jardín tranquilo con adelfas, piedras lisas que captan y guardan la luz, ese jardín está petrificado también él, colgado, es secreto, su camino es secreto, su existencia no es conocida más que por muy escasas personas, las que se han familiarizado con la eternidad, sentadas allá lejos sobre una losa que mantiene intacto el día, retenido en su mirada; ellas están en posesión del hilo del comienzo y del final; la losa cierra la entrada del jardín, el jardín da al mar, y el mar traga y se lleva todas las historias que nacen y mueren entre las flores y las raíces de las plantas…, en cuanto al día, ha conservado en él, en su espacio, el verano y el invierno, están ahí mezclados en la misma luz…

He aprendido así a estar en el sueño y a hacer de mi vida una historia totalmente inventada, un cuento que se acuerda de lo que ha ocurrido realmente. ¿Es por tedio, es por cansancio, que uno se da otra vida, puesta sobre el cuerpo como una chilaba maravillosa, un ropaje mágico, un abrigo, tela celeste, tachonada de estrellas, colores y luz?

Desde mi reclusión, asisto, muda e inmóvil, a la mudanza de mi país: los hombres y la historia, las llanuras y las montañas, las praderas e incluso el cielo. Quedan las mujeres y los chavales. Se diría que se quedan para guardar el país, pero no guardan nada. Van y vienen, se agitan, se las apañan. Los que han sido expulsados de los campos por la sequía y las desviaciones de los cursos de agua vagabundean por las ciudades. Mendigan. Se les rechaza, se les humilla y siguen mendigando. Arrancan lo que pueden. Niños…, mueren muchos, demasiados… Entonces se hacen, más y más… Nacer varón es un mal menor… Nacer mujer es una calamidad, una desgracia que se deposita con indiferencia en el camino por el que pasa la muerte al final de la jornada… ¡Oh!, no os enseño nada. Mi historia es antigua…, data de antes del Islam… Mi palabra no tiene mucho peso… No soy más que una mujer, no tengo ya lágrimas. Se me ha enseñado pronto que una mujer que llora es una mujer desahuciada… He logrado tener la voluntad de no ser jamás esta mujer que llora. He vivido en la ilusión de otro cuerpo, con las ropas y las emociones de otra persona. He estado engañando a todo el mundo hasta el día en que me di cuenta de que me engañaba a mí misma. Entonces me puse a observar a mi alrededor y lo que he visto me ha sorprendido, trastornado profundamente. ¿Cómo he podido vivir así, en una jaula de cristal, en la mentira, en el desprecio por las demás personas? No se puede pasar de una vida a otra tan solo saltando una pasarela. En cuanto a mí, tenía que liberarme de lo que fui, entrar en el olvido y eliminar todas las huellas. La ocasión iban a ofrecérmela los chavales, todos esos pilludos de las chabolas, expulsados de las escuelas, sin trabajo, sin techo, sin porvenir, sin esperanza. Habían salido a las calles, primero con las manos desnudas, después con las manos llenas de piedras, reclamando pan. Gritaban cualquier lema… No podían contener más su violencia…, mujeres y hombres sin trabajo se les sumaron. Me encontraba en la calle, no sabía qué pensar… no tenía razón para manifestarme con ellos. Jamás había conocido el hambre. El ejército ha disparado a la muchedumbre. Me he visto mezclada con los chavales casi por casualidad. Yo estaba con ellos, frente a las fuerzas del orden. Aquel día conocí el miedo y el odio. Todos cayeron en el acto. Recibí un balazo en el hombro, mujeres que estaban en su puerta para animar a los manifestantes me recogieron en seguida y me ocultaron en su casa. Al entrar en esta casa de pobres, recogida por mujeres cuyos hijos debían estar entre la muchedumbre, sentí una emoción muy fuerte hasta olvidar el dolor causado por la herida. Ellas se ocuparon de mí con eficacia y amabilidad. Desde ese día, me llamo Fatuma. Me guardaron largo tiempo en su casa. La policía buscaba por todas partes a los heridos para detenerlos. Vigilaba incluso los cementerios. La orden era limpiar el país de la mala simiente para impedir nuevas revueltas. ¡Ay!, el país no fue limpiado verdaderamente…, otras sublevaciones, más sangrientas, tuvieron lugar quince y veinte días después…

Entretanto, había perdido el gran cuaderno donde anotaba mi historia. Intenté reconstruirlo pero en vano. Entonces salí a la búsqueda del relato de mi vida anterior. La continuación la conocéis. Confieso haber sentido placer en escuchar al narrador y después a vosotros. He tenido así el privilegio, veinte años más tarde, de revivir ciertas etapas de mi vida. Ahora estoy muy fatigada. Os ruego que me dejéis. Como veis, soy vieja pero no muy anciana. No es corriente ser portador de dos vidas. Tengo tanto miedo a embrollarme, a perder el hilo del presente y a ser encerrada en ese famoso jardín luminoso de donde no debe filtrarse ni una palabra.


El trovador ciego

«El Secreto es sagrado, pero no por eso es un poco menos ridículo».

El hombre que así hablaba era ciego. Aparentemente, sin bastón. Solo su mano colocada sobre el hombro de un adolescente. Vestido con un traje oscuro, grande y delgado, vino a sentarse a la mesa de los dos hombres que meditaban aún sobre la historia de Fatuma. Nadie le había invitado. Se excusó, se ajustó sus gafas negras, dio una moneda a su acompañante para que fuese a divertirse, después se volvió hacia la mujer y le dijo:

—¡Es verdad! El Secreto es sagrado, pero, cuando se vuelve ridículo, más vale librarse de él… Por otra parte, sin duda vais a preguntarme quién soy, quién me ha enviado y por qué me meto así en vuestra historia… Tenéis razón. Voy a explicaros… No… Sabed simplemente que he pasado mi vida falsificando o modificando las historias de los demás… Qué importa de dónde vengo y no sabría deciros si mis primeros pasos se han marcado en el lodo de la orilla oriental o de la orilla occidental del río. Me gusta inventar mis recuerdos. Eso depende del rostro de mi interlocutor. Así, hay rostros donde aparece un alma y otros donde no aparece más que una máscara de piel humana arrugada y sin nada detrás. Confieso que, desde que soy ciego, confío en mis intuiciones. Viajo mucho. Antes, no hacía más que observar, mirar, escrutar y anotar en mi cabeza. Ahora vuelvo a hacer los mismos viajes. Escucho. Presto atención y aprendo muchas cosas. Es curioso cómo trabaja el oído. Tengo la impresión que nos informa más y mejor sobre el estado de las cosas. Me sucede tocar rostros para descubrir en ellos las huellas del alma. He frecuentado mucho a los poetas y los narradores. Yo amontonaba sus libros, los colocaba, los protegía. Incluso había instalado una cama en mi lugar de trabajo. Era un guarda nocturno y diurno. Dormía rodeado de todas esas obras de las que era el amigo vigilante, el confidente y también el traidor.

Vengo de lejos, de otro siglo, vertido en un cuento por otro cuento, y vuestra historia, porque no es una traducción de la realidad, me interesa. La tomo tal como es, artificial y dolorosa. Cuando era joven, me avergonzaba de ser alguien que no amaba más que a los libros, en vez de ser un hombre de acción. Entonces inventaba con mi hermana historias donde yo tenía que luchar todo el tiempo contra los fantasmas, y pasaba fácilmente de una historia a otra sin preocuparme de la realidad. Así es como hoy me hallo como una cosa colocada en vuestro cuento, del que nada sé. He sido expulsado —la palabra quizá sea fuerte— de una historia que alguien me murmuraba al oído como si yo fuese un moribundo al que había que decir cosas poéticas o irónicas para ayudarle a partir. Cuando leo un libro, me instalo dentro. Es mi defecto. Os he dicho hace un instante que yo era un falsificador, soy el biógrafo del error y de la mentira. No sé qué manos me han empujado hasta vosotros. Creo que son las de vuestro narrador, que debe ser un contrabandista, un traficante de palabras. Para ayudaros, os digo de dónde vengo, os entrego las últimas frases de la historia que he vivido, y de ahí quizá podremos resolver el enigma que os ha reunido.

«En un alba sin pájaro, el mago vio caer sobre los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó en refugiarse en las aguas, pero pronto comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y lo absurdo de sus trabajos. Caminó sobre los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, le acariciaron y le inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror comprendió que también él era una apariencia, que otra persona estaba a punto de soñarle».

Soy esa otra persona que ha atravesado un país sobre una pasarela que une dos sueños. ¿Es un país, un río o un desierto? ¿Cómo lo sabría yo? En este día de abril de 1957, estamos en Marrakesh, en un café cuya sala del fondo sirve para almacenar los sacos de aceitunas verdes. Estamos al lado de una estación de autobuses. Apesta a carburante. Mendigos de todas las edades merodean alrededor de nosotros. Les noto aún más amargos que ayer. La llamada a la plegaria lanzada desde una pequeña mezquita que debe hallarse a menos de ciento cincuenta metros a mi izquierda no les hace moverse. ¿Y por qué se precipitarían a la mezquita? Les comprendo pero nada puedo hacer por ellos.

Durante largo tiempo he tenido la mala conciencia de viajar por países pobres. He terminado por acostumbrarme e incluso no ser ya sensible. Estamos, pues, en Marrakesh, en el corazón de Buenos Aires, cuyas calles, lo he dicho una vez, «son como las entrañas de mi alma», y esas calles se acuerdan muy bien de mí.

He venido, portador de un mensaje. Es una mujer, probablemente árabe, de todos modos de cultura islámica, que se ha presentado un día a mí, recomendada, me parece, por un amigo del que yo no tenía ya noticias desde hacía mucho tiempo. Por entonces, aún no era ciego. Mi vista disminuía mucho y todo me aparecía desvaído y sombreado a trazos. Por tanto, no puedo describiros el rostro de esta mujer. Sé que era delgada y llevaba un vestido largo. Pero de lo que me acuerdo muy bien y que me había sorprendido, era su voz. Raramente he escuchado una voz tan grave y aguda al mismo tiempo. ¿Voz de hombre que habría sufrido una operación en las cuerdas vocales? ¿Voz de mujer herida de por vida? ¿Voz de un castrado envejecido antes de tiempo? Me parecía haber escuchado ya esta voz en uno de los libros que había leído. Era, creo, en uno de los cuentos de mil y una noches, la historia de esta criada llamada Tawaddud que, para salvar a su amo de la ruina, le propuso comparecer ante el califa Haríxn al-Rachid y responder a las preguntas más difíciles de los sabios —estaba dotada de un saber universal—, lo que permitiría a su amo, en caso de éxito total, venderla al califa por diez mil dinares. Por supuesto, salió victoriosa de la prueba. Hárun al-Rachid aceptó en su corte a Tawaddud y a su amo, y los gratificó con varios miles de dinares.

Es un relato sobre la ciencia y la memoria. Me ha gustado esta historia porque yo mismo estaba seducido por el saber de esta criada y envidioso de su rigor y sutileza.

Ahora, estoy casi seguro de ello: la mujer que me visitó tenía la voz de Tawaddud. ¡Y sin embargo, les separan siglos! La criada no tenía más que catorce años, la mujer era mayor. Pero todo esto no es más que coincidencia y casualidad. He olvidado lo que me ha dicho ella. De hecho, no la escuchaba sino que oía su voz. Cuando ella se dio cuenta que yo no prestaba atención a lo que me decía, buscó en un bolsillo interior, sacó de ahí una moneda y me la dio. Ese gesto me turbó. Ella conocía, pues, mi pasión por las monedas antiguas. Palpé la moneda. Era un batenio de cincuenta céntimos, moneda rara que había circulado durante poco tiempo en Egipto, hacia el año 1852. El batenio que yo tenía en mi mano estaba muy desgastado. Con los dedos, intenté reconstruir las efigies grabadas sobre el anverso y el reverso. La fecha de emisión, 1851, estaba en cifras indias. ¡Jamás he entendido por qué los árabes han renunciado a sus propias cifras, abandonadas al mundo entero, para adoptar esas especies de jeroglíficos indios donde el 2 es lo contrario del 6; el 8, un 7 invertido; el 5 es un cero, y el cero un punto vulgar! En el anverso, una figura de hombre con un bigote fino, una cabellera larga y los ojos bastante grandes. En el reverso, el mismo dibujo, excepto que el hombre carece ya de bigote y tiene una apariencia femenina. Supe más tarde que la moneda había sido acuñada por el padre de dos gemelos, un varón y una mujer, por quienes sentía pasión loca. Era un hombre poderoso, un gran señor feudal, terrateniente y dirigente político. De hecho, esta moneda no era oficial. La había fabricado para su placer, no circulaba más que dentro de sus propiedades.

En 1929, tuvimos en Buenos Aires una moneda corriente de veinte céntimos que se llamaba el zahir. Sabéis bien lo que significa esa palabra: lo aparente, lo visible. Es lo contrario del batenio, que es lo interior, lo que está guardado en el vientre. ¿No es eso el secreto? Pero lo curioso es que la moneda con esas dos figuras parecidas quitaba al secreto una parte de su misterio. Sé, por haberlo anotado por escrito, que el zahir es el fondo de un pozo en Tetuán, como sería, según Zotenberg, una vena en el mármol de uno de los mil doscientos pilares de la mezquita de Córdoba. El batenio no tenía sentido más que porque una mano desconocida me lo daba. Era una especie de contraseña entre miembros de una misma secta. Ahora bien, yo no pertenecía a secta alguna y no entendía lo que ese gesto quería significar.

Tomé una lupa y me puse a buscar algún signo particular que se habría grabado sobre una de las caras de la moneda. Había una cruz pero debía ser cosa del azar y del tiempo.

La dama me observaba en silencio. Le invité a sentarse sobre un viejo sofá de cuero. Era muy pequeña, recogida sobre sí misma en el fondo de ese sillón. Cuando sus ojos no estaban fijos en mis manos que palpaban la moneda, daban la vuelta a la habitación cubierta de libros. Se habría dicho que contaba las obras y me fijé que su cabeza seguía el movimiento de su mirada. En un cierto momento, se levantó y se acercó lentamente al estante del fondo, de donde sacó un Corán manuscrito que un ministro copto del rey Farouk me había ofrecido con ocasión de una visita a la universidad de Al Azhar en El Cairo.

Había en su ademán algo de frágil, de torpe y de gracioso al mismo tiempo. Se volvió hacia mí y me dijo en un español aproximado: ¿Qué hace usted con un manuscrito en árabe? Le respondí que me agradaba la escritura árabe, la caligrafía y las miniaturas persas. Incluso le conté que iba al menos una vez al año a Córdoba para sentir la nostalgia de la Andalucía feliz. Le dije también que todas las traducciones que había leído del Corán me habían hecho sentir la fuerte intuición de que el texto árabe debía ser sublime. Ella asintió con la cabeza y se puso a leer en voz baja algunos versículos. Era un murmullo entre el canto y el lamento. La dejé así, sumida en el Libro, con la beatitud y la pasión del ser que acababa de hallar lo que buscaba desde hacía mucho tiempo. Por un momento tuve la idea de hacerle escuchar una grabación del jeque Abdessamad salmodiando la azora IX, «La contrición o la Inmunidad». (At-Tauba, Al-Bará), pero renuncié a ello.

¡Extraña situación! Se habría dicho que yo estaba en un libro, uno de esos personajes pintorescos que aparecen en medio de un relato para inquietar al lector; quizá yo era un libro entre los miles apretados unos contra otros en esta biblioteca donde yo venía hace poco a trabajar. Y además, un libro, al menos tal como lo concibo, es un laberinto hecho adrede para confundir a los hombres, con la intención de perderles y situarles en las dimensiones estrechas de sus ambiciones.

Así, me he hallado, en esa tarde de junio de 1961, encerrado en mi biblioteca con una dama misteriosa, sujetando entre los dedos una vieja moneda que ni siquiera había servido. En el momento del crepúsculo, el cielo se tiñó de un malva mezclado con amarillo y blanco. Tuve la sensación de que eso era el rostro de la muerte feliz. No tenía miedo. Sabía ya que la muerte o su alusión vuelve a los hombres valiosos y patéticos. Lo había frecuentado en los libros y el sueño. Cerré los ojos, y, entonces, vi como un relámpago el rostro de un hombre atormentado; en mi opinión no podía ser más que el padre de la dama sentada en mi casa leyendo el Corán… A partir de esta visión, no era ya el mismo, acababa de poner todo mi cuerpo en un engranaje. No era por desagradarme, pero habría preferido dirigir yo mismo las operaciones. Había actuado, y mi imaginación no tenía más que seguir sin intervenir. Me dije, a fuerza de inventar historias con vivos que no son más que muertos y lanzarlos por senderos que se bifurcan o en moradas sin muebles, llenas de arena, a fuerza de jugar al sabio ingenuo: ¡he aquí que estoy encerrado en esta habitación con un personaje o, más bien, un enigma, dos rostros de un mismo ser, completamente atascado en una historia inacabada, una historia sobre la ambigüedad y la huida! Me quedé sentado, jugando mi vida a cara o cruz con el batenio. Una voz interior me decía con la ironía justa: «El sol de la mañana resplandecía sobre la espada de bronce, donde no había ya huella de sangre. ¿Lo creerás? El viejo hombre apenas se ha defendido».

Yo era ese viejo, prisionero de un personaje que yo habría podido modelar si hubiese permanecido un poco más de tiempo en Marruecos o en Egipto. Así que debía escucharle. La dama cerró el Corán, lo puso sobre la mesa que nos separaba. El libro santo puesto así entre nosotros debía impedir la mentira. De todos modos, no estaba ahí por casualidad. La dama me tendió la mano para recuperar la moneda. La examinó, la depositó sobre el Corán, y después, con un tono neutro, me dijo: «En el punto y lugar adonde he llegado, me detengo un momento, me despojo de mis oropeles, quito una a una todas mis pieles, como una cebolla me pelaré ante usted hasta la última substancia para decir la falta, el error y la vergüenza».

Después de un largo silencio, mirando fijamente el Corán, continuó: Si he decidido hablar hoy, es porque al fin le he encontrado a usted. Solo usted es capaz de comprender por qué estoy aquí en este momento. No soy uno de sus personajes, habría podido serlo. Pero no me presento a usted como silueta llena de arena y de palabras. Desde hace algunos años, no soy más que un vagabundo absurdo. Soy un cuerpo en fuga. Creo saber incluso que soy buscada en mi país por asesinato, usurpación de identidad, abuso de confianza y robo de herencia. Lo que busco, no es la verdad. Soy incapaz de reconocerla. Tampoco es la justicia. Es imposible. Hay en ese Libro versículos que tienen función de ley; no dan la razón a la mujer. Lo que busco, no es el perdón, pues quienes habrían podido concedérmelo no están ya ahí. Y sin embargo, tengo necesidad de justicia, de verdad, y de perdón. He ido de país en país con la pasión secreta de morir en el olvido y de renacer en el sudario de un destino limpio de toda sospecha. Ser iluminada por fin por la idea de esta muerte feliz que tiene el poder de liberarme de todo lo que pesa sobre mí como una eterna maldición. He aprendido a separar mi vida de esos lugares y objetos que se deshacen en cuanto se les toca. Me he marchado, expulsada de mi pasado por mí misma, creyendo que alejándome del país natal encontraría el olvido y la paz, y que merecería por fin el consuelo. He abandonado todo: la vieja casa, la autoridad que yo estaba condenada a ejercer sobre mi familia, los libros, la mentira y la inmensa soledad que me estaba impuesta. Yo no podía simular más una vida que me avergonzaba.

Os confieso que, hasta ahora, no entendía adonde quería ella llegar. La escuchaba con paciencia y curiosidad porque había sabido intrigarme, había sabido suscitar en mí esta atención que me clavaba a mi sillón y me hacía olvidar el tiempo. Antes de recibirla me sentía ocioso. Daba vueltas por mi biblioteca. Ya era anciano y la mayoría de mis amigos habían muerto. Mi vista disminuía cada vez más. Mi ceguera era irremediable. El médico me había advertido. Me preparé para esta soledad penosa donde uno se vuelve dependiente. Su visita, anunciada por varias cartas, me interesaba tanto más cuanto que se había hecho recomendar ella por Stephen Albert, un viejo amigo, muerto hacía mucho tiempo. Había sido misionero en Tientsin. Encontré divertida la gestión. Ella no sabía que Stephen estaba muerto, ni siquiera quién era él realmente. Ya me había ocurrido recibir cartas firmadas con el nombre de uno de mis personajes. Después de todo, yo no inventaba nada. Leía los libros y las enciclopedias, buscaba en los diccionarios y lograba historias bastante verosímiles por placer y también para mofarme de la angustia del tiempo que cava cada día un poco más nuestra fosa común. No he dejado toda mi vida de oponer el poder de las palabras —los signos de las lenguas orientales caligrafiadas para dar vértigo— a la fuerza del mundo real e imaginario, visible y oculto. Hay que decir que yo sentía más placer en aventurarme en el suelo y en lo invisible que en lo que parecía violento, físico, limitado.

Después de un largo silencio, en que la dama esperó una réplica o una reacción alentadora, le dijo, como en un juego, algo terrible, una de las raras frases que recuerdo por haberlo escrito en 1941: «Quien se lanza a una empresa atroz debe imaginarse que ya la ha realizado, debe imponerse un porvenir irrevocable como el pasado». No sabía que esta frase fuera a hacerle daño. La condenaba a perseverar en su ser. Me equivoqué. ¿Con qué derecho he pronunciado esta frase? Yo, en mi retiro, no muy lejos de la muerte, ya en el umbral de la ceguera, rodeado por capas de tinieblas que avanzaban lentamente para quitarme definitivamente el día, su luz y su sol. ¿Por qué sentí el placer de jugar con el destino de esta dama? Había que decir realmente alguna cosa, no permanecer mudo o indiferente. Es curioso, pero esta mujer al borde del naufragio despertó en mí el recuerdo del deseo, y a veces el deseo de una emoción es más violento, más fuerte que la realidad misma. ¿Cómo deciros esto, hoy que he vuelto a la oscuridad con el Corán abierto y una vieja moneda? Para mí había más ambigüedad en su presencia en mi casa que en la historia de su vida. Sospechaba que estaba aún enmascarada, capaz de actuar en las dos orillas del río. Sí, ese deseo me llevó treinta años atrás o adelante. De todos modos, me sentía impulsado en el tiempo, y como había renunciado a marcar el transcurrir del tiempo con puntos de referencia, esto me situaba a veces en situaciones donde estaba extraviado. Eso era mi laberinto personal, que me gusta llamar el «Pabellón de la Soledad límpida». Reconstruí mentalmente las etapas del deseo que había tenido por una mujer que acababa de tomar prestados, libros en la biblioteca. Ella era muy delgada, grande, fina y graciosa. Hablaba poco y leía mucho. Intenté adivinar su carácter, su intimidad, sus pasiones secretas, a través de los libros que ella tomaba de la biblioteca. Recuerdo que ella había leído todas las traducciones disponibles de mil y una noches. Leía a Shakespeare en el original. Pensé que se preparaba para una carrera de artista. Yo no sabía nada de ella. Un día, nos encontramos solos en una galería estrecha, entre dos estantes de libros. Estábamos espalda con espalda, cada uno buscando una obra por su lado. En un cierto momento, ella se volvió hacia mí y, por una coincidencia extraña y feliz, nuestras manos se posaron casi simultáneamente sobre el mismo libro: Don Quijote. Lo buscaba secretamente para ella, no para hacérselo descubrir sino para pedirle que lo volviese a leer. Nuestros dos cuerpos estaban tan cercanos el uno del otro que sentí subir en mí una oleada de calor que los tímidos conocen bien. Su cabellera me rozaba el rostro. Eso duró un solo minuto, pero fue suficiente para perder mi serenidad. Tomó el libro y no la he vuelto a ver jamás. Aún a menudo pienso en ella y, sobre todo, revivir ese momento turbador. Hay emociones que nos marcan para siempre. Y, desde entonces, sin confesármelo, busco ese rostro, ese cuerpo, esa apariencia furtiva. Ahora he perdido toda esperanza de volverla a encontrar. E, incluso si esto se produjese, yo sería muy desgraciado.

La imagen de esta mujer me visita de vez en cuando en un sueño que se transforma en pesadilla. Se acerca a mí lentamente, su cabellera al viento me roza por todas partes, me sonríe y después desaparece. Me pongo a correr detrás de ella y me encuentro en una gran casa andaluza, en la que las habitaciones se comunican; después, justo antes de salir de la casa, y ahí es donde comienzan los desacuerdos, ella se detiene y me deja acercarme; cuando llego casi a tomarla, constato que es otra persona, un hombre travestido o un soldado ebrio. Cuando quiero abandonar la casa, que es un laberinto, me encuentro en un valle, después en una ciénaga y luego en una llanura rodeada de espejos, y así sucesivamente, hasta el infinito.

Desde que perdí la vista, no tengo más pesadillas. Soy perseguido por mis propios libros. Por eso me gusta tanto llamar a la pesadilla «fábula nocturna» o el «caballo negro del relato» o el «reír resbaladizo diurno»…

Recientemente, he tenido el mismo sueño y creo que corría detrás de esta mujer de Marruecos que había venido a hablarme. Era la misma gran casa situada en Córdoba y, cuando salí, no me encontraba en Andalucía sino en Tetuán. Era la mujer quien me arrastraba. Me tiraba de la mano. Yo resistía. No quería caminar por las calles de Tetuán. Ella me soltaba después y yo me volvía a encontrar solo en la gran plaza que se llamaba «Plaza de Cervantes»; ha cambiado de nombre hoy día, creo que se llama «Plaza de la Victoria», ¿victoria sobre quién, sobre qué? No sé. He tenido varias veces ese sueño. Yo había venido a Tetuán en 1936. Había allí muchos españoles, sobre todo esa gente humilde empujada por la ambición colonial, y no pocos falangistas hipócritas. Me acuerdo de una pequeña ciudad tranquila de donde iba a surgir una parte del movimiento nacionalista marroquí.

Sabéis, cuando uno es ciego, se vive de nostalgia, que para mí es una bruma luminosa, el país interior de mi pasado. La noche cae sin cesar sobre mis ojos; es un largo crepúsculo. Si hago el elogio de la sombra, es porque esta larga noche me ha devuelto el deseo de redescubrir y acariciar. No dejo de viajar. Vuelvo sobre los pasos de mis sueños-pesadillas. Me desplazo para verificar, no los paisajes, sino los perfumes, los ruidos, los olores de una ciudad o de un país. Aprovecho cualquier pretexto para residir en otro lugar. ¡Jamás me he desplazado tanto como desde que soy ciego! Sigo pensando que todo se da al escritor para que él lo utilice: el placer como el dolor, el recuerdo como el olvido. Quizá acabaré por saber quién soy. Pero esto es otra historia.

Mientras ese viejo hombre, con las manos juntas sobre su bastón, hablaba, fue rodeado poco a poco por gentes de toda clase. El café se convirtió en una plaza o, más exactamente, en un aula de escuela. Quienes le escuchaban estaban sentados en sillas. Se habría dicho que era un profesor dando una conferencia ante sus alumnos. Las gentes estaban fascinadas por ese rostro en el cual ya no había mirada, seducidas también por esa voz ligeramente enronquecida. Escuchaban a ese visitante venido de otro siglo, venido de un país lejano y casi desconocido.

Él había notado, con el ruido de las sillas y por el silencio que reinaba en el café, que se había formado una concurrencia y que le escuchaba o le miraba atentamente. En un momento, se detuvo, y preguntó después: ¿Estáis todos ahí? No escucho ya ese tumulto de oro sobre la montaña… He llegado a este país, llevado por mi soledad, y os busco en el fondo de la noche, princesa escapada de un cuento; vosotros que me escucháis, si la veis, decidle que el hombre que fue amado por la luna está ahí, que soy el secreto y el esclavo, el amor y la noche.

La concurrencia permaneció silenciosa. De repente, un hombre se levantó y dijo:

—Sois bienvenido aquí…, habladnos de esta mujer que os ha dado el batenio… ¿Qué os ha narrado ella?

Otro gritó desde el fondo de la sala:

—¡Sí! ¿Qué te ha dicho esa mujer?

Con su mano hizo señal a la concurrencia para que tuviese paciencia, tomó un sorbo de té, y después continuó su historia.

La mujer estaba angustiada. Intentaba no demostrarlo, pero esas cosas uno las siente. Debía tener miedo, como si estuviese perseguida por la venganza, la mala conciencia o, estúpidamente, por la policía. No sé si había cometido el crimen del que se acusaba ella. Sé que había seguido a un extranjero, un árabe de América latina. Era un comerciante egipcio o libanés venido para comprar alfombras y joyas. Ella se fue con él, creyendo escapar de su pasado. Para el hombre, era una historia de amor. Para ella, era la ocasión de huir. Y sin embargo, ella vivió con ese rico negociante algunos años. No le dio hijos. El hombre era desgraciado. Ella llevaba una carga y decía a menudo esta frase que os leo tal cual: «Viviré de olvidarme». El hombre era un comerciante, no un poeta. Estaba trastornado por su belleza y su fragilidad. Al comienzo, ella quiso ayudarle en sus negocios, pero esto le incomodaba un poco. Ella pasaba jornadas enteras en una gran casa situada en el barrio Norte de Buenos Aires. No me lo dijo, pero he sabido más tarde, por Fernando Torres, el autor del Informe inacabado, que habían ocurrido cosas extrañas en la casa de un negociante árabe.

En su primera visita, ella habló poco. La segunda vez —era diecisiete días después— habló un poco más, pero no confió secreto alguno. Yo la notaba acosada, herida, al borde de un precipicio, en lo alto de un acantilado. Hablaba de desaparecer, de fundirse en arena. Decía ser perseguida día y noche por personas, a quienes había hecho daño. Y cuando no se quejaba más, añadía suspirando: «¡Después de todo, ni siquiera sé quién soy!». Lo que he conservado de su confesión es que era capaz de, al menos, tres cosas: haber vivido la vida de otra persona, haber dejado morir a alguien, y haber mentido y huido. Esto no me bastaba para imaginar una intriga policíaca. De hecho, en vez de la intriga, tuve derecho al enigma. He sido hechizado por esta mujer. Mucho después de su desaparición, me sucedía sentir como una urgencia el deseo de buscarla, hablarle, interrogarla. Ella cultivaba el misterio. Fue quizá la única que no me habló de los laberintos, de los espejos y de los tigres. De todos modos, fue el último rostro que mi vista captó para la eternidad. Un rostro macizo. Como adivináis, jamás me han agradado los rostros planos ni las manos gruesas y húmedas.

Por entonces, yo acababa de cumplir cincuenta y cinco años. Una parte de mi vida se había terminado así. La ceguera es una clausura, pero es también una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra. Acogí entonces esta capa de bruma con optimismo. Ciertamente, la penumbra, invariable e inmóvil, es insoportable. Me apliqué al duelo de los colores. He perdido el rojo para siempre. En cuanto al negro, se ha confundido con la noche inoportuna. Solo el amarillo se ha mantenido en esta bruma. Decidí cambiar no mi percepción sino mis preocupaciones. Mi vida se consagró principalmente a los libros. Los he escrito, publicado, destruido, leído, amado…; toda mi vida con libros. Esta mujer, enviada por una mano bienhechora, vino, justo antes de mi noche, a darme una postrera imagen, a ofrecer a mi recuerdo su rostro enteramente vuelto hacia un pasado que yo debía adivinar. Me he dicho que esto no era una casualidad, sino el hecho de una bondad anónima: llevar en mi viaje subterráneo la imagen de una belleza conmovida. Entré en la oscuridad acompañado por ese rostro que, más que los libros, iba a ocupar mi vida, ese largo pasillo del crepúsculo. Puedo decir hoy que he penado por ese rostro cuyos contornos se me escapaban a menudo. ¿Era la imagen de una imagen, simple ilusión, velo colocado sobre una vida, o metáfora elaborada en un sueño? Sé que el interés otorgado a ese rostro y a esta intrusión en una intimidad fatigada me ha devuelto la juventud, esa valentía de viajar e ir a la búsqueda de alguna cosa o de alguien.

Antes de partir tras las huellas de ese rostro, he tenido que liberarme de algunos secretos. Ya no estaba obligado a guardarlos. He ido allí donde pasaba el arroyo de Maldonado —hoy está cubierto— y me he lavado con una piedra lisa, esta misma piedra que reemplaza al agua de las abluciones pensando en los amigos desaparecidos y en todo lo que ellos me confiaron antes de su muerte. Solo el secreto de esta mujer árabe ha quedado ahí, en mi caja torácica. Es él quien me protege, y no conozco elemento alguno de ello, a no ser la historia de un disfraz que ha resultado mal. La moneda era un signo para guiar mis investigaciones. Paseándome últimamente por los jardines de Al Hambra, siendo inundado por los perfumes de la tierra fresca removida por los jardineros españoles para plantar allí rosas, he sentido la intensa intuición que ese rostro era un alma cargada de tormentos y que había que seguir viaje hasta Tetuán, hasta Fez y Marrakesh. Esta visita tiene algo de peregrinación. Debo realizar esto sin detenerme hasta devolver a esta alma la paz, la serenidad y el silencio de los que tiene necesidad. Es un alma encadenada. Sufre. Esta mujer quizá está muerta desde hace mucho tiempo. Pero sigo escuchando su voz que no habla sino que murmura o gime. Estoy habitado por este dolor y solo la tierra de este país, su luz, sus olores y sus furores podrán devolverle la paz. Ella habría querido narrarme su historia sin suavizar lo que tenía de insoportable, pero ha preferido dejarme signos que descifrar. La primera metáfora es un anillo con siete llaves para abrir las siete puertas de la ciudad. Cada puerta que se abre daría la paz a su alma. Es leyendo El romance de Al Mo’atassim, manuscrito anónimo hallado en el siglo XV bajo una losa de la mezquita de Córdoba, como he entendido el sentido de este primer don. Creo saber que un narrador del extremo sur ha intentado franquear esas puertas. El destino o la malevolencia impidió a ese pobre hombre realizar hasta el final su misión.

El segundo objeto que ella me dio es un pequeño reloj sin agujas. Data de 1851, exactamente el año en que se acuñó la moneda de cincuenta céntimos en Egipto y se retiró rápidamente de la circulación. Me dio también una alfombra de orar donde se reproduce, en una trama desordenada, la famosa Noche de bodas de Chrosroes e Hirin, miniatura persa que ilustra un manuscrito del Khamzeh, obra del poeta Nizámy. Esto como insolencia. ¡Jamás un buen musulmán iría a rezar su plegaria sobre un dibujo erótico del siglo XVI! He intentado descifrar un orden secreto en relación con las siete llaves, el reloj y la moneda. No pienso haber hallado el camino del desenlace. Sin embargo, la última cosa que me entregó ella no es un objeto sino el relato de un sueño que comienza por un poema que ella atribuye a Firdussi, que vivió en el siglo X. Os leo el poema tal como ella lo ha transcrito: En este cuerpo cerrado, hay una joven muchacha cuya figura es más brillante que el sol.

De la cabeza a los pies, como el marfil es,
sus mejillas, como el cielo, y su estatura, como un sauce.
Sobre sus hombros de plata, dos trenzas oscuras cuyos

extremos son como los eslabones de una cadena.
En ese cuerpo cerrado, hay un rostro apagado, una herida,

un tumulto y una sombra, un cuerpo en otro cuerpo
disimulado…

Como habréis notado, el poema está manipulado. Esto es la medida de su desamparo. El sueño nos lleva hacia las puertas del desierto, a ese Oriente imaginado por escritores y pintores.

(Continuará...)

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