“Cartografía de la derrota” de José Pastor González

José Luis Martínez Clares






Penales o no, todos tenemos nuestros antecedentes. Incluso el poeta, que, después de mucho caminar por un turbio presente, se siente en la obligación de dar “algo de brillo a la vida / y a las navajas”. Qué remedio. A nadie le bastaría con la templanza de un simple chorreón de tinta para grabar a fuego la insolencia en un papel, pues los versos más contestatarios no agradecen en absoluto los artificios de imprenta.

El caso es que la vida debería ser algo muy diferente a ésa que pretenden vendernos a diario, con guirnaldas y cascabeles y música de fanfarria, los mercaderes del templo en sus escaparates. Y, tal vez por ello, José Pastor González, en los poemas de “Cartografía de la derrota” (Az´art Atelier Éditions, 2024), nos hable de esa otra vida que nadie ve o, lo que es peor, que nadie quiere ver. Esa vida oculta a los ojos de la gente que supone, en definitiva, una definición bastante precisa de lo que somos y, por ende, del mundo que pisamos. Y la mejor manera de comenzar nuestro periplo por ella, de acercarnos a sus miserias para vivirla como se merece, sitúense, quizás sea a última hora de la tarde, en algún bar destartalado, uno de esos que continúan abiertos tan sólo para que podamos lamernos las heridas. Y, de esa forma, arranca el libro de José Pastor, sin miramientos, acodándonos en una barra o llevándonos de mala gana al currelo o alojándonos en una pensión sin ventanas, una pensión en la que la existencia, por llamarla de algún modo, languidece entre rutinas y agonía y soledad. No me extraña que el poeta les haya endilgado a estas composiciones de apertura el título de “Caminos que no van a ninguna parte”. En ellas, con un hedor propio del Realismo Sucio, intercalando entre los poemas varias prosas de un ritmo endiablado, Pastor nos presenta, uno tras otro, a algunos de los personajes que se han ido cruzando en su camino. Tipos que, si nadie lo remedia, cualquier día podrían rebanarse las venas o arrojarse a un mar encabritado o tirarse desde un puente para cortar por lo sano, pero que, mientras tanto, se entretienen en los bares “como si no existiera el mañana / ni las resacas”.

Sin embargo, al llegar a la segunda parte del poemario, que titula con acierto “Atlas de islas perdidas”, José Pastor, conocedor de que a veces merece la pena proponer un brindis al lector aun en medio del desastre, aumenta la carga lírica de sus versos. Porque “para eso hemos quedado / para recoger los restos de los naufragios”. Para recogerlos de forma apasionada, naturalmente, pues en esta ocasión, y no resulta nada frecuente en la poética de Pastor, podemos encontrarnos con algún que otro resquicio para el amor. Así, puestos a picotear, me encandilan estos versos: “Recorrer tu cuerpo / desnudo (…) / y acurrucarme en él / cuando llegue el invierno / y la herrumbre”. Ojo. Me encandilan sobre todo por ese final ácido, tan sensato, tan propio de Pastor, que difumina de un plumazo cualquier atisbo de dulzura. Porque la herrumbre, no nos engañemos, siempre llega. A cualquier parte. Y en cualquier momento. Aunque jamás se la haya citado. No obstante, antes de alcanzar el final de la lectura, también nos daremos de bruces con varios poemas de enorme carga social. Como es el caso de “Días extraños antes del kaos”, un puñado de versos bastante propicio para este tiempo que avanza “de mal en peor”, un tiempo en el que deberíamos pasar de partidos, y de banderas, y de todo aquello que vive de sembrar el pánico entre la gente. Aunque, visto lo visto, parezca un propósito del todo imposible. Incluso paradójico. Porque, ya se sabe, “la tela de araña puede ser infinita / a veces también hermosa y confortable”. Y tal vez sea por esa contradicción tan nuestra, por ese vivo sin vivir en mí que desde antaño tanto nos seduce, que José Pastor no tiene reparos en admitir su derrota, aunque el lector intuya, con buen criterio, que jamás se ha rendido ni se rendirá. Y eso que esta mala vida sólo le ha dado motivos para ser borde: “Aguantándome las arcadas / de veros todos los días sonriendo / felices / sin entender nada”. Por eso, precisamente por eso, José Pastor González siempre me ha parecido un poeta de verdad, uno de esos que lo es “a tragos largos / sin militancia”, uno de los que intuye que todo es sucio o, al menos, lo parece. No lo duden. Escribiendo como escribe, con esa sinceridad que no resulta nada común, José Pastor se ha ganado, una vez más, el derecho a ser “libre de elegir dónde caerse muerto”.

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