El niño de arena (VI)

Tahar Ben Jelloun





La mujer de la barba mal afeitada

Hacia atrás, no del escenario, sino de esta historia, se despliega una cinta ancha y multicolor; hinchada por el viento, se vuelve pájaro transparente; baila sobre la punta última del horizonte como para dar a esta aventura los colores y las canciones que necesita. Cuando el viento no es más que una brisa del verano, la cinta flota al ritmo regular de un caballo que va al infinito; sobre el caballo, un caballero con un gran sombrero sobre el que una mano ha depositado espigas, ramas de laurel y flores silvestres. Cuando él se detiene allá lejos, allá donde no se distingue ya el día de la noche, sobre esas tierras donde las piedras han sido pintadas por los niños, donde los muros sirven de lecho a las estatuas, allá, en la inmovilidad y el silencio, bajo la sola mirada de jóvenes muchachas amantes, se convierte en árbol que vela la noche. Por la mañana, los primeros rayos de luz rodean el árbol, lo desplazan, le dan un cuerpo y recuerdos, y después le petrifican en el mármol de una estatua de brazos cargados de follaje y de frutos. Todo alrededor, un espacio blanco y desnudo donde todo lo venido de más allá se funde, se convierte en arena, cristales y pequeñas piedras cinceladas. Delante de la estatua de la mañana, un gran espejo ya antiguo; no devuelve la imagen de la estatua sino la del árbol, pues es un objeto que se recuerda. El tiempo es el de esta desnudez abrazada por la luz. El reloj es uno mecánico sin alma; está parado, alterado por la herrumbre y el desgaste, por el tiempo, respiración de los hombres.

¡Amigos! El tiempo es ese telón que dentro de poco caerá sobre el espectáculo y envolverá a nuestro personaje bajo un sudario.

¡Compañeros! ¡El escenario es de papel! La historia que os narro es un viejo papel de embalaje. Bastaría una cerilla, una tea para devolver todo a la nada, a la víspera de nuestro primer encuentro. El mismo fuego quemaría las puertas y los días. ¡Solo nuestro personaje estaría a salvo! Solo él sabría encontrar en el montón de cenizas un cobijo, un refugio y la continuación de nuestra historia.

Él habla en su libro de una isla. Es quizá su nueva morada, tierras adentro, la historia interior, la extensión ulterior, la infinita blancura del silencio.

Nuestro personaje —no sé cómo llamarle— se convirtió en la principal atracción del circo feriante. Atraía a los hombres y a las mujeres y aportaba mucho dinero al amo. Estaba lejos de su ciudad natal y su desaparición no afectó en nada a la gran casa en ruinas. Bailaba y cantaba. Su cuerpo encontraba una alegría y una felicidad de adolescente enamorado. Ella se ocultaba para escribir. La vieja le vigilaba. Abbas le protegía. Unas veces hombre, otras mujer, nuestro personaje avanzaba en la reconquista de su ser. No dormía ya con los acróbatas sino en el carromato de mujeres. Comía y salía con ellas. Le llamaban Lalla Zahra. Le gustaba mucho ese nombre. Nada de nostalgia; rechazaba el raudal de los recuerdos. La ruptura con el pasado no era fácil. Entonces, inventaba esos espacios blancos donde con una mano lanzaba imágenes locas, y, con la otra, las vestía con el gusto de la vida, aquella con la que soñaba.

Aspiraba a la calma y a la serenidad, sobre todo para escribir.

Una noche, mientras volvía a escena, encontró, colocada sobre su lecho de paja, una carta: «Lalla, en fin, la evidencia es un cristal empañado. Incluso el sol —esta luz que os deslumbra por la tarde— siente la nostalgia de la sombra.
»Cuando debía partir, e incluso desaparecer, es usted quien ha tomado el camino del exilio. Desde que le he reconocido, estoy entre la muchedumbre todas las noches. Le miro, le observo y me alejo. No querría molestarle ni importunarle con el resplandor de mis emociones. Sepa que no le sigo para espiarle; le sigo para tener la ilusión de acceder a lo inaccesible.
»Humildemente, fielmente vuestro.
»Puede usted escribirme y dejarme la carta en el buzón, indicando “Al Majhoul”. No seré yo quien venga a buscarle, sino algún otro.
Buenas noches

Estaba trastornada. Hacía mucho tiempo que el Anónimo no se había manifestado. Frente a ella, la vieja fingía dormir. Sobre un taburete había un cenicero y un vaso de agua con la dentadura de la vieja. Lalla Zahra estaba sentada sobre la cama, sumida en la reflexión. Una mano vacilante se introdujo en el vaso y se apoderó de los dientes. La vieja deseaba saber qué había ocurrido:

—¿Quién te ha escrito?
—¡Nadie!
—¿Y esta carta?
—No sé de dónde viene ni quién la ha escrito.
—¡Cuidado! Nada de bromas. Si se presenta un admirador, sé cómo despacharle.
—¡Eso es! Debe de ser un loco que me persigue. No conozco a nadie aquí.
—Es sencillo. Si es un hombre, eres un hombre; si es una mujer, ¡me encargaré de ella!

Se quitó su dentadura y la volvió a dejar en el vaso. Lalla cerró los ojos e intentó dormir.

Dócil y sumisa, Lalla Zahra purgaba así una larga temporada de olvido. Jamás contrariaba a la vieja y guardaba preciosamente para la noche sus pensamientos. Escribía a escondidas, mientras los demás dormían anotaba todo en cuadernos escolares. Lograba alejar de ella su pasado pero no borrarlo. Algunas imágenes intensas se mantenían vivas y crueles en su mente: el padre autoritario; la madre loca; la esposa epiléptica.



Una noche sin final

Los siento ahí, presentes, detrás de mí, persiguiéndome con sus risas sarcásticas, tirándome piedras. Veo primero a mi padre, joven y fuerte, avanzando hacia mí, con un puñal en la mano, decidido a degollarme, o bien a maniatarme y enterrarme viva. Escucho su voz ronca y terrible volver de lejos, sin inquietarse, para volver a poner orden en esta historia. Habla de traición y de justicia. Cuando le escucho, ya no le veo. Su imagen desaparece o se oculta detrás de los muros. Y son los objetos los que hablan: el árbol más cercano o incluso la estatua vacilante colocada como un error en medio de una encrucijada. La voz se acerca; hace vibrar los vasos en la mesa; es el viento quien lo transporta y me mantiene prisionera. No puedo escapar de ella; estoy ahí y la escucho: «Antes del Islam, los padres árabes tiraban a una niña recién nacida en un agujero y la recubrían con tierra hasta que moría. Tenían razón. Se libraban así de la desgracia. Era una sabiduría, un dolor breve, una lógica implacable. Siempre me ha fascinado el valor de esos padres; un valor que jamás he tenido. Todas las hijas que tu madre ha dado a luz merecían esa suerte. No las he enterrado porque ellas no existían para mí. Contigo fue diferente. Tú fuiste un reto. Pero me has traicionado. Te perseguiré hasta la muerte. Nunca tendrás paz. La tierra húmeda caerá antes o después sobre tu rostro, se introducirá en tu boca abierta, en tus orificios nasales, en tus pulmones. Volverás a la tierra y jamás habrás existido. Volveré, y con mis manos amontonaré la tierra sobre tu cuerpo… Ahmed, mi hijo, el hombre que yo he formado, está muerto, y tú no eres más que una usurpadora. Robas la vida de ese hombre; morirás por ese robo… Desde el fondo de mi exilio, no dejo de orar, con los párpados ya pesados, con los pensamientos ya petrificados, detenidos en ese instante en que abandonas la morada y el cuerpo, en que olvidas el amor y el destino, la pasión de ese destino que mi voluntad ha forjado, pero tú no luiste digna de ello…».

A la voz de su padre sucedió, no la voz, sino la sola imagen fija, aumentada, odiosa, la imagen de un rostro desfigurado por la enfermedad: el de la madre. Ella me mira y me paraliza sobre el propio terreno. Creo que sus labios se mueven pero ningún sonido sale de ellos. Sus arrugas se desplazan y le dan una expresión de gran hilaridad. Sus ojos son blancos, como si el cielo los hubiese desviado. Incluso, he vislumbrado en ellos cierta ternura, una especie de fatalidad de vencido, una herida errante que se instala unas veces en el corazón, otras en las partes visibles del cuerpo. La voz del marido, hace mucho tiempo que ya no la escucha. Ella había taponado sus oídos con cera ardiente, había sufrido pero prefería el silencio definitivo a esta voz sin alma, sin indulgencia, sin piedad. La locura había comenzado con esta sordera, «una pequeña muerte», decía ella, pero entonces no entendí ese gesto ni su mutismo. Desfigurada, había renunciado a todo. Como no sabía ni leer ni escribir, pasaba su tiempo encerrada en una habitación negra donde murmuraba cosas incomprensibles. Sus hijas le habían abandonado. Yo la había ignorado. Ahora, no sé qué hacer.

La oscura materia, medio viva medio muerta, está ahí como un fluido doblegado en la noche, que el menor ruido despierta, agita, remueve y alucina. Estoy ahí, con los ojos abiertos para no ver más ese rostro sombrío, suspiro pero siento el cuerpo de mi madre jadear. Cierro los ojos; soy silueteada por una luz brutal, confrontada con la imagen de esta mujer que sufre; me siento impotente, incapaz de moverme, y, sobre todo, me es imposible abrir los ojos para escapar de esta visión.

Sé que ese rostro estará siempre ahí en tanto mi madre sufra, antes que una mano serena y bondadosa venga a liberarle de esta prisión donde lentamente se le ha encerrado, donde ella misma ha excavado una tumba, donde se ha ocultado, esperando la muerte o a un monje mensajero del Paraíso, envuelta en silencio, queriendo ser el testigo y la víctima de una vida que no ha podido vivir, el mártir de una época que le ha humillado, herido y simplemente negado.

Hay mujeres en este país que superan todos los órdenes, dominan, mandan, guían, pisotean: la vieja Oum Abbas. Los hombres la temen y no solo su hijo. Ella pretende haber tenido dos maridos simultáneamente; incluso me ha mostrado, un día, dos partidas de matrimonio donde no figura el divorcio. Cosa rara y extraña, pero cuando se la conoce un poco, eso no parece sorprendente en absoluto.

Evoco también la figura de ese temperamento fuerte y brutal para suavizar la presencia de mi madre en esta oscuridad turbadora. ¿Cómo escapar de ello? La respuesta se me impone: por el amor. Imposible. La piedad, quizá, no el amor.

Un seto de rosales muy verdes me excita: un jardín, llevado por helechos y otras plantas, viene hasta mí, en esta noche sin final. Empuja un poco el rostro de la madre sin hacerlo desaparecer y me inunda con una oleada de luz y de perfume. Respiro profundamente, sabiendo que no es más que un intermedio en mi prueba. La hierba ha penetrado por doquier en el espacio donde estoy sentada, sometida no a fantasmas sino a seres que reclaman justicia, amor, recuerdo.

Cuando el jardín se retiró lentamente, me encontré en un territorio yermo, con la madre, momentáneamente sosegada. En un rincón, apenas iluminado, un pequeño vehículo de enfermo. La veo por detrás. Quizá está desocupada. No me muevo. Espero. Inútil provocar a la desgracia. Es bastante fuerte para desplazarse y venir a cercarme. El sillón rodante se acerca. Veo una frente marcada por numerosas grietas verticales; la boca un poco torcida en el rictus del final, la marca del grito postrero; el cuerpo menudo y rígido; los ojos están abiertos y miran fijamente un punto indeterminado. El pequeño vehículo se aleja, da una vuelta, dibuja círculos, se detiene, retrocede y después se lanza sobre mí. Tiendo las manos para detenerlo; frena y después vuelve a moverse.

Se diría que está dirigido por una mano oculta o que vuelve a funcionar automáticamente. Asisto a la maniobra sin decir nada. Intento reconocer a la persona que se divierte así, pero el movimiento es tan rápido que no distingo más que destellos indefinidos. Pienso en Fátima y vuelvo a ver sus restos mortales. La frente no es la suya. La muerte la ha modificado. Ahora Fátima navega por una laguna que ha inundado el territorio blanco y yermo. No habla. No llego a entender el sentido de esta agitación.

Salem

Hace ocho meses y veinticuatro días que el narrador ha desaparecido. Los que venían a escucharle han renunciado a esperarle. Se han dispersado desde que se ha roto el hilo de esta historia que les reunía. De hecho, el narrador, como los acróbatas y otros vendedores de objetos insólitos, había tenido que abandonar la gran plaza que el Ayuntamiento, a instigación de jóvenes urbanistas tecnócratas, ha «limpiado» para construir allí una fuente musical donde, todos los domingos, los chorros de agua brotan bajo el impulso de los Bo-Bo-Pa-Pa de la Quinta Sinfonía de Beethoven. La plaza está limpia. No más encantadores de serpientes, no más adiestradores de asnos ni aprendices acróbatas, no más mendigos venidos del sur por causa de la sequía, no más charlatanes, no más tragadavos ni tragaalfileres, no más danzantes ebrios ni funámbulos de una sola pierna, no más chilabas mágicas de quince bolsillos, no más pilludos que simulan el accidente bajo un camión, no más hombres azules vendiendo hierbas e hígado de hiena para hechizar, no más viejas putas reconvertidas en videntes, no más tiendas negras cerradas sobre el misterio que guardar preciosamente en el fondo de la memoria, no más flautistas que encantan a las jóvenes, no más puestos donde se comen cabezas de cordero cocidas al vapor, no más cantores desdentados y riegos que no tienen voz, pero que se empeñan en cantar el amor loco de Qai’ss y Leila, no más exhibidores de imágenes eróticas a los hijos de buena familia, la plaza se ha vaciado. No es ya una plaza cambiante. Es solo un lugar limpio para una fuente inútil. Se ha trasladado también la estación de autobuses al otro extremo de la ciudad. Solo el Club Mediterranée ha quedado en su sitio.

El narrador ha muerto de tristeza. Se ha encontrado su cuerpo cerca de una fuente de agua agotada. Estrechaba un libro contra su pecho, el manuscrito hallado en Marrakesh y que era el diario íntimo de Ahmed-Zahra. La policía dejó su cuerpo en el depósito de cadáveres el tiempo reglamentario, y después lo puso a disposición de la Facultad de Medicina de la capital. En cuanto al manuscrito, ardió con las ropas del viejo narrador. Jamás se sabrá el final de esta historia. Y, sin embargo, una historia está hecha para ser narrada hasta el final.

Es lo que se dicen Salem, Amar y Fatuma, entrados en años y parados los tres, y que volvían a verse, después de la limpieza de la plaza y la muerte del narrador, en un minúsculo café retirado, que el bulldozer del Ayuntamiento ha perdonado porque pertenece al hijo del mokadem.

Ellos eran los más fieles al narrador. Les ha costado aceptar la brutalidad con que todo quedó interrumpido. Salem, un negro, hijo de un esclavo traído del Senegal por un rico negociante a comienzos del siglo, propuso a los otros dos continuar la historia. Amar y Fatuma reaccionaron mal:

—¿Y por qué serías tú y no nosotros?
—Porque he vivido y trabajado en una gran familia parecida a la que nos ha descrito el narrador. No había más que mujeres y, de vez en cuando, un primo lejano, que la naturaleza no ha favorecido, un enano, venía a la casa. Se quedaba muchos días sin salir. Las muchachas se divertían mucho. Se les oía reír todo el tiempo y no se sabía por qué. De hecho, el enano tenía un enorme apetito sexual. Venía a satisfacerlas una después de otra y volvía a marcharse con dinero y regalos. Yo no tenía suerte con ellas. Negro e hijo de esclavo…
—Pero esto nada tiene que ver con nuestra historia…
—Sí, sí… dejadme deciros lo que le ha ocurrido a Zahra, Lalla Zahra… y después me contaréis vuestra historia…, cada uno a su tiempo.
—Pero no eres un narrador… No tienes la madera de Si Abdel Malek, que Dios tenga su alma…
—No tengo su arte, pero sé cosas. Así que escuchad: Toda esta historia ha comenzado el día de la muerte de Ahmed. Porque, si no hubiese muerto, jamás se habrían sabido estas peripecias. Fueron los lavadores de cadáveres, convocados a la mañana por las siete hermanas reunidas en la vieja casa en ruinas y que, tan pronto entraron en la habitación para lavarle, volvieron a salir corriendo, maldiciendo a la familia. Deberían haber llamado a las lavadoras, porque el cuerpo de Ahmed siguió siendo, pese a todo, el de una mujer. Las hermanas no sabían nada de ello. Solo el padre, la madre y la partera compartían ese secreto. Imaginad la turbación y la sorpresa de las siete hermanas y del resto de la familia. El viejo tío, padre de Fátima, estaba allí en su cochecito de enfermo. Lloraba de rabia. Con su bastón gesticulaba y exigía que se le llevase a la habitación del muerto para golpearle. Se le llevó hasta el cuerpo de Ahmed, a quien golpeó con su bastón con tal violencia que perdió el equilibrio y cayó sobre él. Aullaba y pedía socorro porque su chilaba estaba aprisionada entre los dientes del cadáver. Tiraba hacia arriba, desplazando la cabeza de Ahmed. El cochecito caído mantenía al viejo tío en una postura indecente, pues todo su cuerpo estaba echado sobre el de Ahmed. Era más ridículo que erótico. Se acercaron los criados para recoger al enfermo, que echaba espumarajos. No pudieron impedir ahogar una risa. Cuando liberaron a su amo, vieron el cuerpo femenino de Ahmed. Lanzaron un grito de asombro y saber con el viejo traumatizado.

Los funerales se celebraron a escondidas. Cosa extraña, e incluso prohibida por la religión, el muerto fue enterrado por la noche. Se dijo incluso que su cuerpo fue descuartizado y entregado a los animales del zoo. Pero eso no lo creo, pues he oído otra cosa, circuló muy rápido el rumor de que en el cementerio se acababa de enterrar a un santo, el santo llamado de la fecundidad bienaventurada, pues asegura a las mujeres dar a luz varones. Así he sabido cómo surgen los santos y su leyenda. Este surgió muy rápido, justo después de su muerte. Habitualmente, se espera algunos años y se le pone incluso a prueba. Nuestro santo no ha tenido necesidad de todo eso. Está en el paraíso ahora y he visto el otro día a unos albañiles construir un morabito, una habitación alrededor de la tumba. Me he informado. Uno de los peones me ha dicho que se trataba del nuevo santo. Es un hombre rico y poderoso, pero que guarda el anonimato, quien ha ordenado la construcción de ese pequeño santuario. La arquitectura es curiosa. La habitación está coronada no por una cúpula, como la mayoría de los morabitos, sino por dos cúpulas que, vistas desde lejos, recuerdan el pecho de una mujer fuerte, o bien, excusad la imagen, ¡un par de nalgas bien carnosas! La policía ha venido a investigar. Es el misterio total. Como no logra saber el nombre del mandante, se abstiene de toda reacción. Cree que debe ser un hombre poderoso, una personalidad situada muy arriba. Por lo demás, estoy seguro de que es alguien importante. Quiero decir que tiene dinero e influencia. Pero entonces, ¿por qué ofrecer así a nuestro personaje un reconocimiento póstumo, y con qué finalidad? ¿Le conocía antes? ¿Estaba al corriente del drama de esa vida? ¿Era de la familia? Otras tantas preguntas que quedan sin respuestas.

Por lo que a mí respecta, considero que es más interesante intentar comprender cómo el destino de nuestro personaje continúa más allá de la muerte, en una santidad fabricada totalmente por una misteriosa persona, que adivinar cómo ha escapado de los charlatanes del circo feriante o incluso cómo ha muerto y por qué manos.

Mas sé lo que ha ocurrido los últimos meses de su vida. En verdad, sospecho más que sé.

Ella dormía siempre acurrucada sobre sí misma, los dientes apretados y los puños cerrados entre sus muslos. Ella se decía que la hora de la condenación había llegado y que quienes, por la fuerza de las cosas, habían recibido daño de ella, iban a vengarse. No tenía ya máscara para protegerse. Estaba entregada a la brutalidad, indefensa.

Abbas, el amo del circo feriante, era un bruto, física y mentalmente. Pesaba más de noventa kilos, y ponía su virilidad en la fuerza física, que exhibía en toda ocasión. Golpeaba a los muchachos con un cinturón; olvidaba con frecuencia lavarse y afeitarse; pero pasaba tiempo arreglándose su bigote, que le cruzaba el rostro. Decía que tenía la fuerza de un turco, la fe de un bereber, el apetito de un halcón de Arabia, la finura de un europeo y el alma de un vagabundo de las llanuras, más fuerte que las hienas.

De hecho, era un montañés maldito por su padre y expulsado de la tribu con su madre, que practicaba la brujería asesina. Proscritos por la familia y el clan, el hijo y la madre se asociaron para continuar sus fechorías. La carencia total de escrúpulos, la voluntad deliberada de hacer daño, es más, de explotar a los demás, robarles o incluso asesinarles, hacía de ellos una pareja peligrosa, dispuesta a todas las aventuras, capaz de todas las bajezas y astucias para lograr su propósito. Raramente se quedaban en el mismo lugar. Se desplazaban sin cesar, no para escapar de la policía —la han corrompido dondequiera que han pasado—, sino para encontrar nuevas víctimas.

Abbas, que se mostraba violento, dominador y despreciativo ante el personal del circo, se volvía pequeñito, dulce y obediente ante su madre y ante cualquier representante de la autoridad, a quien proponía, de entrada, sus servicios: dispuesto a ser tanto soplón, delator, como suministrador de jóvenes muchachas vírgenes o de jóvenes muchachos imberbes para el caíd, el jefe del pueblo, o el jefe de policía. Abbas era el crápula integral. Bajaba la cabeza y la mirada cuando se dirigía a la autoridad. Con su madre mantenía una relación extraña. Dormía con frecuencia en la misma cama que ella, colocando la cabeza entre sus senos. Se dice que jamás había sido destetado, y que su madre había seguido amamantándole hasta una edad avanzada, mucho más allá de la pubertad. Su madre le amaba con violencia. Le pegaba con un bastón claveteado y le decía que él era su hombre, su único hombre. Le adiestraba para volver a la montaña y llevar la desgracia a toda la familia, al padre, en particular. Él se entrenaba, elaboraba planes, fórmulas de envenenamiento de la comida e incluso del pozo, el único pozo del pueblo. Estaba poseído por la idea de una matanza total. Se veía subido sobre los cadáveres de la tribu, triunfante, con su madre sobre su espalda. Ella admiraría, detrás del hombro de su hijo, los trabajos de su prole educada a su imagen.

Los dos soñaban con ese momento concreto. La madre le confesaba que esta imagen le llenaba de felicidad. Se levantaba y subía sobre su hijo, que la llevaba y daba vueltas así por la habitación. El hijo se tensaba como un toro, depositaba a la madre y corría a aliviarse en la naturaleza, detrás de un carromato, con preferencia aquel en el que dormía Zahra. Un día tiró la puerta abajo, despertando a las muchachas que hacían compañía a Zahra. Las echó y se quedó solo con ella. Su serual estaba abierto; con una mano sujetaba su sexo; con la otra, un cuchillo. Gritaba, exigía a Zahra que se dejase hacer: «Por detrás, imbécil, dame tu culo, es todo lo que tienes, no tienes pecho, y tu vagina no me inspira. Dame tu trasero… Va a ser la fiesta. Haces esto sola, voy a enseñarte cómo se hace a dúo…».

Se lanzó sobre ella pero, antes incluso de penetrarla, eyaculó lanzando un estertor rabioso. Zahra recibió una cuchillada en la espalda. Abbas salió maldiciéndola y se fue a llorar entre los senos de su madre.

Algunos instantes después, volvió con grilletes y sujetó los brazos de Zahra a los barrotes de la ventana y la violó con un viejo trozo de madera.

Zahra no era ya «princesa de amor»; ya no bailaba; no era ya un hombre; ya no era una mujer, sino una bestia de circo que la vieja exhibía en una jaula. Con las manos sujetas, el vestido desgarrado justo a la altura del torso para enseñar sus pequeños senos. Zahra había perdido el uso de la palabra. Lloraba y las lágrimas rodaban por su rostro, donde la barba había vuelto a brotar. Se había convertido en la mujer barbuda que se iba a ver de todos los rincones de la ciudad. La curiosidad de las gentes no tenía límite ni moderación. Pagaban caro para acercarse a la jaula. Algunos le lanzaban cacahuetes; otros, cuchillas de afeitar; otros, escupían de desagrado. Zahra aportaba mucho dinero a Abbas y a su madre. Su mutismo les inquietaba. Por la noche, la vieja la soltaba, le daba de comer y le acompañaba hasta los aseos. Se encargaba de lavarla ella misma una vez por semana. Vertiéndole agua sobre el cuerpo, la acariciaba, le tanteaba el sexo y le decía cosas desagradables: «Por suerte estamos ahí. ¡Te hemos salvado! Has usurpado toda una vida la identidad de otra persona, probablemente la de un hombre que has asesinado. Ahora te conviene obedecer y dejarte hacer. No veo qué te encuentra de interesante el imbécil de mi hijo. No tienes pecho, eres flaca, tus nalgas son pequeñas y hundidas, hasta un muchacho es más atractivo que tú. Además, cuando paso mi mano por tu piel, no siento nada. Es madera. Mientras que con las otras muchachas, incluso las más feas, siento placer. Si continúas haciendo huelga de hablar, te entregaré a la policía. Nuestra policía tiene el don de hacer hablar a los mudos. En cuanto a las mudas, sabe hacerlas aullar…».

Una noche de luna llena, Zahra intuyó que Abbas iba a venir a lanzarse sobre ella. Sus manos libres recogieron dos cuchillas de afeitar tiradas a la jaula por los espectadores. Se desnudó, puso las dos cuchillas en un trapo que colocó de modo visible entre sus nalgas y esperó boca abajo la visita del bruto. Había leído en una vieja revista de actualidad que las mujeres, durante la Guerra de Indochina, recurrían a este método para matar a los soldados enemigos que las violaban. Era también una forma de suicidio.

Zahra recibió como una masa de una tonelada el cuerpo de Abbas, cuya verga se rajó. De dolor y de rabia, la estranguló. Zahra murió asfixiada al alba y el violador falleció como consecuencia de la hemorragia.

Así es como murió Ahmed. Así es como terminó la vida —corta— de Zahra.

Salem tenía una expresión muy conmovida por su propio relato. Suspiró largamente, se levantó y dijo a Amar y a Fatuma:

—Excusadme, no quería contaros el final. Pero cuando lo supe, estaba tan trastornado que busqué por todas partes alguien a quien transmitirlo para no ser el único depositario de tal tragedia. Ahora me siento mejor. Estoy aliviado.

Amar intervino:

—¡Siéntate! ¡No te vas a escapar así! Tu historia es atroz. Estoy seguro de que has inventado todo y que te has identificado tanto con Abbas como con la desdichada Zahra. Eres un hombre perverso. Sueñas con violar a las muchachas o a los muchachos y, como te avergüenzas, te castigas a la manera asiática… Conozco el final de esta historia. He encontrado el manuscrito que nos leía el narrador. Os lo traeré mañana. Lo había comprado a los enfermeros del depósito de cadáveres.

Fatuma no dijo nada. Esbozó una sonrisa, se levantó e hizo una señal con la mano como para decir «¡hasta mañana!».

(Continuará…)

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