Tahar Ben Jelloun

«Construir un rostro como se edifica una casa»
Antes de continuar la lectura de este diario, querría decir, para quienes se inquietan por la suerte del resto de la familia, que después de la muerte de la desdichada Fátima, nuestro personaje perdió el control de los negocios y se encerró para no reaparecer más. Se sospechó que había precipitado la muerte de su esposa y las dos familias se volvieron enemigas para siempre.
Las cosas se degradaron poco a poco: los muros de la gran casa se resquebrajaban, los árboles del patio murieron de abandono, la madre vivió esta ruina como una venganza del cielo por haber desviado la voluntad de Dios, se sumió en el mutismo y en una locura tranquila, las hijas que permanecieron en la casa dilapidaron el dinero de la herencia y se esforzaban en molestar de un modo u otro a su hermano oculto, pero este hermano estaba fuera de su alcance. Invisible, seguía reinando pese a todo. Por la noche, se escuchaban sus pasos pero nadie lo veía. Puertas y ventanas estaban cerradas sobre un misterio denso. Él había tomado la costumbre de colgar a la entrada una pizarra de escolar sobre la que escribía con tiza blanca un pensamiento, una palabra, un versículo del Corán o una plegaria. ¿A quién se dirigía? Malika no sabía leer. Sus hermanas no se atrevían jamás a subir hasta su habitación. Pero casi cada día, tenía su pensamiento, su color, su música.
En el día a que ha llegado nuestra historia, he aquí lo que contenía la pizarra: «¿Qué dice la noche? ¡Vuelve a tu morada!».
Otro día, este versículo: «Pertenecemos a Dios y a él volveremos» y, añadió en pequeños caracteres: «Sí, quiero». ¡Herejía! ¡Herejía! ¡Hermanos! A partir de esta etapa, él va a desarrollarse y a enriquecer su soledad hasta hacer de ello su objetivo y su compañera. De vez en cuando se verá tentado a abandonarla, a salir y a derribar todo en un impulso de locura y de furor destructor. No estoy seguro de que se intuirá lo que va a suceder, incluso leyendo su diario y su correspondencia.
«15 de abril Me he dado bastante. Ahora intento ahorrarme. Fue un reto para mí. Casi lo he perdido. Ser mujer es una enfermedad natural a la que todo el mundo se habitúa. Ser hombre es una ilusión y una violencia que justifica y privilegia todo. Simplemente ser es un desafío. Estoy cansado y fatigado. Si no hubiese este cuerpo que componer, esta tela desgastada que remendar, esta voz ya grave y enronquecida, este pecho apagado y esta mirada herida, si no hubiese estas almas limitadas, este libro sagrado, esta palabra dicha en la gruta y esta araña que hace barrera y protege, si no existiese el asma que fatiga al corazón y este kif que me aleja de esta habitación, si no existiese esta tristeza profunda que me persigue… Abriría estas ventanas y escalaría las murallas más altas para alcanzar las cimas de la soledad, mi única morada, mi refugio, mi espejo y el camino de mis sueños».
«16 de abril. Alguien decía que “las voces resuenan de otro modo en la soledad”. ¿Cómo se habla uno en una jaula de cristal vacía y aislada? En voz baja, en voz interior, tan baja, tan profunda, que se hace eco de un pensamiento aún no formulado.
»Realizo el aprendizaje del silencio, que se retira de vez en cuando para dejar lugar al eco de mis pensamientos secretos que me sorprenden por su rareza».
«16 de abril por la noche. He dormido en mi bañera. Me gusta el vapor del agua, la bruma que recubre los cristales de mi jaula. Mis pensamientos se divierten, se diluyen en esta agua evaporada y se ponen a danzar como pequeñas chispas foráneas. Los sueños que uno tiene en ese estado de abandono son dulces y peligrosos. Ha venido un hombre, ha cruzado la bruma y el espacio y ha colocado su mano sobre mi rostro sudoroso. Con los ojos cerrados, yo me dejaba hacer en el agua ya tibia. Él pasó después su mano pesada sobre mi pecho, que se despertó, zambulló su cabeza en el agua y la depositó sobre mi bajo vientre, abrazando mi pubis. Tuve una sensación tan fuerte que perdí el conocimiento y estuve a punto de ahogarme. Me desperté en el momento en que el agua penetró en mi boca entreabierta.
»Estaba trastornado en todo mi ser. Me levanté, me sequé y reencontré mi lecho, mis libros y mis obsesiones».
«17 de abril por la mañana. Estoy aún bajo el choque del sueño de ayer. ¿Era un sueño? ¿Vino él realmente? Mi capacidad de resistencia es inconmensurable. He perdido el lenguaje de mi cuerpo. En realidad, jamás lo he poseído. Debería aprenderlo y comenzar primero por hablar como una mujer. ¿Como una mujer? ¿Por qué? ¿Soy un hombre? Va a ser preciso recorrer un largo camino, volver sobre mis pasos, pacientemente, recuperar las primeras sensaciones del cuerpo que ni la cabeza ni la razón controlan. ¿Cómo hablar? ¿Y a quién hablar? Vaya, mi comunicante no me ha escrito. Es demasiado serio. ¿Me atrevería a mostrarme ante él un día? Es preciso que responda a su última carta. No tengo ganas de escribir. Voy a dejar pasar algunos días. Veré si se manifiesta. Es él quien ha venido a mi baño. He reconocido su voz, una voz interior, la que se transparenta en su escritura, es inclinada como las palabras que tacha. Cuando releo algunas de sus cartas, me traspasan escalofríos. Se diría que sus frases me acarician la piel, me tocan en los lugares más sensibles de mi cuerpo. ¡Ah! Necesito tranquilidad para despertar este cuerpo… Aún hay tiempo para llevarlo al deseo que es el suyo.
»(…) ¿Lo que me dice mi conciencia?… mi conciencia…, nada me ha dicho durante todo ese tiempo… Estaba en otra parte, adormecida como una masa con levadura de mala calidad… Podría soplarme en la boca, como para reanimar a una ahogada, “tienes que convertirte en quien eres”…, podría levantarse… Pero está bajo pesadas capas de arcilla… y la arcilla impide respirar…, tengo una conciencia enyesada… Es divertido. ¡Podría presentarme mañana ante un juez y anunciarle orgullosamente que me querello contra la arcilla que pesa sobre mi conciencia y que la asfixia, lo que me impide llegar a ser lo que soy! Veo desde aquí la cabeza redonda y atónita del juez, no más corrompido que otro, pero le elegiré entre aquellos para quienes la corrupción es la respiración natural… Un juez, eso no tiene gracia y no da ganas de reír… Y, si saliese, con mi ropa de hombre, seguiría al juez hasta arrinconarle en una puerta cochera oscura y le abrazaría besándole en la boca… Eso me desagrada, todas esas imágenes… Mis labios son tan puros que se darán vuelta el día en que se posen sobre otros labios… y por qué irían a pegarse a otros labios… Sin embargo, en mis sueños, no veo más que labios carnosos pasando por todo mi cuerpo y deteniéndose largamente sobre mi bajo vientre… Esto me da un placer tan intenso que me despierto… y descubro mi mano colocada sobre mi sexo… Dejemos eso… ¿Qué dice mi conciencia? Abre una ventana y mira el sol de frente…».
«19 de abril. Triste jornada. He abierto la ventana. El cielo está despejado. Aprendo a mirarme en el espejo. Aprendo a ver mi cuerpo, primero vestido, después desnudo. Soy un poco delgado. Mis senos son tan pequeños… Solo mis nalgas tienen algo de femenino… He decidido depilarme las piernas y encontrar las palabras del retorno. Casi he logrado el ritmo y la traza de ese retorno. Será el día invertido en una noche sin estrellas. Tejeré las noches con las noches y no veré más el día, su luz, sus colores y sus misterios.
»Seré un sujeto para la fantasía de un acróbata, la voz sobre la que caminaría el funámbulo, el cuerpo que haría desaparecer un prestidigitador, el nombre que pronunciaría el Profeta, el matorral donde se ocultaría un pájaro… Me extravío, pero desde hace algún tiempo me siento liberado, sí, disponible para ser mujer. Pero se me dice, me digo, que antes va a ser preciso remontarse a la infancia, ser niña, adolescente, joven enamorada, mujer, cuánto camino… jamás llegaré a ello».
«20 de abril Vivo ahora en libertad vigilada por mí mismo. Me siento como el camello del filósofo que tenía un gusto difícil y deseos imposibles de contentar, y que decía: Si se me dejase elegir libremente, de buena gana elegiría un pequeño lugar, en el corazón del Paraíso: ¡Mejor aún, ante su puerta!».
«20 de abril (por la noche). Borrador de carta: Amigo, se vuelve usted exigente, apremiante, inquieto. Estoy en plena mutación. Voy de mí a mí cojeando un poco, dudando, arrastrando mis pasos como una persona enferma. Voy y no sé cuándo ni dónde detendré este viaje. Su carta me ha turbado. Sabe usted muchas cosas sobre mí y leyéndole veo caer mis vestidos uno tras otro. ¿Cómo ha podido usted penetrar en la jaula del secreto? ¿Cree que sus emociones sabrán volver a enseñarme a vivir? Es decir, ¿a respirar sin pensar que respiro, a caminar sin pensar que camino, a posar mi mano sobre otra piel sin reflexionar, y a reír por nada, como la infancia conmovida por un simple rayo de luz?…
»¿Cómo responderle, entonces, que aún no me he encontrado y que no conozco más que emociones invertidas, que proceden de un cuerpo traicionado, reducido a una morada vacía, sin alma…?
»Me he aislado voluntariamente del resto del mundo. Me he excluido de la familia, de la sociedad y de este cuerpo que he habitado largo tiempo. Me habla usted de sus perturbaciones psíquicas. ¿No es eso anticipación? Mi placer es adivinarle, dibujar con el tiempo los rasgos de su rostro, recrear su cuerpo a partir de sus frases; su voz, ya la conozco; es grave, ligeramente enronquecida, cálida cuando se abandona usted… Dígame si me equivoco. ¿Nunca ha intentado adivinar la voz del ausente, un filósofo, un poeta, un profeta? Creo conocer la voz de nuestro Profeta, Mahoma. Sé que no hablaba mucho. Voz tranquila, sosegada y pura; nada le turba. Le hablo de la voz porque la mía ha sufrido una metamorfosis tal que en este momento intento recuperar su tono natural. Es difícil. Permanezco silencioso y temo que mi voz se pierda, se vaya a otra parte. Me niego a hablar en voz alta a solas. Pero me escucho gritar en el fondo de mí mismo. Cada grito es un descenso dentro de mí mismo. Un descenso, no una caída. Es casi una euforia. Poder gritar y escucharse… Deslizarse totalmente en sí mismo, en el interior de este armazón… Cuando leo un libro, me divierto escuchando la voz del autor. Lo extraño es que confundo a menudo la voz de un hombre con la de una mujer, la de un niño con la de un adulto. Su voz me llega, a veces, envuelta en algo de femenino; de hecho, todo depende del momento en que le leo a usted. Cuando estoy iracundo y mis ojos se posan sobre una de sus cartas, es la voz dulce e insoportable de un mujerío que escucho. ¿Quién es usted? ¡Jamás me lo diga! Hasta pronto.
»P. S. En adelante, deposite sus cartas en casa del comerciante en joyas que está justo enfrente de mi almacén. No confío ya en mi personal. ¡Más vale ser prudente!
»Se ha fijado usted que el cielo en este momento es de un color malva extraño; es luna llena: todos los delirios están permitidos…».
«22 de abril. He olvidado dar la carta a Malika para que la de deje en casa del joyero. Olvido muchas cosas en este momento. La oscuridad me conviene para reflexionar y, cuando mis pensamientos se extravían, aún me aferró a las tinieblas como si alguien me tendiese una cuerda que agarro, y me balanceo hasta restablecer la calma en mi morada. Tengo necesidad de toda mi energía para concentrarme sobre una cuestión que he evitado hasta ahora. Todavía no me atrevo a hablar de ello conmigo mismo.
»Hay silencios que son otros tantos sollozos en la noche cerrada sobre la noche.
»No he vuelto a ver un cuerpo desnudo de mujer o de hombre desde mis permanencias en el hammam, cuando era pequeño. Los cuerpos vienen a habitar algunos de mis sueños. Me tocan, me acarician y se van. Todo ocurre en los secretos del sueño. Al despertarme, tengo el sabor de algo que me ha atravesado y que ha dejado a su paso rasguños, como si mi piel hubiese sido arañada, sin dolor, sin violencia. No distingo nunca los rostros. ¿Cuerpo de hombre? ¿Cuerpo de mujer? Mi cabeza no retiene más que imágenes confusas. Cuando tenía una vida exterior, cuando salía y viajaba, notaba cuán hambriento está este pueblo de sexo. Los hombres miran a las mujeres petrificando su cuerpo. Cada mirada es un arrancar la chilaba y la ropa. Sopesan las nalgas y los senos, y agitan su miembro detrás de su gandura.
»He vislumbrado a mi padre, vestido, con el sexual bajado, dando a mi madre la simiente blanca. Estaba agachado sobre ella, sin decir nada. Ella, gimiendo apenas. Yo era pequeño y he guardado esta imagen, que he vuelto a encontrar más tarde en los animales de nuestra granja. Era pequeño y no fácil de engañar. Conocía el color blanquecino del semen por haberlo visto en el hammam de los hombres. Yo era pequeño y eso me desagradaba. Había vislumbrado esta escena ridícula o cómica, no sé ya, y estaba desolado. Mi tristeza no me dejaba ningún respiro. Corrí para olvidar esta imagen y cubrirla con tierra, bajo un montón de piedras. Pero ella volvía, aumentada, transformada, agitada. Mi padre estaba en una posición cada vez más ridícula, gesticulando, balanceando sus nalgas fofas, mi madre rodeando su espalda con sus piernas ágiles, gritando, y él golpeándola para hacerla callar, ella gritaba aún más fuerte, él reía; esos cuerpos mezclados eran grotescos y yo, tan pequeño, sentado al borde de la cama, tan pequeño que ellos no podían verme, pequeño pero receptivo, adherido a una especie de pegamento muy fuerte del mismo color que el semen que lanza mi padre sobre el vientre de mi madre, yo era pequeñito y estaba pegado a la madera, al borde de la cama que se movía y chirriaba; mis ojos eran más grandes que mi rostro; mi nariz había captado todos los olores; me asfixiaba; tosía y nadie me escuchaba… Intenté despegarme, levantarme y correr a vomitar y ocultarme… Tiré y no logré moverme…, tiré y me pegaba, dejando sobre el trozo de madera la piel de mis nalgas…, corrí, con el trasero ensangrentado, corrí llorando a un bosque en las afueras de la ciudad, yo era pequeño, y sentía que el enorme miembro de mi padre me perseguía; me atrapó y me llevó a la casa… Respiré, respiré otra vez…, todas esas imágenes están lejanas ahora…
»Mi cabeza está pesada. Dónde colocarla. Depositarla. Consignarla. Ponerla en una caja de cartón redonda, donde se colocan los sombreros. Colocarla sobre el terciopelo azul oscuro. Delicadamente. Cubrirla con un pañuelo de seda. Sin flores. Poner un poco de algodón o un trozo de madera para calzarla. Pasar la mano por los ojos para cerrarlos. Peinar cuidadosamente los cabellos, no tirar hacia arriba. Tranquilamente. Sin nervios. Caminar con pies desnudos. Cuidado con no despertar los objetos: el reloj roto, un perro de porcelana tuerto, una cuchara de madera, un sillón triste, una mesa baja cansada, una piedra negra para las abluciones en el desierto, ese lecho, esas sábanas, esta silla cerca de la ventana cerrada (es la silla de la nostalgia), esa alfombra de orar… Sí, ¿dónde estaba yo?, ¡mi cabeza! Querría perderla, aunque solo fuese una vez, esperaría, con el cuerpo recogido sobre mí mismo, esperaría que me la trajesen en un ramo de rosas impregnadas de jazmín… ¡Ah! Si tuviese que separarme de todo lo que me impide respirar y dormir, nada me quedaría… No sería yo nada…, un pensamiento…, quizá una imagen arrugada para algunos, una duda para otros.
»Ya no soy yo quien atraviesa la noche… Es ella quien me arrastra a sus limbos…».
»25 de abril Sobre la bandeja del desayuno, una hoja de papel plegada en cuatro. Una señal de mi amigo lejano: “Parecerse a sí mismo, ¿no es llegar a ser diferente?”. Así, salgo por algún tiempo. Me alejo de usted y me acerco a mí mismo. Estoy reducido a una soledad absoluta. Extraño en el seno de mi familia, soy, despreciable, absolutamente despreciable. Singular y aislado. Mis pasiones, usted las conoce: el trato con algunos poetas místicos y el caminar sobre vuestros pasos. Enseño a estudiantes el amor por el absoluto. ¡Pobre de mí! Le escribiré más extensamente muy pronto.
»Para usted, la luz de esta primavera».
«La misma mañana. No sé si es una suerte o una trampa poder partir, viajar, vagar y olvidar. Desde que estoy aislado en esta habitación, salgo y veo la ciudad con vuestros ojos y con vuestras frases. Tengo necesidad de viajar, lejos de aquí. Sabed que mi patria no es un país y menos aún una familia. Es una mirada, un rostro, un encuentro, una larga noche de silencio y de ternura. Me quedaré aquí, inmóvil, esperando sus cartas. Leerlas, es partir…, seré una consigna donde usted depositará su diario de a bordo, página por página. Las conservaré con amistad, con amor. Le escribiré también a usted y usted reexpedirá todo a su vez. Nos intercambiaremos nuestras sílabas, esperando que nuestras manos se toquen…
»Gracias por la luz de la primavera. Amigo, aquí, no veo ni luz ni primavera, sino a mí mismo contra mí mismo en el eterno retorno de una pasión imposible.
»¡Buen viaje! Y, si encuentra usted un niño con los ojos bañados en lágrimas, sepa usted que es un poco de mi pasado que os abraza».
«Mayo. He perdido la noción del tiempo. Curiosamente, mi calendario se acaba a finales de abril. Faltan hojas. Una mano las ha quitado. Otra las ha elegido para hacer un hechizo. Jugar con el tiempo y cuidar los astros. Mi tiempo no tiene nada que ver con el del calendario, consumado o no.
»Esta mañana he tenido la idea de adoptar un niño. Una idea breve que ha desaparecido con la misma rapidez con que ha surgido. ¿Un niño? Podría hacer uno, con cualquiera, el lechero, el almuédano, el lavador de muertos…, cualquiera, siempre que sea ciego… ¿Por qué no raptar a un bello adolescente, vendarle los ojos y recompensarle con una noche en que no verá mi rostro pero hará lo que desee con mi cuerpo? Para esto harían falta algunas complicidades y no tengo deseos de correr el riesgo de una revelación. Mi cuerpo tiene desde ese momento deseos cada vez más concretos y no sé cómo hacer para satisfacerlos. Otra idea, descabellada: ¡vivir con una gata! Al menos, no sabrá quién soy, para ella sería una presencia humana, como máximo, asexuada…
»He elegido la sombra y lo invisible. He aquí que la duda comienza a entrar como una luz cruda, viva, insoportable. Toleraré la ambigüedad hasta el límite, pero jamás mostraré el rostro en su desnudez a la luz que se acerca.
»He sabido que mis hermanas habían abandonado la casa. Se han marchado una después de otra; mi madre se ha encerrado en una de las habitaciones y purga, según su voluntad, un siglo de silencio y de reclusión. La casa es enorme. Está muy deteriorada. Se cae a pedazos. Así, yo utilizo un extremo y mi madre otro. Ella sabe dónde estoy. Yo ignoro dónde está ella. Malika nos sirve y nos ayuda a cada uno en su prueba.
»¿Está la noche en la noche o el día aún en la noche? Algo en mí se estremece. Debe de ser mi alma».
El narrador devorado por sus frases
¡Compañeros fieles! No sois numerosos en seguir conmigo la historia de este hombre. Pero qué importa el número. Sé por qué algunos no han vuelto esta mañana: no han resistido la pequeña herejía que se ha permitido nuestro personaje. Se ha atrevido a modificar un versículo del Corán. Pero es un ser que ya no se pertenece. Se le ha desviado de su destino, y, si en el momento en que sufre una crisis, se toma alguna libertad con un versículo, un solo versículo, ¡sepamos perdonarle! Y además, no somos sus jueces. Dios se ocupará de ello.
Algo o alguien nos retiene; puede que una mano pesada y serena nos una, aportándonos la luz de la paciencia. El viento de la mañana trae la salud a los enfermos y abre las puertas a los fieles. En este momento, pasa las páginas del libro y despierta una a una las sílabas; frases o versículos se levantan para disipar la bruma de la espera. Me agrada este viento que nos envuelve y nos quita el sueño de los ojos. Altera el orden del texto y hace huir a los insectos pegados en las páginas grasas.
Veo una mariposa nocturna escaparse de las palabras manuscritas. Se lleva consigo algunas imágenes inútiles. Veo una golondrina que intenta desprenderse de un magma de palabras impregnadas de este aceite raro. Veo un murciélago batir las alas en la lejanía del libro. Anuncia el final de una estación, quizá el final de una época. El viento que hojea el libro me inquieta. Me lleva a lo alto de una colina. Me siento sobre una piedra y observo la ciudad. Todo el mundo parece dormir, como si la ciudad entera no fuese más que un inmenso cementerio. Y yo, en ese lugar inaccesible, estoy solo con el libro y sus habitantes. Escucho el murmullo del agua. Quizás es un arroyo que ha encontrado su curso en las páginas del libro; cruza los capítulos; el agua no borra todas las frases; ¿es la tinta quien resiste o el agua que elige sus pasos? ¡Es curioso! ¡A menudo, he soñado con una mano que pasaría por las páginas de una obra ya escrita y que haría la limpieza en el interior, borrando lo inútil y lo pomposo, lo huero y lo superfluo!
Fragmentario pero no carente de sentido, de hecho se impone en mi conciencia por todas partes. El manuscrito que yo deseaba leeros se cae a pedazos cada vez que intento abrirlo y liberarlo de las palabras, las cuales envenenan a tantos y tantos pájaros, insectos e imágenes. Fragmentario, me posee, me obsesiona y me lleva a vosotros, que tenéis la paciencia de esperar. El libro es así: una casa donde cada ventana es un barrio; cada puerta, una ciudad; cada página es una calle; es una casa de apariencia, un decorado teatral donde se hace la luna con una sábana azul tendida entre dos ventanas y una bombilla encendida.
Vamos a habitar esta gran casa. El sol sale pronto allí, y el alba es tumultuosa. Es normal. Es la hora de la escritura, el momento en que las habitaciones y las paredes, las calles y los pisos de la casa se agitan o, más bien, son agitados por la fabricación de las palabras que vienen a acumularse, y después a extenderse, a colocarse en un cierto orden; cada una está, en principio, en su sitio. Es la hora de los movimientos febriles, de los vaivenes y de las bajadas abruptas. Es una hora solemne en que cada uno se recoge, medita y anota los signos golpeados por las sílabas. La casa conserva la fachada serena, alejada de esta agitación interna. Nosotros estaremos dentro de las paredes, en el patio, en la plaza redonda, y de este círculo partirán otras tantas calles como noches tengamos para narrar, para no ser tragados por el raudal de las historias que, ¡en ningún caso, deberán mezclar su agua antes que raye el alba! Tendremos algunos momentos de respiro para tomar aliento y hacer memoria.
Ahora estamos entre nosotros. Nuestro personaje se va a levantar. Nosotros le vemos y él no nos ve. Se cree solo. No se siente espiado. Tanto mejor. Escuchemos sus pasos, sigamos su respiración, retiremos el velo sobre su alma fatigada. No tiene noticias de su comunicante anónimo.
El hombre con senos de mujer
Mi retiro ha durado bastante. He debido de superar los límites que me había impuesto. ¿Quién soy ahora? No me atrevo a mirarme en el espejo. ¿Cuál es el estado de mi piel, mi fachada y mi apariencia? Demasiada soledad y demasiado silencio me han agotado. Me había rodeado de libros y de secreto. Hoy intento liberarme. ¿De qué, concretamente? ¿Del miedo que he acumulado? ¿De esta capa de bruma que me servía de velo y de cobertura? ¿De esta relación con el otro en mí, el que me escribe y me da la extraña impresión de ser aún de este mundo? ¿Liberarme de un destino o de los testigos del primer momento? La idea de la muerte me es demasiado familiar para refugiarme en ella. Entonces, voy a salir. Es tiempo de nacer de nuevo. De hecho no voy a cambiar, sino simplemente a volver a mí, justo antes que el destino que se me había fabricado comience a desarrollarse y me lleve en una corriente.
Salir. Emerger de debajo de la tierra. Mi cuerpo levantaría las piedras pesadas de ese destino y se posaría como una cosa nueva sobre el suelo. ¡Ah! La idea de sustraerme a este recuerdo me produce alegría. ¡Había olvidado la alegría! ¡Qué alivio, qué placer pensar en que serán mis propias manos quienes trazarán el camino de una calle que llevará hacia una montaña! ¡Lo sé! ¡He necesitado tiempo para llegar hasta esta ventana! Me siento ligero. ¿Voy a gritar de alegría o cantar? Partir y dejar esta vida deshecha como si alguien acabase de abandonanarla repentinamente. Mi vida es como ese lecho y estas sábanas arrugadas por el cansancio, por las noches largas, por la soledad impuesta a este cuerpo. Voy a partir sin poner orden, sin tomar equipaje, solo dinero y este manuscrito, única huella y testigo de lo que fue mi calvario. Está medio emborronado. Espero escribir relatos más alegres en la otra mitad. Impediré a las bestias funestas deslizarse sobre él y dejaré las páginas abiertas a las mariposas y a ciertas rosas silvestres. Dormirán sobre un lecho más blando donde las palabras no serán guijarros sino hojas de higuera. Se secarán con el tiempo sin perder los colores ni los perfumes.
He quitado las vendas alrededor de mi pecho, he acariciado largamente mibajo vientre. No he sentido placer o, quizá, he tenido sensaciones violentas, como descargas eléctricas. He sabido que el retorno a mí mismo llevaría tiempo, que había que reeducar las emociones y repudiar las costumbres. Mi retiro no ha bastado. Por eso, he decidido enfrentar a este cuerpo con la aventura, por los caminos, en otras ciudades, en otros lugares.
Mi primer encuentro fue un malentendido. Una vieja mujer, mendiga o bruja, vagabunda astuta, envuelta en harapos de todos los colores, la mirada viva y turbadora, se puso en mi camino, en una de esas callejuelas angostas, tan estrecha y sombría que se la ha apodado Zankat Wahed: la calle de uno solo. Ella me impedía el paso. No era difícil. Bastaba atravesarse y extender un poco los brazos, como para sujetar los muros. Ella ocultaba la luz e impedía pasar el aire. Así, en sus primeros pasos sin máscara, mi cuerpo, que pretendía ser anónimo y uno cualquiera bajo la chilaba, se enfrentaba a la prueba matinal frente a un rostro esculpido e intransigente.
La pregunta fue incisiva:
—¿Quién eres?
Habría podido responder a todas las preguntas, inventar e imaginar mil respuestas, pero esa era la única pregunta que me trastornó y me dejó literalmente muda. No iba a entrar en detalles y narrar lo que fue mi vida. De todos modos, la vieja sospechaba algo. Su mirada no terna nada de inocente. Escrutaba, desnudaba, ponía a prueba. Sabía todo solo con dudar. Buscaba una confirmación. Verificaba y se impacientaba. La pregunta volvió con el mismo tono autoritario:
—¿Qué ocultas bajo tu chilaba, un hombre o una mujer, un niño o un viejo, una paloma o una araña? Responde, si no, no saldrás de esta calle; por lo demás, no es una calle sino un callejón sin salida. Yo tengo las llaves y filtro el aire y la luz que lo atraviesan.
—Bien sabes quién soy, así que déjame pasar.
—¡Lo que sé, poco te importa! Pero quiero escuchar pronunciarte sobre quién eres verdaderamente… No quiero nombre, deseo lo invisible, lo que ocultas, lo que aprisionas en tu caja torácica.
—Ni yo mismo lo sé… Acabo de salir de un largo laberinto, donde cada interrogación fue una quemadura…, tengo el cuerpo marcado por heridas y cicatrices… Y, sin embargo, es un cuerpo que ha vivido poco… Acabo de salir de la sombra…
—¿La sombra o la oscuridad de las tinieblas?
—La soledad, el silencio, el espantoso espejo.
—Quieres decir la pasión…
—¡Ay, sí! La pasión de uno mismo en la densa y pesada soledad.
—Entonces, muestra ese cuerpo, ya que no puedes nombrarlo.
Como yo dudaba, ella se lanzó sobre mí y, con sus fuertes manos, desgarró mi chilaba, y después mi camisa. Aparecieron entonces mis dos pequeños senos. Cuando los vio, su mirada se volvió dulce, iluminada por un relámpago turbador, en el que se mezclaban el deseo y el asombro. Suavemente, pasó sus manos por mi pecho, acercó a mí su cabeza y puso sus labios sobre la punta del seno derecho, lo abrazó y lo chupó. Su boca no tenía dientes; tenía la suavidad de los labios de un bebé. Me dejé hacer y después reaccioné con violencia, rechazándola con todas mis fuerzas. Cayó y hui, intentando volver a cerrar mi chilaba.
Este encuentro no tuvo continuación, al menos en lo inmediato. Sin embargo, lo que ocurrió después me turbó mucho. ¿Debo hablar de ello? Me cuesta escribir sobre el tema. Quiero decir, me avergüenza. Siento mis mejillas ruborizarse ante la idea de acordarme de esa jornada, en que todo se precipitó en mi espíritu y en que mis emociones se vieron trastornadas. La sensación física que sentí con las caricias de esta boca desdentada sobre mi seno fue de placer, aunque no duró más que algunos segundos. Me avergüenza confesarlo. Por la noche, dormí en la habitación de un hotel lujoso para intentar olvidar. Pero me persiguió la imagen de ese rostro casi negro que me sonreía como para recordarme un recuerdo en otra vida. La mujer cojeaba. No me había fijado. Su voz no me era totalmente extraña. Formaba parte de mi infancia. Entonces, el rostro de mi madre loca y amnésica se me impuso toda la noche. Sustituyó, poco a poco, al de la vieja y me sentí mal. Me había inscrito en el hotel bajo mi identidad oficial. Pero noté la mirada inquieta del portero. Mis frases quedaron inacabadas. Me tendí sobre el lecho, desnuda, e intenté devolver a mis sentidos el placer que les estaba prohibido. Me he acariciado largamente los senos y los labios de la vagina. Estaba trastornada. Sentía vergüenza. El descubrimiento de mi cuerpo debía pasar por este encuentro de mis manos y de mi bajo vientre. Suavemente, mis dedos desfloraban mi piel. Estaba toda sudorosa, temblaba y no sé aún si sentía placer o desagrado. Me lavé y después me puse ante el espejo y miré este cuerpo. Se formó un vaho sobre el cristal y apenas me vi. Me gustaba esta imagen desvaída y empañada; correspondía al estado en que se hallaba mi alma. Me afeité los pelos de las axilas, me perfumé y volví al lecho como si buscase una sensación olvidada o una emoción liberadora. Liberarme.
Esas caricias ante el espejo se convirtieron en una costumbre, una especie de pacto entre mi cuerpo y su imagen, una imagen sumida en un tiempo lejano y que había que despertar dejando los dedos rozar mi piel. Escribía antes o después de la sesión. A menudo estaba al límite de inspiración, pues descubrí que las caricias acompañadas de imágenes eran más intensas. No sabía dónde ir a buscarlas. Me complacía en inventar algunas. A veces me quedaba al pairo, o bien permanecía horas ante la página en blanco. Mi cuerpo era esta página y este libro. Para despertarlo, había que alimentarlo, envolverlo en imágenes, llenarlo de sílabas y de emociones, mantenerlo en la dulzura de las cosas y hacerlo soñar.
De nuevo, estaba encerrada. No llegaba a olvidar mi primer encuentro. Me obsesionaba y sentía miedo. Pero por nada del mundo debía abandonar mi decisión ni volver sobre ella. La ruptura con la familia estaba en el orden de las cosas. Necesario. Útil. La ruptura conmigo misma no estaba en ningún orden, ni siquiera en el que yo me imponía. De hecho, improvisaba, iba al azar, por delante de un destino cuya violencia apenas sospechaba.
No recuerdo ya en qué ciudad estaba. Recuerdo ahora el mar y murallas muy antiguas, barcas de pescadores, pintadas de azul y rosa, navíos roídos por el óxido y el tiempo, una isla de pájaros raros, isla prohibida, un morabito, a la salida de la ciudad, que frecuentan las mujeres estériles, calles blancas, muros agrietados, un viejo judío dormitando en la terraza del gran café, uno de los últimos judíos de la medina, turistas mal vestidos, chavales muy astutos, un cementerio marino, mesas preparadas en el puerto donde se comen sardinas a la brasa. Dos hombres arreglan las mallas de una red de pesca, están sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, se hablan, me llegan frases:
—Así al tiempo…
—La época y quienes son dueños de ella…
—Las mujeres…
—Ya no son mujeres…, están fuera…, están dentro…, con los ojos abiertos…, la cintura apretada…
—Esa red y sus mallas no servirán de nada…
—¿Y los hombres?
He olvidado lo que el otro le respondió. Quizá nada. Un silencio lleno por las olas y el viento.
Sin duda fue en esta ciudad gobernada por la noche y la bruma donde conocí a Oum Abbas. Ella había venido a buscarme como si hubiese sido enviada por alguien. Era al comienzo de una noche cálida. Su mano se puso sobre mi hombro mientras me hallaba en la terraza del único café de la ciudad. Me dijo:
—Uno de los compañeros del Profeta me ha puesto sobre tus pasos. Hace mucho tiempo que voy en tu búsqueda. No digas nada. Déjame adivinar tu forma de hablar.
Yo estaba estupefacta y prefería, en verdad, el silencio. Ella tomó una silla y se sentó muy cerca de mí. Me inundó un perfume de granos de clavo; un olor detestable, por estar mezclado con el sudor. Se inclinó sobre mí y me dijo:
—Te conozco.
Intenté alejarme un poco, pero su mano me aferró y me retuvo prisionera. ¿Lanzar un grito? No. ¿Pedir socorro? ¿Y por qué, pues? Me soltó el brazo y me dijo con tono firme:
—¡Vas a seguirme!
Ni siquiera fingí resistir, ¿podía escapar a esta llamada? ¿Era posible eludir el destino? Y además, esto era quizás el comienzo de la aventura.
¿Cuál era el aspecto físico de esta vieja mensajera? ¿Qué imagen atribuir a su rostro? ¿La de la bondad, la de la malicia, la de la maldad? Digamos que tenía los dientes delanteros prominentes y que caían sobre el labio inferior magullado; su frente era pequeña, cruzada por arrugas verticales, sus mejillas estaban huecas, pero en sus ojos brillaba una llama de inteligencia.
Yo estaba disponible, decidida a dejarme hacer y a dejar que las cosas ocurrieran. La seguí en silencio. Una vez llegada a una callejuela oscura, me arrinconó contra la pared y se puso a cachearme. Comprendí en seguida que no buscaba ni dinero ni joyas. Sus manos tanteaban mi cuerpo como para comprobar una intuición. Mi pecho minúsculo no la tranquilizó en absoluto, deslizó su mano en mi serual y la dejó un instante sobre mi bajo vientre; después, introdujo su dedo medio en mi vagina. Me sentí muy mal. Lancé un grito que ella ahogó poniendo la otra mano sobre mi boca, y después me dijo:
—Tenía una duda.
—¡También yo!, —dije entre dientes.
El circo feriante estaba instalado a la salida de la ciudad, justo al lado de una inmensa plaza donde narradores y encantadores de serpientes actuaban durante años ante un público numeroso y fiel.
Había una muchedumbre agolpada ante tablados donde un animadorincitaba a las gentes a comprar un billete de lotería; gritaba por un micrófono móvil fórmulas mecánicas en un árabe mezclado con algunas palabras en francés, en español, en inglés e incluso en una lengua imaginaria, la de los feriantes avezados en todo tipo de estafa:
—Errrrbeh… Errrbeh… un millón… melión… talvaza bilaluane… una televisión en color… un Mercedes… ¡Errrbeh!, mil… tres mil… Arba Alaf… Da vueltas, da vueltas la suerte… ¡Aiua! Krista… el Amorrrr… Me queda, baqali Achr’a billetat… Achfa… Aiua… Todavía… La Aventurrrra… la rueda va a girar… Pero antes… antes vais a ver y oír… Tferju we tsatabu raskum fe Malika la belle… ¡canta y baila, Farid El Atrach! ¡Malika!
De detrás del estante donde estaban colocados los objetos, los premios que ganar, salió Malika. Tenía barba de algunos días y un magnífico bigote que caía sobre sus labios en los cuales el rojo vivo había sido mal puesto. Malika llevaba un caftán pasado de moda y un cinturón trenzado de hilo de oro, se veía perfectamente que su pecho estaba hecho con trapos mal colocados. Bailaba con la música de Farid El Atrach. Avanzando un poco, se podían distinguir sus piernas peludas. Se apoderó del micrófono del animador, dio algunos pasos moviendo las caderas. La muchedumbre lanzó un grito de asombro. Y, sin embargo, nadie era iluso. Malika era realmente un hombre. Había algo de extraño y, al mismo tiempo, de familiar: una complicidad unía todo ese mundo en el buen humor y la risa. El hombre bailaba la danza de las mujeres, cantando en playback a Farid El Atrach, excitando a los hombres de la muchedumbre, guiñando el ojo a unos, lanzando besos con la mano a otros…
Yo había oído hablar de esos espectáculos feriantes donde el hombre hace de bailarina sin hacerse pasar realmente por una mujer, donde todo se baña en la irrisión sin ambigüedad real. Hubo incluso un actor famoso de voz y apariencia particularmente masculina y viril, que no interpretaba más que papeles femeninos, del género arpía, dominando al hombre y dejándole en ridículo. Se llamaba Bou Chafb y no tenía ninguna gracia. Cuando murió, su hijo mayor intentó continuar sus papeles pero no tuvo éxito.
Abbas, el hijo de la vieja, vino hacia mí y me hizo señas de seguirle. Malika no bailaba ya, sino que se colocaba en escena los trapos a la altura del pecho. Tenía un cigarrillo en la comisura de los labios y guiñaba el ojo para evitar el humo. Abbas era el animador y el dueño. Al hablarme, ya no arrastraba las erres:
—Somos nómadas, nuestra vida tiene algo de exaltante pero está llena de callejones sin salida. Todo es falso, y ese es nuestro truco, no lo ocultamos. Las gentes vienen por esto, por Malika, que tampoco es una bailarina de las mil y unas noches, como yo no soy un marino chirlado; vienen por la lotería; la rueda que gira está trucada, lo sospechan pero aceptan el juego; solo el burro que fuma y que hace el muerto es de verdad; es un asno que he adiestrado y que me cuesta caro, pues le alimento bien. Los chavales acróbatas son todos huérfanos y yo soy su padre y su madre; cuando me alteran, les sacudo, así son las cosas. En este país, reprimes o te reprimen. Entonces, sacudo y domino. Así son las cosas. Tomarlo o dejarlo. Mi madre no es una bruja, pese a su apariencia. Es una santa. Lleva el negocio, lee las cartas y me encuentra los artistas. Es ella quien me había traído a Malika; pero este imbécil nos abandona. Su mujer le ha amenazado con dejarle. Se marcha. Y tú eres quien va a reemplazarle. Se va a cambiar el estilo del número: te disfrazarás de hombre en la primera parte del espectáculo, desaparecerás cinco minutos para reaparecer como mujer fatal… Hay con qué volver locos a todos los hombres de la concurrencia. Va a ser excitante… veo esto así…, un verdadero espectáculo con una puesta en escena, suspense e incluso un poco de desnudo, no mucho, pero una pierna, una nalga… es una lástima, no tienes grandes senos… Aquí los hombres adoran los grandes pechos y los grandes culos… Eres demasiado delgada… ¡No es grave! ¡Se mejorarán los gestos y los sobreentendidos! Comienzas mañana. A veces, ocurre que los hombres se excitan y lanzan dinero sobre la bailarina. Tú lo recoges y me lo das. ¡Nada de trucos!
Durante todo el discurso, no dije nada. Estaba intrigada y fascinada. Surgía lentamente pero con sacudidas el ser en quien debía convertirme. Tenía escalofríos. Era la emoción de un Cuerpo convocado por otra vida, nuevas aventuras. Dormí en un carromato. Alrededor de mí reconocí a los chavales acróbatas, que eran muy discretos. Olía a paja y a tierra impregnada de orina. Era tan intenso que me abrumó. La noche fue larga y pesada. Sueño tras sueño. Cabezas de caballos calcinados en la arena. Mano abierta comida por hormigas rojas. Canto tras canto, sin música ni armonía. Un hombre de cráneo afeitado, de una sola pierna, azotaba un árbol. Una calle que sube y se pierde en el cielo del crepúsculo. Los chicos acróbatas suben unos sobre otros y forman una cadena piramidal. No juegan sino que ayudan a un anciano asmático a subir al cielo; pretenden poder depositarle en el umbral del paraíso. La pirámide es alta. No veo su cima; una nube la cubre. El cuerpo menudo del enfermo pasa de mano en mano. Es feliz. Por ese camino deseaba él partir. No quería que el alma subiera al cielo sin él. Los muchachos ríen. El amo dirige la operación con su micrófono móvil. Una muerte dulce como la de los pájaros que se pierden en el cielo. El anciano tiende un pañuelo y lo agita para un último saludo. Sonríe y es ligero. Después, el silencio. El amo ha desaparecido. Los muchachos vuelven a bajar unos después de otros, con las ropas del anciano en las manos. Misión cumplida. La última vez han enviado así al cielo al abuelo del amo. Dice que allá arriba hace un tiempo agradable. Lo colocan sobre una capa de nubes bastante densa y esperan a que otras manos vengan a recogerle. No tienen derecho a decir nada más; y, de todos modos, no saben nada de ello. Se contentan con formar la escala y asegurar el transporte. El resto no es de su incumbencia.
Esta primera noche fue interminable. El olor sofocante de los caballos que orinan sobre la paja ha debido provocar en mí esas visiones de las que no he retenido sino las más notables. A la mañana siguiente, he recordado un rostro maquillado, el de un hombre llorando, que hacía verter el rímel sobre su barba recia y bigote. Lloraba sin razón y quería que yo le diese el pecho como un niño destetado antes de tiempo. Cuando se acercó a mí.
Reconocí a la vieja que me arrastró a esta historia; se había disfrazado como Malika y lloraba de verdad.
Trastornada, maltratada, resistí, logrando así mi parte de olvido.
Por la mañana, hice algunos ensayos sobre los tablados. La vieja me pegó el bigote que llevaba ella en mi sueño y me espolvoreó las mejillas con un producto negro para simular la barba. El caftán era viejo y, sobre todo, muy sucio. Conservaba varias capas de mal perfume. Ella me llamó Zahra «Amirat Lhob», princesa de amor. Yo interpretaba y seguía las órdenes; mi curiosidad me empujaba a ir aún más lejos. Quizá no sabría nada de esta «familia de artistas», pero esperaba saber mucho más sobre mí misma.
Yo no sentía aprensión. Por el contrario, me mostraba jubilosa, feliz, ligera, radiante.
(Continuará…)
