El niño de arena (III)

Tahar ben Jelloun





Bab El Had

Es una puerta minúscula; hay que agacharse para pasar. Está a la entrada de la medicina y comunica con la situada en el otro extremo, que se utiliza para salir. De hecho, son falsas entradas. Todo depende de dónde venga uno. Es agradable saber que en toda historia existen puertas de entrada o de salida. Justamente, Ahmed irá y vendrá con frecuencia entre las dos puertas. Tiene veinte años. Es un joven cultivado y su padre piensa con inquietud en su porvenir. Supongo que todo el mundo esperaba nuestra historia en este momento crucial. Las cosas han ocurrido del modo siguiente: Un día, Ahmed fue a ver a su padre a su taller y le dijo:

—Padre, ¿cómo encuentras mi voz?
—Está bien, ni demasiado grave ni demasiado aguda.
—Bueno —respondió Ahmed—. Y mi piel, ¿qué te parece?
—¿Tu piel? Nada de especial.
—¿Has notado que no me afeito todos los días?
—Sí, ¿por qué?
—¿Qué piensas de mis músculos?
—¿Qué músculos?
—Los del pecho, por ejemplo…
—Pues, no sé.
—¿Has observado que está duro aquí, a la altura de los senos? Padre, voy a dejarme crecer el bigote.
—¡Si eso te agrada!
—En adelante, me vestiré con traje y corbata.
—Como quieras, Ahmed.
—¡Padre! Querría casarme…
—¿Qué? Aún eres demasiado joven…
—¿No te has casado joven tú?
—Sí, eran otros tiempos…
—Y mi época, ¿qué es?
—No sé. Me turbas.
—¿No es la época de la mentira, de la mixtificación? ¿Soy un ser o una imagen, un cuerpo o una autoridad, una piedra en un jardín marchito o un árbol rígido? Dime, ¿qué soy?
—Pero ¿por qué todas esas preguntas?
—Te las planteo para que tú y yo miremos las cosas de frente. Ni tú ni yo somos tontos. Mi condición, no solo la acepto y la vivo, sino que la amo. Me interesa. Me permite tener los privilegios que jamás habría podido conocer. Me abre puertas y esto me gusta, incluso si después me encierra en una jaula de cristal. Me ocurre asfixiarme en mi sueño. Me ahogo en mi propia saliva. Me aferró a la tierra móvil. Me acercó así a la nada. Pero, cuando me despierto, estoy contento, pese a todo, de ser lo que soy. He leído todos los libros de Anatomía, de Biología, de Psicología e incluso de Astrología. He leído mucho y he optado por la felicidad. Del sufrimiento, de la desgracia de la soledad, me libero en un gran cuaderno. Optando por la vida, he aceptado la aventura. Y querría ir hasta el final de esta historia. Soy hombre. Me llamo Ahmed, según la tradición de nuestro Profeta. Y solicito una esposa. Haremos una gran fiesta, discreta, para los esponsales. Padre, me has hecho hombre, debo seguir siéndolo. Y, como dice nuestro amado Profeta, «un musulmán completo es un hombre casado».

El padre estaba muy turbado. No sabía qué responder a su hijo ni a quién pedir consejo. Después de todo, Ahmed llevaba la lógica hasta el extremo. No había dicho todo a su padre, pues tenía un plan. Un gran silencio cargado de malestar. Ahmed se había vuelto autoritario. En la casa, se hacía servir por sus hermanas sus desayunos y sus comidas. Se encerraba en la habitación de arriba. Se prohibía toda ternura con su madre, que raramente le veía. En el taller ya había comenzado a encargarse de los asuntos. Eficaz, moderno, cínico, era un excelente negociador. Su padre se veía superado. Dejaba hacer. No tenía amigos. Secreto y temible, era temido. Se pavoneaba en su habitación, se acostaba tarde y se levantaba pronto. Leía, efectivamente, mucho y escribía por la noche. A menudo permanecía encerrado en la habitación cuatro o cinco días. Solo la madre se atrevía a llamar a su puerta. Él tosía para no tener que hablar y para indicar que seguía vivo.

Un día, convocó a su madre y le dijo con tono firme:

—He elegido a la que será mi mujer.

La madre había sido avisada por el padre. Ella nada dijo. Ni siquiera mostró asombro. Nada podía ya sorprenderla de su parte. Ella se decía que la locura le llegaba al cerebro. No se atrevió a pensar que él se había convertido en un monstruo. Su comportamiento desde hacía un año le había transformado y vuelto irreconocible. Se había vuelto destructor y violento; en todo caso, raro. Alzó los ojos hacia él y dijo:

—¿Quién es?
—Fátima…
—¿Fátima qué?…
—Fátima, mi prima, la hija de mi tío, el hermano menor de mi padre, el que se alegraba en el nacimiento de cada una de tus hijas…
—Pero no puedes. Fátima está enferma… Es epiléptica, y además es coja.
—¡Precisamente!
—Eres un monstruo…
—Soy tu hijo, ni más ni menos.
—¡Pero vas a causar la desgracia!
—No hago más que obedeceros; tú y mi padre me habéis marcado un camino. Lo he tomado, lo he seguido y, por curiosidad, he ido un poco más lejos y, ¿sabes lo que he descubierto? ¿Sabes lo que había al final de ese camino? Un precipicio. La vía se detiene de pronto en lo alto de una gran roca que domina un inmenso terreno donde se tiran las basuras, regadas por las cloacas de la ciudad que, como por casualidad, desembocan allí y reaniman la podredumbre. Los olores se mezclan y esto produce no la náusea, ¡sino la borrachera del Mal! ¡Oh!, tranquilízate, no he estado allá… ¡Lo imagino, lo siento y lo veo!
—Yo no he decidido nada.
—¡Es verdad! En esta familia, las mujeres se envuelven en un manto de silencio…, obedecen…, mis hermanas obedecen; ¡tú te callas y yo ordeno! ¡Qué ironía! ¿Cómo has hecho para no insuflar ni pizca de violencia a tus hijas? Están ahí, van y vienen, rozando los muros, esperando al marido providencial…, ¡qué miseria! ¿Has visto mi cuerpo? Ha crecido; ha vuelto a su propia morada…, me he liberado de la otra corteza: era frágil y transparente. He blanqueado la piel. El cuerpo ha crecido y no duermo ya en el cuerpo de otro. Me acuesto a la orilla de vuestro manto. No digo nada. Tienes razón. Voy a hablarte de otra cosa. Ciertos versículos del Corán que me habían hecho aprender de memoria, me vuelven desde hace algún tiempo, así, sin razón. Atraviesan mi cabeza, se detienen un segundo, y después se desvanecen.

He aquí, pues, lo que Alá os ordena respecto de vuestros hijos: al varón, porción similar a la de dos hijas…

¡Oh!, por otra parte, no, no quiero retenerlos; los dejo al viento… Así que pienso casarme y crear un hogar, como se dice, un hogar de brasas, mi casa será una jaula de cristal, no gran cosa, solo una habitación llena de espejos que se devuelven la luz y las imágenes… Primero, voy a prometerme. No quememos etapas. Ahora voy a escribir quizá poemas de amor para la mujer sacrificada. Será ella o yo. Os toca elegir.

¡Oh, compañeros míos! Nuestro personaje se nos escapa. En mi idea, no tenía que volverse malvado. Tengo la impresión de que está a punto de marcharse por las buenas. Ese repentino cambio brutal, esta violencia súbita me inquietan y no sé adonde va a llevarnos. ¡Debo confesar también que esto me excita bastante! Está maldito, habitado por la maldición, transformado por los brujos. Su maldad le supera. ¿Creéis, oh vosotros que me escucháis, que es un hombre sin escrúpulos, que es un monstruo? ¡Un monstruo que escribe poemas! Dudo y no me siento bien con ese nuevo rostro. Vuelvo al libro. La tinta está desvaída. Gotas de agua —quizá lágrimas— han vuelto ilegible esta página. Me ha costado descifrarla: «En los brazos doloridos de mi cuerpo, me sujeto, desciendo a lo más profundo como para evadirme. Me dejo deslizar por un pliegue y me gusta el olor de este valle. Me sobresalto al relincho de la yegua enviada por el ausente. Es blanca y me oculta los ojos. Mi cuerpo se abre lentamente a mi deseo. Le tomo de la mano. Se resiste. La yegua cabalga, me duermo, enlazado por mis brazos.
»¿Es la mar quien murmura así al oído de un caballo muerto? ¿Es un caballo o una sirena?
»¿Qué rito del naufragio atrapado por la cabellera de la mar? Estoy encerrado en una imagen y las olas altas me persiguen. Caigo. Me desmayo. ¿Es posible desmayarse en el sueño, perder la consciencia y no reconocer ya de la mano los objetos familiares? He construido mi casa con imágenes cambiantes. No juego. Intento no morir. Al menos, tengo toda la vida para responder a una pregunta: ¿Quién soy? ¿Y quién es el otro? ¿Una borrasca matinal? ¿Un paisaje inmóvil? ¿Una hoja temblorosa? ¿Un humo blanco encima de una montaña? ¿Un chorro de agua pura? ¿Una ciénaga visitada por los hombres desesperados? ¿Una ventana sobre un precipicio? ¿Un jardín al otro lado de la noche? ¿Una vieja moneda? ¿Una camisa que cubre a un hombre muerto? ¿Un poco de sangre sobre labios entreabiertos? ¿Una máscara mal colocada? ¿Una peluca rubia sobre una cabellera gris? Escribo todas estas palabras y escucho el viento, no fuera sino en mi cabeza. Sopla fuerte y sacude las persianas por las que entro en el sueño. Veo que una puerta está inclinada. Va a caer allí donde tengo la costumbre de poner mi cabeza para acoger otras vidas, para acariciar otros rostros, rostros sombríos o alegres, pero los amo, ya que soy yo quien los inventa. Los hago muy diferentes del mío, deformes o sublimes, embelesados a la luz del día y colocados sobre las ramas del árbol como las conquistas de la bruja. A veces, el invierno de esos rostros me asesina. Les abandono… Me voy a buscarlos a otra parte. Tomo manos. Las escojo grandes y finas. Las estrecho, las beso, las chupo. Y me embriago. Las manos se me resisten menos. No saben hacer muecas. Los rostros se vengan de mi libertad gesticulando todo el tiempo. Por eso los aparto. No violentamente. Pero los pongo a un lado. Los amontono. Se aplastan. Sufren. Algunos llegan a gritar. Gritos de búho. Maullidos. Crujir de dientes. Rostros indiferentes. Ni hombre ni mujer. Pero figuras de belleza absoluta. Las manos me traicionan también, sobre todo cuando intento armonizarlas con los rostros. Lo principal es evitar el naufragio. El rito del naufragio me obsesiona. Me arriesgo a perderlo todo y no tengo ganas de volverme a encontrar afuera con los demás. Mi desnudez es mi privilegio sublime. Soy el único en contemplarla. Soy el único en maldecirla. Bailo. Doy vueltas. Hago palmas. Golpeo el suelo con mis pies. Me inclino hacia la trampilla donde guardo mis criaturas. Tengo miedo de caer y confundirme con uno de esos rostros sin sonrisa. Doy vueltas y me arrastro hacia el vértigo. El sudor perla mi frente. Mi cuerpo baila al compás de un ritmo africano… Lo escucho. Veo la maleza y me mezclo con los hombres desnudos. Olvido preguntarme quién soy. Aspiro al silencio del corazón. Soy acosado y doy mi boca a una llama en el bosque. No estoy en África sino en un cementerio marino, donde tengo frío. Las tumbas se han vaciado todas. Abandonadas. El viento que silba es prisionero de ellas. Un caballo, pintado con los colores azules de la noche, cabalga en ese cementerio. Son mis ojos que caen y se incrustan en la cabeza del caballo. Las tinieblas me cubren. Me siento seguro. Tomado por manos cálidas. Me acarician la espalda y las adivino. No son las mías. Todo me falla y retrocedo. Es la fatiga o la idea del retorno a sí mismo y a la casa. Querría reír, pues sé que, condenado al aislamiento, no podré vencer el miedo. Se dice que eso es la angustia. He pasado años adaptándola a mi soledad. Mi reclusión es voluntaria, elegida, amada. Voy a sacar de ella más rostros y manos, viajes y poemas. Hago del sufrimiento un palacio donde la muerte no tendrá sitio. Ni siquiera soy yo quien la rechaza. Se lo prohíbe la entrada, pero el sufrimiento se basta a sí mismo. No hace falta dar un gran golpe. Ese cuerpo está hecho de fibras que acumulan el dolor e intimidan a la muerte. Eso es mi libertad. La angustia retrocede y me quedo solo para luchar hasta el alba. Por la mañana, me caigo de fatiga y de gozo. Los demás no entienden nada. Son indignos de mi locura.
»Así son mis noches: mágicas. También me gusta colocarme en lo alto de las rocas y esperar a que el viento las sacuda, las lave, las separe del sueño, las desprenda de las tinieblas, las desnude y me las traiga envueltas en la sola nube de los sueños. Entonces, todo se vuelve límpido. Yo olvido. Me hundo suavemente en el cuerpo abierto del otro.
»No pregunto ya a nadie. Bebo café y vivo. Ni bien ni mal. A nadie pregunto, pues mis preguntas no tienen respuesta. Lo sé porque vivo a los dos lados del espejo. En verdad, no soy serio. Me gusta jugar, incluso si tengo que hacer daño. Hace mucho tiempo que estoy por encima del mal. Mirando todo eso desde lejos, desde la cima de mi soledad. ¡Es extraño! Mi dureza, mi rigor me abren puertas. ¡No pido tanto! Me gusta el tiempo que abarco. Afuera estoy un poco perdido. Entonces, me vuelvo serio. Salgo antes de lo previsto de la infancia mimada, atropello a unos y a otros, no reclamo el amor sino el abandono. Ellos no me entienden. De ahí la necesidad de vivir mi condición en todo su horror.
»Hoy me gusta pensar en quien se convertirá en mi esposa. No hablo aún del deseo, hablo de la servidumbre. Ella vendrá, arrastrando una pierna, el rostro crispado, la mirada inquieta, trastornada por mi petición. La haré subir a mi habitación y le hablaré de mis noches. Le besaré la mano, le diré que es hermosa; la haré llorar y la dejaré debatirse en su crisis; la observaré, luchando contra la muerte, babeante, implorando; le besaré la frente; ella se calmará, y después volverá a su casa sin mirar atrás.
»No estoy deprimido, estoy exasperado. No estoy triste. Estoy desesperado. Mi noche no me ha dado nada. Ha pasado inadvertida. Tranquila, vacía, negra».

Amigos, os había dicho que esta puerta era estrecha. Leo en vuestros rostros la turbación y la inquietud. Esta confesión nos ilumina y nos aleja. Hace al personaje cada vez más extraño.

Muy oscuros intercambios de cartas iban a trastornar los planes y la vida de nuestro protagonista. Esas cartas, incluidas en el cuaderno, no están todas fechadas. Pero, al leerlas, se las puede situar en la época de la historia en que nos hallamos. No están firmadas, o bien, la firma es totalmente ilegible. A veces, es una cruz; otras, son iniciales o arabescos.

¿Son de un comunicante o de una comunicante anónimo? ¿O son imaginarias? ¿Se habría escrito él a sí mismo en su aislamiento?…

La primera carta no figura en el cuaderno. Se ha debido perder. La segunda, es su contestación: «¡Así que yo tendría la vida por castigo! Su carta no me ha sorprendido. He adivinado cómo ha podido Ud. hacerse con los elementos íntimos y singulares de mi vida. Se encarniza Ud. sobre una ausencia, o, como mucho, un error. Yo mismo no soy lo que soy; ¡lo uno y lo otro, quizá! Pero la manera en que se insinúa Ud. en esas preguntas, la imprudencia con que se inmiscuye en mi sueño, le hacen cómplice de todo lo que yo pueda cometer o provocar como desgracia. Su firma es un garabato ilegible. La carta no tiene fecha. ¿Sería Ud. el ángel exterminador? Si lo es, venga a verme, podremos reír juntos… ¡Lista de Correos! ¡Iniciales! Tanto misterio…».

«He hallado su carta bajo la piedra, a la entrada del jardín. Le doy gracias por haberme contestado. Seguía Ud. siendo muy evasivo. Hace mucho tiempo que le esperaba. Sin duda, mis preguntas no eran muy precisas. Comprenda Ud., no puedo revelar mi identidad sin correr un riesgo que atraería la desgracia sobre Ud. y sobre mí. Nuestra correspondencia debe seguir siendo confidencial. Cuento con su sentido del secreto.
»El propósito que me guía y me lleva hacia Ud. está marcado con el sello de lo imposible. Sin embargo, me gusta marchar por ese camino con la paciencia nutrida de esperanza por el sueño, ese sueño que tengo con Ud. cada vez que me sube la fiebre, allá donde le veo sin que me vea Ud., le escucho hablarse a usted mismo o acostarse desnudo en las páginas blancas de este cuaderno, le observo y le sigo hasta perder el aliento, pues es excesivo lo que se mueve, lo que corre Ud. Me gustaría poder detenerle un momento, un breve instante, para mirar sus ojos y sus pestañas. Pero no tengo de Ud. más que una imagen desvaída, ¡y quizá sea mejor así!».

«Ya que viene Ud. hasta mi casa para espiarme y observar mis gestos y pensamientos, he decidido hacer limpieza. Mi habitación no es muy grande. Los espejos paralelos, la luz del cielo, las grandes ventanas y mi soledad, hacen que parezca grande. Voy a ampliarla aún más, haciendo lo mismo en mi vida y en mis recuerdos, pues no hay nada más molesto que las cosas dejadas por el tiempo en un nivel de la memoria. (Las gentes dicen un rincón de la memoria, yo sé que es un nivel, pues hay tantos objetos que se han acumulado y que esperan una señal para caer rodando y venir a estorbar en mi vida actual). En su próxima visita, se asombrará e incluso se desorientará. No le oculto que procuro perderle, precipitar su pérdida. Caerá en la trampa de sus audacias o simplemente en una cuneta, a la orilla del camino. Pero permanezcamos juntos algún tiempo. No nos perdamos de vista. ¡Hasta pronto!».

«No teniendo tiempo para llegar hasta Ud., y al no estar seguro de que mi presencia le trastorne, prefiero escribirle otra vez. No hablaré de su belleza, ni de la gracia que le envuelve y le preserva, ni de la manipulación de su destino.
»He sabido que Ud. ha expresado el deseo y la voluntad de casarse. ¡Bello gesto, en principio! Pero vuestra alma parece extraviarse. ¿Osaría hacer de un pobre ser indefenso una víctima? ¡No! Eso es indigno de Ud. Sin embargo, si desea hacer daño a uno de sus tíos, yo tendría algunas ideas que proponerle. ¡Pero sigo persuadido de que su genio tiene ambiciones de una importancia totalmente diferente!
»Dejemos esas artimañas para el verano o el otoño. Vea cómo la primavera se inclina sobre nuestros cuerpos y abre delicadamente nuestros
»Permaneceré aún en la sombra de un anonimato de donde son posibles todos los desvíos, sobre todo los que llevan a Ud., a sus pensamientos, a su alma, a su cuerpo extendido cerca del mío…».

«Mi padre sufre. Debo renunciar a todos mis proyectos. Siento que es un momento difícil. La idea de su desaparición me obsesiona. Cuando le oigo toser, me siento muy mal. Mi madre no parece estar preparada para esta prueba. Abandono mi habitación y duermo a su lado, sin dormir. Vigilo el ritmo de su respiración. Velo por él y lloro discretamente por mí.
»Le hablo hoy de mi miedo y de mi dolor, mientras Ud. está instalado en ese anonimato que me lo acerca mucho. No querría ver su rostro ni escuchar su voz. Déjeme adivinarle a través de sus cartas. No se enfade ni se impaciente si tardo en hacerle saber de mí».

Este intercambio de cartas se interrumpe aquí, para dejar sitio al acontecimiento principal, prueba decisiva, giro importante que va a trastocar la vida de nuestro personaje. La muerte del padre estará precedida de un cierto número de hechos menores, maniobras y tentativas, lo que va a reforzar la voluntad del heredero y dar a su rango una legitimidad indiscutible. Bad El Had, como su nombre indica, es la puerta límite, el muro que se levanta para poner fin a una situación. Será nuestra última puerta, pues se ha cerrado sobre nosotros sin avisarnos. Y yo, que os había hablado de las siete puertas, me encuentro hoy superado, desbordado. Nuestra historia no se detiene en esta puerta. Continúa, pero no atravesará más puertas horadadas en una muralla. Se transformará en una calle circular y tendremos que seguirla con creciente atención.


La puerta olvidada

Ahora tenemos que deslizarnos por las brechas de la muralla, las aberturas olvidadas. Tenemos que caminar sobre la punta de los pies y prestar atención, no de día sino por la noche, cuando la luna da sombra a nuestra historia, cuando las estrellas se reúnen en un rincón del cielo y observan el mundo que se adormece.

Oh, amigos míos, no me atrevo a hablar de Dios, el indiferente, el supremo, en vuestra compañía. Recuerdo una frase dicha por un gran escritor, que aún me intriga: «No sabemos dónde pone Dios sus acentos, y la vida es púdica como un crimen». Somos sus esclavos y nos caemos de fatiga. En cuanto a mí, soy el ciego que baila sobre una terraza desnuda; en cualquier momento, puedo caer. Eso es la aventura…, algunas comas que nos retienen.

El padre ha muerto, lentamente. La muerte se ha tomado su tiempo y le ha atrapado una mañana, mientras dormía. Ahmed asumió sus obligaciones con autoridad. Convocó a sus siete hermanas y les dijo, más o menos, esto: «A partir de hoy, no soy ya vuestro hermano; tampoco soy vuestro padre, sino vuestro tutor. Tengo el deber y el derecho de velar por vosotras. Me debéis obediencia y respeto. En fin, inútil es recordaros que soy un hombre de orden y que, si la mujer es, entre nosotros, inferior al hombre, no es porque Dios lo haya querido o porque el Profeta lo haya decidido, sino porque ella acepta su suerte. ¡Por tanto, sufrid y vivid en el silencio!».

Después de estas palabras, hizo venir a los notarios, invitó a los tíos y resolvió la cuestión de la herencia. Reinaba el orden. Ahmed recibió de su comunicante anónimo una carta breve de pésame, a la que respondió algunos días más tarde:

«La huella de mi padre está aún sobre mi cuerpo. Quizá ha muerto, pero sé que volverá. Una noche, descenderá de la colina y abrirá las puertas de la ciudad, una por una. Esta huella es mi sangre, el camino que debo seguir sin desviarme. No siento pena. Mi dolor viaja. Mis ojos están secos, y mi inocencia, manchada de un poco de pus. Me veo recubierto de ese líquido amarillento, el que recuerda el lugar y el tiempo de la muerte.
»Ahora soy el amo de la casa. Mis hermanas están resignadas. Su sangre circula a marcha lenta. Mi madre se ha retirado al silencio del duelo. Y yo dudo. No sé qué objeto, qué jardín, qué noche traeré del porvenir. Soy viajero. Jamás me duermo sin haber recorrido algunos senderos oscuros y desconocidos. Están trazados por una mano familiar —quizá la mía, quizá la de mi padre— en una playa blanca, desnuda, desierta, que incluso el viento evita. El porvenir es una estatua velada que camina sola por esta extensión blanca, un territorio de luz insoportable. Esta estatua es quizá una mujer que vela a los caballos que agonizan, allá lejos, al final del sendero trazado por la voz del padre.
»Hasta pronto.
»Debo recordarle, a Ud., que quizá no existe, que soy incapaz de hacer amistad, y, menos aún, de amar.
»P. S. Cada mañana, al levantarme, miro por la ventana, para ver si el cielo no se ha deslizado durante mi sueño y no se ha extendido como una lava por el patio interior de la casa. Estoy persuadido de que, un día u otro, descenderá para quemar mis restos».

Mientras el narrador leía esta carta, un hombre, grande y delgado, no dejaba de ir y venir, atravesando el círculo en su mitad, rodeándolo, agitando un bastón como si quisiese protestar o tomar la palabra para rectificar alguna cosa. Se detuvo en el centro, manteniendo a distancia al narrador con su bastón, y dijo a la concurrencia: Este hombre os oculta la verdad. Tiene miedo de deciros todo. Esta historia, soy yo quien se la ha narrado. Es una historia terrible. No la he inventado. La he vivido. Soy de la familia. Soy el hermano de Fátima, la mujer de Ahmed, la que desempeñó el papel de la esposa, pero una esposa que se dejó arrastrar al torbellino de una perversión demasiado complicada para nosotros, valientes y buenos musulmanes. Cuando vino su madre, rodeada de sus siete hijas, a dejar en la casa un gran ramo de flores, seguida por sus criadas con los brazos cargados de regalos, ella murmuró al oído de su madre algunas palabras como: «La misma sangre que nos reunió en el pasado nos unirá de nuevo, si Dios lo quiere», y después, realizados los gestos y dichas las palabras de bienvenida, pronunció lentamente, troceándolo, el nombre de Fá-ti-ma, repitiéndolo más de una vez para no hacer creer en un error. Mi madre no sonreía ya. Pedir en matrimonio a la desdichada Fátima, que era coja y que con frecuencia tenía crisis de epilepsia, era demasiado bello o demasiado feo. Tan pronto como fue pronunciado su nombre, se la alejó, se la encerró en la habitación de arriba, y no se dijo nada. Ni sí ni no. Se esperaba el acuerdo con el padre. Las relaciones entre las dos familias jamás han sido buenas. Envidia, rivalidad, alimentaban una pequeña guerra silenciosa, pero a menudo se guardaban las apariencias. Es lo que algunos llaman hipocresía. Los dos hermanos no se amaban mucho. Las mujeres tomaban, evidentemente, cada una, partido por su respectivo marido. De hecho, los hombres se detestaban en silencio. Las mujeres se encargaban de mantener viva la tensión. Se decían pequeñas cosas desagradables cuando se encontraban en el baño o en una reunión familiar. Pero nadie habría pensado que, un día, esas dos familias iban a unirse por un matrimonio. El padre dudó. Se temía que ese gesto de Ahmed pudiese tener una segunda intención. Además, la personalidad de Ahmed, a quien raramente veía, le intrigaba. Tenía ideas confusas sobre ese ser, y, por otra parte, se avergonzaba de pensar mal. ¡Rezaba una plegaria y pedía a Dios que le hiciese justicia! Toda su vida había contado con esa herencia. Con la llegada de Ahmed, sus esperanzas se desvanecieron y se sintió víctima de una injusticia de la suerte, o de una maquinación del destino. En un primer momento, se negó a casar a su hija, después tuvo la idea de hablar de ello con Fátima. Ella quería casarse. Se acabó por aceptar. Ahmed planteó sus condiciones: las dos familias permanecerían a un lado; él viviría solo con su esposa. Ella no saldría de la casa más que para ir al baño o al hospital. Pensaba llevarla a la consulta de grandes médicos, curarla, darle su oportunidad. Él hablaba cubriéndose el rostro, con un tono firme. Dijo cosas que no se entendían en absoluto, reflexiones filosóficas, pensamientos disparatados. Me acuerdo bien de ello, pues el final de su discurso me había intrigado e incluso me había hecho sentirme incómodo. Él decía: «Único pasajero de lo absoluto, me aferró a mi piel externa en este bosque denso de la mentira. Me mantengo detrás de una muralla de vidrio o de cristal y observo el trato de unos y otros. Son pequeños y están encorvados por tanto peso. Hace mucho tiempo que me río de mí mismo y del otro, el que os habla, el que creéis ver y oír. No soy amor, sino ciudadela inexpugnable, milagro en descomposición. Hablo a solas y amenazo con extraviaros en el bosquecillo de las palabras balbuceadas por el tartamudo… Tendréis noticias mías, el día justo de mi muerte, será un día fasto y soleado, un día en que el ave que hay en mí cantará…». Se decía que divagaba, que todas sus lecturas le empujaban al delirio. Hablaba sin interrupción, decía palabras inaudibles, metía la cabeza en su chilaba como si orase o comunicase un secreto a alguien invisible. La continuación, amigos míos, no podéis adivinarla. Nuestro narrador pretende que lee en un libro que Ahmed habría dejado. Pues bien, ¡es falso! Ese libro, es verdad, existe. No es ese viejo cuaderno amarilleado por el sol que nuestro narrador ha cubierto con ese pañuelo sucio de cuello. Además, no es un cuaderno, sino una edición muy barata del Corán. Es curioso, él miraba los versículos y leía el diario de un loco, víctima de sus propias ilusiones. ¡Bravo! ¡Qué valentía, qué desvío! El diario de Ahmed, lo tengo yo. Es normal, lo he robado al día siguiente de su muerte. Aquí está, cubierto por una revista de la época, podéis leer la fecha… ¿No coincide con la de su muerte? ¡Nuestro narrador es muy hábil! Lo que él nos ha leído es digno de figurar en ese cuaderno.

¡Compañeros! ¡No os marchéis! Esperad, escuchadme, pertenezco a esa historia, subo por esta escalera de madera, tened paciencia, esperad a que me instale en lo alto de la terraza, trepo por los muros de la casa, subo a sentarme sobre una estera, en la terraza toda blanca, y abro el libro para narraros la historia, extraña y bella, de Fátima, tocada por la gracia, y de Ahmed, recluido en los vapores del mal, la historia de la virtud traspasada en el corazón por tantas flechas envenenadas. Compañeros, venid hacia mí, no os apretéis, no pisoteéis a nuestro narrador, dejadle partir, subid por las escaleras y prestad atención al viento que sopla, subid, escalad los muros del recinto, prestad atención, abrid los ojos, y partamos juntos, no sobre una alfombra o sobre una nube, sino sobre una densa capa de palabras y frases, todo en color y música. Ese canto que escucháis, es el que Ahmed más amaba. Viene de lejos, viene del sur, pasando por las altas montañas. Es triste. Se diría que es la tierra que suavemente levanta una a una sus grandes piedras y nos hace escuchar el rumor herido de un cuerpo pisoteado. Os calláis y vuestros rostros están serios. Vaya, veo allá lejos volver a nuestro viejo narrador. Se sienta con nosotros. Bienvenido, ¡sí! No hago más que proseguir tu historia. Quizá te he atropellado. Excusa mis gestos de impaciencia. Es el canto lo que te ha traído. Nos trae a todos a la tierra. Acércate; ven más cerca de mí. Podrás intervenir en esta historia. Ahora, voy a dar lectura al diario de Ahmed, que comienza o prosigue, ya no sé, con este exergo: «Los días son piedras, las unas sobre las otras se acumulan…».

Es la confesión de un hombre herido; se refiere a un poeta griego.

(Continuará...)

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