Tahar Ben Jelloun

La puerta del viernes
Hace algunos días que estamos tejidos por los hilos de la lana de una misma historia. De mí a vosotros, de cada uno de vosotros a mí, parten hilos. Son frágiles aún. Sin embargo, nos unen como en un pacto. Pero dejemos tras de \nosotros la primera puerta, que una mano invisible sabrá volver a cerrar. La puerta del viernes es la que reúne, para el descanso del cuerpo, para el recogimiento del alma y para la celebración del día. Se abre sobre una familia de fiesta, un cielo clemente, una tierra fecunda, un hombre con el honor recuperado, una mujer reconocida, por fin, como madre. Esta puerta no dejará pasar más que la felicidad. Es su función o, al menos, tal es su reputación. Cada uno de nosotros ha visto, un día, abrirse esta puerta sobre sus noches e incluso iluminarlas brevemente. No está horadada en muralla alguna. Es la única puerta que se desplaza y avanza al paso del destino. Y no se detiene más que para aquellos a quienes no gusta su destino. Si no, ¿de qué serviría? Por esta puerta ha entrado Lalla Radhia.
La fiesta del bautismo fue magnífica. Se degolló un buey para poner el nombre: Mohamed Ahmed, hijo de Hadj Ahmed. Se oró detrás del gran faquí y muftí de la ciudad. Se distribuyeron platos de comida a los pobres. La jornada, larga y bella, tenía que ser memorable. Y, efectivamente, todo el mundo se acuerda de ella, incluso hoy día. Se habla de esta jornada citando la fuerza del buey que, con la cabeza cortada, se había puesto a correr por el patio, las veinte mesas bajas servidas con corderos enteros, la música andaluza interpretada por la gran orquesta de Moulay Ahmed Loukili… Los festejos duraron varios días. El bebé era mostrado de lejos. Nadie tenía derecho a tocarle. Solo Lalla Radhia y la madre se ocupaban de él. Las siete hijas eran mantenidas a distancia. El padre les dijo que, a partir de entonces, el respeto que le debían era idéntico al que deberían a su hermano Ahmed. Ellas bajaron los ojos y no dijeron palabra. Raramente se había visto a un hombre tan feliz querer comunicar y compartir su alegría. Contrató una media página del gran periódico nacional, y publicó ahí su foto con este texto debajo: Dios es clemente.
Él acaba de iluminar la vida y el hogar de vuestro servidor y devoto alfarero Hadj Ahmed Suleiman. Un varón —que Dios le proteja y le dé larga vida— ha nacido el jueves a las 10 h. Le hemos puesto por nombre Mohamed Ahmed. Este nacimiento anuncia fertilidad para la tierra, paz y prosperidad para el país. ¡Viva Ahmed! ¡Viva Marruecos!
Este anuncio en el periódico dio mucho que hablar. No existía la costumbre de mostrar así, públicamente, la vida privada. Hadj Ahmed se burlaba de ello. Para él, lo importante era llevar la noticia al conocimiento del mayor número posible de personas. La última frase tuvo también repercusión. A la policía francesa no le gustaba ese «¡Viva Marruecos!». Los militantes nacionalistas no sabían que ese artesano rico fuera también un buen patriota.
El aspecto político del anuncio se olvidó rápidamente, pero toda la ciudad se acordaba, mucho tiempo después, del nacimiento de Ahmed.
La casa conoció, durante todo el año, la alegría, el reír y la fiesta. Todo era pretexto para hacer venir una orquesta, para cantar y bailar, para festejar la primera palabra balbuceada, los primeros pasos del príncipe. La ceremonia del barbero duró dos días. Se cortaron los cabellos a Ahmed, se le maquillaron los ojos con kohl. Se le colocó sobre un caballo de madera después de haberle puesto una chilaba blanca y cubierto la cabeza con un fez rojo. La madre le llevó después a visitar al santo de la ciudad. Lo cargó a su espalda y giró siete veces alrededor de la tumba, rogando al santo que intercediese ante Dios para que Ahmed fuese protegido del mal de ojo, de la enfermedad y de la envidia de los curiosos. El niño lloraba entre esta multitud de mujeres que se empujaban con violencia para tocar con la mano la capa negra que cubría la tumba.
Y el niño creció en una euforia casi cotidiana. El padre pensaba en la prueba de la circuncisión. ¿Cómo proceder? ¿Cómo cortar un prepucio imaginario? ¿Cómo no festejar con boato el paso de este niño a la edad adulta? Oh, amigos míos, ¡hay locuras que hasta el diablo ignora! ¿Cómo iba a salvar la dificultad y dar aún más fuerza y credibilidad a su plan? Por supuesto, él podría, me diréis, hacer circuncidar a un niño en lugar de su hijo. Pero habría un riesgo en ello. ¡Esto se sabría antes o después! Figuraos que él presentó al barbero-circuncisor su hijo, las piernas abiertas, y que algo fue efectivamente cortado, que la sangre corrió, manchando los muslos del niño y el rostro del barbero. El niño lloró incluso y fue colmado de regalos traídos por toda la familia. Raros fueron quienes se fijaron que el padre tenía un apósito alrededor del índice de la mano derecha. Él lo ocultaba bien. ¡Y nadie pensó, ni un instante, que la sangre vertida era la del dedo! Hay que decir que Hadj Ahmed era un hombre poderoso y decidido.
¿Y quién en esta familia se sentía incapaz de enfrentarse con él? Ni siquiera sus dos hermanos. Además, cualesquiera que fuesen sus sospechas, no se arriesgarían a ninguna broma dudosa ni sobreentendida en cuanto al sexo del niño. Todo sucedía como el padre había previsto y esperado. Ahmed crecía según la ley del padre, que se encargaba personalmente de su educación: la fiesta había terminado. Ahora había que hacer de este niño un hombre, un verdadero hombre. El barbero venía regularmente, cada mes, para cortarle los cabellos. Él iba con otros chicos a una escuela coránica privada, jugaba poco y raramente se quedaba en la calle de su casa. Como todos los niños de su edad, acompañaba a su madre al baño moro.
Sabéis cuánto nos ha impresionado fuertemente a todos ese lugar cuando éramos chiquillos. Todos hemos salido, indemnes de ello…, al menos aparentemente. Para Ahmed, eso no fue un trauma, sino un descubrimiento extraño y amargo. Lo sé porque él habla de ello en su cuaderno. Permitidme que abra yo el libro y os lea lo que él ha escrito sobre esas salidas en la niebla tibia: «Mi madre puso en una pequeña bolsa naranjas, huevos duros y aceitunas rojas adobadas en zumo de limón. Ella tenía un pañuelo sobre la cabeza que conservaba la henna echada en su cabellera la víspera. Yo no tenía henna en los cabellos. Cuando quise ponérmelo, me lo prohibió y me dijo: “¡Está reservado para las niñas!”. Me callé y la seguí al hammam. Sabía que teníamos que pasar allí toda la tarde. Iba a aburrirme, pero no podía hacer otra cosa. En verdad, prefería ir al baño con mi padre. Era rápido y me evitaba todo ese ceremonial interminable. Para mi madre, era la ocasión de salir, de encontrarse con otras mujeres y charlar lavándose. Yo me moría de tedio. Tenía calambres en el estómago, me asfixiaba en este vapor denso y húmedo que me envolvía. Mi madre me olvidaba. Hablaban todas al mismo tiempo. Qué importa lo que decían, pero hablaban. Tenían la impresión de estar en un salón donde el hablar era indispensable para su salud. Las palabras y las frases surgían de todas partes y, como la habitación estaba cerrada y sombría, lo que ellas decían era como retenido por el vapor y permanecía suspendido por encima de sus cabezas. Yo veía palabras subir lentamente y golpear contra el techo húmedo. Allí, como puñados de nubes, se hundían al contacto con la piedra y volvían a caer en gotitas sobre mi rostro. Me divertía así. Me dejaba cubrir de palabras que chorreaban sobre mi cuerpo, pero pasaban siempre por encima de mi calzón, lo que hacía que mi bajo vientre quedase a salvo de esas palabras transformadas en agua. Yo escuchaba prácticamente todo, y seguía el camino que tomaban esas frases que, llegadas al nivel superior del vapor, se mezclaban y daban después un discurso extraño y, a menudo, raro. En todo caso, a mí eso me divertía. El techo era como un cuadro o una pizarra. Todo lo que se dibujaba ahí no era forzosamente inteligible. Pero, como había que pasar el tiempo, me encargaba de desenredar todos esos hilos y sacar de ellos algo comprensible. Había palabras que caían a menudo y más rápido que otras, como, por ejemplo: la noche, la espalda, los senos, el pulgar…, apenas pronunciadas, me caían en pleno rostro. Por lo demás, yo no sabía qué hacer de ellas. De todos modos, las ponía a un lado, esperando ser alimentado por otras palabras y otras imágenes. Curiosamente, las gotas de agua que caían sobre mí eran saladas. Yo me decía entonces que las palabras tenían el gusto y el sabor de la vida. Y, para todas esas mujeres, la vida era más bien limitada. Era poca cosa: la cocina, los quehaceres domésticos, la espera y, una vez por semana, el descanso en el hammam. Yo estaba secretamente contento de no formar parte de ese universo tan limitado. Jugaba con las palabras y eso daba, en ocasiones, frases caídas sobre la cabeza, como: «la noche el Sol sobre la espalda en un pasillo donde el pulgar del hombre mi hombre en la puerta del cielo el reír…», después, de repente, una frase con sentido: «el agua está ardiendo…, dame un poco de tu agua fría…». Esas frases no tenían tiempo de ser levantadas hacia lo alto por el vapor. Eran dichas en un tono banal y expeditivo. No formaban parte de la charla. De hecho, se me escapaban y esto no me molestaba en absoluto. Qué podía yo hacer con frases vacías, huecas, incapaces de elevarse y hacerme soñar. Había palabras raras y que me fascinaban por ser pronunciadas en voz baja, como, por ejemplo: maní, qlaoui, tahoun… He sabido, más tarde, que eran palabras referentes al sexo y que las mujeres no tenían derecho a utilizarlas: «esperma»…, «cojones»…, «vagina»… Esas no caían. Debían quedarse pegadas en las piedras del techo, que impregnaban con su tono sucio, blancuzco o pardo. Una vez, hubo una disputa entre dos mujeres, a causa de un cubo de agua. Ellas habían intercambiado insultos en los que esas palabras volvían a menudo en voz alta. ¡Allí, cayeron como una lluvia y sentí placer en reunirlas y guardarlas secretamente en mi calzón! Estaba molesto y tenía miedo, a veces, de que mi padre se encargase de lavarme como le gustaba hacer, de vez en cuando. No podía guardarlas mucho tiempo sobre mí, pues me hacían cosquillas. Cuando mi madre me enjabonaba, se asombraba al ver cuán sucio estaba. Y yo no podía explicarle que el jabón que caía se llevaba todas las palabras escuchadas y acumuladas a lo largo de esa tarde. Cuando me volvía a encontrar limpio, me sentía desnudo, como liberado de trapos que me mantenían caliente. Después, tenía todo el tiempo para pasearme como un diablo entre los muslos de todas las mujeres. Tenía miedo de resbalar y caer. Me agarraba a esos muslos expuestos y vislumbraba todos esos bajos vientres carnosos y peludos. No era hermoso. Era, incluso, desagradable. Por la noche, me dormía rápido, pues sabía que iba a recibir la visita de esas siluetas que yo esperaba, provisto de un látigo, no aceptando verlas tan gruesas y tan gordas. Las golpeaba, pues sabía que yo no sería nunca como ellas. No podía ser como ellas… Para mí, era una degeneración inadmisible. Me ocultaba por la noche para mirar mi bajo vientre en un espejito de bolsillo: no había ahí nada de decadente; una piel blanca y límpida, suave al tacto, sin pliegues, sin arrugas. Por entonces, mi madre me examinaba con frecuencia. ¡Tampoco ella encontraba nada ahí! En cambio, se preocupaba por mi pecho, que vendaba con lino blanco. Apretaba muy fuerte las bandas de tejido fino, a riesgo de no poder respirar más. Había que impedir absolutamente la aparición de los senos. Yo no decía nada, dejaba hacer. Ese destino tenía la ventaja de ser original y pleno de riesgos. Me gustaba mucho. De vez en cuando, signos exteriores venían a confirmarme en esta vía. Así, el día en que la cajera del hamman me negó la entrada, porque consideraba que yo no era ya un muchachito inocente sino un hombrecito, ¡capaz de perturbar con mi sola presencia en el baño la virtud tranquila y los deseos ocultos de mujeres honestas! Mi madre protestó por la forma, pero, en el fondo, estaba contenta. Habló orgullosamente de ello por la noche a mi padre, que decidió llevarme con él en adelante al hammam. Me regocijé en mi rincón y esperé con enorme curiosidad esta intrusión en la bruma masculina. Los hombres hablaban poco. Se dejaban envolver por el vapor y se lavaban bastante rápidamente. Era un ambiente de trabajo. Realizaban sus abluciones con rapidez, retirándose a un rincón oscuro para afeitarse el sexo, y después se iban. Yo me rezagaba y descifraba las piedras húmedas. No había nada encima. El silencio era interrumpido por el ruido de los cubos que caían o las exclamaciones de algunos que sentían placer en hacerse dar masaje. ¡Nada de fantasía! Eran más bien tenebrosos, tenían prisa por acabar. Más tarde, supe que pasaban muchas cosas en esos rincones oscuros, que los masajistas hacían más que dar masaje, que encuentros y reencuentros se producían en esta oscuridad, y ¡que tanto silencio era sospechoso! Yo acompañaba a mi padre a su taller. Me explicaba la marcha de los negocios, me presentaba a sus empleados y a sus clientes. Les decía que yo era el porvenir. Yo hablaba poco. La banda de tejido alrededor del pecho me apretaba siempre. Iba a la mezquita. Me gustaba mucho volver a encontrarme con ese inmenso edificio, donde solo los hombres eran admitidos. Oraba todo el tiempo, equivocándome con frecuencia. La lectura colectiva del Corán me daba vértigo. Fingía seguir a la colectividad y salmodiaba cualquier cosa. Sentía un gran placer en desbaratar este fervor. Maltrataba el texto sagrado. Mi padre no prestaba atención. Lo importante, para él, era mi presencia entre todos esos hombres. Fue allí donde aprendí a ser un soñador. Esta vez observaba yo los techos esculpidos. Las frases estaban caligrafiadas en ellos. No me caían sobre el rostro. Era yo quien subía a reunirme con ellas. Escalaba la columna, ayudado por el canto coránico. Los versículos me propulsaban bastante rápidamente hacia arriba. Me instalé en la lámpara colgada y observé los movimientos de las letras árabes grabadas en la escayola, y después en la madera. Partí después sobre la espalda de una bella plegaria:
«Si Dios os da la victoria, nadie puede venceros».
»Me aferré al Alif y me dejé arrastrar por el Noun, que me depositó en los brazos del Ba. Estaba así tomado por todas las letras que me hacían dar la vuelta al techo y me llevaban con suavidad a mi punto de partida, en lo alto de la columna. Allí me deslicé y descendí como una mariposa. Jamás molesté a las cabezas que se contoneaban leyendo el Corán. Me hice pequeño y me pegué a mi padre, a quien el ritmo obsesivo de la lectura adormecía lentamente. Salimos de la mezquita atropellándonos. A los hombres le gustaba pegarse los unos a los otros. Mayor motivo para evitarlo. Yo me deslizaba, me defendía. Mi padre me decía que es preciso defenderse siempre. En el camino compramos leche cuajada preparada en un tejido blanco permeable. Después, pasamos por el horno para recoger el pan. Mi padre iba por delante. Le gustaba verme apañármelas solo. Un día fui atacado por unos granujas que me robaron la tabla del pan. No pude luchar. Eran tres. Volví a casa llorando. Mi padre me dio una bofetada de la que aún me acuerdo, y me dijo: “¡No eres una niña para llorar! ¡Un hombre no llora!”. Tenía razón, ¡las lágrimas son cosa de mujeres! Enjugué las mías y salí a buscar a los granujas para pelearme. ¡Mi padre me alcanzó en la calle y me dijo que era demasiado tarde!…».
Vuelvo a cerrar aquí el libro. Abandonamos la infancia y nos alejamos de la puerta del viernes. No la veo ya. Veo el sol que se inclina y vuestros rostros que se alzan. £1 día nos abandona. La noche va a dispersarnos. No sé si es una profunda tristeza —un abismo excavado en mí por las palabras y las miradas— o una extraña ironía donde se mezclan la hierba del recuerdo y el rostro del ausente, lo que quema mi piel en este momento. Las palabras del libro parecen anodinas, y yo, que lo leo, me conmuevo como si se me desposeyese de mí mismo. ¡Oh, hombres del crepúsculo! Siento que mi pensamiento se busca y divaga. ¡Separémonos al instante y tened la paciencia del peregrino!
La puerta del sábado
Amigos, hoy tenemos que desplazarnos. Vamos hacia la tercera etapa, séptimo día de la semana, una plaza cuadrada, mercado de cereales donde campesinos y animales duermen juntos, lugar del intercambio entre la ciudad y el campo, rodeada de muros bajos y regada por una fuente natural. No sé qué nos reserva. Tras la puerta hay sacos de trigo. Nuestro personaje no ha puesto jamás los pies allí, y yo vendí allí un asno, antaño. La puerta es un boquete en el muro, una especie de mina que no lleva a ninguna parte. Pero le debemos una visita, un poco por superstición, un poco por espíritu de rigor. En principio, esta puerta corresponde a la época de la adolescencia. Ahora bien, es un período muy oscuro. Hemos perdido de vista los pasos de nuestro personaje. Tomado de la mano por el padre, ha tenido que pasar pruebas difíciles. Momento confuso en que el cuerpo está perplejo. Presa de la duda, titubea y camina a tientas. Es un período que tenemos que imaginar, y, si estáis dispuestos a seguirme, os pediré que me ayudéis a reconstruir esta etapa en nuestra historia. En el libro, es un espacio en blanco, páginas vacías dejadas así, en suspenso, ofrecidas a la libertad del lector. ¡Es vuestro tumo!
—Pienso que es el momento en que Ahmed toma conciencia de lo que le ocurre y atraviesa una crisis profunda. Le imagino atraído entre la evolución de su cuerpo y la voluntad de su padre, de hacer de él absolutamente un hombre…
—Yo, no creo en esta historia de crisis. Pienso que Ahmed ha sido fabricado y que evoluciona según la estrategia del padre. No duda. Quiere ganar el desafío y responder al reto. Es un niño soñador e inteligente. Ha comprendido en seguida que esta sociedad prefiere los hombres a las mujeres.
—¡No! Lo que ha ocurrido es sencillo. Lo sé. Soy el más anciano de esta concurrencia, quizá más que nuestro venerado maestro y narrador, a quien saludo respetuosamente. Esta historia, la conozco. No necesito adivinar o dar explicaciones… Ahmed no dejó nunca a su padre. Su educación se realizó fuera de la casa y lejos de las mujeres. En la escuela, aprendió a batirse, Y se ha peleado con frecuencia. Su padre le alentaba y palpaba sus músculos, que encontraba blandos. Después, ha maltratado a sus hermanas, que le temían. ¡Normal! Se le preparaba para la sucesión. Se ha convertido en un hombre. De todos modos, se le ha enseñado a comportarse como un hombre, tanto en la casa como fuera de ella.
—¡Esto no nos lleva a ningún sitio, querido decano! Te lo digo porque nuestra historia patina. ¿Somos capaces de inventarla? ¿Podríamos prescindir del libro?
—Si me lo permitís, voy a deciros la verdad: ¡es una historia de locos! Si Ahmed ha existido verdaderamente, debe de estar en un manicomio… Ya que dices tener la prueba en ese libro que ocultas, por qué no dárnosla…¡Veremos realmente si esta historia corresponde a la verdad, o si has inventado todo esto para hacernos perder nuestro tiempo y nuestra paciencia!…
¡Es el viento de la rebelión que sopla! Sois libres de creer o no en esta historia. Pero, asociándoos a este relato, yo quería precisamente valorar vuestro interés… La continuación, voy a leerla… Es impresionante. Abro el libro, paso las páginas en blanco… ¡Escuchad!
«Es una verdad que no puede decirse, ni siquiera sugerirse, sino vivirse en la soledad absoluta, rodeada de un secreto natural que se mantiene sin esfuerzo y que es su corteza y su perfume interior, un olor de establo abandonado, o bien el olor de una herida no cicatrizada que se desprende, a veces, en instantes de cansancio en que uno se deja ganar por la negligencia, cuando esto no es el comienzo de la podredumbre, una degeneración física con el cuerpo, no obstante, en su imagen intacta, pues el sufrimiento viene de un fondo que tampoco puede revelarse; no se sabe si uno está en sí mismo o en otra parte, en un cementerio, en una tumba apenas excavada, apenas habitada por una carne ajada, por el ojo funesto de una obra singular, simplemente desintegrada al contacto con la intimidad atrapada por esta verdad como una abeja en un tarro de miel, prisionera de sus ilusiones, condenada a morir, estrangulada, asfixiada por la vida. Esta verdad, banal, en suma, deshace el tiempo y el rostro, me tiende un espejo en el que no puedo mirarme sin ser turbado por una profunda tristeza, no de esas melancolías de juventud que alimentan nuestro orgullo y nos encaman en la nostalgia, sino una tristeza que desarticula el ser, que le separa del suelo y le lanza como elemento despreciable a un montículo de inmundicias o a un armario municipal de objetos perdidos que nadie ha venido jamás a reclamar, o bien en el granero de una casa encantada, territorio de las ratas. El espejo se ha convertido en el camino por el que mi cuerpo llega a ese estado, donde se aplasta en la tierra, excava una tumba provisional y se deja atraer por las raíces vivas que bullen bajo las piedras, se aplasta bajo el peso de esta enorme tristeza que pocas personas tienen el privilegio no de conocer, sino simplemente de adivinar sus formas, su peso y sus tinieblas. Entonces, evito los espejos. No siempre tengo el valor de traicionarme; es decir, descender los peldaños que mi destino ha marcado y que me llevan al fondo de mí mismo en la intimidad —insoportable— de la verdad que no puede decirse. Allí, solo los gusanillos ondulantes me hacen compañía. A menudo, me veo tentado a organizar mi pequeño cementerio interior de manera que las sombras dormidas se levanten para hacer una ronda alrededor de un sexo erigido, una verga que sería mía pero que jamás podría yo llevar ni exhibir. Yo mismo soy la sombra y la luz que le hace nacer, el dueño de la casa —una ruina que oculta una fosa común— y el invitado, con la mano colocada sobre la tierra húmeda y la piedra enterrada bajo una mata de hierba, la mirada que se busca y el espejo, soy y no soy esta voz que se acomoda y se asienta en mi cuerpo, mi rostro envuelto en el velo de esta voz, ¿es mía o es la del padre que le habría insuflado, o simplemente colocado mientras yo dormía, haciéndome el boca a boca? Tan pronto la reconozco, como la rechazo, sé que es mi máscara más fina, la mejor elaborada, mi imagen más creíble; me turba y me exaspera; envara el cuerpo, lo envuelve con un plumón que pronto se convierte en pelos. Ella ha logrado eliminar la suavidad de mi piel, y mi rostro es el de esta voz. Soy el último en tener derecho a la duda. No, esto no me está permitido. La voz, grave, granulosa, trabaja, me intimida, me sacude y me lanza a la muchedumbre para que yo la merezca, para que la lleve con certidumbre, con naturalidad, sin excesivo orgullo, sin ira ni locura, tengo que dominar su ritmo, su timbre y su canto, y guardarla en el calor de mis vísceras.
»La verdad se exilia. Basta que yo hable para que la verdad se aleje, para que se la olvide, y me convierta yo en su sepulturero y su descubridor, su dueño y su esclavo. La voz es así: no me traiciona… e, incluso, si yo quisiera revelarla en su desnudez, traicionarla de alguna manera, no podría, no sabría y quizá hasta moriría por ella. Sus exigencias, las conozco: evitar la ira, los gritos, la extrema dulzura, el susurro bajo; en resumen, la irregularidad. Soy regular. Y me callo para pisotear esta imagen que me es insoportable. ¡Oh, Dios mío, cuánto me pesa esta verdad!, ¡dura exigencia!, duro es el rigor. Soy el arquitecto y la morada; el árbol y la savia; yo y un otro; yo y una otra. Ningún detalle debería venir, ni del exterior ni del fondo de la fosa, a perturbar este rigor. Ni siquiera la sangre. Y la sangre ha manchado una mañana mis sábanas. Impregnadas de un estado de hecho de mi cuerpo, envuelto en una sábana blanca, para socavar la pequeña certidumbre, o para desmentir la arquitectura de la apariencia. Sobre mis muslos, un fino hilo de sangre, una línea irregular de un rojo pálido. Quizá no era sangre, sino una vena inflamada, una variz coloreada por la noche, una visión justo antes de la luz de la mañana. Sin embargo, la sábana estaba tibia como si envolviese un cuerpo tembloroso, apenas retirado de la tierra húmeda. Era realmente sangre; resistencia del cuerpo al nombre: salpicadura de una circuncisión tardía. Era una evocación, un gesto de un recuerdo enterrado, el recuerdo de una vida que yo no había conocido y que habría podido ser la mía. Extraño es ser así portador de una memoria no acumulada en un tiempo vivido, sino dado a espaldas de los unos y de los otros. Me balanceaba en un jardín, una terraza en lo alto de una montaña, y no sabía de qué lado corría el peligro de caer. Me balanceaba en una sábana roja donde la sangre se había fundido en el tinte de este velo. Sentía la necesidad de curarme de mí mismo, de liberarme de esta soledad pesada como una muralla que recoge las quejas y los gritos de una horda abandonada, una mezquita en el desierto, donde las gentes del crepúsculo vienen a depositar su tristeza y a ofrecer un poco de su sangre. Una pequeña voz atraviesa la muralla y me dice que el sueño paraliza las estrellas de la mañana. Miro al cielo y no veo ahí más que un trazo blanco marcado por una mano perfecta. Sobre ese camino, yo debería depositar algunas piedras, jalones y señales de mi soledad, avanzar los brazos tendidos como para apartar el telón de la noche que caería repentinamente de ese cielo, o el cielo que caería en un trozo compacto de esta noche que llevo como un rostro, una cabeza que yo no podría siquiera estrangular. Ese delgado hilillo de sangre no podía ser más que una herida. Mi mano intentó detener el flujo. Yo miraba mis dedos apartados, unidos por una burbuja de esa sangre vuelta casi blanca. A través, veía el jardín, los árboles inmóviles, y el cielo interrumpido por ramas muy altas. Mi corazón latía más rápido que de costumbre. ¿Era la emoción, el miedo o la vergüenza? Sin embargo, me esperaba eso. Había observado varias veces a mi madre y a algunas de mis hermanas ponerse o retirar trozos de tejido blanco entre las piernas. Mi madre troceaba las sábanas desgastadas y las guardaba en un rincón del armario. Mis hermanas utilizaban esos trozos en silencio. Yo me fijé en todo y esperé el día en que también abriría este armario clandestinamente y en que pondría dos o tres capas de tejido entre mis piernas. Sería un ladrón. Vigilaría el flujo por la noche. Examinaría después las manchas de sangre sobre el tejido. Eso era la herida. Una especie de fatalidad, una traición del orden. A mi pecho se le seguía impidiendo despuntar. Imaginaba senos que brotaban en el interior, haciendo difícil mi respiración. No obstante, no tuve senos… Era un problema menos. Después de la llegada de la sangre, fui llevado a mí mismo y recuperé las líneas de la mano tal como el destino las había dibujado».
La puerta del sábado se cierra sobre un gran silencio. Con alivio, Ahmed salió por esta puerta. Comprendió que su vida se debía ahora al mantenimiento de la apariencia. No es ya una voluntad del padre. Va a convertirse en su propia voluntad.
(Continuará…)

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