El niño de arena (I)

Tahar Ben Jelloun






Hombre

Había, primero, ese rostro alargado por algunas arrugas verticales, como cicatrices marcadas por lejanos insomnios, un rostro mal afeitado, trabajado por el tiempo. La vida —¿qué vida?, una extraña apariencia hecha de olvido— había debido de maltratarle, contrariarle o incluso ofuscarle. Se podía leer \o adivinar una profunda herida que un gesto torpe de la mano o una mirada insistente, un ojo escrutador o malintencionado bastaban para volver a abrir. Él evitaba exponerse a la luz desnuda y se tapaba los ojos con su brazo. La luz del día, de una lámpara o de la luna llena le hacía daño: le desnudaba, penetraba bajo su piel y descubría ahí la vergüenza o lágrimas secretas. La sentía pasar sobre su cuerpo como una llama que quemaría sus máscaras, una cuchilla que levantaría lentamente el velo de carne que mantenía entre él y los demás la distancia necesaria. ¿Qué pasaría, en efecto, si este espacio que le separaba y le protegía de los demás llegase a anularse? Sería lanzado desnudo y sin defensas entre las manos de quienes no habían dejado de perseguirle con su curiosidad, con su desconfianza e incluso con un odio tenaz. Ellos se avenían mal al silencio y a la inteligencia de una figura que les perturbaba por su sola presencia autoritaria y enigmática.

La luz le desnudaba. El ruido le molestaba. Desde que se había retirado a esta habitación alta, cercana a la terraza, no soportaba ya el mundo exterior con el que se comunicaba una vez al día abriendo la puerta a Malika, la criada que le traía el alimento, el correo y una escudilla de azahar. Le agradaba mucho esta vieja mujer que formaba parte de la familia. Discreta y dulce, jamás le planteaba preguntas aunque les acercaba una cierta complicidad.

El ruido. El de las voces agudas o insulsas. El de las risas vulgares, de los cantos martilleantes de las radios. El de los cubos de agua vertidos en el patio. El de los niños torturando a un gato ciego o un perro con tres patas perdido en esas callejuelas donde las bestias y los locos se hacen atrapar. El ruido de las quejas y lamentaciones de los mendigos. El ruido estridente de la llamada a la plegaria mal grabada y que un altavoz emite cinco veces al día. No era ya una llamada a la plegaria sino una incitación a la sublevación. El ruido de todas las voces y de todos los clamores subiendo de la ciudad y permaneciendo suspendidos allí, justo encima de su habitación, el tiempo que el viento tarda en dispersarlos o en atenuar su fuerza.

Había desarrollado esas alergias. Su cuerpo, permeable e irritado, las recibía a la menor sacudida, las integraba y las mantenía vivas hasta el punto de hacer el sueño muy difícil, si no imposible. Sus sentidos no se habían alterado como se hubiera podido pensar. Por el contrario, se habían vuelto particularmente agudos, activos y sin tregua. Se habían desarrollado y habían ocupado todo el sitio en ese cuerpo que la vida había trastocado y que el destino cuidadosamente había desviado. Su olfato lo captaba todo. Su nariz le hacía llegar todos los olores, incluso los que aún no estaban ahí. Decía que tenía la nariz de un ciego, el oído de un muerto aún tibio y la vista de un profeta. Pero su vida, aunque no era la de un santo, habría podido llegar a serlo, si él no hubiese tenido demasiado que hacer. Desde su retiro a la habitación de arriba, nadie se atrevía a hablarle. Tenía la necesidad de un largo momento, quizá meses, para reunir sus miembros, poner orden en su pasado, corregir la imagen funesta que su entorno se había hecho de él en estos últimos tiempos, arreglar cuidadosamente su muerte y hacer lo propio en el gran cuaderno donde anotaba todo: su diario íntimo, sus secretos —quizá un solo y único secreto— y también el esbozo de un relato cuyas claves solo él tenía.

Una niebla densa y persistente le había rodeado con dulzura, protegiéndole de las miradas sospechosas y de las murmuraciones que sus allegados y vecinos debían intercambiar en el umbral de sus casas. Esta capa blanca le confortaba, le predisponía al descanso y alimentaba sus sueños.

Su retiro no intrigaba demasiado a su familia, que se había acostumbrado a verle sumido en un gran mutismo o en iras brutales y, sobre todo, injustificables. Algo indefinible se interponía entre él y el resto de la familia. En realidad, debía de tener sus razones, pero solo él podía explicarlas. Había decidido que su universo le pertenecía y que era muy superior al de su madre \ y de sus hermanas; en todo caso, muy diferente. Incluso, pensaba que ellas no tenían universo. Se contentaban con vivir de una manera superficial, sin grandes exigencias, obedeciendo su autoridad, sus leyes y su voluntad. Sin hablar directamente entre ellas, ¿no suponían que su retiro había debido imponérsele porque ya no lograba dominar su cuerpo, sus gestos y la metamorfosis que sufría su rostro a causa de aquellos tics nerviosos que amenazaban con desfigurarle? Desde hacía algún tiempo, su actitud no era ya la de un hombre autoritario, dueño indiscutible de la gran casa, un hombre que había ocupado el lugar del padre y que regulaba en los menores detalles la vida del hogar.

Su espalda se había curvado ligeramente, sus hombros habían caído en desgracia; convertidos en estrechos y blandos, no tenían ya la pretensión de recibir una cabeza afectuosa o la mano de algún amigo. Sentía un peso difícil de determinar sobre la parte superior de su espalda, caminaba intentando erguirse y echarse hacia atrás. Arrastraba los pies, encogiendo su cuerpo, luchando en su interior contra lo maquinal de los tics que no le permitían un respiro.

La situación se había deteriorado bruscamente cuando nada dejaba prever semejante evolución. El insomnio era una perturbación banal de sus noches; tan frecuente e indomable era. Desde que se había producido entre él y su cuerpo una ruptura, una especie de fractura, su rostro había envejecido y su actitud se había vuelto la de un minusválido. No le quedaba nada más que el refugio en una soledad total. Lo que le había permitido recapitular todo lo que había precedido y preparar su marcha definitiva hacia el territorio del silencio supremo.

Sabía que su muerte no acaecería ni por una parada cardíaca ni por cualquier hemorragia cerebral o intestinal. Solo una profunda tristeza, una especie de melancolía colocada sobre él por una mano torpe pondría fin, sin duda en su sueño, a una vida que había sido simplemente excepcional y que no soportaría caer, después de tantos años y de tantas pruebas, en la banalidad de una cotidianeidad vulgar. Su muerte estaría a la altura de lo sublime que había sido su vida, con la diferencia de que él habría quemado sus máscaras, estaría desnudo, absolutamente desnudo, sin mortaja, en la misma tierra que roería poco a poco sus miembros hasta convertirle en él mismo, en la verdad que había sido para él una pesada carga perpetua.

En el trigésimo día de retiro, comenzó a ver que la muerte invadía su habitación. Le ocurría palparla y mantenerla a distancia, como para indicarle que se había adelantado un poco y que le quedaban algunos asuntos urgentes que resolver. La representaba en sus noches bajo la forma de una araña reblandecida que rodaba, cansada pero aún vigorosa. El hecho de imaginarla así envaraba su cuerpo. Después, pensaba en manos fuertes —quizá metálicas — que bajarían de lo alto y se apoderarían de la temible araña. Ellas le quitarían de su espacio el tiempo para que él terminase sus trabajos. Al alba, ya no había araña. Estaba solo, rodeado de raros objetos, sentado, releyendo las páginas que había escrito por la noche. El sueño vendría en el transcurso de la mañana.

Había oído decir un día que un poeta egipcio justificaba así el escribir un diario: «Por muy lejano que sea el sitio del que se vuelva, nunca es más que de uno mismo. Un diario es necesario, en ocasiones, para decir que uno ha dejado de ser». Su propósito era exactamente ese: decir lo que él había dejado de ser.

¿Y quién fue él?

La pregunta surgió después de un silencio de turbación o de espera. El narrador sentado sobre la estera, las piernas cruzadas, sacó de una cartera un gran cuaderno y lo mostró a la concurrencia.

El secreto está ahí, en esas páginas, tejido con sílabas e imágenes. Me lo había confiado justo antes de morir. Me había hecho jurar que no lo abriría hasta cuarenta días después de su muerte, el tiempo de morir enteramente, cuarenta días de duelo para nosotros y de viaje en las tinieblas de la tierra para él. Lo he abierto, la noche del día cuadragésimo primero. Me he visto anegado por el perfume del paraíso, un perfume tan intenso que ha estado a punto de ahogarme. He leído la primera frase y no he entendido nada. He leído el segundo párrafo y nada he comprendido. He leído toda la primera página y fui iluminado. Las lágrimas del asombro rodaban solas por mis mejillas. Mis manos estaban sudorosas; mi sangre no circulaba normalmente. Supe entonces que estaba en posesión del libro raro, el libro del secreto, envuelto por una vida breve e intensa, escrito por la noche de la larga prueba, guardado bajo grandes piedras y protegido de la maldición por el ángel. Este libro, amigos míos, no puede difundirse ni regalarse. No puede ser leído por almas inocentes. La luz que brota de él deslumbra y ciega los ojos que se posan en él por descuido, sin estar preparados. Este libro, lo he leído, lo he descifrado para tales almas. No podéis acceder a él sin atravesar mis noches y mi cuerpo. Soy ese libro. Me he convertido en el libro del secreto; he pagado con mi vida para leerlo. Llegado al final, después de meses de insomnio, he sentido el libro encarnarse en mí, pues tal es mi destino. Para narraros esta historia, ya no abriría siquiera ese cuaderno; primero, porque he aprendido de memoria sus etapas, y, después, por prudencia. Me volveré a encontrar solo con el libro, y vosotros, solos con la impaciencia. Desembarazaos de esta febrilidad malsana que corre por vuestra mirada. Tened paciencia, excavad conmigo el túnel de la pregunta y sabed esperar, no mis frases —son huecas —, sino el canto que subirá lentamente de la mar y vendrá a iniciaros en el camino del libro a la escucha del tiempo y de lo que él rompe. Sabed también que el libro tiene siete puertas horadadas en una muralla de al menos dos metros de anchura y de la altura de por lo menos tres hombres esbeltos y vigorosos. Poco a poco, os daré las llaves para abrir esas puertas. En verdad, poseéis las llaves pero no lo sabéis, e, incluso, si lo supieseis, no sabríais girarlas, y aún menos, bajo qué lápida sepulcral enterrarlas.

Ahora sabéis suficiente de ello. Más vale marcharnos antes de que el cielo se inflame. Volved mañana, si es que el libro del secreto no os abandona.

Los hombres y las mujeres se levantaron en silencio y se dispersaron sin hablarse en la muchedumbre de la plaza. El narrador dobló la piel de cordero y puso sus plumas y tinteros en un pequeño saco. En cuanto al cuaderno, lo envolvió cuidadosamente en un trozo de tejido de seda negra y lo volvió a poner en su cartera. Antes de partir, un rapaz le entregó un pan negro y un sobre.

Abandonó la plaza con paso lento y desapareció, a su vez, con las primeras luces del crepúsculo.


La puerta del jueves

Amigos del Bien, sabed que nos hemos reunido por el secreto del verbo en una calle circular, quizá sobre un navío, y para una travesía cuyo itinerario desconozco. Esta historia tiene algo de la noche; es oscura y, sin embargo, rica en imágenes; debería desembocar en una luz, débil y suave. Cuando lleguemos al alba, estaremos liberados, habremos envejecido una noche, larga y penosa, un medio siglo y algunas hojas blancas dispersas en el patio de mármol blanco de nuestra casa de recuerdos. Algunos de vosotros os veréis tentados a habitar esta nueva morada o, al menos, a ocupar ahí un pequeño espacio de las dimensiones de su cuerpo. Lo sé, será grande la tentación de olvidar: es una fuente de agua pura a la que no hay que acercarse bajo ningún pretexto, pese a la sed. Pues esta historia es también un desierto. Va a ser preciso caminar con pies desnudos sobre la arena ardiente, caminar y callarse, creer en el oasis que se perfile en el horizonte y que no cesa de avanzar hacia el cielo, caminar y no volverse para no ser arrastrado por el vértigo. Nuestros pasos inventan el camino, a medida que avanzamos; detrás, no dejan huella, sino el vacío, el precipicio, la nada. Entonces, miraremos siempre adelante y confiaremos en nuestros pies. Nos llevarán tan lejos que nuestras mentes creerán en esta historia. Sabéis ahora que ni la duda ni la ironía participarán en el viaje. Una vez llegados a la séptima puerta, seremos quizá las verdaderas gentes del Bien. ¿Es una aventura o una prueba? Yo diría que una y otra. Que los que parten conmigo levanten la mano derecha para el pacto de fidelidad. Los demás pueden marcharse hacia otras historias, en casa de otros narradores. En cuanto a mí, no narro historias únicamente para pasar el tiempo. Son las historias quienes vienen a mí, me habitan y me transforman. Necesito sacarlas de mi cuerpo para vaciar compartimientos demasiado cargados y recibir nuevas historias. Os necesito. Os asocio a mi empresa. Os embarco sobre la espalda y en el navío. Cada parada será utilizada para el silencio y la reflexión. Nada de plegarias, sino una fe inmensa.

Hoy tomamos el camino de la primera puerta, la puerta del jueves. ¿Por qué comenzamos por esta puerta y por qué se llama así? El jueves, quinto día de la semana, día del intercambio. Algunos dicen que es el día del mercado, el día en que los montañeses y los campesinos de las llanuras vienen a la ciudad y se instalan al pie de esta puerta para vender los acopios de la semana. Quizá sea verdad, pero digo que es una cuestión de coincidencia y de azar. Mas ¡qué importa! Esta puerta que distinguís a lo lejos es majestuosa. Es magnífica. Su madera ha sido esculpida por cincuenta y cinco artesanos, y veréis en ella más de quinientos motivos diferentes. Por tanto, esta puerta pesada y bella ocupa en el libro el lugar primordial de la entrada. La entrada y la llegada. La entrada y el nacimiento. El nacimiento de nuestro protagonista un jueves por la mañana. Ha llegado con algunos días de retraso. Su madre estaba preparada desde el lunes pero ha logrado retenerle en ella hasta el jueves, pues ella sabía que ese día de la semana no acoge más que a los nacimientos masculinos. Llamémosle Ahmed. Un nombre muy difundido. ¿Qué? ¿Dices que hay que llamarle Khemaiss? No, qué importa el nombre. Bueno, sigo: Ahmed ha nacido un día soleado. Su padre asegura que el cielo estaba cubierto aquella mañana, y que fue Ahmed quien trajo la luz al cielo. ¡Admitámoslo! Ha llegado después de una larga espera. El padre no tenía otra elección; estaba convencido de que una maldición lejana y gravosa pesaba sobre su vida: de siete nacimientos, tuvo siete hijas. La casa estaba ocupada por diez mujeres, las siete hijas, la madre, la tía Aicha, y Malika, la vieja criada. La maldición se convirtió en una desgracia extendida en el tiempo. El padre pensaba que habría podido bastar con una hija. Siete era demasiado, era incluso trágico. ¡Cuántas veces recordó la historia de los árabes antes del Islam, que enterraban vivas a sus hijas! Como no podía librarse de ellas, cultivaba para con ellas no odio, sino indiferencia. Hacía todo para olvidarlas, para expulsadas de su vista. Por ejemplo, jamás las nombraba. La madre y la tía se ocupaban de ello. Él se aislaba y, a veces, lloraba en silencio. Decía que su rostro estaba habitado por la vergüenza, que su cuerpo estaba poseído por una simiente maldita y que se consideraba como un esposo estéril o un hombre soltero. No recordaba haber puesto su mano sobre el rostro de una de sus hijas. Entre él y ellas había creado una muralla gruesa. Estaba inerme y sin alegría y no soportaba más las burlas de sus dos hermanos, que, a cada nacimiento, llegaban a la casa llevando como regalo, uno un caftán, y el otro pendientes, sonriendo y burlándose, como si hubiesen ganado una apuesta, como si fuesen los manipuladores de la maldición. Mostraban júbilo públicamente y hacían especulaciones a propósito de la herencia. No debéis desconocer, oh, mis amigos y cómplices, que nuestra religión es implacable con el hombre sin heredero; le desposee, o casi, en favor de los hermanos. En cuanto a las hijas, reciben solamente la tercera parte de la herencia. Por tanto, los hermanos esperaban la muerte del hermano mayor para repartirse una gran parte de su fortuna. Un odio sordo les separaba. Él, había probado todo para torcer la ley del destino. Había consultado médicos, faquíes, charlatanes, curanderos de todas las regiones del país. Incluso había llevado a su mujer a vivir a un morabito durante siete días y siete noches, alimentándose de pan duro y agua. Ella se había rociado con orina de camella, y después había arrojado las cenizas de diecisiete inciensos al mar. Había llevado amuletos y escrituras que habían estado en La Meca. Había tomado hierbas raras importadas de la India y del Yemen. Había bebido un líquido desagradable y muy amargo, preparado por una vieja braja. Tuvo fiebre, náuseas insoportables, dolores de cabeza. Su cuerpo se consumía, su rostro se arrugaba. Adelgazaba y a menudo perdía la consciencia. Su vida se había convertido en un infierno, y su esposo, siempre disgustado, con el orgullo ofendido, la zarandeaba y la hacía responsable de la desgracia que se había abatido sobre ellos. La golpeó un día porque ella había rechazado la prueba de la última posibilidad: dejar la mano del muerto pasar de arriba abajo sobre su vientre desnudo y servirse de ella como una cuchara para comer alcuzcuz. Ella había terminado por aceptar. Huelga deciros, oh, compañeros míos, que la pobre mujer se había desmayado y había caído con todo su peso sobre el cuerpo frío del muerto. Se había escogido a una familia pobre, a vecinos que acababan de perder a su abuelo, a un viejo ciego y desdentado. En agradecimiento, el esposo les había dado una pequeña suma de dinero. Ella estaba dispuesta a todos los sacrificios y alimentaba esperanzas locas en cada embarazo. Pero, a cada nacimiento, toda la alegría volvía a desaparecer brutalmente. También ella comenzaba a desinteresarse de sus hijas. Deseaba su desaparición, se detestaba y se golpeaba el vientre para castigarse. El marido copulaba con ella en noches elegidas por la bruja. Pero esto de nada servía. Hija tras hija hasta el odio al cuerpo, hasta las tinieblas de la vida. Cada uno de los nacimientos fue acogido, como adivináis, con gritos de ira, con lágrimas de impotencia. Cada bautismo fue una ceremonia silenciosa y fría, una manera de implantar el duelo en esta familia golpeada siete veces por la desgracia. En vez de degollar un buey o, al menos, un ternero, el hombre compraba una cabra flaca y hacía verter la sangre en dirección a La Meca con rapidez, balbucía el nombre entre dientes hasta el punto de que nadie lo escuchaba, y luego desaparecía para no volver a casa más que después de algunos días de vagabundeo. Los siete bautismos fueron todos más o menos chapuceros. Pero, para el octavo, él había pasado meses preparándolo en los menores detalles. No creía ya en los curanderos. Los médicos le remitían a lo que está escrito en el cielo. Las brujas le explotaban. Los faquíes y los morabitos permanecían silenciosos. Fue en aquel momento en que todas las puertas estaban cerradas cuando tomó la decisión de acabar con la fatalidad. Tuvo un sueño: todo estaba en su sitio en la casa; él estaba acostado y la muerte le hizo una visita. Tenía el rostro bello de un adolescente. Se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente. El adolescente era de una belleza turbadora. Su rostro cambiaba, tan pronto era el de ese joven que acababa de aparecer, como era el de una joven ligera y evanescente. Él no sabía ya quién le abrazaba, pero tenía como única certidumbre que la muerte se inclinaba sobre él, pese al disfraz de la juventud y de la vida que exhibía. Por la mañana, olvidó la idea de la muerte y no retuvo más que la imagen del adolescente. No habló de ello con nadie y dejó madurar en él la idea que iba a trastornar su vida y la de toda su familia. Estaba contento de haber tenido esta idea. ¿Qué idea?, vais a decirme. Pues bien, si me permitís, voy a retirarme para descansar. En cuanto a vosotros, tenéis hasta mañana para descubrir la idea genial que este hombre al borde de la desesperación y del derrumbamiento tuvo algunas semanas antes del nacimiento de nuestro protagonista. Amigos y compañeros del Bien, venid mañana con pan y dátiles. La jornada será larga y tendremos que pasar por callejuelas muy estrechas.

Como podéis constatar, vuestra caravana ha avanzado un poco por el camino de la primera puerta. Veo que cada uno ha traído sus provisiones para el viaje. Esta noche, no he podido dormir. He sido perseguido y acosado por fantasmas. He salido y no he encontrado en la calle más que a borrachos y bandidos. Ellos han querido desvalijarme pero nada han encontrado. Al alba, he vuelto a mi casa y he dormido hasta el mediodía. Por esto llego tarde. Pero veo en vuestros ojos la inquietud. No sabéis adonde os llevo. No temáis, tampoco yo lo sé. Y esta curiosidad no satisfecha que leo en vuestros rostros, ¿se saciará un día? Habéis elegido escucharme, entonces seguidme hasta el final… ¿el final de qué? ¡Las calles circulares no tienen final!

Su idea era simple, difícil de realizar, de mantener en toda su fuerza: ¡el niño por nacer será un varón incluso si es una niña! Esta era su decisión, una determinación inquebrantable, una fijación sin recursos. Una tarde, llamó a su esposa embarazada, se encerró con ella en una habitación de la terraza y le dijo con tono firme y solemne: «Nuestra vida no ha sido hasta ahora más que una espera estúpida, una recusación verbal de la fatalidad. Nuestra desventura, por no decir nuestra desgracia, no depende de nosotros. Tú eres una mujer de bien, esposa sumisa, obediente, pero, después de la séptima hija, he comprendido que llevas en ti una enfermedad: tu vientre no puede concebir varón; está hecho de tal manera que no dará —a perpetuidad— más que hembras. Nada puedes hacer. Debe de ser una malformación, una falta de hospitalidad que se manifiesta de modo natural, y sin saberlo tú, cada vez que la simiente que llevas en ti está a punto de dar un varón. No puedo no quererte por ello. Soy un hombre de bien. No te repudiaré y no tomaré a una segunda esposa. También yo me ensaño con ese vientre enfermo. Quiero ser quien le cure, quien trastoque su lógica y sus costumbres. Le he lanzado un reto: me dará un varón. Mi honor quedará rehabilitado finalmente. Mi orgullo, proclamado. Y el rubor cubrirá mi rostro, por fin el de un hombre, un padre que podrá morir en paz impidiendo así a sus rapaces hermanos saquear su fortuna y dejaros en la penuria. He tenido paciencia contigo. Hemos recorrido el país para salir de esta situación. Incluso cuando estaba yo airado, me contenía para no ser violento. Por supuesto, puedes reprocharme no haber sido tierno con tus hijas. Son tuyas. Les he dado mi apellido. No puedo darles mi afecto porque jamás las he deseado. Todas han llegado por error, en lugar de ese varón tan esperado. Comprendes por qué he acabado por no verlas más ni preocuparme por su suerte. Han crecido contigo. ¿Saben ellas, al menos, que no tienen padre? ¿O que su padre no es más que un fantasma herido, profundamente contrariado? Su nacimiento ha sido un duelo para mí. Así que he decidido que el octavo nacimiento será una fiesta, la más grande de las ceremonias, una alegría que durará siete días y siete noches. Serás una madre, una verdadera madre, serás una princesa, pues habrás dado a luz a un varón. El niño que pondrás en el mundo será un varón, será un hombre, se llamará Ahmed, ¡incluso si es niña! Lo he preparado todo, lo he previsto todo. Se hará venir a Lalla Radhia, la vieja partera. Tiene trabajo para un año o dos, y después le daré el dinero que sea preciso para que guarde el secreto. Ya le he hablado, e incluso me ha dicho que ella había tenido esta idea. Nos hemos puesto de acuerdo rápidamente. Por supuesto, serás el pozo y la tumba de este secreto. Tu felicidad, e incluso tu vida, dependerán de ello. Este niño será acogido como hombre que va a iluminar con su presencia esta casa apagada, será educado según la tradición reservada a los varones, y, por supuesto, gobernará y os protegerá después de mi muerte. Por tanto, seremos tres a compartir este secreto, después no seremos más que dos, Lalla Radhia está ya senil y no tardará en dejarnos, luego serás la única, pues yo tengo veinte años más que tú y, de todos modos, me iré antes que tú. Ahmed quedará solo y gobernará esta casa de mujeres. Vamos a sellar el pacto del secreto: dame tu mano derecha; que nuestros dedos se crucen y llevemos estas dos manos unidas a nuestra boca, y después a nuestra frente. Luego ¡jurémonos fidelidad hasta la muerte! Hagamos ahora nuestras abluciones. Rezaremos una plegaria y juraremos sobre el Corán abierto».

¡Así se selló el pacto! La mujer no podía más que estar conforme. Obedeció a su marido, como de costumbre, pero esta vez se sintió concernida por una acción común. Por fin estaba en una complicidad con su esposo. Su vida iba a tener un sentido; se había embarcado en el vacío del enigma, que iba a navegar por mares lejanos e insospechados.

Y llegó el gran día, el día del nacimiento. La mujer conservaba una pequeña esperanza: quizá el destino iba por fin a darle una verdadera alegría, que iba a volver inútiles las intrigas. ¡Ay!, el destino era fiel y testarudo. Lalla Radhia estaba en la casa desde del lunes. Preparaba con mucho cuidado este parto. Sabía que sería excepcional, y quizá el último de su larga carrera. Las hijas no entendían por qué todo el mundo se agitaba. Lalla Radhia les susurró que era un varón el que iba a nacer. Decía que su intuición jamás le había traicionado, son cosas incontrolables por la razón. Sentía que del modo que ese niño se movía en el vientre de su madre no podía ser más que un varón. ¡Daba patadas con la brutalidad que caracteriza al varón! Las chicas estaban perplejas. Un nacimiento tal iba a trastocar todo en esta familia. Se miraron sin decir palabra. De todos modos, su vida no tenía nada de excitante. ¡Quizá un hermano sabría amarlas! El rumor circulaba ya por el barrio y por el resto de la familia: Hadj Ahmed va a tener un varón…

Ahora, amigos míos, el tiempo va a pasar muy rápido y a despojarnos. No somos ya espectadores; también nosotros nos hemos embarcado en esta historia que amenaza con enterrarnos a todos en el mismo cementerio. Pues la voluntad del cielo, la voluntad de Dios, van a ser ceñidas por la mentira. Un arroyo será desviado, crecerá y se convertirá en un río que irá a inundar las moradas tranquila. Seremos ese cementerio en la linde del ensueño, donde manos feroces vendrán a desenterrar a los muertos y a cambiarlos por una hierba rara que provoca el olvido. ¡Oh, amigos míos! Esta luz repentina que nos deslumbra es sospechosa, anuncia las tinieblas.

Levantad la mano derecha y decid, después de mí: Bienvenido, oh ser de la lejanía, rostro del error, inocencia de la mentira, doble de la sombra, oh tú, tan esperado, tan deseado, se te ha convocado para desmentir al destino, traes la alegría pero no la felicidad, levantas una tienda en el desierto pero es la morada del viento, eres un capital de cenizas, tu vida será larga, una prueba para el fuego y la paciencia. ¡Bienvenido!, oh tú, ¡el día y el sol! Odiarás el mal, pero quién sabe si harás el bien… ¡Bienvenido!… ¡Bienvenido!

Os decía entonces…

Toda la familia fue convocada y reunida en la casa de Hadj desde el miércoles por la tarde. La tía Alcha se movía como loca. Los dos hermanos, con mujeres e hijos, habían llegado, inquietos e impacientes. Los primos cercanos y lejanos fueron también invitados. Lalla Radhia se había encerrado con la esposa de Hadj. Nadie tenía derecho a molestarla. Mujeres negras preparaban la cena en la cocina. Hacia medianoche, se escucharon gemidos: eran los primeros dolores. Viejas mujeres llamaban al Profeta Mahoma. Hadj se paseaba por la calle. Sus hermanos celebraban un consejo de guerra. Se hablaban en boz baja en una esquina del salón. Los niños dormían allí donde habían comido. El silencio de la noche no era interrumpido más que por los gritos de dolor. Lalla Radhia no decía nada. Calentaba recipientes de agua y colocaba las mantillas. Todo el mundo dormía, excepto Hadj, la partera y los dos hermanos. Al alba, se escuchó la llamada a la plegaria. Algunas siluetas se levantaron, como sonámbulas, y oraron. La mujer aullaba ahora. Amaneció sobre la casa donde todo estaba en un gran desorden. Las cocineras negras pusieron un poco de orden y prepararon la sopa del desayuno, la sopa del nacimiento y del bautismo. Los hermanos tuvieron que marchar a su trabajo. Los niños se consideraron en vacaciones y se quedaron a jugar a la entrada de la casa. Hacia las diez de la mañana, la mañana de ese jueves histórico, mientras todo el mundo estaba reunido detrás de las habitaciones del parto, Lalla Radhia entreabrió la puerta y lanzó un grito en que la alegría se mezclaba con el yuyú, y después repitió, hasta perder el aliento: es un hombre, un hombre, un hombre… Hadj legó en medio de esa reunión como un príncipe, los niños le cesaron la mano. Las mujeres le acogieron con yuyús estridentes, entrecortados por elogios y plegarias como: Que Dios le guarde… El Sol ha llegado… Es fin de las tinieblas… Dios es grande… Dios está contigo…

Penetró en la habitación, cerró la puerta con llave, y pidió a Lalla Radhia que levantase las mantillas del recién nacido. Evidentemente, era una niña. Su mujer se había cubierto el rostro para llorar. Él tenía al bebé en su brazo izquierdo y con su mano derecho tiró violentamente del velo y dijo a su mujer: «¿Por qué esas lágrimas? ¡Espero que llores de alegría! ¡Mira, mira bien, es un varón! No sigas ocultándote el rostro. Tienes que estar orgullosa…Después de quince años de matrimonio, acabas de darme un hijo, es un varón, es mi primer hijo, mira qué bello es, toca sus pequeños testículos, toca su pene, ¡es ya un hombre!». Después, volviéndose hacia la partera, le dijo que cuidase del niño, y que no dejase que nadie se acercase a él o le tocase. Salió de la habitación, ostentando una gran sonrisa… ¡Llevaba sobre los hombros y sobre el rostro toda la virilidad del mundo! A los cincuenta años, se sentía ligero como un joven. Ya había olvidado —o quizá fingía— que había amañado todo. En verdad, había visto una niña, pero creía firmemente que era un varón.

Oh, compañeros míos, nuestra historia no está más que en su inicio, y ya el vértigo de las palabras me araña la piel y seca mi lengua. No tengo ya saliva y mis huesos están cansados. Todos nosotros somos víctimas de nuestra locura oculta en las zanjas del deseo que, sobre todo, no hay que nombrar. Desconfiemos de convocar a las sombras confusas del ángel, el que tiene dos rostros y habita nuestras fantasías. Rostro del sol inmóvil. Rostro de la luna asesina. El ángel bascula del uno a la otra, según la vida que bailamos sobre un hilo invisible.

Oh, amigos míos, me voy por ese hilo. Si mañana no me veis, sabed que el ángel habrá caído del lado del precipicio y de la muerte.

(Continuará…)

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