Miguel Ildefonso

Comúnmente se dice que un taller de poesía es un espacio para aprender a escribir y a reflexionar en torno a este arte, a través de la lectura, el análisis, el diálogo y la escritura. Pero en esta época en que el tiempo pasa muy velozmente y es escaso, cuando las actividades no lucrativas son para el entretenimiento, un taller de poesía se hace extraño o peculiar, y todavía menos usual si cumple un papel más allá de lo técnico, de transmisión conocimientos, cuando ese espacio físico que puede ser una casa o una institución, se vuelve un encuentro espiritual, trascendente, de creación en su máxima expresión. De esta praxis colectiva nació este hermoso libro álbum, Piedras madres, que es el resultado y la ofrenda de un taller de poetas que condujo la poeta y catedrática Carolina O. Fernández.
Un libro que no es solo un objeto artístico, estéticamente bello, sino el manifiesto de una sensibilidad que se hace necesaria en esta época, urgente en estas horas, de un pensamiento crítico más lúcido y humano de lo que es el campo de lo político, del discurso político cada vez más condicionado y devaluado por la coyuntura y la inmediatez.
Por eso la piedra, aquí, en este libro, en esta praxis, no solo es el símbolo de lo perdurable, lo imperecedero, lo eterno y lo inmutable, es la conexión maternal, gestante, cuidadora, entre lo sagrado y lo profano de un mundo que urge renovación, es el símbolo de la fortaleza y la lucha de aquellas que han dado vida con su vida, que han dejado leyenda, arte, para crear vida, que han construido saberes para salvaguardar la vida. Es la identidad manifiesta en nuestra historia peruana, de raíz andina. Es el pensamiento sensible que vuelve a unir lo humano con la naturaleza.
Los poemas parten del imaginario y las historias del libro Dioses y hombres de Huarochiri. Carl Jung decía (y cito) que “todos los procesos naturales convertidos en mitos, como el verano y el invierno, las fases lunares, la época de las lluvias, etc., no son sino alegorías de esas experiencias objetivas, o más bien expresiones simbólicas del íntimo e inconsciente drama del alma, cuya aprehensión se hace posible al proyectarlo, es decir, cuando aparece reflejado en los sucesos naturales. La proyección es hasta tal punto profunda que fueron necesarios varios siglos de cultura para separarla en cierta medida del mundo exterior”.
Ciertamente, el psicoanálisis y las ciencias (o mejor dicho, las malas aplicaciones de las ciencias) nos alejaron de los mitos, pero también de esa conexión sana y armoniosa con la naturaleza. Y entonces parece que el mundo solo tiene sentido por su economía, por sus guerras, por el lucro y por la religión del éxito comercial.
Una piedra, entonces, no es solo la hierofanía que nos habla de lo profano y lo divino, que cuestiona nuestra forma de entender el mundo, sino también es “la conexión entre lo aprehensible por el lenguaje relacionado con los límites del mundo en el sentido de Wittgenstein y lo que escapa y no en encuentra significante ni significado”. Y es aquí donde aplica hoy la poesía y desde allí se proyecta como comunicación, como estética, como reconstrucción de la memoria (desde sus silenciamientos), de un país que hay que construir con esos fragmentos, con estas piedras madres que nos hablan de Urpayhuachac, esposa de Pachacamac, diosa madre creadora de las aves y los peces, que se enfrentó a Cuniraya. Que la vemos también en esos colores azules, celestes, rojos, ocres, amarillos, del arte de la poeta y artista Teresa Orbegoso, que no es un fondo en el libro-álbum o simple acompañamiento a los poemas, sino un dialogo hermoso, un complemento de hermandad, que conforman una unidad conceptual del libro.
En el poema de Carolina Fernández veo ese retrato de una mujer pez, mujer piedra, entre la lava y el sol, un perfil rocoso de niña en roca o semilla, de niña o mujer con vestido. Hay una iluminación o epifanía de colores en esos dibujos de mujeres o niñas de vestidos largos, azules y rojos, de rostros oscurecidos en el mar, entre peces, y allí está la virtud y las fuerzas en choque, ebullendo. Y el poema también nos habla solidariamente del escritor y profesor palestino Refaat Alareer, muerto en 2023 en Gaza por los bombardeos de Israel. “Rocas madres convocan a todos los seres de la tierra” nos dice la poeta como en el poema Masa de César Vallejo, pero aquí es una masa no solo de humanos sino de atoqs, ballenas, tórtolas, eucaliptos, qantus. Son piedras y rocas que florecen, que riegan como Chuquisuso, ante la sequía, con la ternura de piedras madres. El poema de Ivonne Bernuy nos habla de esas “corrientes subterráneas” que riegan lo intemporal.
Son poemas tejidos de una mujer huaca que le habla a Cuniraya Viracocha. Cahuillaca huye y se convierte en piedra. Son doce collas, en el poema de Fabiola Mendoza y una salió del Apu Tilka en Anta, Cusco. Y está Rosalía Adela Clemente Tacza, lideresa social del distrito de Chupaca, defensora de los derechos de la mujer.
Son poemas lliklla o manto o frazada, que abrigan con apego y candor como los vestidos que vemos en la mujer retratada con tres nubes de piedras. Un vestido amarillo de trazos o movimientos de agua de lluvia, a veces telúricos. Un rostro verde-celeste entre la arena o el mar difuminado. A veces los rostros son como de hilos, ovillados. El vestido amarillo tiene dos círculos rojos, y hay otra figura pequeña atrás. A veces esos círculos parecen semillas, piedras o flores, o gotas de lluvia o de lágrimas. Y ella está volando como una mariposa, en libertad. El vestido triangular parece un ala, un papel donde escribir su historia. A veces los cuadros tienen el entorno color negro. Pero predomina el vestido luminoso, el tejido que parece una montaña, una piedra inmensa, triangular, como esa montaña o vestido o tejido con siete niveles como son siete las poetas del libro.
En el poema de Fiorella Terrazas hay un proceso de instalación de la piedra madre, a través del viaje del San Pedro, del wachuma, del vuelo de recuperación de la identidad, en ese trenzar el yo con las mamás-abuelas. Así como en el poema de Yvonne Arias, que poetiza el ritual de esa acción de tejer y de moler la esperanza, día a día, cotidianamente, en esa piedra espiritual que simboliza el batán.
La roca madre también es un ritual del amanecer, entre la fauna, los minerales y las plantas; “en rima de aves orquestales”, es decir en armonía, nos dice el poema de Katherine Estrada. Es una roca gobernanta que sabe gobernar para todos, para todas las piedras de la mar, de esta totalidad que llamamos Perú y que aún está por resemantizarse. Esa piedra profeta es, también, la que avizora la imagen de la crisálida de agua, en el poema de Leda Quintana, que cierra el libro, que ha abierto las entrañas. Agua que circunda y fluye y junta como tejido entrañas que cantan el viaje de las pacchas, los quilcas, las apachetas, y que denuncian y que guardan heridas de migraciones. Pero está aquí Mama Hampi, la que cura, la que sana. En esta Pakarina donde nace la vida, para regenerar la purma, la chacra abandonada, con el ajayu o espíritu de identificación con las hermanas.
Hay dos niñas como muñecas, en blanco y negro, con un fondo fucsia. Sol, estrella y luna de color entre verde y celeste. El cuadro nos dice que las niñas son parte de la naturaleza, del sembrío. Y hay un rostro humano y felino a la vez, con fondo amarillo, y dos figuras de aves humanizadas. Volvemos a la piedra madre. El vestido es montaña, axis y huaca, con un punto negro en el centro del cuadro, cabello o vello, semilla negra y creación de luz. Creación heroica.
Un libro de poesía es un objeto artístico, estéticamente bello, pero vale decir aquí, con todas sus letras, con todos sus cuadros, que Piedras madres además es, como el taller en donde se gestó, una experiencia transformadora.
(Texto leído en la presentación del libro álbum en la librería Placeres Compulsivos el 22 de Noviembre de 2024)
