DIARIO DEL LADRÓN [FRAGMENTO] (FINAL)

Jean Genet






Mis amores con Salvador duraron seis meses. No fueron los más embriagadores, pero sí los más fecundos. Había logrado amar aquel cuerpo enclenque, de rostro gris, barba rala y ridículamente repartida. Salvador se ocupaba de mí, pero por la noche, a la luz de una vela, yo le escardaba los piojos, esos compañeros nuestros, entre las costuras de su pantalón. Los piojos vivían en nosotros. Daban a nuestra ropa una animación, una presencia que, al desaparecer, la dejan como muerta. Nos gustaba saber —y notar— que pululaban los bichos translúcidos. Sin estar domesticados, eran tan nuestros que el piojo ajeno que no fuera de ninguno de nosotros dos nos daba asco. Los cazábamos, pero con la esperanza de que durante el día eclosionaran las liendres. Los aplastábamos con las uñas, sin repugnancia y sin odio. No tirábamos el cadáver —o despojo— al vertedero: lo dejábamos caer, chorreando nuestra sangre, sobre nuestra deslucida ropa interior. Los piojos eran el único signo de nuestra prosperidad, por ser signo del anverso de la prosperidad. Era lógico que, al intentar rehabilitar nuestro estado para justificarlo, justificáramos a la vez el signo de dicho estado. Los piojos, al ser tan útiles para el reconocimiento de nuestra insignificancia como lo son las joyas para el reconocimiento de lo que llaman triunfo, resultaban valiosísimos. Sentíamos vergüenza y a la vez estábamos orgullosos. Viví mucho tiempo en un cuarto sin más ventana que una lumbrera que daba al pasillo y donde cada noche cinco rostros pequeños, crueles y tiernos, sonrientes o crispados por el anquilosamiento de una postura incómoda, sudorosos, buscaban esos insectos cuya virtud compartíamos. Estaba bien que yo fuera el amante del más pobre y del más feo en medio de tanta miseria. Por eso mi estado era privilegiado. Me costaba, pero cada victoria conseguida —mis manos mugrientas, orgullosamente expuestas, me ayudaban a exhibir, altivo, mi barba y mi pelo largo— me daba fuerzas —o debilidad, que aquí venía a ser lo mismo— para la victoria siguiente, que en vuestro lenguaje se traduciría, lógicamente, por degradación. No obstante, el destello y la luz eran necesarios en nuestra vida; teníamos, en esa sombra, un rayo de sol que atravesaba el cristal mugriento; teníamos el témpano, la escarcha, pues esos elementos, si bien indican calamidades, evocan alegrías cuyo signo, aislado en nuestra habitación, nos bastaba. De las navidades y de la celebración de nochebuena solo conocíamos lo que siempre las acompaña y las hace más dulces para quienes las festejan: las heladas.

Para los mendigos, cultivar las heridas supone un medio de conseguir un poco de dinero —lo justo para vivir—, pero, si bien es cierto que la apatía los llevó a la miseria, también es verdad que se necesita, para estar por encima del desprecio, una virtud viril: como hace el río con la roca, el orgullo horada y parte en dos el desprecio, lo revienta. Adentrándose más en la abyección, el orgullo se hará más fuerte (si ese mendigo soy yo mismo) cuando posea la ciencia, la fuerza o la flaqueza de aprovecharme de un destino así. A medida que va apoderándose de mí esa lepra, yo tengo que apoderarme de ella y vencer. Me volveré, pues, cada vez más ignominioso, me convertiré en un objeto cada día más repugnante, hasta llegar al punto final, que aún no sé cuál es, pero que debe estar regido por una búsqueda estética y moral. La lepra, con la que comparo nuestro estado, provocaría, dicen, una irritación de los tejidos, y el enfermo se rasca, y entonces se le pone dura. La masturbación se vuelve algo frecuente. En un erotismo solitario, la lepra se consuela y canta su pena. La miseria nos encumbraba. Paseábamos por España una magnificencia secreta, velada, nada arrogante. Nuestros gestos eran cada vez más humildes, cada vez más apagados a medida que se volvía más intensa la brasa de humildad que nos hacía vivir. Así se desarrollaba mi talento, a fuerza de dar un sentido sublime a una apariencia tan pobre. (todavía no me refiero al talento literario). Para mí resultó ser una disciplina muy útil, y aún hoy me permite seguir sonriendo tiernamente a lo más humilde de la escoria, ya sea material o humana, y hasta a los vómitos, hasta a la saliva que babeo sobre el rostro de mi madre, hasta a vuestros excrementos. Conservaré la imagen de mí mismo como mendigo.

Quise ser como esa mujer que, escondiéndose de la gente, conservó en su casa a su hija, una especie de monstruo horrendo, deforme, que gruñía y andaba a cuatro patas, estúpido y blanco. Al parir, seguramente su desesperación fue tal que se convirtió en la esencia de su vida. Decidió amar a aquel monstruo, amar la fealdad salida de su vientre, donde lo había fabricado, y encumbrarlo devotamente. Dentro de sí misma dispuso un altar donde colocó la imagen del monstruo. Con cuidados piadosos, con manos suaves a pesar de las callosidades por las tareas cotidianas, con la testarudez propia de los desesperados, se enfrentó al mundo, al mundo enfrentó ella el monstruo, que adquirió las proporciones del mundo y su poder. A partir de él se ordenaron los nuevos principios, combatidos sin cesar por las fuerzas del mundo que iban a atacarla, pero chocaban con las paredes de la casa donde tenía a la hija encerrada.

Pero, como había que robar de vez en cuando, conocíamos también las bellezas claras, terrenales, de la audacia. Antes de irnos a dormir, el jefe, el caballero, nos aconsejaba. Con documentos falsos, por ejemplo, íbamos a distintos consulados para que nos repatriaran. El cónsul, compadeciéndose de nuestros lamentos y nuestra miseria, de nuestra mugre, o harto de ellos, nos daba un billete de tren hasta un puesto fronterizo. Nuestro jefe lo revendía en la estación de barcelona. Nos indicaba también los robos que se podían cometer en las iglesias —algo a lo que no se atrevían los españoles— o en los chalés elegantes; finalmente, también nos traía a los marineros ingleses u holandeses con los que teníamos que prostituirnos por unas pesetas.

Así que robábamos de vez en cuando, y cada golpe nos obligaba a salir por un instante a respirar a la superficie. Una vela de armas precede a cada expedición nocturna. El nerviosismo que provocan el miedo y, en ocasiones, la angustia, favorece un estado próximo a las disposiciones religiosas. Entonces tiendo a interpretar el menor accidente. Las cosas se tornan indicio de buena suerte. Quiero invocar los poderes desconocidos de los que me parece depender el éxito de la aventura. Ahora bien, intento atraerlos mediante actos morales, primero hago uso de la caridad: doy más y mejor a los mendigos, cedo el sitio a los ancianos, los dejo pasar delante de mí, ayudo a los ciegos a cruzar la calle, etcétera. Así es como si reconociera que el robo está presidido por un dios a quien agradan las buenas acciones. Esas tentativas por lanzar una red al azar en la que se dejara atrapar ese dios del que no sé nada me agotan, me enervan, agudizando aún más ese estado religioso. Confieren a la acción de robar la gravedad de un acto ritual. Se llevará a cabo de verdad en el corazón de las tinieblas, a las que se añade que se realizará con nocturnidad, mientras la gente duerme, en un espacio cerrado y quizá uno mismo enmascarado de negro. Caminar de puntillas, en silencio, haciendo gala de esa invisibilidad que necesitamos hasta en pleno día, programando a tientas y en la sombra gestos de una complejidad, de una precaución insólitas —el mero hecho de girar el pomo de una puerta exige una multitud de movimientos, cada uno de los cuales tiene el destello de la faceta de una piedra preciosa (al descubrir oro me parece haberlo desenterrado: he excavado en distintos continentes, en islas oceánicas; los negros me rodean, amenazan mi cuerpo indefenso con sus lanzas envenenadas, pero la virtud del oro surte efecto y un vigor pujante me derriba o me exalta, las lanzas se bajan, los negros me reconocen como uno de los suyos y me integro en la tribu. La acción perfecta: por descuido, al meter la mano en el bolsillo de un guapo negro adormilado, sentiría bajo mis dedos cómo se le empina la polla y retiraría mi puño con una moneda de oro descubierta en el fondo del bolsillo y sustraída)—; la prudencia, la voz susurrada, el oído alerta, la presencia invisible y nerviosa del cómplice y la comprensión de la menor señal por su parte, todo nos concentra el ser, nos condensa, hace de nosotros una bola de presencia que tan certeramente sabe describir guy: «uno se siente vivo».

Pero, en sí misma, esa presencia total que se transforma en una bomba de una potencia que me parece tremenda confiere al acto una gravedad, una unicidad terminal —cada robo que se comete es siempre el último, no porque no se piense en perpetrar otros después de ese (no se piensa en nada), sino porque tal condensación de uno mismo no puede tener lugar (no en esta vida, pues dicha concentración nos conduciría, nos empujaría fuera de ella)—, y esa unicidad de un acto que se despliega, como la corola de la rosa, en una serie de gestos conscientes, seguros de su eficacia, de su fragilidad y, sin embargo, también de la violencia con que revisten dicha acción, le confiere aquí, de nuevo, el valor de un rito religioso. A menudo, incluso, se lo dedico a alguien. Stilitano fue el primer beneficiario de tal homenaje. Creo que me inicié gracias a él, es decir, que la obsesión de su cuerpo me impidió echarme atrás. Dediqué mis primeros robos a su belleza, a su tranquila impudicia. También a la singularidad de aquel magnífico manco cuya mano cortada a ras de la muñeca se estaba pudriendo en alguna parte, bajo un castaño, me dijo, en un bosque de centroeuropa. Durante el robo, mi cuerpo se expone. Sé que refulge con cada uno de mis gestos. El mundo está atento a mi éxito, precisamente porque desea que tropiece. Pagaré caro un error, pero, si consigo enmendarlo, me parece que habrá júbilo en la morada del padre. O bien caigo y, de desgracia en desgracia, acabo en presidio. Pero entonces el preso, en su evasión, se tropezará inevitablemente con los salvajes según el procedimiento antes descrito, sucintamente, en mi aventura íntima. Atravesando la selva virgen, si encuentra un placer que custodian las antiguas tribus, estas lo matarán o lo salvarán. El camino por el que escojo volver a la vida primitiva es muy largo. Necesito, antes que nada, que mi raza me condene.

Salvador no me procuró ningún orgullo. Si robaba, eran objetos menudos de un escaparate. Por la noche, en los cafés donde nos amontonábamos, él se deslizaba tristemente entre los más guapos. Esa vida lo agotaba. Cuando volvía yo, me daba vergüenza verlo acurrucado, encogido en un banco, cubriéndose los hombros con la manta de algodón verde y amarilla con la que salía a pedir los días de viento frío. También tenía un viejo chal de lana negra que yo me negaba a ponerme. En efecto, si mi mente soportaba, deseaba incluso, la humildad, mi cuerpo joven y violento la rehusaba. Salvador hablaba con voz entrecortada y triste:

—¿Quieres que volvamos a Francia? Trabajaremos en el campo.

Yo decía que no. Él no entendía mi repugnancia —que no mi odio— por Francia, ni que mi aventura, si se detenía en Barcelona, tuviera que proseguir profundamente, cada vez más profundamente, en las regiones más recónditas de mí mismo.

—Pero si trabajaré yo solo. Tú solo tendrás que pasearte.
—No.

Lo dejaba ahí, en su banco, con su triste pobreza. Me iba junto a la estufa a fumar las colillas que había recogido durante el día, en compañía de un joven andaluz despectivo cuyo jersey sucio de lana blanca le marcaba, exagerándolos, el torso y los bíceps. Tras frotarse las manos, una con otra, como los viejos, Salvador se levantaba del banco. Iba a la cocina común a preparar una sopa y poner un pescado en la parrilla. Una vez me propuso bajar a Huelva para la recogida de las naranjas. Fue una noche que había sufrido tantas humillaciones, tantos desaires mendigando para mí, que se atrevió a reprocharme mi poca maña en el cabaret la criolla.

—Coño —me dijo—, si cuando te sale un cliente vas y le pagas tú…

discutimos delante del dueño, que quiso echarnos del hotel. Salvador y yo decidimos robar al día siguiente un par de mantas y escondernos en un tren de mercancías con dirección al sur. Pero yo fui tan hábil que aquella misma noche volví con el capote de un carabinero. Al pasar junto a los almacenes portuarios donde montan guardia, uno de ellos me llamó. Hice lo que me exigió en la garita. Después de que se corriera, quizá, sin atreverse a decírmelo, quiso lavarse en una fuentecilla, así que me dejó solo un momento y yo salí corriendo con su gran capote de paño negro. Me envolví en él para volver al hotel, y descubrí el regocijo del equívoco, todavía no las alegrías de la traición, pero ya se instalaba la insidiosa confusión que me conduciría a negar las oposiciones fundamentales entre ambos. Al abrir la puerta del café vi a Salvador. Era el más triste de los mendigos. Su cara tenía el aspecto del serrín que cubría el suelo del café, y casi la misma composición. Inmediatamente reconocí a Stilitano, de pie en medio de los jugadores de ronda*. Nuestras miradas se cruzaron. La suya se demoró en mí y yo me sonrojé. Me quité el capote negro y enseguida me lo quisieron comprar. Stilitano, sin inmiscuirse aún, observaba el lamentable mercadeo.

—Daos prisa si lo queréis. Decidíos. Seguro que el carabinero vendrá a buscarlo —dije yo.

Los jugadores se arremolinaron. Todos estábamos acostumbrados a esos razonamientos. Cuando de un empujón me encontré junto a Stilitano, este me dijo en francés:

—¿Vienes de París?
—Sí, ¿por qué?
—Por nada.

Aunque fue él quien me abordó, al contestar reconocí en mí la naturaleza casi desesperada del gesto al que se atreve el invertido cuando aborda a un joven. Para ocultar mi turbación, hice como que me había quedado sin aliento, por la precipitación del instante. Él dijo:

—Te has defendido bien.

Yo sabía que ese elogio era un hábil cálculo, pero, en medio de los mendigos, ¡qué guapo era Stilitano! (aún ignoraba su nombre). Tenía uno de los brazos, cuya extremidad lucía un vendaje enorme, pegado al pecho como si lo llevara en cabestrillo, pero sabía que le faltaba la mano. Stilitano no era un asiduo del café, ni del hotel, ni siquiera de la calle.

—¿Y a cuánto me dejas el capote a mí?
—¿Me lo pagarás?
—¿Por qué no?
—¿Con qué?
—¿Tienes miedo?
—¿De dónde eres?
—De Serbia. Vengo de la legión. Soy desertor.

Me sentí más ligero. Y destruido. La emoción provocó en mí un vacío que vino a colmar el recuerdo de una escena nupcial. En una fiesta donde los soldados bailaban entre sí, yo contemplaba su vals. Me pareció entonces que dos legionarios habían desaparecido, arrastrados por la emoción. Si al principio de ramona su baile fue casto, no parece que siguiera igual después de desposarse intercambiando ante nuestra vista sendas sonrisas como cuando se intercambian los anillos… a todas las conminaciones de un clérigo invisible, la legión contestaba que sí. Ambos eran a la vez la pareja con velo de tul y el hombre vestido con uniforme de gala (correaje blanco, forrajera escarlata y verde). Intercambiaban, alternándolas, su ternura viril y su modestia de esposa. Para mantener la emoción en su punto álgido, hicieron su danza más ligera y más lenta, mientras sus pollas, adormecidas por el cansancio de una larga caminata, detrás de una barricada de tela rugosa, se amenazaban, se desafiaban imprudentemente. Las viseras de charol de sus quepis chocaron entre sí dándose unos golpecitos. Yo sabía que Stilitano me tenía dominado. Quise hacerme el listo:

—Eso no prueba que tengas con qué pagar.
—Confía en mí.

¡Un rostro tan duro, un cuerpo tan bien formado me pedían que confiara en ellos! Salvador nos observaba. Se dio cuenta de nuestro acuerdo y de que habíamos decidido su pérdida, su abandono. Feroz y puro, yo era el escenario de una magia que se renovaba. Al terminar el vals, los dos soldados se soltaron. Y cada una de aquellas dos mitades de un bloque solemne y aturdido se tambaleó, se puso a caminar de nuevo —feliz de poder escapar de la invisibilidad, a la par que apenada— buscando a alguna chica para el siguiente vals.

—Te doy dos días para que me lo pagues —dije—. Necesito pasta. Yo también estaba en la legión, y también deserté. Igual que tú.
—Eso está hecho.

Le tendí el capote. Lo cogió con su única mano y me lo devolvió diciendo:

—Enróllalo.

Y, burlón, añadió:

—A la espera de que nos enrollemos nosotros.

La expresión «enrollarse con alguien» es de sobra conocida. Hice lo que me decía. El capote desapareció de inmediato en uno de los escondites del dueño. Quizá ese simple robo me iluminara la cara, o puede que Stilitano solo quisiera mostrarse amable, el caso es que me dijo:

—¿Invitas a un trago a un veterano de Bel-abbès?

Un vaso de vino costaba dos céntimos. Yo llevaba cuatro en el bolsillo, pero se los debía a Salvador, que nos estaba mirando.

—Estoy sin blanca —dijo Stilitano con orgullo.

Los jugadores de cartas formaban nuevos grupos que, por un momento, nos aislaron de Salvador. Yo murmuré entre dientes:

—Tengo cuatro céntimos y te los voy a pasar a escondidas, pero pagas tú.

Stilitano sonrió. Sentí que estaba perdido. Nos sentamos a una mesa. Empezó a hablar de la legión, pero de repente se paró y dijo:

—Tengo la impresión de haberte visto en alguna parte.

Yo me acordaba.

Tuve que agarrarme a invisibles aparejos porque, si no, me habría puesto a zurear. No solo mis palabras y el tono de mi voz habrían delatado mi fervor, no solo habría cantado, sino que mi garganta habría lanzado la llamada de las bestias salvajes más enamoradas. Quizá mi cuello se hubiese erizado de plumas blancas. La catástrofe siempre es posible. La metamorfosis nos acecha. El pánico me protegió.

Siempre he vivido con miedo a las metamorfosis. Si empleo la imagen de la tórtola es para sensibilizar al lector y empujarlo a reconocer que es el amor lo que se precipita sobre mí —no solo la retórica exige la comparación— como un ave rapaz, produciéndome el más exquisito de los temores. Ignoro qué sentí en aquel momento, pero basta con que evoque la aparición de Stilitano para que mi angustia se traduzca de inmediato hoy por una relación entre un ave cruel y su víctima. (si no sintiera cómo se hincha mi cuello con un tierno zureo, puede que hubiera preferido hablar de un petirrojo).

Qué fieras tan curiosas surgirían si cada una de mis emociones se convirtiera en el animal que evoca: la ira retumba bajo mi cuello de cobra, la misma cobra que hincha mi polla; mi caballería, mis carruseles nacen de mi insolencia… de la tórtola solo conservé una ronquera en la que se fijó Stilitano. Tosí.

Detrás del paralelo había un descampado donde los maleantes jugaban a las cartas. (el paralelo es una avenida de barcelona paralela a las célebres ramblas. Entre ambas calles, muy anchas, una multitud de callejuelas estrechas y sucias forman el barrio chino). En cuclillas, organizaban timbas, colocaban las cartas sobre un tapete de tela o en el suelo polvoriento. Un joven gitano dirigía una de las partidas y fui a arriesgar las pocas monedas que tenía en el bolsillo. No soy jugador. Los casinos ricos no me atraen. La atmósfera alumbrada por las arañas eléctricas me aburre. La falsa desenvoltura de los jugadores elegantes me da náuseas, y además la imposibilidad de influir en esas máquinas —bolas, ruletas, fichas— me desanima, pero el polvo, la mugre, la precipitación de los maleantes, eso sí me gustaba. Si doy por el culo a…,y me acerco mucho, veo su cara de perfil aplastada contra la almohada, el dolor: la crispación de sus rasgos —pero también su radiante angustia— es algo que he espiado a menudo en la carita desaliñada de los chavales agachados. Toda esa población sentía inclinación por la ganancia o la pérdida. Todos los muslos temblaban de cansancio o de nerviosismo. Aquel día el tiempo amenazaba tormenta. Me fascinaba la impaciencia tan juvenil de aquellos mozos españoles. Jugué y gané. Ganétodas las partidas. Mantuve la boca cerrada mientras jugaba. Por otra parte, no conocía de nada al gitano. La costumbre permitía que me metiera el dinero en el bolsillo y me largara. El chico tenía tan buena cara que tuve la impresión, al irme así, de que estaba faltando al respeto a la belleza, de repente triste, de su rostro abrumado por el calor y la contrariedad. Le devolví amablemente su dinero. Algo asombrado, lo cogió y se limitó a darme las gracias.

—Hola, pepe —le espetó un cojo moreno de pelo rizado.

«Pepe», me dije, «se llama Pepe».

Y me fui tras fijarme en su manita delicada, casi femenina. Pero apenas di unos pasos en medio de aquella muchedumbre de ladrones, furcias, mendigos, maricas, noté que me tocaban el hombro. Era pepe. Acababa de dejar la partida. Me habló en español:

—Me llamo Pepe —me dijo, tendiéndome la mano.
—Yo, juan.
—Ven, vamos a beber.

No era más alto que yo. Su rostro, en el que me había fijado desde arriba cuando él estaba agachado, me pareció menos chato. Los rasgos eran más finos.

«Es una chica», pensé al evocar su mano grácil, y me dije que me aburriría en su compañía.

Decidió que nos beberíamos el dinero que yo había ganado. Fuimos de taberna en taberna y, mientras estuvimos juntos, se mostró encantador. No llevaba camisa, tan solo una camiseta azul muy escotada. De la abertura surgía un cuello robusto, tan ancho como su cabeza. Cuando la giraba sin mover el busto, se le tensaba un tendón enorme. Intenté imaginarme su cuerpo y, a pesar de sus manos casi frágiles, lo supuse firme, pues los muslos rellenaban bien la ligera tela de su pantalón. Hacía calor. La tormenta no acababa de estallar. El nerviosismo de los jugadores alrededor nuestro iba en aumento. Las putas parecían más pesadas. El polvo y el sol nos machacaban. Casi no tocamos el alcohol y nos limitamos a beber refrescos. Sentados junto a los vendedores ambulantes, intercambiamos pocas palabras. Él sonreía todo el tiempo, con aspecto algo cansado. Me pareció indulgente. ¿acaso sospechó que me gustaba su carita? No sé, pero en todo caso no lo dejó ver. Me daba un aire a él, con aspecto algo socarrón, yo también me sentía dispuesto a todo contra cualquier paseante bien vestido, poseía la misma juventud y la misma mugre que él, y era francés. Al atardecer, quiso que jugáramos, aunque resultó ser demasiado tarde para comenzar una nueva partida, todos los sitios estaban cogidos. Nos dimos una vuelta entre los jugadores. Si rozaba a alguna puta, pepe se burlaba de ellas. A veces les daba un pellizco. El calor fue haciéndose bochornoso. El cielo estaba a ras de suelo. El nerviosismo de la muchedumbre se volvía irritante. La impaciencia se apoderaba del gitano, que no se decidía a entrar en ninguna timba. Sobaba el dinero que llevaba en el bolsillo. De repente, me cogió del brazo.

—¡Venga*!

Me llevó a dos pasos de allí, hacia los únicos urinarios públicos del paralelo, regentados por una vieja. Su decisión repentina me extrañó, así que le pregunté:

—¿Qué vas a hacer?
—Tú espérame.
—¿Por qué?

Me contestó con una palabra en español que no pude entender. Se lo dije y, soltando una carcajada delante de la vieja, que esperaba sus dos céntimos, me indicó con un gesto que iba a meneársela. Cuando salió, tenía la cara bastante colorada. Seguía sonriendo.

—Ya está. Estoy listo.

Así me enteré de que aquí ciertos jugadores se masturban en las grandes ocasiones para estar luego más tranquilos, más seguros de sí mismos. Volvimos al descampado. Pepe escogió un grupo. Perdió. Perdió todo lo que le quedaba. Intenté pararle los pies, demasiado tarde. Como la costumbre autorizaba a ello, pidió al hombre que llevaba la banca que le prestara dinero para apostar en la siguiente partida. El tipo se negó. Entonces me pareció que lo que componía la amabilidad del gitano se agriaba igual que la leche y se convertía en la rabia más feroz que haya conocido. Sin previo aviso, robó la banca. El hombre se levantó de un brinco y quiso darle una patada. Pepe lo esquivó. Me tendió el dinero pero, nada más metérmelo en el bolsillo, vi que había sacado la navaja. Se la clavó en el corazón al español, un grandullón moreno que se desplomó y que, a pesar del color de su tez, se puso pálido, se crispó, se retorció y expiró mordiendo el polvo. Era la primera vez que veía a alguien irse al otro barrio. Pepe desapareció, pero cuando, al levantar la vista del muerto, enderecé la cabeza, vi a Stilitano mirándolo con una ligera sonrisa. El sol estaba a punto de ocultarse. El muerto y el más bello de los seres humanos se me presentaban confundidos en el mismo polvo de oro, en medio de un gentío de marineros, soldados, maleantes, ladrones de todos los países del mundo. La tierra no giraba alrededor del sol, temblaba por llevar encima a Stilitano. Yo descubría, al mismo tiempo, la muerte y el amor. No obstante, aquella visión fue muy breve porque no podía quedarme allí; el temor de que me hubieran visto con Pepe y de que un allegado al difunto me arrebatara la pasta que llevaba en el bolsillo me hizo huir, pero al alejarme de aquel lugar mi memoria conservaba y glosaba aquella escena, que me parecía grandiosa:

«El asesinato de un hombre maduro cuya tez morena podía palidecer, adquirir la tonalidad de la muerte, por un chiquillo que había sido encantador conmigo, y todo eso vigilado irónicamente por un muchachote rubio a quien, en secreto, acababa de prometerme».

Aunque solo pude echarle una ojeada, me dio tiempo de calcular la magnífica musculatura de Stilitano y de ver también, rodando en su boca entreabierta, un gargajo blanco, pesado, denso como un gusano blanco, con el que jugaba, estirándolo de arriba abajo hasta velarle la boca entre los labios.

Estaba descalzo en medio del polvo. Sus piernas estaban embutidas en un pantalón de lona azul deslavada, desgastada y rota. Llevaba una camisa verde con las mangas subidas, una por encima de la muñeca seccionada, ligeramente enflaquecida, donde la piel recosida mostraba aún una suave y pálida cicatriz rosa.

Bajo un cielo trágico, habré recorrido los más hermosos paisajes del mundo cuando Stilitano, por la noche, me cogía la mano. ¿de qué naturaleza era aquel fluido que pasaba de él a mí, soltándome una descarga? Caminaba por el borde de peligrosos acantilados, atravesaba llanuras lúgubres, escuchaba el mar. En cuanto la tocaba yo, la escalera cambiaba: era la dueña del mundo. El recuerdo de aquellos breves instantes me permitiría describiros paseos, huidas trepidantes, persecuciones en regiones del mundo que nunca pisaré⁂.

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