A libro abierto (XXXII)

John Huston




Durante todos esos años y los consiguientes viajes a la India, Afganistán y Pakistán, seguí manteniendo la idea de rodar El hombre que pudo reinar. En un momento dado conseguí que Aeneas MacKenzie —el mismo MacKenzie que en 1939 había trabajado conmigo en Juárez— escribiera un guion, y luego Steve Grimes y Tony Veiller echaron una mano. Yo había pensado tener a Bogart y Gable para interpretar los principales papeles, y ellos dieron su conformidad. Pero justamente cuando estábamos a punto de poner en marcha el asunto, Bogie enfermó y murió. Le di el carpetazo al proyecto. En 1960, Gable lo sacó a colación, esperando ponerlo en marcha después de terminar Vidas rebeldes; yo estaba intentando encontrar un actor para el otro papel cuando Gable murió. Volví a archivarlo otra vez.

En 1973, después de que hubiéramos terminado El hombre de Mackintosh, John Foreman vino a visitarme a St. Clerans. Un día estaba curioseando la librería cuando se encontró con los guiones (ahora había tres, cada uno de ellos de MacKenzie, Grimes y Tony Veiller) y los dibujos de Steve. John no tenía conocimiento previo del proyecto, y después de estudiar todo el material y comentarlo conmigo, me dijo que pensaba que sería magnífico para Paul Newman. Ante la insistencia de John, le envié a Paul los guiones y una nota con los cambios que yo veía necesarios. La respuesta inmediata de Paul fue entusiástica.

Con nuestros mutuos sentimientos de culpabilidad después de El hombre de Mackintosh, John, Paul y yo estábamos ansiosos por hacer algo que nos permitiera mantener la cabeza alta después.

Así que Gladys Hill y yo fuimos a Cuernavaca y, utilizando varias cosas buenas de los otros guiones, escribimos otro guion más, ajustándonos esta vez un poco más a la historia de Kipling. La historia original era demasiado corta para ser adaptada sin añadidos, pero tocaba temas que se prestaban a una extensión, por ejemplo, el motivo masónico, reflejado a través de los emblemas en el reloj de bolsillo de Kipling, el altar de piedra y el tesoro. Utilizando estos materiales como trampolín, hicimos un montón de innovaciones, y resultaron ser buenas, sustentadoras del tono, el sentimiento y el espíritu que subyacía en el cuento original. El glosario de Kipling me ayudó mucho. Me gusta este guion más que cualquier otro que haya escrito.

Envié el nuevo guion a Paul, quien me llamó inmediatamente y me dijo que era una de las mejores cosas que había leído, pero que había cambiado de idea acerca del reparto para los papeles principales, los cuales hasta este momento iban a ser interpretados por él mismo y Robert Redford. Dijo que deberían ser interpretados por dos ingleses. Paul, hablando no como actor sino como alguien interesado en el perfeccionamiento de la casta, sugirió el reparto:

—¡Por el amor de Dios, John, consigue a Connery y Caine!

Siento un gran afecto por Paul y mi admiración por él como actor no tiene límites, pero confieso que me sentí aliviado cuando me dijo que deberían ser dos ingleses. A la vista del guion resultaba obvio. Y Paul, con su habitual perspicacia, había nombrado a los dos hombres ideales. John Foreman envió telegramas a Sean Connery y a Michael Caine diciéndoles que inmediatamente les llegarían los guiones. En el plazo de una semana recibimos noticias de los dos diciéndonos que querían hacer la película.

El lote estaba completo; ahora Foreman tenía que conseguir que el estudio lo apoyara y lo financiara. Esto fue toda una historia. John había hecho una estimación del presupuesto: estaba por encima de los 5.000.000 de dólares, un montón de dinero en esa época. Los estudios estaban economizando y ninguno de ellos quiso hacer una apuesta tan alta, así que el apoyo tuvo que venir de varias fuentes. Una fuente fue la Columbia Pictures, la cual consintió en participar a cambio de los derechos para la distribución en Europa. Otra fue la Allied Artists, que intervino reservándose los derechos para Norteamérica y Sudamérica. Allied Artists metió también en el asunto dinero canadiense libre de impuestos.

En los viejos tiempos, bajo el sistema de los estudios, financiar una película de 5.000.000 de dólares habría sido sencillo. El estudio simplemente habría puesto el dinero. Y ésta no era la única diferencia con los viejos tiempos. De hecho, las dificultades con las que nos encontramos al rodar El hombre que pudo reinar son una ilustración perfecta de los cambios habidos en el procedimiento de rodar una película. En orden a comprender el porqué, es necesario revisar algo de historia.

Muchas cosas contribuyeron a la caída del sistema de los estudios. Los estudios fueron acusados de constituir monopolios y, bajo las leyes antimonopolistas, fueron obligados a vender sus propias salas de cine. Hubo una nueva reestructuración de los impuestos; la llegada de la televisión alejó a mucha gente de los cines; el poder creciente de los agentes para pedir más sueldo y más participación en los beneficios para sus actores representados, incrementaron los costes de producción de una forma alarmante. Con el tiempo los actores —habiendo sido liberados de sus contratos por largos períodos de tiempo y del sueldo semanal— llegaban a pedir sumas astronómicas por cada película, y se hicieron independientes. Algunos formaron compañías y pusieron en práctica sus propias ideas creativas. Empezaron a seleccionar su propio material, y a menudo compartían la propiedad de las películas con los estudios, los cuales proporcionaban sus instalaciones y la mayor parte de la financiación. En el caso de El hombre que pudo reinar, Connery y Caine trabajaron por una cantidad fija más un porcentaje sobre el bruto. El mío fue, desgraciadamente, sobre el neto.

La mayoría de las películas hoy día se organizan de forma muy similar a la que nosotros empleamos en El hombre que pudo reinar, aunque las variaciones pueden ser infinitas. Después de aceptar tu «lote», el estudio —en este caso, la Columbia— pone el dinero a cambio de unos derechos concretos de distribución. El dinero también puede venir de otras fuentes que no son los estudios, como en el caso de Allied Artists, la cual funciona principalmente como una empresa de distribución, representando a una serie de propietarios de salas de cine o exhibidores. El distribuidor está en una posición verdaderamente privilegiada, y su retribución es bastante alta, normalmente empieza con un treinta por ciento del bruto y va reduciéndose gradualmente cada cierto período de tiempo.

La persona o personas que organizan la película normalmente están obligados a pagar los gastos generales del estudio, lo que por lo general ronda el veinticinco por ciento. Esta cantidad se utiliza para mantener los departamentos de transportes, artístico y otros departamentos creativos, los sueldos normales, e incluso los vigilantes de las puertas, sin mencionar los impuestos sobre la propiedad. La Columbia nos exigió esto antes de que la misma Columbia nos entregara ningún dinero, aunque nunca rodamos un solo metro de película en sus estudios, ya que todo se hizo en exteriores.

Y luego está el dinero de «terminación». Esta es una cantidad que garantiza a los inversores la terminación de una película en el caso de que se presenten problemas. Hay agencias que suministran estos fondos a cambio de una cuota. Además de todo esto también tienes que pagar el seguro de los actores. Así que cuando todo está pagado, los gastos generales han alcanzado una suma formidable, que a menudo llega a ser el cincuenta por ciento del presupuesto.

Ahora los jefes de los estudios son contables, expertos en impuestos, una mezcla de brujos financieros y ex agentes. Apenas si son ya una raza creativa. En su mayoría son analfabetos en lo que se refiere a realizar películas. Toda la estructura jerárquica —con pocas excepciones— está compuesta de gente funesta que imaginan que por el hecho de que ellos pueden manejar, repartir y barajar el dinero de la inversión (que además casi nunca es de su propiedad), tienen presuntos derechos para opinar y sentenciar. La mayoría de ellos se arrogan privilegios que habrían hecho sonrojarse a L. B. Mayer o incluso a Harry Cohn.

Así que hoy día es algo angustioso poner en marcha una película. Yo he elegido la postura del cobarde y nunca tengo nada que ver con este aspecto. Voy y expongo mis propuestas a veces —como hice para esta película—, pero no hago nada más. En su mayoría, la gente que hoy día hace películas no es gente con la que te apetecería pasar largos fines de semana.

Tan pronto como recibimos la confirmación de que la Allied Artists y la Columbia apoyarían el proyecto, empezamos a explorar seriamente para localizar exteriores. Era imposible rodar la película en el mismo lugar en el que Kipling había situado su historia. Kafiristán (ahora llamado normalmente Nuristán) estaba todavía completamente cerrado a los extranjeros, y la mayoría de los lugares a lo largo de la frontera noroeste eran impracticables a causa de su alejamiento e inaccesibilidad. Una alternativa que se nos presentaba era Turquía.

Casi lo conseguimos. El Gobierno turco se mostró interesado y cooperativo, la gente era amable y el país era más bonito de lo que yo había imaginado. Las ruinas griegas en Éfeso habrían sido un lugar ideal para el emplazamiento del Sikandergul de Kipling. Entonces mis planes eran hacer el núcleo de la película en Turquía, las secuencias del mercado y las calles en la India y algún material de relleno en Afganistán. Pero los Estados Unidos y Turquía se enzarzaron en una de sus periódicas disputas sobre la cosecha de adormidera de ese año y una vez más nos vimos obligados a continuar buscando.

Después de dejar Turquía, John Foreman volvió a los Estados Unidos y yo me fui a Londres, donde sucedió una instructiva anécdota. Sirve para ilustrar un aspecto de las dificultades que se encuentran hoy día al rodar una película. Un tal señor Wolf, uno de los propietarios de la Allied Artists, había mencionado en varias ocasiones que deseaba comentar el guion conmigo. Él estaba en Londres, así que le invité a él y a su abogado (cuyo nombre, Peter, daba al dúo un apodo obvio) a cenar conmigo en mi suite del Hotel Claridge. Cuando terminamos la cena, Wolf sacó unas hojas manuscritas y empezó a leerme una lista de cosas que él encontraba equivocadas en el guion. Yo le escuchaba asombrado: estaba arremetiendo contra el corazón de la película. Me sentía escandalizado pero no ultrajado. Cualquiera puede acercarse a mí y yo le escucho. Así que esperé hasta que Wolf hubo terminado y entonces le contesté, punto por punto, con serenidad y lógica, nunca con ironía. Cuando terminé, Peter y el Wolf parecieron satisfechos. Continuamos comentando el reparto.

Al día siguiente por la tarde recibí una llamada de John Foreman. Estaba trastornado. Peter y el Wolf se habían ido directamente a la Columbia y anunciaron que, a causa de mi «inaccesibilidad», ellos se lavaban las manos de todo este negocio. Habían acudido a mí con ideas para hacer algunos cambios y yo me había burlado de ellos. En realidad yo había tratado sus sugerencias con mucho mayor respeto de lo que merecían. Habían estado invitados en mis habitaciones. Sólo por esta razón, habría sido inimaginable que yo hubiera actuado de otra manera que no fuera la correcta. Me temo que a partir de ese momento no tuve en mucha estima a ese par de dos.

Esta fue la primera de las muchas «retiradas» de Peter y el Wolf. Finalmente llegamos al acuerdo de que ellos usarían como portavoz una persona desinteresada de la Columbia para que arbitrara las diferencias de opinión. Así se hizo, y John Foreman y Gladys Hill defendieron las razones por nuestra parte, comentándolas punto por punto. Las cincuenta o más exigencias fueron finalmente reducidas a dos o tres cambios insignificantes.

Toda la operación fue desgraciadamente típica de la clase de cosas que suceden constantemente en la realización de películas hoy día. Hay métodos, como ya he dicho, por los que una persona o grupo puede tener una parte importante de la inversión en una película sin haber puesto prácticamente nada de su propio dinero. Y no fue éste el único caso con la Allied Artists, sino que, cuando escribo esto, acaba de perder un pleito presentado por los abogados de Sean Connery y Michael Caine a consecuencia de un déficit de 4.000.000 de dólares en los libros contables de la compañía. Considero que David Begelman, entonces presidente de la Columbia Pictures, era con mucho la persona más inteligente y fiable que había entre los capitalistas implicados. A pesar de sus problemas posteriores, estoy seguro de que no me equivoco en esto.

No mucho después de nuestro viaje juntos a Afganistán, Steve Grimes exploró las montañas Atlas de Marruecos en busca de posibles exteriores. Cuando la aventura turca fracasó, John Foreman y yo fuimos con un pequeño grupo a seguir las huellas de los pasos de Steve. No había ninguna duda de que la película podía rodarse allí completamente. Incluso las secuencias del mercado y las calles podían rodarse en Marrakesh y hacer que se pareciera lo suficiente a la India. Así que nos instalamos en Marruecos e hicimos de Marrakesh nuestro cuartel general.

Marrakesh por sí misma fue una experiencia. El hotel era bueno, la comida era excelente, pero el ambiente en general era inquietante. Desde entonces se ha convertido en la capital de la haute couture, supongo que en parte debido a que hay muchachos disponibles en abundancia. La perversión es contemplada con mirada comprensiva. Oficialmente no está autorizada, pero tampoco se persigue. En realidad hay un acuerdo entre los muchachos prostitutos y la policía para que, después de un encuentro con un extranjero, el chico vaya a informar a la policía y les cuente cualquier cosa de la que haya podido enterarse sobre su compañero. La policía abre una ficha de todos los visitantes del país que permanezcan en él más de unos días, y de todo el que vuelve periódicamente.

Desde el principio John Foreman y el norte de África fueron incompatibles. Cuando íbamos a marcharnos después del primer viaje de exploración, un oficial de aduanas que me pareció un maldito sádico, ordenó a la chica que iba inmediatamente antes de John que colocara todas sus pertenencias en el mostrador. Buscando Dios sabe qué, llegó incluso a sacarle a la chica sus discos de las fundas. Cuando le tocó el turno a John, el aduanero gruñó de una forma desagradable, pero le hizo un gesto de que pasara, cogió un trozo de tiza para marcar la nueva maleta Gucci de John… ¡y John le dio una palmada en la mano! Por supuesto se armó un revuelo. Los detectives le llevaron a una oficina interior y le registraron de arriba a abajo. Desde ese momento John y el norte de África estuvieron en discordia.

La cantidad de propinas que nuestra compañía repartió para sobornar funcionarios, sólo Dios lo sabe. No había forma de evitarlo, no se podía hacer nada a menos que se pusiera el dinero por delante. El soborno imperaba. Pronto aprendimos que era más barato pagar el soborno que intentar usar intermediarios, ya que nuestros intermediarios también ponían la mano y simplemente acababas pagando el doble. Este tipo de corrupción existía a todos los niveles.

Todo sumado, la película resultó muy cara. Construir un decorado del templo de Sikandergul costó alrededor de 500.000 dólares. Pero fue un decorado magnífico y pudimos rodar en él casi la mitad de la película. Para otras secuencias empleamos los pueblos reales de las montañas del Atlas. Las secuencias del paso de Khyber fueron rodadas en un impresionante paso de Marruecos con unas paredes altas cortadas a pico, que en algunos puntos no tenían más de quince metros de separación. (El auténtico paso de Khyber es hoy día una carretera festoneada con líneas eléctricas.)

Después de que hubiéramos instalado el campamento cerca de las montañas del Atlas, los bereberes bajaron de las colinas. Es gente altiva, maravillosa y salvaje, y dimos empleo a muchos de ellos, utilizando en muchas secuencias sus tiendas reales y otra parafernalia. Teníamos intérpretes para traducir del uno al otro, el inglés, el francés, el árabe y el berebere y algunas veces yo tenía que utilizar los cuatro idiomas para dar una orden.

Alex Trauner ocupó el lugar de Steve Grimes como director artístico porque Steve tenía otro compromiso. Alex es tan ancho como alto, y uno de los hombres de baja estatura más fuertes que he conocido nunca. Sufrió aparatosos accidentes de coche en exteriores —todos con el mismo conductor marroquí— y tanto él como el conductor salieron ilesos de cada uno de ellos. El conductor conducía como un demonio, pero Alex siempre estaba instándole a que fuera más rápido, incluso en las carreteras de montaña. Cuando intentamos despedir al conductor, por manifiesta incompetencia, armó un terrible alboroto. Nada asustaba a Alex, absolutamente nada…, excepto John Wilson Apperson.

John era el jefe del departamento de vestuario, y estaba enemistado prácticamente con todo el personal de la compañía. John compraba las telas para los vestidos, teñía a mano cada metro personalmente y los trajes se cortaban y cosían bajo su supervisión directa. Además, vestía diariamente a 2.000 extras y tenía que tener la ropa lavada y preparada para el día siguiente. Era un trabajador incansable y muy responsable, y todo el mundo respetaba su profesionalidad. Sus maneras y su conducta eran las de una tía solterona relamida y criticona. John tenía un sentido de propiedad respecto al vestuario. Eran sus posesiones, y cualquiera que entrara en el departamento de vestuario era, en opinión de John, en el peor de los casos un intruso y en el mejor una visita, y sólo podía entrar con su permiso.

Después de una serie de escaramuzas preliminares, un día John y Alex tuvieron una pelea seria. John le pegó un golpe a Alex que le puso el ojo como un tomate. Después del altercado le pregunté a John qué había hecho.

—Le pegué con la izquierda. Tenía mi bolso en la mano derecha.

Después de esto, Alex evitaba claramente a John.

Edith Head era la diseñadora del vestuario. Dicen que los contratos de Edith incluyen ganar el Óscar; creo que ella ha recibido más Óscars que nadie en Hollywood. La inspiración para los diseños en esta ocasión —el drapeado de las telas, los estilos de peinados, las diademas, los brazaletes, los broches— se basaba en estatuillas griegas de Tanagra.

Gladys fue a Roma y trajo a su vuelta reproducciones de joyas griegas, armas, armaduras e incluso monedas. Alex diseñó una serie de piezas, incluyendo la corona de Dravot, inspirándose en motivos arcaicos, prestando a cada una de ellas la misma atención que emplearía al hacer una escultura.

He tenido dos grandes ayudantes de realización en mi vida: Tommy Shaw es uno y Bert Batt el otro, el resto puede clasificarse desde bastante bueno a realmente muy malo. Bert Batt tiene algo que ver con cualquier cosa que sea buena en El hombre que pudo reinar. Las ideas de Bert siempre estaban bien pensadas, y normalmente eran buenas ideas. Si no hacías lo que él proponía, no le sentaba mal, sino que se dedicaba a pensar en el siguiente problema. Algunas veces se pasaba dos días y tres noches dando vueltas, coordinando algo complicado como, por ejemplo, el movimiento de los soldados; no sólo era una fuente de energía, sino que tenía un ingenio sorprendente. Cuando llegó el momento de rodar las escenas del paso de Khyber, nos enteramos de que en la zona en que nos encontrábamos las tribus no permitían que se fotografiara a sus mujeres. Sin inmutarse, Bert se fue a las ciudades más próximas y reclutó a mujeres de los prostíbulos. Nos habían prevenido de que no podía tocarse en público a ninguna mujer; incluso una puta era alguien que tenía que ser protegida de los infieles extranjeros, y los hombres de las tribus en esa zona llevaban cuchillos o armas de algún tipo. Esta secuencia exigía una gran cantidad de gente y de camellos atravesando el paso de Khyber. Ya habíamos tenido grandes dificultades con los camellos, ya que estaban destinados a la agricultura, eran adecuados para arar, pero no estaban acostumbrados a llevar peso ni a ser montados. Resultó que ante un molinete de barrera que figuraba ser una frontera entre Afganistán y la India, una mujer se quedó parada y se negó a avanzar. Los camellos se amontonaban detrás de ella. Todas las súplicas fueron inútiles. Ella simplemente se quedó quieta y se negaba a moverse. Bert Batt se puso detrás de ella y le pegó un puntapié en el trasero. Le pegó tan fuerte que incluso yo —que estaba parado cerca de ella— lo sentí. La mujer sólo tenía que haber gritado y habrían cortado en rodajas a Bert. La mujer se limitó a bajar la cabeza como si dijera, «sí, amo», y se puso en marcha para reunirse con los demás.

Los grandes primeros ayudantes son todos bien conocidos. Ellos son como grandes sargentos de primera, y a menudo son mucho más apreciados que el realizador. Cuando me encuentro con un ayudante así, pongo en él toda mi confianza. Los primeros ayudantes son básicamente «hombres de la compañía», y una de sus responsabilidades principales es la de proteger los intereses del estudio. Algunos de ellos llevan esto hasta el extremo, basando cada decisión en los ahorros económicos inmediatos, prescindiendo de la calidad. Aparte están aquellos que, como Tommy Shaw y Bert Batt, comprenden que hacer recortes no significa necesariamente ahorrar dinero. Tienen la capacidad de adivinar lo que quiere el realizador, y el juicio necesario para decidir si es lo bastante bueno como para justificar gastos extras. Si es así, ellos son los defensores del realizador.

Un buen primer ayudante se ocupa de todos los detalles, dejando libre al director para que tome decisiones creativas. El primer ayudante decide cuándo la compañía tiene que moverse; si debe haber o no una segunda unidad trabajando en los llamados planos de acción; si las escenas de acción deben ser rodadas juntas o por separado. Es un auténtico experto en especialistas; los conoce por sus nombres, y sabe quién es el mejor para cada cosa: caídas, caballos, alpinismo, carreras, conducción o motociclismo. Cuando hay que utilizar explosivos, consigue un artificiero. Un buen primer ayudante es tan buen diplomático como hombre riguroso. Tiene la capacidad de mandar sin ofender a la gente. Además de autoridad debe tener sentido de la proporción y buen gusto. Es capaz de presentarse en los camerinos de las estrellas y llevarlas a su terreno sin adularlas ni parecer demasiado autoritario. No hay muchos así.

Nosotros habíamos contratado a Sean Connery y Michael Caine a principios de 1973, y la película se retrasó hasta el comienzo de 1975, pero estos dos caballeros se mantuvieron disponibles respetando la palabra dada. Sus honorarios también habían subido considerablemente durante el período de espera, pero mantuvieron las condiciones originales de sus contratos sin quejarse. Trabajar con ellos no podía haber sido mejor. Muchas de las escenas eran sólo entre ellos dos, y las ensayaban juntos por la noche. Juntos elaboraban de antemano cada escena tan bien que todo lo que yo tenía que decidir era cómo rodarla lo mejor posible: Era como asistir a la representación ya pulida de un vodevil, todo coordinado, y perfectamente cronometrado.

En principio yo tenía la intención de presentar a Roxanne como una chica blanca, rubia y con los ojos azules. En ocasiones puedes ver algunas así en Kafiristán —el escenario original de la historia de Kipling— y son consideradas descendientes de los soldados de Alejandro. Pero no hay gente de piel clara entre los marroquíes, y pronto me di cuenta de que tenía que cambiar de idea y utilizar a una belleza de piel oscura. La mujer de Michael Caine era hindú y se ajustaba perfectamente al tipo. Le pregunté a Michael si ella podría hacer el papel, y él accedió de mala gana. Ella no sabía actuar. De hecho, los dos me aseguraron que no tenía ninguna aptitud dramática. Pero tampoco hacía ninguna falta, excepto quizá en la última escena, en la que, aterrorizada, muerde a Dravot. Cuando llegamos a esa escena, descubrí que Mike y Shakira habían dicho la verdad: ella no podía simular que tenía miedo, su sentido de la honradez le prohibía tal hipocresía. Solucioné el problema consiguiendo que pusiera los ojos en blanco. De esta forma parecía drogada, desfallecida, fuera de control. Esto sirvió maravillosamente.

Las tribulaciones de John Foreman en Marruecos continuaron durante toda nuestra estancia. Estuvo incómodo y molesto hasta el último momento. Intentando protegerme para que yo sólo tuviera que preocuparme de hacer la película, él se ocupaba de todos los trabajos pequeños y sucios además de los grandes problemas de producción. La nómina nunca llegaba a tiempo al banco. Era dinero de la Allied Artists, y sospecho que lo retenían hasta el último momento con el fin de estrujarle el último céntimo de intereses antes de enviarlo. Esto era una fuente de continuas dificultades para nosotros. Una vez, para cubrir la nómina, John se vio obligado a extender un cheque personal por una cantidad de la que no disponía en su cuenta. Los problemas con los aduaneros y otros funcionarios marroquíes de poca monta se multiplicaban, y John siempre estaba en medio de todos los contratiempos. Las propinas sólo eran una parte de ellos. Cada vez que llegaba una partida de película virgen, John tenía que negociar su salida de la aduana, incluso tenía que evitar que los oficiales de aduanas abrieran la latas. Pero a pesar de todo se las arregló admirablemente para no perder el autocontrol. Era el perfecto diplomático…, justo hasta el incidente del medallón de oro. Esto fue el remate para John Foreman.

La mujer de Sean Connery, Micheline, había nacido en Marruecos y gracias a su gestión consiguió para John una audiencia con el rey. Esperábamos que, escuchando nuestros problemas, él intercediera con los aduaneros. Micheline arregló también que el joyero del rey —un favorito de la corte— acompañara a John a Rabat, para presentarlo. Era un largo camino, cerca de 600 kilómetros, y por hablar de algo John le preguntó sobre la posibilidad de hacer un medallón de oro —en realidad, tres medallones—, que sería un regalo para Sean, Michael y yo. El joyero asintió con la cabeza.

Después de llegar a Rabat, se dirigieron al palacio, donde les permitieron la entrada y fueron pasando de funcionario en funcionario. Por último, los llevaron a presencia del rey. Él levantó la vista de lo que estaba leyendo, estrechó la mano de John y le dijo.

—Bienvenido a Marruecos.

Esto fue todo. Después los echaron. John estaba un poco molesto, por decirlo suavemente, habiendo perdido dos días y recorrido 600 kilómetros para este emocionante momento. Y por supuesto no conseguimos ninguna ayuda del rey. Más bien al contrario.

Dos días después de que volvieran a Marrakesh, el joyero le trajo a John los tres medallones de oro. También le presentó la factura: ¡15.000 dólares!

John se quedó boquiabierto.

—Tendré que pensármelo.
—No hay nada que pensar. El oro de los medallones es un regalo del rey. Tiene usted que aceptarlo, de otra forma sería un insulto para el rey.
—Bueno, si es un regalo, ¿para qué son los quince mil dólares?
—Por mi trabajo.

John explotó y dijo que no pagaría. Entonces alguien le recordó que Micheline estaba cogida en medio de todo esto. Ella había recomendado al joyero y había allanado el camino para la «audiencia» con el rey. John pagó. Marruecos no era un tema de conversación recomendable con John Foreman durante esos días.

Podía haber empleado tres veces el tiempo que tardé en rodar El hombre que pudo reinar, pero no estoy seguro de que con ello hubiera resultado una película mejor. No aspira a la perfección. Tampoco Dravot y Carnehan eran perfeccionistas en ningún sentido.

—No somos hombres pequeños —dicen ellos.

Pueden ser imperfectos, pero tienen madera de héroes. La película tiene sus defectos, supongo, pero ¿a quién le importa? Se lanza sin miedo hacia adelante. Nada hacia la catarata.

Un día vi a un viejo. Estaba de pie sobre una pierna, apoyado en un bastón. Pensé que sólo tenía una pierna hasta que me acerqué a él y puso el otro pie en el suelo. Llevaba barba. Yo era el único además de él que tenía barba. Se acercó y me tiró de ella, luego murmuró algunas palabras de aprobación. Resultó que tenía más de cien años, pero no lo parecía ni actuaba como si los tuviera. Se me ocurrió que podía estar bien como Kafu Selim, el sumo sacerdote de la película, así que le coloqué delante de la cámara y por medio de un intérprete le hice preguntas. Él pensó que era tremendamente divertido. Riéndose a carcajadas, hizo un pequeño baile improvisado.

Le pusimos dos «sacerdotes» ayudantes: uno era un patriarca de la mezquita del pueblo y el otro un anciano berebere de las altas montañas. Todos eran realmente muy buenos. No podías decirles lo que debían hacer, sólo podías intentar que entendieran de qué se trataba la escena y luego dejarles hacer. Una vez que habían cogido la idea de lo que se pretendía, la representaban con naturalidad.

Hacia el final de la película llevé a los tres ancianos a que se vieran a sí mismos en la pantalla. Ellos nunca habían visto una película aunque habían oído hablar de ellas. Después de que volvieran a encenderse las luces, se pusieron a hablar entre ellos muy rápida y excitadamente. Finalmente pareció que habían llegado a algún tipo de acuerdo.

Me dirigí al intérprete.

—Pregúnteles qué piensan de lo que han visto.

Kafu Selim me respondió por ellos:

—Nosotros nunca moriremos.

(Continuará...)

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