John Huston

Capítulo 33
Creo que fue en 1969, durante el rodaje de La carta del Kremlin, cuando Orson Welles me pidió que interpretara el papel principal en una película que iba a dirigir. Había estado un tiempo dándole vueltas a la idea, y ahora iba a escribir el guión.
—Creo que voy a titularla The Other Side of the Wind. ¿Te gusta el título?
—Muy bueno.
—¿Te sería posible empezar dentro de unos seis meses?
Le dije que por supuesto podríamos arreglarlo, pero pasaron seis meses y no tuve más noticias. Debió de ser por lo menos un año más tarde cuando supe que Orson estaba rodando una película titulada The Other Side of the Wind. Me encogí de hombros, pensando que la película habría tomado un giro diferente, y que Orson habría cambiado de opinión respecto a mi participación. Por la prensa supe que estaba en Suiza rodando escenas con Lilli Palmer. Pero poco tiempo después me telefoneó.
—John, ¿te será posible empezar dentro de unos seis semanas?
—Claro.
—Bien. Te enviaré el guión inmediatamente.
—Pero, Orson, tengo entendido que ya has estado rodando.
—Sí…, sí…, he estado rodando las escenas en las que tú no estás, y en la otra mitad de las escenas estás tú.
—¿Cómo es eso?
—Bien… por ejemplo, con Lilli Palmar… yo estoy rodando su mitad de las escenas en las cuales ella tiene diálogos contigo. Más adelante haré tu mitad.
—¡Jesús, Orson, nunca había oído nada igual!
—Oh, sí, funciona perfectamente. Te haré llegar el guión inmediatamente.
Esto fue lo último que oí del proyecto durante otro año o dos.
Yo estaba en California, cuando el realizador Peter Bogdanovich, un gran defensor de Orson, me llamó. Me dijo que Orson iba a rodar mis escenas en Arizona y, si yo podía hacerlo, Orson haría los planes de acuerdo con ello.
—Bien, todavía no he visto el guión —le dije.
—En realidad, no hay ningún guión. Hay una especie de bosquejo. ¿Te importa mucho ver el guión?
—Realmente no.
—John, la mayor parte se hace sobre la marcha. Ya sabes cómo es Orson.
Soy de los que creen que no debes preocuparte por el guión si tienes fe en un realizador. Confieso que me siento un poco molesto cuando le pido a un actor que haga algo y él dice:
—Enséñeme el guión.
Está en su derecho, por supuesto, pero me gusta la idea de que un actor se ponga enteramente en manos del director.
Así lo hice, me presenté de acuerdo con el último plan, y encontré un equipo completo viviendo en un motel en las afueras de Scottsdale. Orson me recibió con los brazos abiertos y grandes muestras de afecto. Yo aprecio mucho a Orson. Siento una gran admiración por él como actor y como realizador, y me encanta su aspecto. Iba vestido con un largo albornoz púrpura, y creo que nunca lo vi sin él en todo el tiempo que estuvimos rodando. Era un color regio, que le sentaba bien e incluso sin corona estaba realmente majestuoso.
Orson fumaba grandes puros y el vino corría. No quiero decir que hubiera borracheras; todo lo contrario. Era cuestión de buen humor. Había dos asistentas con Orson. Una de ellas actuaba en la película y la otra era una chica–para–todo. Entre las dos hacían la comida, además de las cenas de medianoche cuando rodábamos de noche en un caserón que Orson había alquilado en el cercano pueblo de Carefree. Había varias cámaras para rodar. Orson tenía un primer operador y un segundo y un tercero, pero pronto descubrí que el mismo Orson era realmente el primer operador. Por la misma razón, él era su propio técnico. Había electricistas por allí, pero Orson colocaba las luces. Había un técnico de sonido, pero Orson le decía cómo quería que hiciera las mezclas.
A Orson se le había ocurrido una idea ingeniosa. Iba a contar la historia por medio de cámaras que llevaban en la mano personas que a su vez eran fotografiadas por las cámaras principales. El argumento trataba de un realizador (mi papel en la película) a quien se le acababa la cuerda. Orson afirmaba que no era autobiográfica en ningún modo, ni tampoco biográfica en lo que a mí concernía. Realmente no había ningún guión. Me entregó unos folios que contenían varias parrafadas largas, pero me dijo que no me molestara en aprenderlas. Cuando llegara la hora, simplemente lasescribiría en una pizarra detrás de la cámara y yo podría leerlas. Pero aunque yo no tengo buena memoria, creo que los actores deben de saberse sus textos. Más tarde Orson me vio estudiándome los párrafos en el plató y me dijo.
—John, te estás molestando sin ninguna necesidad. Simplemente léete el diálogo o bien olvídate de él y di lo que se te ocurra. La idea es lo único que importa.
Las cosas fueron algo más complicadas por el hecho de que durante el rodaje yo le hablaba a Orson en lugar de a Lilli Palmer, quien se encontraba en Suiza.
La mayor parte de la acción ocurría durante una gran fiesta para celebrar el cumpleaños del realizador. Asistían a ella cámaras de noticiarios, periodistas y gente a la que conocía desde hacía tiempo. El único propósito de la fiesta era obtener la financiación para una película terminada en sus tres cuartas partes, una situación que me recordó al mismo Orson. Siempre había una cámara enfocada al realizador durante todo el desarrollo de la fiesta. Le seguían a todos lados, incluso al cuarto de baño. Por medio de estas cámaras —lo que ellas veían— era como se contaba la historia. Los cambios de una a otra —color, blanco y negro, foto fija y movimiento— conseguían una deslumbrante variedad de efectos.
El vecino de la casa de al lado de Orson resultó ser un borracho que no sabía bien lo que estaba ocurriendo pero que sospechaba alguna clase de orgía. Aparecía de vez en cuando y amenazaba a todo el mundo, e incluso una vez trajo a la policía. Nos reconocieron enseguida y se portaron de manera muy respetuosa, conduciendo al caballero de al lado a su propia casa. Después de esto, se quedaba en su jardín, agitaba los puños y nos maldecía. Añadió la consabida nota grotesca.
A Orson se le acabaron los puros. Yo también era fumador de puros, y aunque los míos no eran tan grandes, ni tan gordos, ni tan sabrosos como sus habanos, esta vez no tuvo más remedio que fumarlos. Se me ocurrió que quizá Orson estuviera también escaso de dinero. Más tarde comprobé que esta ocurrencia era acertada. El suministro de fondos para la película provenía de España y de Irán, y el español que traía el dinero se fugó con una gran suma. Sin duda desanimado, pero impertérrito, Orson continuó.
Era una delicia trabajar con él. Algunas veces la escena que se estaba rodando era tan hilarante que él mismo no podía contenerse, y la estropeaba con sus carcajadas. Esto podía muy bien ser a propósito: simplemente quería contarla. Yo no apostaría nada.
Había que rodar un exterior en el que el realizador conducía un coche. Yo no había llevado un coche desde hacía muchos años. Sé conducir, pero no me gusta hacerlo, particularmente en la ciudad. Me gusta beber y no creo que beber y conducir deban mezclarse, así que me impuse la regla de no tocar nunca un volante. Sin embargo, puesto que era necesario, lo hice. Se suponía que el director conducía muy descuidadamente. En este sentido les di lo que ellos querían. Sin darme cuenta, me metí por una autovía en dirección contraria, de cara al tráfico. El coche iba lleno — Orson, técnicos, cámaras y yo mismo— y las cámaras funcionaron todo el tiempo. Vi que no había valla entre las dos calzadas de la autovía, así que me subí al bordillo, crucé el área divisoria y me uní a la corriente del tráfico en el otro lado. Hubo un silencio de muerte en el coche durante un rato, y luego un suspiro a coro.
—Gracias, John, esto servirá —dijo Orson.
Terminamos el rodaje en Carefree excepto por unos pocos planos de efectos que Orson planeaba rodar en otro sitio, planos que no necesitaban actores. Me marché después de tener una experiencia maravillosa y admirando a Orson y su modus operandi. Algunos meses después la película incompleta fue proyectada a un público escogido. Orson todavía no había conseguido los fondos para terminarla. Yo no logré verla, pero los que la vieron me dijeron que era algo sensacional. Desgraciadamente hay problemas. La película es propiedad de una media docena de inversores, algunos de los cuales, Dios nos asista, son iraníes. Se necesitan un par de semanas más de rodaje para terminarla. Es la situación más complicada en que puede meterse una película. Al principio Bogdanovich me aseguró que se resolvería todo. Ahora estoy empezando a dudarlo, y creo que Peter también.
Orson tiene una reputación de extravagancia e informalidad completamente inmerecida. Creo que la mayor parte de esto proviene de cuando fue a Río de Janeiro hace unos treinta años a rodar material con la segunda unidad para una película en proyecto; quedó cautivado por el dramatismo y la espectacularidad del carnaval y se trajo a la vuelta unos sesenta mil metros de película con los cuales nadie supo qué hacer. A este único incidente se le dio absurdamente una excesiva publicidad. Yo he visto la forma en que trabaja. Es un realizador sumamente ahorrativo. A Hollywoodle vendría muy bien imitar algunos de sus métodos.
Ya que Orson estaba ausente por entonces, yo le representé y recogí un Óscar para él no hace mucho. Era por su contribución al cine a lo largo de los años. Me chocó que aunque le estuvieran rindiendo este homenaje, ninguno de los estudios le ofreciera dirigir una película. Quizá se abstenían por miedo. La gente le tiene miedo a Orson. La gente que no tiene su vigor, su fuerza y su talento. Estando cerca de él, las insuficiencias de ellos se hacen patentes con demasiada claridad. Tienen miedo de sentirse abrumados.
Capítulo 34
Yo leo a Kipling desde que era niño. Me sé metros de sus aleluyas. Si empiezas la primera línea de un verso de Kipling, puedes apostar con toda seguridad que yo puedo recitar el resto del poema. Estudié un glosario de Kipling en lugar de álgebra, y aprendí términos utilizados por Kipling que eran característicos de la India o de la Inglaterra de su tiempo. Sabía que cuando un barco estaba «subiendo», quería decir que estaba montado en la cresta de una ola, y que cuando estaba «bajando», estaba en el valle entre las olas; sabía que un rissaldar era el jefe nativo de una tropa de la caballería hindú; que un bhisti era un aguador indio; que juldee significaba velocidad.
Kipling ha sido denunciado como un imperialista a ultranza debido a sus puntos de vista nacionalistas durante la guerra de los bóers. Sin embargo, siempre me ha parecido que la versión de Kipling del imperialismo no carecía de un valor de redención, especialmente en un país como la India, donde, antes de la llegada de los ingleses, la mayor parte de la población eran esclavos de un puñado de príncipes guerreros. La India es hoy día una democracia —débil quizá, pero democracia al fin y al cabo— con una clase media cada vez más educada y formada. Es interesante especular sobre si este desarrollo habría ocurrido y cuándo, en ausencia del feo rostro del imperialismo. El reproche de aquellos que denunciaron a Kipling se basa en su verso:
Oh, el Este es el Este, y el Oeste es el Oeste,
y nunca los extremos se encontrarán.
Pero el fondo de la balada de la cual se han sacado estos versos es que, aunque el Este y el Oeste puedan tener diferencias básicas en su filosofía, cada uno puede aprender del otro, y guardarse mutuo respeto:
Cuando dos hombres fuertes se miran cara a cara
Aunque vengan de los confines de la tierra.
Había estado dándole vueltas a la idea de hacer una película basada en la obra de Kipling El hombre que pudo reinar desde 1952, cuando Peter Viertel y yo hablamos de ello brevemente. En 1955, sin ninguna obligación pendiente y terminada Moby Dick, decidí hacer la película. Los que habían financiado Moby Dick dijeron que ellos pondrían el dinero. Con esta seguridad, di un brinco ante la oportunidad de ir a la India a una cacería de tigres con mi amigo Felix Fenston, quien me consiguió una invitación del maharajá de Cooch Behar.
La shikar (cacería) de 1955 tuvo lugar en las afueras de Camp Parbati en Assam, desde donde uno podía ver las faldas del Himalaya. Había siete personas en nuestro grupo, pero sólo tres de nosotros, incluyendo a Felix y a mí, íbamos a cazar. Camp Parbati tenía cuatro tiendas de campaña grandes y lujosas alrededor de un cuadrilátero, un bar al aire libre y un comedor de madera sobre pilotes. El servicio era mejor que el que hay en la mayoría de los hoteles de cinco estrellas. El primer día a la hora del cóctel antes de la cena, apareció un hombre pequeño y barbudo y nos saludó a cada uno de nosotros, por turno, con una reverencia. Sus manos eran del tamaño de las de un muchacho. Llevaba un turbante violeta pálido, una túnica blanca, unos pantalones de montar de color caramelo y vendas blancas enrolladas alrededor de los tobillos desnudos. Se llamaba Raj Kumar y era el maestro de la cacería.
El campamento de los elefantes estaba a unos doscientos metros del campamento principal, y allí el ambiente era completamente diferente. Había un gran fuego en medio del recinto cercado y, al sonido de los tambores y los cánticos, los elefantes trabados se bamboleaban mientras los decoraban con sus pinturas de guerra: dibujos azules, rojos y blancos —no había dos iguales— pintados sobre sus frentes y sobre las carnosas bases de las trompas. Había treinta en total y todos participarían en la cacería.
Se habían dejado trabados cinco jóvenes búfalos domésticos distribuidos por el área de unos treinta kilómetros cuadrados que teníamos que cubrir. Por la mañana, los exploradores irían a ver si alguno de ellos había sido muerto por un tigre. Si era así, volverían tocando una campanilla y nosotros iríamos detrás del tigre. La primera mañana no sonó ninguna campanilla, así que se organizó una cacería general. Esto consistía en alinear los treinta elefantes uno al lado del otro —con un espacio entre ellos para los ojeadores— y avanzar sobre una extensa área, disparando a cualquier pieza que echara a correr. A eso del mediodía hubo un rápido movimiento cerca de los pies de mi elefante y un pequeño ciervo salió disparado. Lo maté. Fue la única sangre que se derramó ese día.
Después del primer día empecé a mirar a los elefantes con otros ojos. Poseen cierta gracia; a pesar de su tamaño pueden moverse a través de la jungla más silenciosamente que un hombre. Y, al igual que con los caballos, hay muchos tipos y razas diferentes. Raj Kumar era su propio mahout, sentado a horcajadas en el cuello de su animal. Éste tenía una agilidad, un equilibrio y una presencia increíbles. Algunas veces Raj Kumar se unía a uno de nosotros en nuestro castillete y su hija montaba su elefante. Ella era una niña de unos once a doce años, preciosa, con las piernas desnudas y con una cabellera que le llegaba a la cintura. Manejaba al animal con tanta autoridad como su padre.
El segundo y el tercer día no hubo muertes, aunque se dejaron trabados dos bueyes más. Finalmente al cuarto día un hombrecillo entró corriendo en el campamento e informó de que un tigre había matado a un buey de su propiedad. Para las diez de la mañana estábamos subidos en nuestros castilletes frente a una zona de jungla en la que el hombre del buey creía que el tigre estaba escondido. Los ojeadores empezaron a moverse en la distancia, gritando y golpeando cacerolas de lata. En cuanto a suspense puro y espectáculo, yo nunca había visto ni oído nada igual. Primero nos llegó el rotundo trompetazo de un elefante que había olfateado al tigre. También fue detectado por los otros elefantes ojeadores, y a medida que se acercaban, el trompeteo, el golpeteo y los gritos alcanzaban un clímax cacofónico.
El ruido avanzaba, saliendo de los árboles y entrando en la zona de hierba, donde podíamos ver a los elefantes en hilera. Luego el tigre: al principio sólo destellos, reflejos amarillos y negros contra el fondo verde de la jungla. Cuando se hizo visible por completo, sus movimientos eran tan elegantes y sin esfuerzo que parecían lentos, pero comprendí mi error cuando intenté dirigir sobre él el punto de mira. Venía de la derecha. Felix disparó dos veces. El tigre se volvió en mi dirección. Cuando apreté el gatillo, mi elefante se movió bruscamente, arrojándome con fuerza contra un lateral de mi castillete. Volví a mirar, justo a tiempo de ver cómo el tigre desaparecía entre la maleza, y disparé otra vez sabiendo que fallaría. El recorrido del tigre describía una amplia S y cubría, lo calculé después, unos doscientos metros. Y estoy seguro de que el tiempo, desde que apareció hasta que desapareció, ¡fue inferior a diez segundos!
No hubo ninguna baja entre los bueyes que nos servían de cebo en los siguientes cuatro días, y organizamos otra cacería general. Parecía que habíamos perdido nuestra única oportunidad. Cuando estaban situando en fila a los elefantes, alguien comentó que el terreno pelado no parecía prometedor. Cinco minutos más tarde vi un tigre. Se le veía parcialmente entre la maleza a unos sesenta metros en línea recta, luego desapareció detrás de algún matorral. Después de unos momentos se hizo enteramente visible, dirigiéndose hacia la izquierda y alejándose a través de la hierba, y ahora estaba a unos 125 metros. Disparé, y el animal desapareció. Gritamos «¡Tigre!» y la cacería se modificó, con los elefantes encastillados moviéndose hacia la derecha y los elefantes ojeadores alejándose hacia la izquierda en un movimiento envolvente, para encerrarlo. Unos cinco minutos después oí un grito en la lejanía, y mi mahout se volvió hacia mí sonriendo y me ofreció su mano. Yo había matado al tigre. Los otros me felicitaron, luego el golpeteo se reanudó.
—¡Puede haber otro, mejor continuamos! —gritó alguien.
Inmediatamente se oyó el profundo, cavernoso, grave e infinitamente terrible sonido que es el rugido de un tigre, y los elefantes ojeadores le respondieron con una charanga. Vi al tigre salir de la maleza, dando un rodeo hacia Felix. Felix disparó los dos cartuchos, y el tigre se volvió hacia mí. Disparé. El tigre cambió de dirección en el aire y desapareció en una isla de hierba muy alta. Nuestros tres elefantes encastillados se estaban colocando de forma que cada uno de ellos se encaraba con un lado diferente del refugio, y los elefantes ojeadores se pusieron hombro con hombro y avanzaron hacia adelante por el cuarto lado. Los berridos de los elefantes, los gritos de los mahouts y los rugidos del tigre formaban un ruido infernal.
Luego el tigre se hizo visible otra vez, la barriga en el suelo y la cabeza levantada. Felix disparó. El tigre hizo una pequeña acometida al elefante ojeador más próximo, luego lentamente se curvó sobre sí mismo, se echó y murió. Era un animal enorme, medía más de tres metros desde el hocico a la punta de la cola.
Luego volvimos a donde había caído mi tigre. Era una hembra joven —unos dos metros y medio— considerada pequeña. Pero resultó que mi disparo fue el mejor que haya hecho nunca. La bala había entrado por detrás de su pata delantera izquierda y había salido por la oreja derecha. Le había atravesado con un solo tiro el corazón y el cerebro.
Después del shikar acepté una invitación para visitar al maharajá de Jaipur. La vida de estos maharajás era tan suntuosa que casi parecían haber sido conjurados por un mago. Recuerdo la llegada al palacio de Jaipur de noche, con antorchas en los muros, banderas y estandartes ondeando y trompetas sonando. Al día siguiente hubo un partido de polo, y debía de haber unos setenta y cinco invitados. Uno tenía la impresión de que había por lo menos seis sirvientes por cada invitado.
Sin embargo, la pobreza que vi en la India en esa época, especialmente en Calcuta, era impresionante y deprimente en extremo. Había pordioseros por todas partes. Muchos de ellos eran profesionales que deliberadamente mutilaban a sus propios hijos. Se te pegaban y te asfixiaban con su presencia. Si ibas a ver un monumento, un templo, una escultura en una cueva, se colocaban entre ti y lo que querías ver, mirándote fijamente con ojos suplicantes y angustiados. No podías evitar sentir una gran compasión, pero tampoco podías evitar sentir aversión; una combinación de culpabilidad, lástima, indignación y miedo. Miedo de ser estrujado, miedo de ser ahogado en sus lágrimas, y sólo querías escapar de ellos. La emoción te inundaba. Los comerciantes en las tiendas, los sirvientes en los hoteles y los camareros en los restaurantes derramaban amargas lágrimas por su país, los dioses, sus familias, ellos mismos, cualquier cosa. Había gente por todas partes. No había ningún lugar donde se pudiera estar solo. Calcuta me parecía un pozo de sufrimientos y privaciones. Por la mañana recogían a los muertos de las calles igual que se recoge la basura en Nueva York.
Hice un recorrido por el sur. En Madrás, le compré a un médico tres bronces magníficos: un Vishnú, una Shiva y una Parvati. El vestíbulo de entrada de la casa del médico merece un comentario. El elemento central era un gran frigorífico eléctrico, a un lado del cual había una figura de cera de su padre de tamaño natural con sombrero de copa y frac y, al otro lado, una figura de cera de su madre con un sari, también de tamaño natural.
Cogí un coche de alquiler para ir a Bangalore, luego un bote para remontar la costa Malabar atravesando los canales hasta Cochin, a donde llegué de noche. Cuando entré en la habitación de mi hotel en Cochin, vi un mosquitero sobre la cama, y le pregunté al sirviente si los mosquitos eran dañinos. Me dijo que en esta época del año no había mosquitos, así que dejé sin poner el mosquitero cuando me acosté. Me desperté a media noche devorado por los mosquitos. Encendí el ventilador y puse el mosquitero, pero para entonces yo ya tenía picaduras por todo el cuerpo.
A la mañana siguiente salí a visitar Cochin, y casi enseguida vi a un hombre con la más horrible de todas las enfermedades: elefantiasis. Una de sus piernas estaba hinchada hasta el tamaño de un barril. Mirándolo, recordé que los mosquitos eran portadores de la enfermedad. También recordé haber visto la fotografía de un hombre con elefantiasis llevando su escroto en una carretilla. A la vez que estaba dándole vueltas al asunto, miraba alrededor y me parecía que cada persona que veía tenía elefantiasis. Supongo que sólo eran una de cada diez, o quizá de cada cien, pero para mí eran innumerables. Pensé, «¡Oh, Dios!». Cuanto más pensaba en ello más pánico me entraba. Volví corriendo al hotel. Para cuando llegué allí, yo ya sentía el escroto hinchándose. Hice las maletas y salí precipitadamente para Calcuta, donde fui directamente a un hospital para que me pusieran en tratamiento. El doctor que estaba allí se rió de mí y me explicó que tienes que vivir algún tiempo donde haya mosquitos portadores antes de que exista algún peligro y debe haber un apareamiento entre el macho y la hembra de la filaria dentro de la corriente sanguínea antes de que puedas contraer la enfermedad. Además, incluso en el caso de que llegue a ocurrir esto, la enfermedad puede ser detenida mudándose a un clima más frío. Mi «recuperación» fue milagrosa.
Recorriendo los caminos y senderos de la India, me quedé sorprendido de las procesiones de gente que había en las carreteras, yendo de un lado para otro. Algunos eran peregrinos, otros simplemente iban a algún sitio, a cualquier sitio. Me dijeron que en Calcuta entran y salen diariamente por lo menos un millón de almas. Me quedé fascinado por el país, pero al mismo tiempo deprimido, y llegó el día en el que no pude resistir por más tiempo la llorosa mirada de la India. Me marché, primero al Nepal y luego a Afganistán.
Recuerdo que en Katmandú, Nepal, las calles hervían de gente…, que los sentidos eran continuamente sacudidos por visiones, sonidos y olores extraños…, calles y callejuelas que se trenzaban en todas direcciones, sombreadas por templos, santuarios y capillas…, frisos de templos adornados con dioses animales y demonios, todo mezclado sin ningún sentido del orden, como en el juego de las tabas…, templos en los que no te atrevías a entrar, donde las mujeres untaban el lingam de Shiva con mantequilla…, tambores, gongs, melodías, canciones en tono de falsete, matracas, címbalos campanilleando, platillos, campanas… La procesión de una boda pasa, aportando su ruido y su color. El novio tiene cuatro años. Empujas hacia adelante para observar mejor algún tipo de ritual que va a tener lugar en un pequeño cuadrado, y la multitud que lo circunda se vuelve contra ti: un perro extranjero. Lo que está sucediendo no es para tus ojos. Te hacen gestos para que te alejes. Ojos negros lanzan destellos de furia, y comprendes por las cortas y violentas sacudidas de cabezas y manos que no bromean en absoluto. No preguntas: te vas. Quizá es por la concatenación de religiones —budismo heterodoxo mezclado con hinduismo, mezclados con oscuras supersticiones—, pero en el Nepal hay demonios y otros dioses extraños. El lugar está literalmente invadido por demonios; puedes sentirlos.
Afganistán es un país violento. En esa época tenía la tasa de homicidios más alta del mundo. Nunca pasabas por un cementerio sin ver las flameantes banderas de papel que indicaban que alguien había muerto recientemente de forma violenta. En caso de asesinato —y asesinato era cualquier cosa que quitara una vida, accidentalmente o de otro modo—, el acusado era llevado ante el gobernador local y la declaración se prestaba en lo que se llamaba un durbar, o lo que es lo mismo, un juicio. El gobernador sopesaba las pruebas y tomaba la decisión, que era definitiva. Si un hombre era considerado culpable en el durbar, se le entregaba a la familia del hombre asesinado, que entonces organizaba —normalmente de noche— lo que resultaba ser una subasta o venta del asesino. Los familiares de éste o sus amigos ofertaban por su vida camellos, cabras, ovejas, joyas o cualquier otra cosa de valor que tuvieran. Si la oferta era aceptable, el asesino era devuelto a su familia y todo el asunto quedaba olvidado. Si no era una persona decente y no tenía amigos o familia que se preocuparan por él, los subastadores simplemente lo mataban. Si el crimen era suficientemente horrible, no se aceptaba ninguna oferta, sin importar lo grande que fuera. Una vez fui testigo de una de estas «subastas». El asesino estaba tumbado en el suelo en cruz, y su familia se había congregado para ofertar por su vida. Pero la abuela del hombre asesinado no quería que se llevara a cabo la subasta o quizá se sintió insultada por la cuantía de la oferta, así que cogió un cuchillo y allí mismo le cortó al hombre la garganta.
El único crimen para el que no había indulgencia era el adulterio, un delito mucho más grave que un asesinato porque implicaba una gran vergüenza. Hombres buenos podían matarse entre sí, pero era un pecado mortal tomar la mujer de otro hombre. Si se descubría a un hombre y a una mujer in flagrante delicto, podían ser asesinados en el sitio y en el acto. Los dos tenían que ser asesinados, no solamente uno de ellos. Si no eran asesinados allí mismo, normalmente eran enterrados hasta el cuello en la arena y apedreados hasta que murieran. Algunas veces eran colgados juntos, desnudos, en una jaula a gran altura y se les mantenía allí algunos días antes de dejarlos caer para matarlos.
(Continuará…)
