Paraíso (FINAL)

Toni Morrison

toni morrison






El reverendo Misner era objeto de la atención de todos y tenía que pronunciar unas pocas palabras más. Miró fijamente a los culpables, siete de los cuales, movidos por un primitivo instinto de protección, estaban agrupados lejos de los otros asistentes al funeral. Sargeant, Harper, Menus, Arnold, Jeff, K. D., Steward. Wisdom se encontraba más cerca de su familia, y Deacon no estaba allí. Lo que Richard pensaba de aquellos hombres no era precisamente generoso. Fueran los primeros o los últimos, representaran a las más antiguas familias negras o a las más nuevas, lo mejor de la tradición o lo más digno de lástima, habían terminado por traicionarlo todo. Creen que han ganado a los blancos con su astucia pero, en realidad, los imitan. Creen que están protegiendo a sus mujeres y a sus hijos cuando, en realidad, están mutilándolos. Y cuando los hijos mutilados piden ayuda, buscan el remedio en cualquier otro sitio. Su egoísmo, nacido de un viejo odio, un odio que empezó cuando determinado tipo de hombre negro se burló de otro y éste llevó el odio a otro nivel, ha destrozado doscientos años de sufrimiento y triunfo en un momento de tal prepotencia, error y crueldad que hiela el pensamiento. Ruby, desenfrenada por las Escrituras, ensordecida por el rugido de su propia historia, le parecía un fracaso innecesario. Qué exquisitamente humano era el deseo de la felicidad permanente, y qué débil la imaginación humana cuando intentaba conseguirla. Ruby pronto sería como cualquier otra población del país donde los jóvenes pensaban en irse a cualquier otro lugar y los viejos no paraban de lamentarse. Los sermones seguirían siendo elocuentes, pero cada vez serían menos los que les prestarían atención o los relacionarían con la vida cotidiana. Se preguntaba cómo harían para mantener unido aquel cielo tan difícil de conseguir y que sólo se definía por la ausencia de lo condenado, lo indigno y lo desconocido ¿Quién los protegería de sus dirigentes?

De repente, Richard Misner supo que se quedaría. No sólo porque Anna quería o porque Deek Morgan había ido a buscarlo para hacer una especie de confesión, sino porque no había mejor batalla que librar, no podía estar en un lugar mejor que entre aquella gente exageradamente guapa, imperfecta y orgullosa. Además, quizá la mortalidad fuera nueva para ellos, pero no el nacimiento. El futuro jadeaba junto a la puerta. Roger Best tendría su gasolinera y se construirían las carreteras de conexión. Los forasteros irían y vendrían, y algunos querrían un bocadillo y una lata de cerveza de 3,2 grados de alcohol, de manera que incluso era probable que se abriese una cafetería. K. D. y Steward ya estaban discutiendo sobre la televisión. No era correcto sonreír en un funeral, de modo que Misner recordó a la niña cuyas manos destrozadas le habían permitido sostener en una ocasión, y así pudo retomar su línea de pensamiento. Las preguntas que había planteado en nombre de los familiares necesitaban una respuesta.

—Podría decir que éstas no son las preguntas importantes; o, mejor dicho, que éstas son las preguntas que plantea la angustia, pero no la inteligencia, y Dios, que es la inteligencia misma, la generosidad misma, nos ha dado juicio para que entendamos Su sutileza, para que conozcamos Su elegancia, Su pureza.

Se levantó un poco de viento, pero no lo suficiente como para que alguien se sintiera incómodo. Misner estaba perdiéndolos; permanecían delante de la tumba abierta, cerrados a todo lo que no fueran sus propias cavilaciones. Los pensamientos sobre el funeral se mezclaban con los planes para el día de Acción de Gracias, las consideraciones sobre sus vecinos, la cháchara de la vida cotidiana. Misner contuvo un suspiro antes de terminar sus observaciones con una oración; pero cuando inclinó la cabeza y miró la tapa del ataúd, vio la ventana del jardín, sintió su llamada hacia otro lugar —que no era la vida ni la muerte— allí mismo, un poco más allá, dando forma a pensamientos que no sabía que tuviera.

—¡Esperad! ¡Esperad! —gritó—. ¿Creéis que la vida de esta niña fue corta, lastimosa, sin ningún valor, porque no era como la vuestra? Voy a deciros una cosa: el amor que recibió era grande y profundo, y los cuidados que se le dedicaban tiernos y constantes, y este amor y estos cuidados la envolvían de modo tan completo que sus sueños, sus viajes, sus visiones han hecho de su vida algo tan absorbente, tan rico, tan valioso como la de cualquiera de vosotros y, probablemente, más bienaventurada. Somos nosotros los desgraciados si durante nuestra larga vida no conocemos lo que ella supo cada día de su corta existencia: que aunque la vida en la vida es terminal y la vida tras la vida es eterna, Él está siempre con nosotros, en la vida, después de la vida y, especialmente, entre ambas, esperándonos para enseñarnos el esplendor. —Se calló, alterado por lo que había dicho y la manera de decirlo. Después, como si quisiera disculparse ante la niña, añadió con suavidad, dirigiéndose a ella—: Oh, Save-Marie, tu nombre siempre sonó como si dijeras «sálvame, sálvame». ¿Hay otro mensaje escondido en tu nombre? Yo sé uno que brilla para que todos lo veamos: siempre estuviste salvada, Marie. Amén.

Sus palabras hicieron que se sintiera un poco incómodo, pero nunca había visto nada con tanta claridad.


Billie Delia se alejó lentamente de los asistentes al entierro. Había estado con su madre y con su abuelo, y había dirigido una sonrisa de ánimo a Arnette, pero ahora quería estar a solas. Aquél era el primer funeral de su vida, y le hizo pensar en lo expansivo que se sentía su abuelo cuando necesitaban sus conocimientos. Aunque, sobre todo, pensaba en la ausencia de unas mujeres a las que había apreciado. La habían tratado muy bien, no habían hecho que se sintiera incómoda con su comprensión y se habían limitado a ofrecerle su alegre amabilidad. Al verle la cara magullada y los ojos hinchados, cortaron rebanadas de pepino para aplicárselas en los párpados después de darle a beber un vaso de vino. Ninguna insistió en oír el motivo que la había llevado hasta allí, pero ella sabía que, si quería contarlo, la escucharían. La que se llamaba Mavis era la más agradable, y la más graciosa era Gigi. Billie Delia tal vez fuese la única persona del pueblo que no se preguntaba dónde estarían las mujeres ni le inquietaba el modo en que habían desaparecido. Sin embargo, se preguntaba otra cosa: ¿cuándo volverían? ¿Cuándo reaparecerían con ojos centelleantes, pinturas de guerra y enormes manos para romper y tirar aquella cárcel que se llamaba a sí misma pueblo? Una población que había intentado arruinar a su abuelo, había conseguido devorar a su madre y casi había terminado con ella. Un lugar inexistente y atrasado dirigido por hombres con un incontrolado poder de control que tenían la desfachatez de decir quién podía vivir y quién no y dónde; que habían visto un motín en unas mujeres desarmadas, libres y alegres y por eso se habían librado de ellas. Deseaba con todo su corazón que las mujeres estuvieran por ahí, bruñidas, metalizándose las uñas, afilando sus incisivos, pero por ahí. Lo que equivalía a decir que esperaba un milagro, algo no del todo disparatado, puesto que ya se había producido un pequeño milagro: Brood y Apollo se habían reconciliado y se habían puesto de acuerdo en esperar a que ella se decidiera. Ella sabía, igual que ellos, que nunca podría decidir y que aquel trío duraría tanto como ellos. Las mujeres del convento se habrían reído a carcajadas. Podía ver sus dientes puntiagudos.

El indulto tardó, pero llegó. Manley Gibson moriría en un pabellón de la cárcel con otros como él y no atado a una silla sin nadie de su familia mirando. Eso estaba muy bien. Era estupendo. Lo hicieron salir e integraba el pelotón de trabajo de la carretera del lago. El lago era de un color azul intenso. La comida del Kentucky Fried Chicken era excelente. Quizá pudiera escapar. Menudo chiste. Un condenado a cadena perpetua de cincuenta y dos años dándose a la fuga. ¿Hacia dónde? ¿Hacia quién? Estaba dentro desde 1961, cuando dejó atrás a una niña de once años que ya no le escribía, y la única foto que guardaba de ella era de cuando tenía trece. La hora de comer era especial. Se sentaron junto al lago, a la vista de los vigilantes, pero cerca del agua. Manley se limpió las manos con las pequeñas servilletas de papel. A su izquierda, cerca de un par de árboles, una mujer joven extendió dos mantas sobre la hierba y puso una radio en el centro. Manley se volvió para mirar qué pensaba el pelotón de aquello: un civil (y, además, una mujer), allí, entre ellos. Los vigilantes armados recorrían la carretera que corría por encima de ellos. Ninguno dio muestras de haberla visto.

Ella encendió la radio y se enderezó, enseñando una cara que habría reconocido en cualquier parte. Nada habría podido impedirlo.

—¡Gigi! —siseó.

La chica lo miró. Manley, refrenándose, caminó tranquilamente hacia ella, con la esperanza de que los vigilantes pensaran que iba a orinar.

—¿Me equivoco? ¿Eres tú?
—¿Papi? —Por lo menos, parecía contenta de verlo.
—¡Eres tú! Qué coño, lo sabía. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Sabías que me habían conmutado la pena?
—No, no lo sabía.
—Bueno, no me sueltan ni nada, pero ya no estoy en el corredor. —Manley se volvió para ver si los demás se habían fijado en ellos—. Habla en voz baja —susurró—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Se fijó en su ropa por primera vez—. ¿Estás en el ejército?
—Más o menos —contestó Gigi con una sonrisa.
—¿Más o menos? ¿Lo estabas?—Qué va, papi. Cualquiera puede comprar esta ropa —dijo Gigi, entre risas.
—Dame tu dirección, nena; quiero escribirte y contártelo todo. ¿Sabes algo de tu madre? ¿Su viejo todavía vive?

Tenía mucha prisa; el silbato de la comida iba a sonar de un momento a otro.

—Todavía no tengo dirección. —Gigi se levantó la gorra y volvió a ponérsela.
—¿No? Bueno, eh…, escríbeme, ¿de acuerdo?, a la cárcel. Mañana te pongo en la lista. Me permiten recibir dos al mes.

Sonó el silbato.

—Dos —repitió Manley. Y añadió—: Dime, ¿todavía tienes el relicario que te regalé?
—Claro que sí.
—¡Oh!, mi niña. Mi niña pequeña. —Manley tendió una mano para tocarla, pero se detuvo y dijo—: Tengo que marcharme o me sancionarán. Me sancionan. A la cárcel, ¿lo oyes? Dos al mes. —Se alejó caminando hacia atrás, sin dejar de mirarla —. ¿Me dirás algo?Gigi se enderezó la gorra.

—Claro que sí, papi. Claro que sí.

Más tarde, mientras estaba sentado en el autobús, Manley repasó cada detalle de lo que había visto de su hija. La gorra del ejército y los pantalones de camuflaje. Gruesas botas del ejército, camiseta negra. Y ahora que pensaba en ello, juraría que estaba recogiendo sus cosas. Miró en dirección al lago, que se oscurecía bajo un sol cada vez más bajo y bonito.


Gigi se quitó la ropa. Las noches enfriaban el lago, y al día siguiente al sol le costaría un poco más calentarlo. En aquella parte del lago podía nadar desnuda. Era una región de lagos: agua esmeralda, árboles altos y, en los lugares donde no iban los barcos o los pescadores, una tranquilidad que envidiaría un rey. Cogió una toalla y se secó el pelo. Sólo había crecido un par de centímetros, pero le gustaba el modo en que el viento y el agua, los dedos de las manos y de los pies jugueteaban en él. Abrió un frasco de loción de áloe y empezó a frotarse la piel. Después, tendiendo la toalla a su lado, miró hacia el lago, a cuya orilla se acercaba sin acompañante.


El decimoquinto cuadro que pintó era tan imperfecto como el primero. El esfuerzo por recordar la barbilla había frustrado el primer intento de Dee Dee, pero cuando decidió saltarse la mandíbula y limitarse a sombrear la parte baja del rostro de su hija, encontró que los ojos estaban fatal. El decimoquinto lienzo salió algo mejor, pero seguía faltándole algo. Aunque la cabeza estaba bien, el cuerpo, sombrío y poco interesante, parecía necesitar otra forma, sobre todo en la cadera o en el codo. Nunca había experimentado una compulsión que no fuera sensual y la energía que podía sacar para retocar la figura o empezarla de nuevo la desconcertaba. Los ojos seguían saliéndole con una mirada acusadora, el tono de la piel se le escapaba y el pelo le quedaba siempre como un sombrero.

Dee Dee se sentó en el suelo e hizo rodar el mango del pincel entre los dedos mientras examinaba su obra. Se levantó mientras soltaba un largo suspiro y se dirigió hacia la sala. Apenas hubo tomado el primer sorbo de su margarita, la vio venir por el jardín con una especie de mochila colgándole sobre el pecho. Pero no tenía pelo. No tenía nada de pelo, y debajo de su barbilla asomaba la cabeza de un bebé. Mientras se acercaba, Dee Dee vio dos piernas gorditas, redondas como rosquillas, que salían de la mochila que colgaba sobre el pecho de su madre. Dejó el cóctel y apoyó la cara contra el ventanal. No había duda. Era Pallas. Con una mano sostenía la mochila, en la otra llevaba una espada. ¿Una espada? Pallas esbozaba una sonrisa beatífica, y el vestido, castaño y rosado, se le arremolinaba en los tobillos a cada paso que daba. Dee Dee agitó la mano y la llamó. O intentó hacerlo. Mientras pensaba «Pallas», sólo consiguió decir algo así como «urg» y «nej, nej». Le pasaba algo raro en la lengua. Pallas caminaba deprisa, pero no en dirección a la puerta de la casa, sino hacia un lado. Dee Dee, aterrorizada, corrió al estudio, agarró el decimoquinto lienzo y salió con él al jardín, gritando: «Urg, urg. ¡Nej!». Pallas se volvió, entornó un poco los ojos y se detuvo como si intentara averiguar de dónde procedía el sonido; después, sin conseguirlo, siguió su camino. Dee Dee se quedó quieta, pensando que quizá se tratara de otra persona, pero con o sin pelo, aquélla era su cara, ¿no? ¿Quién iba a conocer mejor que ella la cara de su hija? Como si fuera la suya propia.

Dee Dee vio a Pallas por segunda vez. En la habitación de invitados (donde solía dormir Carlos, aquel hijo de puta), la muchacha estaba buscando algo bajo la cama. Mientras Dee Dee miraba, sin atreverse a hablar, no fuera a salirle de la boca aquel sonido gutural, Pallas se incorporó con un gruñido de satisfacción y sostuvo en alto un par de zapatos que había dejado allí en su primera y última visita. Unos huaraches, pero de piel y caros, no ésos de plástico o esparto. Pallas no se volvió, sino que salió por la puerta corredera de cristal. Dee Dee la siguió y vio que subía a un coche desvencijado que la esperaba en la carretera. Había más gente en el coche, pero el sol ya se ponía y Dee Dee no consiguió ver si eran hombres o mujeres. Se alejaron rumbo a un violeta tan intenso que le desgarró el corazón.


Sally Albright caminaba hacia el norte por Calumet cuando se detuvo de repente delante del escaparate del Jennie’s Country Inn. Estaba segura, casi segura, de que la mujer que estaba sentada sola ante una mesa para cuatro era su madre. Sally se acercó para espiar bajo el sombrero de paja de la mujer. No pudo verle muy bien la cara, pero las uñas, las manos que sujetaban la carta eran inconfundibles. Entró en el restaurante. Una mujer que se encontraba junto a la caja le preguntó:

—¿En qué puedo servirla?

Cuando entraba en cualquier sitio, la gente quedaba desconcertada por culpa del color de su pelo.

—No —dijo ella—. Estoy buscando a… Ah, allí está. —Simulando seguridad, se acercó lentamente a la mesa para cuatro. Si se había equivocado, diría: «Lo siento, la he confundido con otra persona». Se deslizó en una silla y miró atentamente la cara de la mujer.
—¿Mamá?

Mavis levantó la vista.

—¡Vaya! —exclamó con una sonrisa—. Mira quién está aquí.
—No estaba segura, por el sombrero y eso, pero bueno, por donde mires, eres tú.

Mavis se echó a reír.

—¡Pero bueno…! Lo sabía. ¡Dios mío, mamá, hace años que no te veo!
—Ya lo sé. ¿Has comido?
—Sí, ahora mismo. Tengo un rato para comer. Trabajo en…

La camarera levantó la libreta.

—¿Han decidido ya?
—Sí —respondió Mavis—. Zumo de naranja, doble ración de sémola de maíz y dos huevos bastante cocidos.
—¿Tocino? —preguntó la camarera.
—No, gracias.
—Tenemos buenas salchichas.
—No, gracias. ¿Sirven salsa de carne con los panecillos?
—Claro que sí. ¿Encima o aparte?
—Aparte, por favor.
—Muy bien. ¿Y usted? —preguntó, volviéndose hacia Sally.
—Sólo un café.
—Vamos —dijo Mavis—. Come algo. Te invito.
—No quiero nada.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura.

La camarera se marchó. Mavis alineó el mantelillo y los cubiertos.

—Eso es lo que me gusta de este sitio. Te dejan escoger. La salsa aparte, ¿lo ves?
—¡Mamá! No quiero hablar de comida. —Sally tuvo la sensación de que su madre se alejaba, como si intentase simular que el que se hubieran encontrado carecía de importancia.
—Bueno, nunca fuiste muy tragona.
—¿Dónde has estado?
—Bien, no podía volver, ¿no?
—¿Lo dices por eso de la orden de búsqueda?
—Lo digo por todo. ¿Y a ti? ¿Qué tal te va?
—Más o menos bien. Frankie está bien, saca sobresalientes en todo; pero a Billy James no le va tan bien.
—¡Vaya! ¿Y por qué?
—Anda en compañía de unos tipos asquerosos.
—¡Oh, no!
—Deberías ir a verlo, mamá. Hablar con él.
—Lo haré.
—¿De verdad?
—¿Puedo comer primero? —Mavis se echó a reír y se quitó el sombrero.
—Te has rapado la cabeza. —Sally volvía a tener la sensación de que su madre se alejaba—. Pero me gusta. ¿Qué te parece el mío?
—Muy mono.
—No, no lo es. Pensaba que me gustaría llevar las puntas rubias, pero ya me he cansado. Es posible que también me lo corte.

Llegó la camarera y colocó los platos con pulcritud. Mavis echó sal a la sémola de maíz y puso mantequilla por encima. Dio un sorbo al zumo de naranja y exclamó:

—¡Ah, pero si es natural!

Le salió todo de golpe, como si por alguna razón tuviera que darse prisa. Si quería decir algo, debía hacerlo cuanto antes.

—Estaba todo el rato asustada, mamá, todo el rato, incluso antes de los gemelos; pero cuando te marchaste, fue peor. Tú no lo sabes. Tenía miedo de dormirme.
—Prueba esto, cariño. —Mavis le ofreció el zumo de naranja.

Sally tomó un trago rápidamente.

—Papá era… mierda, no sé cómo lo aguantaste. Se emborrachó e intentó abusar de mí, mamá.
—¡Oh, Sal!
—Pero me defendí y le dije que la siguiente vez que se emborrachara y se quedara dormido le cortaría el cuello. Lo habría hecho.
—Cuánto lo siento —dijo Mavis—. Yo ya no sabía qué hacer. Tú siempre fuiste más fuerte que yo.
—¿Has pensado alguna vez en nosotros?
—Constantemente. Y volví a escondidas para veros.
—¿En serio? —Sally sonrió—. ¿En dónde?
—En la escuela, sobre todo. Estaba demasiado asustada para ir a casa.
—No la reconocerías. Papá se casó con una mujer que le da patadas en el culo si no se porta bien y tiene el jardín cuidado. Además, guarda un arma.

Mavis se echó a reír.

—Bien hecho.
—Pero me marché. Charmaine y yo encontramos un sitio juntas en Auburn. Es…
—¿Estás segura de que no quieres nada? Es muy bueno, Sal.

Sally cogió un tenedor, lo metió rápidamente en el plato de su madre y tomó un montoncito de sémola de maíz con mantequilla. Cuando tuvo el tenedor en la boca, las miradas de las dos se encontraron. Sally sintió entonces algo muy agradable. Algo duradero, profundo, lento, brillante.

—¿Te vas otra vez, mamá?
—Tengo que irme, Sal.
—¿Volverás?
—Claro que sí.
—Pero intentarás hablar con Billy James, ¿verdad? A Frankie también le gustaría. ¿Quieres mi dirección?
—Hablaré con Billy, y dile a Frankie que lo quiero.
—Lamento mucho lo que pasó, mamá. Sólo estaba asustada todo el rato.
—Yo también.

Estaban fuera. La multitud era cada vez más densa, pues a los que salían a la hora de comer se sumaban los que iban de compras y sus hijos.

—Dame un abrazo, cariño.

Sally rodeó la cintura de su madre con los brazos y se echó a llorar.

—Vamos, vamos —murmuró Mavis—. Nada de eso.

Sally apretó más fuerte.

—Uf —dijo Mavis, riendo.
—¿Qué pasa?
—Nada, me duele un poco el costado, eso es todo.
—¿Estás bien?
—Perfectamente, Sal.
—No sé lo que piensas de mí, pero yo siempre te he querido, siempre, incluso entonces.
—Ya lo sé, Sal. Por lo menos, ahora lo sé.

Mavis apartó un mechón de pelo negro y amarillo detrás de la oreja de su hija y le dio un beso en la mejilla.
—Cuenta conmigo, Sal.
—¿Volveré a verte?
—Adiós, Sal. Adiós.

Sally vio que su madre desaparecía en la multitud. Se pasó el dedo por debajo de la nariz y después se puso la mano sobre la mejilla que Mavis había besado. ¿Le había dado la dirección? ¿Adónde iba? ¿Había pagado? ¿Cuándo había pagado a la cajera? Se tocó los párpados: estaban remojando los bollos y, al minuto siguiente, estaban dándose un beso en la calle.


Varios años atrás había examinado el hogar adoptivo y vio a la madre, una mujer alegre y sensata que los niños parecían apreciar. Bueno, pues bien. Bien. Podía seguir adelante con su vida. Y eso hizo. Hasta 1966, cuando los ojos se le iban detrás de las niñas con grandes ojos color chocolate. Seneca sería mayor, ya debía de tener trece años, pero fue a ver a la señora Greer para ver si había seguido en contacto con ella.

—¿Y usted quién es?
—Su prima Jean.
—Bueno, estuvo poco tiempo aquí; en realidad, sólo unos meses.
—¿Sabe usted dónde…?
—No, Jean, no sé nada.

A partir de aquel momento, en los centros comerciales, en las colas para sacar las entradas del cine, en los autobuses, de vez en cuando se quedaba distraída. En 1968 creyó haberla visto en un concierto de Little Richard, pero el gentío le impidió acercarse para asegurarse. Jean llevaba a cabo su subversiva búsqueda con discreción. Jack no sabía que había tenido una hija antes (a los catorce), y fue después de su matrimonio, cuando tuvo un hijo con él, que empezó a buscar los ojos. De vez en cuando creía verla, en momentos inesperados y en lugares tan extraños —en cierta ocasión le pareció que la chica que subía a la parte trasera de una camioneta era su hija— que, cuando finalmente la encontró en 1976, quiso llamar a una ambulancia. Jean y Jack estaban cruzando el aparcamiento de un estadio bajo unos potentes focos. Había una chica de pie delante de un coche, con las manos ensangrentadas. Jean vio primero la sangre y después los ojos de color chocolate caliente.

—¡Seneca! —gritó, y corrió hacia ella.

Mientras se acercaba, otra chica, que sostenía una botella de cerveza y un trapo, se adelantó a ella y empezó a limpiar la sangre.

—¿Seneca? —gritó Jean sobre la cabeza de la otra chica.
—¿Sí?
—¿Qué te ha pasado? ¡Soy yo!
—Un cristal —dijo la otra chica—. Se ha caído sobre un cristal. Ya me ocupo de ella.
—¡Jean! ¡Vamos! —Jack ya estaba a varios coches de distancia—. ¿Qué demonios estás haciendo?
—Voy. Un minuto, ¿vale?

La chica que limpiaba las manos de Seneca levantaba la vista de vez en cuando para mirar a Jean con el entrecejo fruncido.

—¿Te ha quedado algún trozo dentro? —le preguntó a Seneca. Seneca se frotó las manos. Primero una, después la otra.
—No, creo que no.
—¡Jean! ¡El tráfico va a ponerse fatal!
—¿No te acuerdas de mí?

Seneca levantó la vista, el brillo de las luces hizo que sus ojos se volvieran negros.

—¿Debería recordarte? ¿De dónde?
—De Woodlawn. Vivíamos en los pisos de Woodlawn.

Seneca negó con la cabeza.

—Yo vivía en Beacon, cerca del parque.
—Pero te llamas Seneca, ¿no?
—Sí.
—Bien, pues yo soy Jean.
—Señora, su viejo la llama.

La chica escurrió el trapo y echó el resto de la cerveza sobre las manos de Seneca.

—¡Uf! —se quejó Seneca—. Quema. —Agitó las manos.
—Supongo que me he equivocado —dijo Jean—. Pensaba que eras una persona que conocía de Woodlawn.

Seneca sonrió.

—No pasa nada. Todos nos equivocamos.
—Mira, ya está bien —dijo la chica.

Seneca y Jean se miraron. Tenía las manos limpias, sin sangre. Sólo quedaban unas líneas que tal vez no dejaran señal.

—¡Estupendo!
—Anda, vamos.
—Bien, adiós.
—¡Jean!
—Adiós.

Cuando pisaba el acelerador mientras miraba por la ventanilla trasera, Jack le preguntó:

—¿Quién era?
—Creía que era una chica que conocía de cuando vivía en Woodlawn, en aquellos bloques de vivienda social.
—¿Qué bloques?
—Los de Woodlawn.
—Nunca ha habido viviendas sociales en Woodlawn —dijo Jack—. Eso fue en Beacon. Ahora las han echado abajo, pero no estaban en Woodlawn, sino en Beacon. Junto al parque.
—¿Estás seguro?
—Claro que estoy seguro. Se te ha olvidado, mujer.


En la quietud del océano, canta una mujer negra como un tizón. A su lado hay una mujer más joven cuya cabeza descansa sobre el regazo de la que canta. Unos dedos estropeados acarician en círculos el cabello de color castaño rojizo. Todos los colores de las conchas —trigo, rosado, perla—, se funden en el rostro de la joven. Sus ojos de color esmeralda adoran el rostro negro enmarcado en un azul cerúleo. Alrededor de ellas, en la playa, brillan los despojos depositados por el mar. Unos tapones de botella lanzan destellos cerca de una sandalia rota. Una radio rota baila sobre la espuma tranquila.

Nada rompe este consuelo, y de eso trata la canción de Piedade, aunque las palabras evocan recuerdos que ninguna de las dos ha vivido: de una vejez en compañía, de palabras compartidas y pan dividido que humea por el fuego, de la bendición inequívoca de regresar a casa para estar en casa, de la dulzura de volver al amor iniciado.

Cuando el océano se alza y envía agua a la orilla, rítmicamente, Piedade mira para ver qué ha venido. Quizás otro barco, pero distinto, que se dirige hacia el puerto, en el que la tripulación y los pasajeros, perdidos y salvados, se estremecen porque han vivido mucho tiempo sin consuelo. Ahora descansarán, antes de dedicarse al trabajo interminable para el que fueron creados, aquí, en el Paraíso.

FIN

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.