A libro abierto (XXV)

John Huston






Capítulo 26

Con Las raíces del cielo concluía mi compromiso de hacer tres películas para la 20th Century–Fox. Fue entonces cuando cometí el error de aceptar dirigir una película del Oeste titulada Los que no perdonan. Hecht–Hill–Lancaster me llamaron para proponérmela. Leí el guion de Ben Maddow (con quien había trabajado en La jungla de asfalto), consideré la categoría del reparto —Burt Lancaster, Audrey Hepburn, Audie Murphy, Charles Bickford y Lillian Gish— y decidí hacerla. Creía ver en el guion de Maddow el potencial para una película más seria —y mejor— de lo que él mismo o Hecht–Hill–Lancaster habían pensado; yo quería convertirla en una historia sobre la intolerancia racial en un pueblo fronterizo, en una reflexión sobre la verdadera naturaleza de la «moralidad» en una comunidad pequeña. El problema era que los productores no estaban de acuerdo conmigo. Ellos querían hacer lo que desgraciadamente yo había firmado al principio cuando acepté el encargo: una fanfarronada sobre un inverosímil héroe de la frontera.

Esta diferencia de intención no se hizo patente hasta que faltaba muy poco tiempo para el comienzo del rodaje y, erróneamente, acepté seguir adelante, traicionando así mi propia convicción de que un realizador únicamente debería hacer aquello en lo que cree…, pase lo que pase. Desde ese momento la película se estropeó. Todo se fue al infierno. Era como si alguna venganza celestial hubiese caído sobre mí por haber sido infiel a mis principios.

Me duele recordar algunas de las cosas que sucedieron. Mientras rodábamos en Durango, México, Audrey Hepburn se cayó de un caballo y se fracturó una vértebra de la espalda. Me sentí responsable, puesto que yo la había hecho montar a caballo por primera vez en su vida. Tuvo un buen profesor, se la enseñó despacio, y resultó ser una amazona nata, pero, a pesar de todo, cuando su caballo se desbocó y un idiota trató de detenerlo levantando los brazos, la caída de Audrey pesó sobre mi conciencia. Esto retrasó el rodaje tres semanas. Luego sucedió el accidente en el cual estuvieron a punto de ahogarse Audie Murphy y un viejo amigo mío de los tiempos del ejército, Bill Pickens. Habían ido a cazar patos en un lago cerca de Durango. Audie, que tenía un problema de cadera a consecuencia de una herida de guerra, no podía nadar, y Bill no quería abandonarle; ambos se habrían ahogado de no ser porque dio la casualidad de que la fotógrafa Inge Morath, una nadadora de campeonato, les vio desde la orilla a través del teleobjetivo de su cámara. Comprendiendo que estaban en apuros, se despojó de la ropa inmediatamente y se tiró en braguitas y sujetador. Tuvo que nadar casi un kilómetro, pero llegó justo a tiempo y consiguió volver a la orilla sosteniendo a Audie y a Bill al mismo tiempo. El salvamento fue recogido por los periódicos y comentado como si fuese un truco publicitario. Nada más lejos de la verdad.

Pero, al final, lo peor de todo fue la película que hicimos. Algunas de mis películas no me gustan, pero Los que no perdonan es la única que realmente me desagrada. Pese a algunas interpretaciones buenas, el tono general es ampuloso y altisonante. Todos los personajes son falsos. Hace poco empecé a verla en televisión una noche y, después de aproximadamente medio rollo, tuve que apagar el televisor. No podía soportarla.

Debo reconocer que tengo un recuerdo alegre de aquella temporada en México. Billy Pearson había venido a verme. Un nuevo y lujoso club de golf en los alrededores de Durango celebraba su inauguración con un torneo importante, en el que participaban grandes celebridades internacionales. Pensando en ello, a Billy y a mí se nos ocurrió una trastada que era atrevida incluso para los criterios de Billy. Compramos 2.000 pelotas de ping–pong y escribimos en ellas las barbaridades más tremendas que se nos ocurrieron: «¡Volved a casa yanquis hijos de puta!» «¡Jodeos asquerosos mexicanos cabrones!» y lindezas similares. Luego alquilamos una avioneta y arrojamos las 2.000 pelotas de ping–pong en el campo de golf cuando estaban jugando. Fue un triunfo. Era totalmente imposible localizar una pelota de golf. Les llevó días limpiar el campo, el torneo se suspendió y todo el mundo estaba furioso…, especialmente Burt Lancaster, que era uno de los promotores del torneo y se tomaba el golf muy en serio.


Veía mucho a Pauline y Philippe de Rothschild. Ahora ella vivía en Europa, naturalmente. Yo iba a menudo a Mouton, y ellos pasaban una o dos semanas en St. Clerans todos los años.

Mouton era la casa más impecablemente llevada en la que he estado nunca. Todo parecía funcionar por arte de magia: excepto a la hora de las comidas, uno apenas veía a los criados. Pero estaban allí. Tu ropa sucia era recogida apenas salías de tu habitación y te la encontrabas, lavada y planchada, cuando volvías a ella. Yo no sabía que las sábanas pudieran tener el tacto que tenían las de Mouton…, tan suaves y frescas contra la piel. Un día, al pasar por delante a una puerta entreabierta, descubrí por qué: dos doncellas estaban planchando la cama.

Las decoraciones de mesa de Pauline eran famosas. Eran algo personal y único: centros de mesa con hierbas, musgo y hojas de helecho formando paisajes en miniatura. A veces cada pieza constituía una creación individual. No había el menor intento de realismo, nada de espejitos que figuraran lagos o estanques: eran composiciones abstractas, expresiones perfectas de shibui; la palabra japonesa significa un gusto artístico comparable al regusto que deja el níspero, casi amargo.

Un día recibí una llamada de Philippe. Estaba con Pauline en Boston para ver a un cardiólogo. Ella tenía que operarse. Había un eminente cirujano en Nueva Zelanda y se iban allí. Quizá, sugirió Philippe, me gustaría verla antes de que se fueran. Comprendí el mensaje y cogí el siguiente avión.

Ella me explicó la operación a corazón abierto con ayuda de gráficos médicos. Si sentía algún temor, estaba completamente oculto. Solamente parecía asombrarse de lo ingeniosa y complicada que era la operación.

Casi se muere en Nueva Zelanda: de hecho, estuvo muerta —sin latidos del corazón— durante más de tres minutos. Describiendo el incidente después, dijo que había abandonado su cuerpo y había regresado a él. Pero la experiencia de morir no había sido nada aterradora: sirvió para que la muerte perdiera para ella su aura de terror.

Pauline y Philippe viajaron mucho después de la operación, y yo les visitaba dondequiera que se encontrasen. A Pauline no le gustaban los lugares exóticos. Le atraían los sitios sombríos, invernales, austeros; Venecia en invierno, Holanda, un castillo del siglo XIV con un foso oscuro en el cual dieran vueltas interminablemente unos cisnes negros. Encontró que Rusia era particularmente de su agrado, y una vez expresó el deseo de vivir allí. Philippe hacía cualquier cosa que Pauline le pedía, pero esto le dejó espantado.

—¡Dios santo! ¿Me imaginas a mí, un Rothschild, viviendo en Rusia? —me dijo.

Se hizo necesaria una segunda operación. Esta vez se la harían en Boston. Ahora las técnicas norteamericanas estaban a la altura de las mejores. Tenía que estar allí varias semanas antes en observación. Pude pasar unos días con ella. Quiso presentarme a su cirujano, un hombre joven y guapo. Pauline me preguntó luego qué pensaba de él, si me gustaba. Le dije con sinceridad que confiaba en él y que me gustaba su personalidad. Mi aprobación pareció tranquilizarla.

Me marché y volví unos días después de la intervención. Philippe estaba muy preocupado. El estado de Pauline era crítico y empeoraba. Antes de que entráramos a verla me dijo:

—No la toques, John. No le agrada que nadie la toque, ni siquiera su médico.

Entramos y me puse a hablarle… y, muy lentamente, me tendió la mano. Yo titubeé, luego se la cogí. Ella apretó la mía. Más tarde me dijo que hasta ese momento había deseado morir y acabar con su sufrimiento; a partir de entonces deseó vivir. Mi voz pertenecía a un tiempo más feliz; le ofrecía una vía de escape del dolor del presente.

La última vez que vi a Pauline fue en Santa Bárbara, California. Fui en avión a Los Ángeles para comer con ella. Parecía cansada, pensé. Tomaba alguna medicación para el corazón. Daba largos paseos diariamente. Hablamos de que yo tenía que vender St. Clerans. Eso le apenó. Cuando llegó la hora de marcharme, me acompañó al aeropuerto. Estaba muy lejos de su hotel, pero insistió en venir a despedirme. Dos días después, salió a dar su paseo y al volver cayó muerta en el vestíbulo del hotel.

Había algo elemental entre Pauline y yo…, una afinidad. Con frecuencia nos leíamos el pensamiento. Me viene a la mente que se suponía que estábamos enamorados. Si lo estábamos, era otra clase de amor. Su desaparición dejó un vacío en mi vida.


En 1959, estando en St. Clerans, recibí una llamada de Frank Taylor. Me dijo que le interesaba producir una película titulada Vidas rebeldes. Arthur Miller había escrito el guión con un papel para su mujer, Marilyn Monroe. ¿Quería leerlo? Yo no conocía a Miller entonces, pero admiraba su obra, y le contesté que desde luego. Frank me lo envió y era excelente. Le llamé y le dije que me gustaría mucho hacer la película.

Había conocido a Marilyn Monroe en 1949 cuando yo estaba filmando We Were Strangers. Ella solía venir al plató para ver el rodaje. Conocía a Sam Spiegel. Se hablaba de que la Columbia iba a hacerle una prueba. Era muy bonita, joven y atractiva, igual que lo son miles de chicas en Hollywood. Con frecuencia esas ofertas conducen al diván de quien selecciona el reparto más que al plató, y yo sospeché que alguien se había propuesto aprovecharse de ella. Algo en Marilyn despertaba mi instinto de protección, así que, para impedir que cayera en una trampa, manifesté que estaba dispuesto a dirigir la prueba, en color, con John Garfield como oponente. No sería una prueba barata de realizar, ciertamente. No volví a ver a Marilyn por allí. Desapareció, y me olvidé de ella.

Estaba haciendo pruebas para La jungla de asfalto cuando Johnny Hyde, de la Agencia William Morris, me llamó para decirme que tenía una chica ideal para el papel de Ángela. ¿Podía leer para mí? Arthur Hornblow, el productor de La jungla de asfalto, estaba conmigo unos días más tarde cuando Johnny trajo a la chica. La reconocí como la muchacha a quien había salvado del diván de reparto. La escena que iba a leer requería que Ángela estuviera tumbada en un diván; en mi despacho no había ningún diván, pero Marilyn dijo:

—Me gustaría hacer la escena en el suelo.
—Por supuesto, querida, como a ti te apetezca.

Y así fue como la hizo. Se quitó los zapatos, se echó en el suelo y leyó para nosotros. Cuando terminó, Arthur y yo nos miramos y asentimos. Era Ángela de los pies a la cabeza. Más tarde descubrí que Johnny Hyde estaba enamorado de ella. Johnny era un estupendo agente en quien se podía confiar, y éramos amigos, pero Marilyn no consiguió el papel por Johnny. Lo consiguió porque era condenadamente buena.

Su profesora de arte dramático, una rusa llamada Natasha Lytess, venía al plató con ella. Al final de una toma, Marilyn la miraba buscando su aprobación. La profesora asentía. Marilyn estaba estupenda en la película. Había sido contratada por la 20ht Century–Fox, pero no le habían renovado el contrato Cuando Darryl Zanuck vio La jungla de asfalto, la Fox se apresuró a recuperarla. Ese papel fue el comienzo para Marilyn, y siempre me estuvo agradecida. La puso en el camino de la fama y nos llevó —más de una década después— a trabajar juntos en Vidas rebeldes, su última película terminada.

Hicimos unas cuantas pruebas de vestuario con Marilyn en Nueva York, y luego Frank Taylor y yo nos fuimos a Nevada para ver algunos lugares para exteriores que había localizado Steve Grimes. Durante el rodaje vivimos en el Hotel Mapes en Reno, y yo pasé muchas noches en el casino que había abajo.

En 1960 no había comparación entre Reno y Las Vegas. Reno tenía todavía cierto sabor del viejo Oeste. Aún no habían empezado a ofrecer juegos para el apostante de dos dólares, ni su principal atracción era el bandido manco. Fundamentalmente había dados, ruleta y blackjack. De vez en cuando llegaba un apostador fuerte, ponía sobre la mesa un fajo de billetes, conseguía subir el límite y trataba de hacer saltar la banca. Lo pasé de maravilla perdiendo hasta las pestañas una noche y recuperándome a la siguiente.

Conocía la reputación de Marilyn de llegar siempre tarde al plató, así que antes de empezar el rodaje cambié la cita diaria de las nueve de la mañana a las diez, confiando en que esto le facilitaría el ser puntual. No fue así. Clark Gable llegaba al trabajo conduciendo su pequeño coche deportivo, ensayaba su diálogo con la doble, luego abría un libro y se ponía a leer. Nunca dijo una palabra de queja, fuera cual fuera la hora a la que se presentase Marilyn. Arthur Miller explicó que Marilyn no tenía buen aspecto al día siguiente si no dormía lo suficiente; esta idea se le había convertido en una obsesión, así que tomaba píldoras para dormir y píldoras para despertarse por la mañana. Yo estaba muy preocupado por sus actos y su expresión. La mitad del tiempo parecía aturdida. Cuando estaba normal, sin embargo, podía ser maravillosamente eficaz. No actuaba; quiero decir que no fingía las emociones. Era algo auténtico. Se metía hasta el fondo de sí misma, encontraba esa emoción y la hacía aflorar a la conciencia. Es posible que en eso consista toda interpretación realmente buena. Era profundamente triste ver lo que le estaba ocurriendo. Una vez hablé de ello con Arthur Miller.

—Tienes que conseguir que Marilyn deje las drogas. Eres su marido y la única persona que puede hacerlo. Si no lo haces, te sentirás culpable mientras vivas. Si no las deja ahora, dentro de dos o tres años estará en un psiquiátrico… ¡o muerta!

Yo estaba sermoneándole, sin darme cuenta de que él había hecho todo lo que estaba en su mano y ya no podía más.

El material rodado resultaba bueno en la pantalla. Marilyn llegaba al rodaje cada vez más tarde. A veces únicamente lográbamos trabajar un par de horas al día. Ella intervenía en la mayoría de las escenas, y teníamos que esperarla hasta que quisiera aparecer para poder empezar. No solamente Marilyn estaba mal, sino que era evidente que las cosas iban mal entre ella y Arthur. Le vi humillado un par de veces, no sólo por Marilyn sino por algunos de sus parásitos. Creo que esperaban demostrarle su lealtad a Marilyn siendo impertinentes con él. En estas ocasiones, la expresión de Arthur no se alteraba nunca. Una tarde yo estaba a punto de marcharme del lugar de los exteriores —a kilómetros de Reno, en el desierto— cuando vi a Arthur allí parado, solo. Marilyn y sus amigos no le habían ofrecido llevarle en el coche, simplemente se habían ido sin él. Si yo no le hubiera visto, se habría quedado tirado allí. Mis simpatías se inclinaban cada vez más por él.

Marilyn continuaba tomando grandes dosis de drogas químicas, y finalmente nuestro joven médico se negó a darle más, aunque temía perder su puesto por no satisfacer sus deseos. Ella se consiguió las drogas en otra parte, sin embargo, y finalmente se vino abajo por completo y fue preciso enviarla a un hospital de Los Ángeles durante dos semanas. Hubo que interrumpir el rodaje. No había ninguna fiesta que nos ayudase, así que tuvimos que pagar a todo el equipo por cada día de trabajo perdido. Esto aumentó enormemente nuestros costes, que ya eran impresionantes. Sólo el reparto convertía a Vidas rebeldes en la película en blanco y negro más cara —en costes fijos— que se había hecho hasta entonces: Clark Gable, Marilyn Monroe, Eli Wallach, Montgomery Clift, Thelma Ritter y Kevin McCarthy. Ahora los costes variables se estaban disparando, fundamentalmente debido a esos interminables retrasos.

Fui a ver a Marilyn al hospital y parecía tan mejorada que me animé. Estaba lúcida, alerta, y arrepentida de su conducta durante el rodaje. Me dijo que sabía muy bien el efecto que las drogas le estaban haciendo, y me preguntó si podría perdonarle. La tranquilicé. Cuando volvió a Reno, tuvo un gran recibimiento en el aeropuerto.

Marilyn tenía una habilidad maravillosa y espontánea para tratar con los periodistas, que estaban en los exteriores todo el tiempo. En el aeropuerto, antes de bajar de su avión fletado, pasó tres cuartos de hora preparándose para ser vista y entrevistada. Poseía una especie de intuición para decir exactamente lo que convenía.

—Señorita Monroe, ¿qué se pone usted para acostarse por la noche?
—¡Chanel Número Cinco!

Cuando Marilyn regresó, todos estábamos seguros de que la cosa sería diferente a partir de entonces. A los pocos días ya sabíamos que no. Marilyn volvió a sus viejos hábitos como si nunca hubiese tenido una grave crisis nerviosa. Arthur se trasladó a otro hotel, a petición de ella, según me dijeron. Un domingo por la tarde fui a verla a su suite para hacerme una idea de lo que podía esperar para la semana siguiente. Me saludó eufórica…, luego entró en una especie de trance. Nunca la había visto peor. Tenía el pelo enmarañado, las manos y los pies sucios; no llevaba puesto más que un camisón corto, que no estaba más limpio que el resto de su persona.

Había en ella algo muy conmovedor, una especie de vulnerabilidad. Cuando Suzanne Flon vino a verme mientras rodábamos los exteriores, Marilyn le alabó un collar de azabache que llevaba; Suzanne se lo quitó y se lo dio. Al día siguiente Marilyn fue a la habitación de Suzanne y le regaló una sortija de brillantes. Suzanne no quería aceptarla, pero no pudo rechazarla. Cuando le hablábamos a Suzanne de Marilyn, se le llenaban los ojos de lágrimas. Sabía de algún modo —todos lo sabíamos— que le iba a suceder algo terrible.

Nunca experimenté la tan cacareada atracción sexual de Marilyn en persona, aunque en la pantalla se transmitía poderosamente. Pero poseía mucho más que eso. En Europa fue valorada como actriz mucho antes de que en los Estados Unidos se la reconociera como algo más que un símbolo sexual. Jean–Paul Sartre consideraba que Marilyn era la mejor actriz viva. Quería que ella interpretara el principal papel femenino de Freud.

Terminamos la película. Había sido una experiencia angustiosa, no sólo para mí, sino para todo el mundo, incluyendo a Marilyn. Ella empezó otra película, los estudios la despidieron y entonces se mató accidentalmente. Demasiados somníferos…, un frasco a mano y nadie que la salvara. Había cometido este error varias veces anteriormente y le habían hecho un tratamiento de urgencia. Estoy seguro de que nunca tuvo intención de quitarse la vida.

Montgomery Clift y Marilyn, juntos, estuvieron extraordinarios, especialmente en una escena larga —varias páginas del guion— detrás de un saloon, con una montaña de latas de cerveza y coches para chatarra como fondo. Era una escena de amor que no era una escena de amor, y de lo mejor de Arthur Miller, además. Por lo que Monty hizo en Vidas rebeldes, yo tenía todos los motivos para confiar en él. Pero desgraciadamente también resultó un caso perdido. Pronto iba a tener los mismos problemas que Marilyn, y seguiría más o menos sus pasos. Y una vez más yo iba a estar implicado en ello.

Clark Gable padecía de la espalda, y durante el rodaje de una escena, conduciendo por entre la multitud, camino del rodeo, Monty no dejaba de darle puñetazos en la espalda por pura excitación.

—¡Por Dios santo, Monty! ¡Ten más cuidado! —le dijo Clark.

Cuando se quitó la camisa más tarde tenía cardenales en los hombros y en los brazos. Pero esto no le hizo impresión a Monty, que estaba profundamente metido en su papel, y volvió a hacer lo mismo. Entonces Clark se enfureció. Se enfrentó a Monty y le dijo:

—¡Te voy a partir la cara, hijo de puta, si vuelves a hacerlo!

Monty se echó a llorar.

Uno de los mitos asociados a Vidas rebeldes fue que Clark Gable había muerto de un ataque al corazón debido a que había hecho excesivos esfuerzos durante el rodaje. Eso es una estupidez total. Hacia el final de la película había una lucha entre Clark y el semental atrapado por los vaqueros. Parecía un trabajo durísimo, y lo era, pero los que fueron zarandeados y arrojados al suelo eran los especialistas, no Clark.

Yo me llevé bien con Clark. Pasé muchas horas con él en su remolque… gracias a Marilyn. El se consideraba un actor, no una estrella de la pantalla. Le gustaba recordar sus comienzos en el teatro; eran conversaciones de actores de los viejos tiempos. En dos o tres ocasiones creí ver maneras de mejorar su interpretación. Me equivocaba. Siempre tenía que pedirle que volviese a hacerlo a su modo. Él estaba perplejo por el comportamiento de Marilyn. Era como si ella le hubiese revelado alguna horrenda realidad de la vida que simplemente no podía encajar en su esquema de las cosas.

Como voy seleccionando el material a medida que ruedo, Clark llegó a ver el primer montaje de la película, y le encantó. La película había excedido, con mucho, el presupuesto. Costaría cuatro millones de dólares, y eso era un montón de dinero en aquellos tiempos para una película en blanco y negro.

—¡Diantre, John! —me dijo Clark—. Si el estudio no está contento debido al coste, yo compraré esta película por cuatro millones de dólares. Creo que es lo mejor que he hecho nunca. ¡Ahora lo único que deseo es ver nacer a mi hijo!

Esto era el 4 de noviembre, y él tenía que convertirse en padre en febrero. No pudo ser. Sufrió un ataque al corazón el 5 de noviembre y murió en menos de dos semanas.

Debido a la muerte de Clark y a la tragedia de ver a Marilyn destruyéndose a sí misma lentamente, mis recuerdos de Vidas rebeldes son fundamentalmente melancólicos. Pero también hubo algunos momentos buenos. Por ejemplo, la carrera de camellos de la Fiesta del Trabajo en la cercana Virginia City.

Un día Ernie Anderson me llamó desde San Francisco.

—John, ¿has montado alguna vez en camello?
—Bueno, he estado a lomos de un camello —dije—. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Te gustaría montar en una carrera de camellos contra Billy Pearson?
—¡Desde luego!

Faltaban varias semanas, y yo siempre digo que sí cuando la cosa es para un futuro lo bastante lejano. Parece ser que en el siglo XIX habían importado camellos a la región de Virginia City como experimento. Podían transportar suministros y mineral por el desierto con mucha más facilidad y en mayores cantidades que los caballos o las mulas. Pero por alguna razón el experimento no dio resultado. Cuando comparo el carácter de un caballo o una mula con el de un camello, creo saber por qué. Los camellos son animales ariscos en el mejor de los casos. Un buen camellero, al despertarse por la mañana, antes de arrodillarse de cara a la Meca, coge un palo grueso y le da una buena tunda a su camello. Así empieza el día. No creo que exista un camello fiel. Además de su mal carácter, tengo entendido que los camellos pueden ser portadores de una espiroqueta, de modo que cuando te muerden —lo cual ocurre a menudo— puedes contraer una enfermedad similar a la sífilis.

El caso es que cien años antes había habido una gran carrera de camellos en Virginia City. Ésta iba a ser la conmemoración de aquella carrera. Pero sólo lograron encontrar cuatro camellos, dos de ellos en el zoo de San Francisco. Cuando se anunció la carrera, unos periodistas de Chronicle de San Francisco —que apoyaba a Billy Pearson— fueron con Billy al zoo para examinarlos. Entraron en el recinto de los camellos y éstos les obligaron a salir rápidamente. Yo iba a montar a uno de ellos, un camello de dos jorobas, de cinco años, llamado Old Heenan. El de Billy era un dromedario árabe, o camello de una joroba, de siete años, llamado Izzy. Un tercer participante, de Indio, California, era una hembra de quince años llamada Sheba, y no me avergüenza decir que he olvidado cómo se llamaba el cuarto participante.

Los dos camellos de San Francisco llegaron a Virginia City como una semana antes de la carrera. Obviamente jamás habían tenido un jinete sobre su lomo, y no había tiempo suficiente para intentar domarlos. No obstante, empecé a incubar el germen de una idea de cómo ganar esta carrera. Llegó Billy y se alojó conmigo en el Hotel Mapes; sin duda, con la intención de sonsacarme mi estrategia, pero yo mantuve la boca cerrada. Los otros dos camellos iban adornados con avíos de fantasía y los vaqueros que los montaban iban vestidos de árabes. Yo pensaba que no me darían mucha guerra; era a Billy Pearson a quien yo tenía que ganar. Aún faltaban cuatro o cinco días antes de la carrera, por lo tanto tenía tiempo para poner en marcha mi plan.

Los animales estaban en un viejo establo al final de la calle principal de Virginia City, y en ese dato residía mi estrategia. Hablé con los organizadores de la carrera y les convencí de que cambiaran el recorrido de kilómetro y medio en un lugar fuera del pueblo y lo hicieran empezar al comienzo de la calle principal y acabar en el establo. Luego le hice jurar a mi mozo que mantendría el secreto y le advertí de que si le revelaba a alguien lo que íbamos a hacer, le mataría.

—Esta noche lleva el camello a la línea de salida, después le conduces otra vez al establo y le das de comer en el pesebre. Haces esto dos veces esta noche, y mañana volveré a darte instrucciones.

Al día siguiente, después del trabajo, le llamé y le pregunté:

—¿Cómo te fue?
—Ningún problema —contestó—. Hice lo que usted me dijo. Le llevé a la salida y vuelta y otra vez lo mismo.
—¡Bien! Esta noche le llevas una vez hasta la salida y vuelta. Luego le conduces nuevamente al principio de la calle y le sueltas. Después me llamas y me cuentas lo que ha pasado.

Me llamó más tarde y me dijo:

—Le solté, señor Huston, ¡y volvió derecho al establo!
—Estupendo. Haz lo mismo todas las noches hasta el día de la carrera. A propósito, ¿volvió corriendo?
—Bueno —dijo él—, no exactamente corriendo, más bien trotando.

Llegó el día de la carrera. Comenzó con un desayuno a base de champán en Reno, tras de lo cual nos montamos en coches antiguos proporcionados por el Club Harrah’s y nos dirigimos a Virginia City. Herb Caen aseguró más tarde que cuando mi automóvil se paró en una cuesta, yo le disparé al radiador… para impedir que los indios lo capturaran y lo quemaran. Yo creo que esto no es verdad, pero tampoco podría jurarlo. Me temo que estaba tan borracho como la mayoría de los participantes y espectadores. Todo el mundo en el pueblo tenía una borrachera monstruo antes de que terminara el día.

Llegó el momento de la carrera y nos pusimos a «ensillar» nuestras monturas. Esto en sí mismo se convirtió en una lucha. Los camellos estaban nerviosos a causa de las multitudes y nada dispuestos a cooperar. A mí me costó un mundo ponerle la jáquima a mi corcel, que hacía lo posible por morderme, y recibí un aplauso de los espectadores cuando finalmente lo logré.

Billy estaba disgustado porque mi camello tenía dos jorobas —entre las cuales podía sentarme— mientras que el suyo tenía sólo una. Sus ayudantes intentaron compensar esto envolviendo a su camello en una red de tenis para que Billy tuviese algo a que agarrarse. Billy se había puesto la chaquetilla de seda de los jockeys; con los colores de mi cuadra, el verde y blanco. Los participantes de Indio iban vestidos de beduinos. Por mi parte yo llevaba pantalones de montar ingleses y una camisa malva con una insignia de Faubus para Presidente.

Cuando nos preparábamos para montar, les dije a mis ayudantes lo que tenían que hacer.

—Esperad hasta que todos hayan montado, montadme el último. En cuanto mis nalgas toquen el camello, disparad el tiro de salida y dadle al animal una fuerte palmada en los cuartos traseros.

Así lo hicieron. Cuando sonó el disparo, el camello de Indio pegó tal brinco en el aire que supongo que el jinete debe de estar todavía allá arriba. El otro forastero dio media vuelta y se lanzó en dirección contraria. El camello de Billy salió hacia un lado, espantando a la gente, saltó a la caja de una camioneta, se saltó un coche y, por último, a toda mecha, desapareció en el interior del teatro de ópera Piper’s, con Billy agarrándose desesperadamente a su red de tenis.

Mi camello se fue derecho al establo. Creo que ni siquiera se enteró de que yo estaba en su lomo. Un coche cargado de periodistas iba a nuestro lado, y dijeron que Old Heenan hizo sesenta kilómetros por hora —una velocidad superior a la de las carreras de caballos—, lo cual es increíble, por supuesto. Pero es verdad que corría como un loco.

Al cruzar la línea de meta y aproximarnos al establo, me agaché para evitar que la viga de estrada me derribara, luego me apeé de un salto antes de que Old Heenan se metiera en su cubículo. Por supuesto gané la carrera sin la menor duda, y Lucius Beebe me entregó el trofeo. Una transcripción —creo que la de Herb Caen— de una entrevista que me hicieron en la radio después de la carrera era más o menos así:

—Señor Huston, ¿a qué atribuye usted su victoria en la carrera?
—Debo mi espléndida victoria a un profundo conocimiento del camello. Se vive de verdad cuando se está allá arriba, entre esas dos jorobas. Tiene sus altibajos, pero también los tiene la vida.
—¿Cómo consiguió montar al animal?
—Era el hombre frente a la bestia. O yo le montaba a él o él me montaba a mí.
—¿Y qué me dice de su principal competidor, Billy Pearson? Es un jockey muy famoso. ¿No le preocupaba?
—Billy Pearson es un desprestigio para la profesión de camellero. Atropelló coches aparcados, viudas y huérfanos… de hecho, hay niños traumatizados por su camello repartidos por estas históricas colinas. Ha sido una carnicería, debido al escandaloso desprecio de Billy por la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Es evidente que la joroba de un camello no es su sitio.
—Señor Huston, Billy Pearson afirma que fue una salida sucia.
—Puede que sí, pero, en el fondo, todo lo que tiene que ver con camellos es sucio…

Etcétera, etcétera.

(Continuará…)

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