A libro abierto (XXIV)

John Huston





Capítulo 25

Aun antes de que se tomara la decisión de hacer El bárbaro y la geisha, dos o tres personas me habían hablado de la novela de Romain Gary Las raíces del cielo, que había ganado el premio Goncourt en Francia. La leí, me gustó y me reuní con Gary—que entonces era el cónsul francés en Los Ángeles— para hablar de llevarla al cine. Luego me dirigí a Buddy Adler y él adquirió los derechos para mí. Pero Darryl Zanuck, que tenía derecho de prioridad sobre cualquier material que comprase la Fox, se apropió de la novela pasando por encima de mí. Luego vino y me dijo:

—¿Qué te parece hacerla conmigo?

Yo conocía a Darryl desde hacía mucho tiempo. Era amigo mío, pero nunca había trabajado con él. Yo todavía estaba quemado por los problemas con Selznick a causa de Adiós a las armas, y no me apetecía mucho trabajar con otro productor de carácter fuerte. Pero deseaba hacer esa película. Darryl me convenció prometiéndome ayudarme en todo. Su única exigencia era que Juliette Greco interpretase a la protagonista. Greco había sido cantante de cabaret, y era amiga de Simone de Beauvoir, Albert Camus y otros existencialistas franceses. Las letras de muchas de sus canciones reflejaban la filosofía de ese grupo. Yo la había visto cantar y había algo magnético en ella. También tenía fama de ser una buena actriz, así que no puse objeciones a esa exigencia de Darryl.

Elegí a un amigo mío para hacer el guión: Patrick Leigh Fermor, un excelente escritor y un hombre excepcional en todo. Paddy es autor de algunos de los mejores libros de viajes de este siglo: Mani, Roumeli, The Traveller’s Tree y, más recientemente, A Time of Gifts. Luchó con la guerrilla en Grecia durante la guerra; capturar a un general alemán fue una de sus hazañas, y se hizo una película inglesa basada en ella.

Yo estaba en mitad del rodaje de El bárbaro y la geisha cuando me llegó el guión de Paddy desde París. No era muy bueno. El libro de Gary contiene una exposición filosófica de cierta altura, pero el guión que yo tenía en la mano era para una película de acción, y ni siquiera demasiado buena. Los buenos escritores que no están familiarizados con el cine intentan trivializar su material. No quieren resultar literarios y se esfuerzan tanto para evitarlo que caen en el extremo opuesto. Eso es lo que sucedía en este caso. Lo que me habían entregado estaba lleno de acción y vacío de pensamiento.

La novela empieza con un hombre que está en un campo de concentración alemán. Es rebelde, se enfrenta con el comandante del stalag y le encierran en una celda de castigo. A medida que el tiempo pasa, comienza a alucinar. Tiene una visión de elefantes, las únicas criaturas libres de la tierra…, libres de temor gracias a su tamaño y a su fuerza. Se identifica con estos animales y con esa clase de libertad. Sueña con los elefantes y de este modo conserva la cordura.

Después de la guerra, el hombre se va a África en busca de la libertad de la que gozan los elefantes, descubre que están siendo perseguidos y se convierte en su defensor. Sus esfuerzos adquieren un significado simbólico, y grandes científicos, artistas y políticos de todo el mundo acuden para unirse a él. Las raíces del cielo fue un libro profético, que se adelantaba a las preocupaciones actuales de los ecologistas.

Ese era el argumento, pero quedaba disminuido al ser contado en términos de pura acción. Darryl estaba bastante contento con el guión y yo bastante descontento, pero no había mucho que yo pudiera hacer en ese momento, ya que estaba ocupado con la película que rodaba en Tokio.

Darryl se puso, con su habitual derroche de energía, a preparar la producción. Contrató fielmente a todas las personas que yo le pedí: Steve Grimes era el director artístico, Ossie Morris el cámara y así la lista completa que yo le había dado. Yo tenía todo lo que necesitaba para hacer una buena película, salvo un buen guión. Pero teníamos que empezar enseguida o de lo contrario posponer la película un año entero: no podíamos rodar durante la estación de las lluvias. Darryl había hecho todos los planes minuciosamente, y nos hubiera costado muy caro suspenderlos. Era impensable hacerlo, pero retrospectivamente comprendo que debería haberlo hecho. A veces lo impensable es lo único que se puede hacer.

Darryl y yo nos fuimos a África juntos para ver los distintos exteriores que Steve Grimes había seleccionado. El Camerún —lo que entonces era el África Ecuatorial francesa— es una parte del mundo maldita. Desiertos áridos salpicados de grupos de rocas, con oasis tan separados como en el Sahara. Hay tribus muy primitivas, algunas con sangre pigmea, en las que los hombres llevan el pene atado al muslo con tiras de cuero. Uno se pregunta cómo subsisten; durante meses y meses no se ve una nube en el cielo, que parece una plancha de latón. La tierra está demasiado caliente para andar por ella descalzo, incluso por la noche.

El ayuda de campo para el rodaje era un coronel retirado llamado Boislambert. Se encargó de todos nuestros problemas logísticos; campamentos, cocinas y transporte. Había sido general honorífico en el ejército francés y había marchado con el general Leclerc desde el lago Chad. Era un magnífico deportista y excelente tirador. Después de Las raíces del cielo, Boislambert fue nombrado embajador francés en Nigeria.

Finalmente vinieron los actores y el equipo técnico y nos pusimos a trabajar. El reparto era de primera fila: Errol Flynn, Trevor Howard, Juliette Greco, Eddie Albert, Paul Lukas y Orson Welles. Darryl me preguntó si tenía inconveniente en trabajar con Errol. Por descontado que no lo tenía, ya que pensaba que estaría muy bien en el papel. Llegó poco después que nosotros y nos dimos la mano. Era nuestro primer encuentro desde aquella noche sangrienta en casa de Selznick hacía tantos años.

Los exteriores eran los más difíciles en los que he trabajado nunca. Las temperaturas eran mortales; el termómetro subía hasta 61 grados durante el día y raras veces bajaba de los 37 por la noche. La gente caía redonda a derecha e izquierda. Recuerdo que un día miré a mi alrededor buscando a mi primer ayudante y lo encontré tirado en el suelo. Entonces busqué al segundo y le vi también en el suelo. Ambos habían sucumbido a la postración del calor. Uno tras otro, los miembros del equipo caían víctimas del clima y había que mandarlos a París. En cada avión llegaban sustitutos. Un guión pobre y la enfermedad haciendo estragos. Incluso mientras estaba haciendo la película sabía que no iba a ser buena. Te engañas, tratas de animarte, pero al final tienes que enfrentarte a la realidad.

Darryl no había ocultado su enamoramiento de Juliette Greco, pero pronto me di cuenta de que no era correspondido. Ella se mostraba abiertamente descortés y hablaba despectivamente de él, incluso conmigo, hasta que la puse en su sitio. Paddy Leigh Fermor también se enamoró de Juliette, pero como tenía a Darryl en alta estima mantuvo su pasión en secreto. Como era de esperar tratándose de Paddy, se dedicó a darle a la botella. Una noche desapareció, y nos preocupamos porque recientemente algunos nativos habían sido atacados por leones o —lo que era igualmente aterrador— por hombres león, miembros de un culto al león. Se habían encontrado cuerpos desgarrados. Salimos con un equipo de búsqueda, pero no encontramos a Paddy hasta la mañana siguiente. Efectivamente, estaba arañado, pero no era cosa de los hombres león. Se había caído en un espino y había pasado la noche allí. En una mano tenía arañazos muy profundos; se le infectaron y muy pronto se le puso la mano azul. Durante un tiempo parecía que existía el peligro de que tuvieran que amputarle todo el brazo. Yo era partidario de mandar a Paddy a París, pero él no quería oír hablar de ello y le quitaba importancia al asunto. Agitaba su brazo azulado con total despreocupación. Afortunadamente, su intuición resultó acertada. Respondió bien a los antibióticos y la infección desapareció.

Cuando no está trabajando, Trevor Howard también le da a la botella, así que la compañía contaba con un buen número de bebedores. Siempre se sabía si Howard estaba de juerga porque se oía su voz muy alta, gastando bromas y riendo. Si yo me emborrachara como Trevor, estaría todo el tiempo borracho. No pasaba por momentos «negros» y, al parecer, no tenía dificultad para reponerse.

Eddie Albert empezó a preocuparse porque no recibía noticias de su mujer. Nadie recibía correo, pero Eddie era un hombre muy familiar y aquello empezó a obsesionarle. No podía aceptar que estaba en el corazón de África, donde el principal medio de comunicación seguía siendo el tambor. Una noche, al pasar por delante de su tienda, oí unos sollozos ahogados. Entré y traté de consolarle, pero estaba totalmente trastornado. Poco después contrajo un «padecimiento» en las piernas. Podía ponerse de pie; pero para ir al retrete tenía que colgarse de una vara larga transportada por dos porteadores.

Errol Flynn estaba verdaderamente enfermo, pero eso no tenía nada que ver con África. Tenía el hígado enormemente hinchado. Continuaba bebiendo, no obstante, y además se drogaba. Sabía que estaba mal, pero hacía alarde de animación y alegría. Se había traído de París buenos vinos franceses, perdiz en lata y varias exquisiteces… y mucho vodka. Recuerdo ver a Errol sentado en medio del campamento noche tras noche, solo, leyendo un libro a la luz de una lámpara Coleman. Siempre había una botella de vodka en la mesa, a su lado. Cuando yo me iba a la cama él estaba allí, y si me despertaba en mitad de la noche, le veía aún sentado allí; el libro estaba abierto, pero creo que Errol ya no leía, simplemente miraba a su futuro, del que ya no le quedaba mucho.

El médico del equipo vino a vernos a Darryl y a mí un día y nos dijo que no iba a darle más drogas a Errol. Afirmó que si eso significaba que tenía que dejar su puesto, lo haría, pero profesionalmente se sentía obligado a tomar esa postura. Le apoyamos, así que Errol se buscó otro médico; un médico militar francés que había estado en Dien Bien Phu y ahora estaba destinado en Fort Archimbault. Descubrimos en breve que la ética no constituía ningún impedimento para él.

Yo oía gatos que maullaban por la noche, y me extrañaba no ver nunca a los gatos. Luego descubrí que el médico francés le suministraba a Errol no sólo drogas sino también chicas. Venían de noche y le indicaban su presencia maullando. Él las dejaba entrar furtivamente. El médico francés les había dado a todas estas muchachas un tratamiento a base de bismuto contra las enfermedades venéreas y le había asegurado a Errol que eran aptas para su deleite.

Hicimos una pausa en el rodaje para trasladarnos a otros exteriores y yo tenía casi una semana libre. Mi viejo amigo el conde Friedrich Ledebur, que estaba allí por entonces, Boislambert y yo decidimos irnos de cacería. Yo no quería llevar a nadie más de la compañía, porque ninguno de ellos eran verdaderos cazadores, y no estaba dispuesto a que me estropearan mi diversión. Pero Errol se olió que había gato encerrado.

—John, te vas de caza, ¿no?

Tuve que admitirlo.

—¡Me voy contigo!
—No, Errol, esta vez no puede ser. Va a ser una cacería muy dura.
—John, quiero ir. Te pido que me hagas ese favor por ser tu amigo.

Realmente ya éramos amigos, y no puedes negarte a una petición como esa, así que le dije:

—De acuerdo, Errol, pero si vienes, has de ser muy moderado en la bebida y no puedes tomar drogas de ningún tipo. Tienes que darme tu palabra.
—Te lo prometo —respondió.

Así que Errol se vino con nosotros. Aunque no iba en nuestras largas correrías, salía de caza con el segundo de Boislambert, y cobraba buenas piezas. A menudo volvíamos al campamento después de una larga excursión y nos lo encontrábamos sobrio, y lleno de excitación por todo lo que había hecho durante el día. Di gracias a Dios por haberle llevado. Y todavía me alegre de ello. Me dijo que hacía años que no lo pasaba tan bien.

Alguien le regaló a Juliette Greco una mangosta, y yo la adopté. ¡Qué animal tan maravilloso era! A veces mordía a otras personas, pero yo podía cogerla y hacer con ella lo que quisiera. Me traía serpientes y las dejaba muertas delante de mi puerta. Cuando nos marchábamos del campamento, la dejaba en una jaula a la sombra de un árbol. Un día alguien se olvidó de trasladar la jaula a medida que el sol cambiaba de posición, y cuando volví al campamento me encontré que la pobrecita estaba casi muerte a consecuencia de la insolación. Le eché agua por encima y conseguí volverla a la vida, pero unos días más tarde volvió a ocurrir lo mismo, y esta vez la mangosta se murió. Odié a todos durante días.

Otra adquisición fue una serpiente pitón de casi dos metros y medio, regalo del rey de una tribu. Era una pitón muy mansa, y cuando nos fuimos al hotel de Bangui unos meses después, me la llevé conmigo. Se enroscaba en las tuberías del cuarto de baño. Cuando nos disponíamos a marcharnos de Bangui, la llevé a la selva y la solté.

El de Bangui era probablemente el hotel peor dirigido en el que he estado. Nada funcionaba bien, incluyendo las luces y las cañerías. La comida era veneno y el servicio inexistente. El director iba gruñéndole a todo el mundo; se había vuelto inmune a cualquier queja. Le calé y decidí emplear una táctica basada en la teoría de Goebbels de que si una mentira es suficientemente descarada y se repite con suficiente frecuencia, todos se la creerán. Me dediqué a alabar al director en todo lo relacionado con el hotel. Le dije que merecía un puesto entre los grandes hoteles del mundo, junto con el Ritz y el Claridge’s. Ciertamente era más pequeño, pero lo que contaba era la calidad. Al principio parecía desconcertado…, luego empezó a pavonearse. A partir de entonces todo me salió de maravilla. Era casi imposible tomar una copa en el bar por la tarde después de trabajar el día entero bajo un sol abrasador. Todo el mundo se quejaba… sin el menor éxito. Pero yo no tenía más que aparecer en el bar. El director pasaba por encima de la barra, me preparaba una copa, volvía a saltar la barra y me ponía la copa en la mano reverentemente. Siempre eran los cócteles más deliciosos que he tomado. Le dije que no debía molestarse por la actitud de los otros; era evidente que no estaban acostumbrados a las mejores cosas de la vida. Con mucha razón, Darryl me puso la etiqueta de Judas.

La amiguita de Errol Flynn se reunió con él en Bangui. La Fox le había pagado el viaje, y Darryl estaba muerto de miedo cuando se enteró de que la chica tenía algo así como quince años. Eso ponía al estudio en una situación difícil desde el punto de vista legal. Por lo que yo veía, la chica había venido a este mundo más vieja que la mayoría de la gente cuando lo deja. Darryl estaba de acuerdo, pero eso no desvanecía sus temores. Más tarde Errol se llevó a la chica a París y luego a los Estados Unidos, donde le esperaba la madre de la chica y un proceso judicial.

El francés que se ocupaba del transporte no sólo era muy competente sino también escrupulosamente cortés. Nos esperaba cada mañana a la puerta del hotel, nos saludaba con una sonrisa y un alegre Bonjour, nos abría y nos cerraba las puertas de los vehículos y nos decía adiós con un saludo militar. Estábamos trabajando en una isla en medio del río Ubangi, que pasa por Bangui. Es un río grande, ancho, con una corriente rápida, y el transportar cada día a los actores, a los técnicos y al equipo desde el hotel a la isla y vuelta era responsabilidad de este hombre. Era un asunto difícil, pero él lo manejaba muy bien. Una mañana, al salir del hotel, lo encontramos allí, como siempre, pero sin sonrisa y sin saludo, y cerró la puerta del coche dando un portazo. Darryl se quedó muy sorprendido. Yo pensé que probablemente el pobre diablo se sentía abrumado —bien sabe Dios que su trabajo era muy duro— y me olvidé del asunto.

Había una pista de aterrizaje cerca de Bangui que recibía información meteorológica diariamente por radio y nos la transmitía a la isla vía walkie–talkie. Un día, poco después del incidente del portazo, el hombre del transporte nos comunicó por radio que abandonáramos la isla inmediatamente porque venía una gran tormenta. El río crecería, dijo, y cubriría la isla. Esto nos pareció extraño, ya que no se veía ni una nube en el cielo. Nos resistíamos a movernos —era una tarea tremenda sacar de la isla todo el equipo en barcazas— y Darryl me preguntó qué opinaba yo. Sugerí que esperásemos al menos hasta que hubiese alguna señal de mal tiempo.

Esperamos y no pasó nada. Al día siguiente el hombre del transporte volvió a llamar y dijo aún con más urgencia que teníamos que salir de la isla. Por fin nos dimos cuenta de que se había vuelto loco. Descubrimos luego que había mecanografiado unas acciones y se las había regalado a los tenderos y a otras personas que conocía en el pueblo, dándoles participación en una película que aseguraba que haría en Bangui. Poco después se volvió violento y tuvieron que mandarlo a París metido en una camisa de fuerza.

Trabajábamos siempre contra reloj. Las enfermedades nos hacían perder tiempo. En total hubo unas mil llamadas por enfermedad, debidas a cualquier cosa, desde postración por el calor a arañazos, infecciones y malaria. Darryl y yo aguantamos bien, pero al volver a París él cayó con un herpes. Creo que fui el único que salió ileso. Conseguimos acabar de rodar y marcharnos antes de que nos pillaran las fuertes lluvias de julio.

Al terminar en Bangui, la mayor parte de la compañía se fue a París, donde rodaríamos las secuencias finales: algunos exteriores en el bosque de Fontainebleau y unos pocos interiores en los estudios de Boulogne. Entretanto —con unos cuantos técnicos— me fui a un centro experimental sobre la fauna llamado Gangala–na– bodio, con la esperanza de conseguir algunas buenas escenas de elefantes. El personal estaba tratando de domesticar al elefante africano. El centro se encontraba al noroeste del Congo, justo en la frontera sudanesa, y estaba a cargo de un tal comandante Lefevre. Ha habido muchos problemas en esa zona desde entonces, y he recibido informes contradictorios respecto a si todavía existe.

Gangala–na–bodio era en realidad un gigantesco zoo natural, con treinta elefantes hembras y sus crías, y muchas otras especies de animales. Los animales disfrutaban de gran libertad y cada elefante tenía el equivalente africano de un mahout indio para cuidarle. Dos chimpancés vagaban por el lugar como un par de chicuelos vagabundos. Cuando hacían alguna barrabasada particularmente seria, los metían en una jaula y entonces el griterío se oía a varias millas. Había una jirafa grande con un amplio prado en el que retozar, y hasta una pareja de ciervos Sitatonga: unos animalitos del pantano, muy raros, de cuarenta y cinco centímetros de altura y con unas patas tan finas como un lápiz. Un día estábamos comiendo bajo un entoldado y un mono se bajó de un árbol. Tenía un corte en la mano y lloraba. Alguien le puso una tirita.

Entre los elefantes jóvenes había uno que me cogió cariño y me seguía a todas partes. Se llamaba Albert, pero los nativos no sabían pronunciarlo, y le llamaban algo así como «Alouber». Alouber se acercaba espontáneamente a la cámara —a veces hasta la volcaba— y salió en casi todos los planos que tomamos. Contemplé la idea de llevarme a Alouber a Irlanda, y llegué incluso a mandarle un telegrama a Betty O’Kelly preguntándole qué opinaba. Betty no se mostró nada partidaria de meter a un elefante africano entre nuestros puras sangres.

Yo jugaba un juego con una jirafa. Me colocaba debajo de ella con el sombrero puesto y ella bajaba lentamente su largo cuello, cogía mi sombrero con la boca y lo levantaba lo más alto que podía antes de dejarlo caer. A la jirafa le encantaba este juego y seguía jugando tanto tiempo como yo quisiera. Quise utilizar a esta jirafa en un plano, así que la trajeron del pasto con un ronzal y una larga cuerda. La cuerda se le enredó en las patas y se puso frenética. Fui a desenredarla, pero el comandante Lefevre me gritó que me apartara. Una jirafa asustada es peligrosa; puede incluso matar a un león con sus pezuñas. Así que me acerqué despacio hasta situarme junto a ella y comencé a hablarle. Reconoció mi voz y dejó de debatirse, luego agachó la cabeza y me cogió el sombrero. Jugamos nuestro juego un minuto o dos, se tranquilizó y al fin me permitió librar sus patas de la cuerda.

La escena más importante —la de una elefanta rescatando a su cría de una empalizada— fue bastante fácil de montar. Separamos a una madre de su cría y pusimos al pequeño en un cercado de troncos. La dama se puso a dar vueltas en torno a la empalizada, cogiendo velocidad —y un elefante puede moverse bastante rápido — hasta que decidió que no tenía más alternativa que atravesar las maderas para ir a buscar a su pequeño. Eso fue exactamente lo que hizo, y el resultado fue el mejor plano de la película.

Me gustaría volver a Gangala–na–bodio. Un gran río cruzaba el terreno y había una hora maravillosa antes de la puesta del sol, cuando los mahouts conducían a los elefantes al río para su baño nocturno. Después de haber sido concienzudamente frotados, los elefantes se echaban de costado en el agua y jugaban entre sí, salpicándose alegremente. Entonces las hembras eran conducidas por un corto camino y luego encadenadas, y cada elefantito corría infaliblemente al lado de su madre. A la puesta de sol los mahouts se ponían firmes junto a sus elefantes mientras se arriaba la bandera y sonaba el toque de retreta.

Solamente se vuelven a hacer películas que han tenido éxito; nunca he comprendido por qué. Jamás he conocido un caso en el que la segunda versión fuera tan buena como el original. No hay una fórmula que permita recrear esa química irrepetible que convierte a una película concreta en un éxito. Debería hacerse lo contrario. Las películas sin éxito —aquéllas basadas en un buen material— que por razones de tiempo, lugar o circunstancias no despegaron la primera vez, son a las que se les debería dar una segunda oportunidad. Esto ciertamente es aplicable a Las raíces del cielo. Desearía volver a hacerla. Hoy. Sólo con Darryl. Pero eso es imposible porque él murió el otro día.

(Continuará…)

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