Paraíso (XVI)

Toni Morrison

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Sin embargo, Consolata prestaba poca atención a las palabras de Mary Magna. No pensaba irse a ningún sitio. Viviría en el campo, si era necesario o, mejor aún, en la casa incendiada que se había convertido en el hogar de sus pensamientos. Ya lo había seguido tres veces a través de la casa, manteniendo el equilibrio sobre tablas combadas, envuelta en un olor a humo de doce años de antigüedad. Allí, donde ni siquiera se veía una hilera de árboles, como si fuera una casa construida sobre las olas de arena del solitario Sahara, sin nadie ni nada que lo impidiera, la casa había ardido a merced del viento. ¿Habría empezado de noche, cuando los niños dormían? ¿O se encontraba vacía cuando las llamas comenzaron a crepitar? ¿Estaba el marido a cientos de metros de distancia, enfardando, marcando, desbrozando, sembrando? ¿Se había inclinado la mujer sobre la tina de lavar del patio, mientras los mechones de cabello le molestaban en la frente? Habría lanzado un cubo o dos y después, gritando a los niños, habría corrido para coger lo que pudiera. Habría hecho montones con lo que lograra alcanzar, arrebatar y llevar hasta el patio. Seguro que tenían una campana, un triángulo oxidado, algo para llamar o golpear y advertir al otro del peligro que se avecinaba. Cuando el marido llegó, el humo debió de hacerle llorar. Pero sólo a causa del humo, porque no era gente que llorase. Primero se habría preocupado por el ganado y lo habría llevado a un lugar seguro o lo habría soltado, al recordar que no tenía nada asegurado. Todo lo que no estaba en el patio se había perdido. Incluso los girasoles que crecían en la esquina noroeste de la casa, cerca de la cocina, donde la mujer podía verlos mientras removía el maíz molido.

Consolata hurgó en cajones donde un ratón de campo había mordisqueado los recibos de gas propano. Observó que el viento había pulido los muebles carbonizados hasta convertirlos en seda. Las formas infernales se habían apoderado de un espacio del que los humanos habían huido. Como si fueran estatuas de personas de ceniza. Un hombre de dos metros y medio de estatura se inclinaba junto a la chimenea. Sus piernas, fuertes piernas de vaquero, y el gesto de su mandíbula, respondían a las preguntas directas sobre el dominio. El dedo situado en el extremo de su largo brazo negro apuntaba a la izquierda, hacia el cielo, allí donde la pared se había desmoronado, exigiendo que salieran de inmediato de su propiedad. Cerca del hombre que señalaba, grabada débilmente sobre la pared ocre, había una niña con alas de mariposa de un metro de largo. La pared opuesta estaba habitada por lo que a Consolata le parecieron pescadores, pero el hombre vivo dijo que no, que parecían ojos de esquimales.

—¿Esquimales? —preguntó ella, apartándose el pelo del cuello—. ¿Qué es un esquimal?

Él se echó a reír y, obedeciendo a la orden del vaquero, la sacó de allí, sobre los escombros del muro derruido, y la condujo de regreso al cauce, donde rivalizaron con las higueras en su abrazo.


Hacia mediados de octubre, él se saltó una semana. Llegó el viernes y Consolata esperó durante dos horas y media en el lugar donde la pista se unía con el asfalto. Habría esperado más, pero Penny y Clarissa fueron a buscarla y se la llevaron de allí.

Ha muerto, pensó, y no había nadie para decírselo. Pasó la noche inquieta: en el camastro de la despensa o encorvada en la oscuridad, sobre la mesa de la cocina. La mañana la encontró contemplando cómo el mundo de los seres vivos se le escapaba gota a gota con su ausencia. Su corazón, obstruido por el espanto, se sentía más débil. Sus venas parecían haberse convertido en arrugados tubos de celofán. La presión que sentía en el pecho aumentaba de peso tan deprisa que no podía respirar bien. Al final, decidió dar con él o con lo que hubiera sucedido.

El sábado era un día movido. Mientras ella caminaba con paso decidido por el centro de la carretera del condado, el autobús semanal hizo sonar la bocina para que se apartara. Consolata se dirigió hacia la cuneta y siguió andando; la brisa que produjo el tubo de escape agitó su cabello sin trenzar. Pocos minutos más tarde, pasó por su lado un camión cisterna y el conductor gritó algo por la ventanilla. Al cabo de media hora, algo brilló a lo lejos. ¿Un coche? ¿Un camión? ¿Él? Su corazón gorgoteó y volvió a enviar sangre otra vez hacia sus venas de celofán. No se atrevió a permitir que la sonrisa que crecía en sus labios se extendiera a todo el rostro. Ni se atrevió a dejar de andar mientras el vehículo se hacía lentamente visible. Si, gracias a Dios, una camioneta. Y una persona al volante, Jesús mío. Y reducía la velocidad. Consolata se volvió para ver que se detenía y regalarse con el rostro del hombre vivo.

Él se asomó por la ventanilla, sonriendo.

—¿Quieres que te lleve?

Consolata cruzó la carretera y rodeó corriendo la camioneta hacia la puerta del pasajero. Cuando llegó a ella, ya estaba abierta. Subió y, por algún motivo —fuera el deseo femenino de regañarlo o borrar veinticuatro horas de desesperación; la pretensión de que el sufrimiento causado exigía, por lo menos, una excusa, una explicación para conseguir el perdón—, un instinto la protegió y no permitió que le deslizara la mano por la entrepierna, como deseaba.

Él permanecía en silencio, naturalmente, pero no era el silencio de los viajes del viernes a mediodía, cuando la ausencia de palabras estaba llena de promesas. Fácil. Sonoro. Este silencio era estéril, una mudez revestida de ácido. De repente, percibió el olor. No era desagradable, pero no era el suyo. Consolata se quedó helada; entonces, sin atreverse a mirar su cara, le miró de reojo los pies. No llevaba los zapatos negros, sino botas de vaquero, y de pronto tuvo la certeza de que detrás del volante había un desconocido que ocupaba el cuerpo de él, pero no era él.

Pensó en gritar, en tirarse a la carretera. Le pegaría si la tocaba. No tuvo tiempo para imaginar otras opciones, porque se hallaban cada vez más cerca de la pista que conducía al convento. Estaba a punto de abrir la puerta cuando el desconocido frenó hasta detenerse. Se inclinó y, rozándole el pecho con el brazo, le abrió la portezuela. Ella bajó rápidamente y se volvió para mirar.

Él se tocó el ala del Stetson y, con una sonrisa, dijo.

—Cuando quieras. Cuando tú quieras.

Ella retrocedió, contemplando aquella cara que era idéntica a la de él, horrorizada pero atrapada por sus ojos, casta y llena de odio.

El incidente no pone fin a los encuentros junto a la higuera. Él aparece el viernes siguiente con los zapatos adecuados y despidiendo el olor adecuado, y discuten un poco.

—¿Qué hizo?
—Nada. Ni siquiera me preguntó adónde iba. Sólo me trajo de vuelta.
—Bien hecho.
—¿Por qué?
—Nos hizo un favor.
—No, no nos lo hizo. Estaba…
—¿Qué?
—No lo sé.
—¿Qué te dijo?
—Dijo: «¿Quieres que te lleve?», y después: «Cuando tú quieras», como si fuera a hacerlo otra vez. Me di cuenta de que no le gusto.
—Probablemente, no. ¿Por qué ibas a gustarle? ¿Quieres gustarle?
—No, claro que no. Pero…
—¿Pero qué?

Consolata se incorpora y mira fijamente hacia la parte trasera de la casa destruida por el fuego. Algo oscuro y peludo corretea en lo que queda de un requemado tonel para recoger la lluvia.

—¿Has hablado con él de mí? —pregunta ella.
—Nunca le he contado nada de ti.
—Entonces, ¿cómo sabía que iba a buscarte?
—Quizá no lo sabía. Tal vez no se le ocurrió que quisieras ir andando al pueblo.
—No hizo girar la camioneta. Iba hacia el norte. Por eso pensé que eras tú.
—Mira —dice él. Se acuclilla y juguetea con unos guijarros—. Tenemos que tener una señal. No siempre puedo venir los viernes. Pensemos en algo para que tú lo sepas.

No se les ocurrió nada. Al final, ella le dijo que esperaría todos los viernes, pero sólo durante una hora. Él dijo, sino soy puntual, es que no vengo.

La regularidad de sus encuentros, antes de que apareciera su gemelo, había embotado su hambre. Ahora, la irregularidad la afiló. Con todo, sólo en dos ocasiones más él la llevó al lugar donde las higueras insistían en sobrevivir. Ella entonces no lo sabía, pero la segunda vez fue la última.

Es hacia finales de octubre. Con una manta de montar él improvisa una pared en la casa destruida por el fuego, y se acuestan sobre la frazada del ejército. Por encima de ellos el pálido cielo está encerrado en un círculo de oscuridad creciente, que no habrían visto aunque hubieran mirado. De manera que la nieve que ilumina su cabello y enfría su espalda húmeda los sorprende. Más tarde, hablan de su situación. Bloqueados por el tiempo y las circunstancias, hablan, sobre todo, de dónde. Él menciona una población situada a ciento cincuenta kilómetros al norte, pero se corrige rápidamente, porque ningún hotel o motel les daría alojamiento. Ella sugiere el convento, por la cantidad de escondrijos que tiene. Él rechaza la idea con un gruñido.

—Escucha —cuchichea ella—: Hay una habitación pequeña en el sótano. No. Escucha. La arreglaré, haré que esté bonita. Con velas. Es fresca y oscura en verano, y cálida como el café en invierno. Tendremos una lámpara para vernos, pero no podrán vernos a nosotros. Podremos gritar tan fuerte como queramos y nadie nos oirá. Allí hay peras y paredes cubiertas de botellas de vino. Las botellas están acostadas, y cada una tiene un nombre, como Veuve Clicquot o Médoc, y un número: mil novecientos quince o mil novecientos veintiséis, como prisioneros que esperaran ser liberados. Por favor —insiste—, ven. Ven a mi casa.

Mientras él sopesa la propuesta, ella hace planes rápidamente. Planes que incluyen meter romero en la funda de la almohada; lavar las sábanas de hilo en agua caliente con una infusión de canela. Saciarán su sed con el vino prisionero, dice ella. Él suelta una risa grave de satisfacción, y ella le muerde el labio. Más tarde, al recordarlo, comprenderá que ése fue su gran error.

Consolata hizo todo aquello y más. El sótano brillaba a la luz de un candelabro holandés de ocho brazos y olía a hierbas antiguas. Había un frutero blanco lleno de peras Seckel. Él no disfrutó de nada de aquello porque nunca fue. Nunca sintió el tacto del lino antiguo en la piel, ni le quitó del pelo briznas de canela en rama. Las dos copas de vino que ella había rescatado de cajas llenas de paja y había frotado hasta conseguir una singular claridad se llenaron de polvo y, hacia noviembre, justo antes de la fiesta de Acción de Gracias, una industriosa araña se mudó a su interior.

Penny y Clarissa se habían lavado el pelo y estaban sentadas junto a la cocina, peinándoselo con los dedos para que se secara. De vez en cuando, una de ellas se inclinaba y sacudía un brillante panel negro más cerca del calor. En voz baja, mientras enconaban canciones de cuna algonquinas prohibidas, miraban a Consolata como siempre: sus días de entusiasmo, de frenética energía; su lento cambio hacia la distracción y el morderse las uñas. La apreciaban porque también había sido una niña robada, como ellas, y también les daba pena. Contemplaban su conducta como una seria advertencia sobre los límites y posibilidades del amor y la prisión, y tomaron nota para el resto de su vida. En aquel momento, sin embargo, su futuro inmediato era prioritario. Tenían las bolsas preparadas, los planes hechos, sólo necesitaban dinero.

—¿Dónde guardas el dinero, Consolata? Por favor, Consolata. El miércoles nos llevan al correccional. Sólo un poco, Consolata. En la despensa, ¿no? Entonces, ¿dónde? El lunes ya había un dólar y veinte centavos.

Consolata hizo caso omiso.

—Dejad de darme la lata.
—Te hemos ayudado, Consolata. Ahora tienes que ayudarnos. No es robar, hemos trabajado mucho. Por favor. Piensa en lo mucho que hemos trabajado.

Sus voces canturreaban, se calmaban, agitaban el pelo y la miraban con los ojos gloriosos de doncellas en peligro.

La llamada en la puerta de la cocina no fue fuerte, pero indicaba un aplomo indiscutible. Tres golpes. Nada más. Las chicas se sujetaron el cabello. Consolata se levantó de la silla, como si la hubiera llamado un sheriff o un ángel. En cierto modo, era las dos cosas, bajo la forma de una mujer joven y agotada que respiraba con dificultad, aunque andaba muy tiesa.

—Menuda caminata —dijo—. Por favor, dejad que me siente.

Penny y Clarissa desaparecieron como si fueran humo.

La mujer ocupó la silla que Penny había dejado libre.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó Consolata.
—¿Podrías darme agua?
—¿No quieres té? Pareces helada.
—Sí, pero primero, agua. Después, un poco de té.

Consolata sirvió agua de un jarro y se inclinó para comprobar cómo iba el fuego.

—¿A qué huele? —preguntó la visitante—. ¿A salvia?

Consolata asintió. La mujer se tapó la boca con los dedos.

—¿Te molesta?
—Se me pasará. Gracias.

Bebió el agua despacio, hasta que el vaso estuvo vacío. Consolata lo sabía, o creía saberlo, pero de todos modos preguntó.

—¿Qué deseas?
—Tu ayuda.

Su voz era suave, evasiva. No juzgaba, no suplicaba.

—No puedo ayudarte.
—Si quieres, puedes.
—¿Qué clase de ayuda buscas?
—No puedo tener este hijo.

El agua caliente saltó del pico de la tetera al platillo. Consolata dejó la tetera y secó el agua con un trapo. Nunca había visto a aquella mujer —en realidad, era una muchacha, no debía de haber cumplido los treinta—, pero en el mismo instante en que entró no le cupo duda de quién era. El olor de él la envolvía, o tal vez el de ella lo envolvía a él. Habían vivido juntos el tiempo suficiente como para oler a polemonios, jabón Camay y tabaco, y exhalarlo en su estela. Eso, y alguna cosa más: el olor a niños pequeños, el agradable aroma a aceite balsámico, polvos de talco y una dieta sin carne. Tenía delante a una madre diciendo algo brutal e impropio de su condición, unas palabras que se abalanzaban sobre Consolata como una lengua bífida. Esquivó la lengua, pero el veneno que había detrás fue una sorpresa que la hizo pensar en algo que, aunque había sabido siempre, nunca había formulando: estaba compartiéndolo con su esposa. En ese momento vio la imagen que representaba exactamente lo que quería decir esa palabra: compartir.

—¡No puedo ayudarte en eso! ¿Qué te pasa?
—He tenido dos hijos en dos años. Si tengo otro…
—¿Por qué acudes a mí? ¿Por qué me lo pides?
—¿A quién, si no? —preguntó la mujer, con voz clara y actitud flemática.

El veneno se extendió. Consolata había perdido al hombre. Por completo. Para siempre. Su mujer tal vez no lo supiera, pero Consolata recordaba su rostro. No en el momento en que le mordió el labio, sino cuando ella se puso a tararear tras chuparle la sangre. Él respiró hondo y dijo: «No vuelvas a hacerlo».

Pero sus ojos, primero con expresión de sobresalto, después de asco, le dijeron el resto de lo que debería haber sabido. El trébol, la canela, el suave lino antiguo… ¿Quién se aventuraría a compartir las peras y una pared de vino prisionero con una mujer que se inclinaba sobre él para devorarlo como si fuera un alimento?

—Vete de aquí. No has venido para eso. Has venido para contarme cómo eres, para enseñármelo, y crees que me detendré cuando sepa lo que estás dispuesta a hacer. Bien, pues no pienso detenerme.
—No, pero él sí.
—Si pensaras eso, no habrías venido. Quieres ver cómo soy, si también estoy embarazada.
—Escucha: no puede fracasar en lo que está haciendo. Ninguno de nosotros puede fracasar. Estamos haciendo algo importante.
—¿Y a mí qué me importa ese poblacho miserable? Vete. Tengo trabajo que hacer.

¿Se marchó andando hasta su casa? ¿O eso también fue mentira? ¿Tenía el coche aparcado por ahí cerca? Y, si se marchó andando, ¿la recogió alguien? ¿Fue así como perdió el crío?

Se llamaba Soane y, cuando ella y Consolata se hicieron amigas, lo que ocurrió rápidamente, le dijo que no lo creía. Fue el mal de su corazón lo que lo provocó. La arrogancia que rezumaba con sus aires de superioridad moral, dijo ella. El simular un sacrificio que no tenía intención de realizar le enseñó a no bromear con las cosas de Dios. La vida que había ofrecido a modo de trato le cayó entre las piernas en una ciénaga de fluidos rojos y sábanas agitadas por el viento. Su amistad tardó en llegar. Mientras tanto, después de que la mujer se marchara, Consolata les arrojó una bolsa llena de monedas a Penny y a Clarissa, y gritó:

—¡Fuera de mi vista!

Mientras la luz cambiaba junto con las comidas, los días que siguieron fueron un largo asedio de pena durante el que Consolata picoteó entre los retazos de su amor devorador. La relación amorosa, forzada hasta más allá de su límite, se rompió, revelando una ingenua situación de transferencia. De Cristo, al que se le ofrecía rendición total y después se tragaba la idea de Su carne, a un hombre vivo. Qué vergüenza. Vergüenza sin culpa. Consolata llegó a rastras a la pequeña capilla (deseando fervientemente que Él estuviera allí, envuelto en un resplandor rojo en la penumbra). Se escabulló, como hacen las mujeres, hacia unos brazos comprensivos, porque el cuerpo, como un espasmo muscular, no guarda memoria de su servilismo. Ninguna plegaria suplicante salió de ella. Ningún Domine non sum dignus. Se limitó a doblar las piernas que con tanta alegría había separado, y musitó: «Señor, no quería comérmelo. Sólo quería ir a casa».

Mary Magna entró en la capilla, se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por los hombros mientras decía:

—Por fin.
—No lo sabes —dijo Consolata.
—No necesito saber, criatura.
—Pero él, pero él.

Pum, pum, pum, quiso decir. Pum, pum, pum, él y yo somos iguales.

—Chs, chs, chs —susurró Mary Magna—. No vuelvas a hablar nunca de él.

Ella tal vez no se habría mostrado de acuerdo tan rápidamente, pero mientras Mary Magna la sacaba de la capilla en dirección al aula, un rayo de sol le abrasó el ojo derecho, en un anuncio de su visión de murciélago, y empezó a ver mejor en la oscuridad. Consolata había recibido una señal.

Mary Magna gastó más dinero del que podía permitirse en llevarlas de viaje a Middleton, donde todas, pero especialmente Consolata, se confesaron y asistieron a misa. Clarissa y Penny, modelos de penitencia, insistieron sin éxito en visitar el Museo Indio y del Oeste anunciado en la carretera. La hermana Elizabeth consideró que era una manera poco inteligente de pasar el rato después de la confesión. El largo viaje de regreso transcurrió en un silencio sólo interrumpido por el siseo al pasar las páginas del misal y el canturreo ocasional de las últimas pupilas de la escuela.

Pronto sólo quedaron la madre y la hermana Roberta. La hermana Mary Elizabeth aceptó un trabajo de maestra en Indiana. Penny y Clarissa fueron llevadas al Este y, según se enteraron más tarde, se escaparon del autobús una noche en Fayetteville, Arkansas. Excepto por un giro postal, dirigido a Consolata y firmado con un nombre de libro de cuentos, no volvieron a saber de ellas.

Las tres mujeres pasaron el invierno esperando alguna alternativa a la jubilación o a un «hogar», hasta que dejaron de esperar. La independencia para la que había sido concebida la misión empezaba a percibirse como un abandono. Entretanto, procuraron conservar la propiedad y no contraer deudas a las que la fundación no pudiera hacer frente. Sargeant Person estuvo de acuerdo en tomar sus tierras en arriendo para cultivar maíz y alfalfa. Hacían salsas y jaleas, y pan al estilo europeo. Vendían huevos, pimientos y salsa picante. Incluso preparaban salsa para barbacoa, que anunciaban en un tablón cuadrado que tapaba el descolorido cartel blanco y azul de la escuela. En 1955, la mayoría de sus clientes conducían camiones entre Arkansas y Tejas. Los habitantes de Ruby pocas veces se detenían para comprar otra cosa que pimientos, puesto que eran excelentes cocineros y preparaban o cultivaban lo que querían. Sin embargo, en la década de los sesenta, cuando los tiempos fueron más prósperos, se sumaron a los camioneros y empezaron a considerar que los pollos criados en el convento eran mejores que los suyos y merecían el viaje. Aprovechaban para probar un poco de gelatina de jalapeño o de salsa de maíz. Las jóvenes pacana plantadas en los años cuarenta ya eran grandes en la década de los sesenta. El convento vendía las nueces, y cuando preparaban pasteles con ellas se los quitaban de las manos. Hacían un pastel de ruibarbo tan delicioso que los clientes se relamían, y la salsa para barbacoa tenía una reputación excelente, basada en sus diabólicos pimientos.

Era una vida agradable para Consolata. Más que agradable incluso, porque Mary Magna le había enseñado que ser paciente era primordial. Cuando Consolata era joven, después de que hubiese sido confirmada, la llevaba consigo y miraban juntas cómo se colaba el café o se sentaban en silencio en un extremo del huerto. Donde mejor se veía la generosidad de Dios, decía, era en el don de la paciencia. Esa lección fue muy útil para Consolata, quien apenas se daba cuenta de todo lo que iba perdiendo. Lo primero en desaparecer fueron los rudimentos de su primera lengua. De vez en cuando se encontraba hablando y pensando en un punto intermedio, en el valle situado entre las normas de su primera lengua y el vocabulario de la segunda. Lo siguiente en desaparecer fue la pena. Al final, perdió la capacidad de soportarla luz. Cuando Mavis llegó, la hermana Roberta ya se había ido a una residencia de ancianos y Consolata no pensaba en otra cosa que en atender a Mary Magna.

Pero antes de eso, antes de que la mujer despeinada con sandalias gritara en el extremo del jardín, antes de la enfermedad de Mary Magna, cuando todavía se encontraba en un estado de devoción y ceguera ante la luz, y diez años después de aquel verano en que se escondían en un cauce tras una casa llena de personas de ceniza poco hospitalarias, Consolata aprendió a resucitar a los muertos.

Fueron años mortecinos. Buscó el arrepentimiento, pero sin entusiasmo. Tenía tiempo y cabeza para las cosas cotidianas. Poco a poco aprendió a hacer todo lo que no requería papel: perfeccionaba la salsa para barbacoa que enloquecía a los vaqueros, se peleaba con los pollos, rehuía los odiados gansos y cuidaba del huerto. Ella y la hermana Roberta se habían puesto de acuerdo en intentar tener de nuevo una vaca, y un día, cuando Consolata estaba en el jardín preguntándose dónde podrían poner un cercado, empezó a brotarle el sudor del cuello, de la raíz del cabello, como si fuera lluvia. Tanto, que le nubló las gafas que ahora llevaba continuamente. Se las quitó para secarse los ojos y a través del agua salada, vio una sombra que se aproximaba a ella. Cuando la tuvo cerca, se convirtió en una mujer menuda. Consolata, mareada, intentó aferrarse al emparrado, pero no lo consiguió y cayó al suelo. Cuando despertó, estaba sentada en la silla roja y la mujer menuda canturreaba mientras le enjugaba la frente.

—Has tenido suerte —le dijo, y sonrió mientras mascaba chicle.
—¿Qué me pasa? —Consolata miró hacia la casa.
—Creo que es la menopausia. Ten tus gafas. Están dobladas.

Se llamaba Lone DuPres, dijo, y si no hubiera ido a buscar unos pocos pimientos, añadió, quién sabe cuánto tiempo habría estado Consolata tendida sobre las judías.

(Continuará…)

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