A libro abierto (XX)

John Huston





Capítulo 21

Todos los años, el 20 de diciembre, Paddy, el mozo de cuadras, Brian, el factótum, y Johnny, el segundo jardinero, traían un árbol, un árbol tan grande y tan alto que ocupaba toda una esquina del vestíbulo interior y subía por el hueco de la escalera hasta el piso de arriba. Betty y los niños lo decoraban, y todos los regalos se apilaban debajo.

La Nochebuena dábamos una fiesta para todo el personal de la casa y para los granjeros vecinos; generalmente éramos unos veinte adultos y el doble de niños. Los niños estaban relucientes de limpios, y ellos, sus padres, otros amigos y nosotros esperábamos juntos la llegada de Santa Claus. Pronto oíamos el tintineo de las campanillas de su trineo; luego, unos aldabonazos en la gran puerta principal, que resonaban en el vestíbulo de entrada. Las caras de los chiquillos estaban absolutamente pálidas —de un blanco lívido— o de un rojo palpitante.

Betty abría la puerta. Santa Claus, con su atuendo tradicional, entraba en la casa y se dirigía al árbol. La única pregunta que nunca se planteó y, creo yo, a los niños no se les ocurrió nunca, era: ¿cómo era que los regalos estaban dentro de la casa antes de que llegara Santa Claus en su trineo, y cómo sabía él que estaban allí?

La ayudante de Santa Claus, Betty, le iba pasando los regalos y susurrándole los nombres, y él los repetía en voz muy alta. A medida que les llamaban, los niños se acercaban a recibir sus regalos y, con alabanzas de Santa Claus resonando en sus oídos, cada uno decía, «Gracias, Santa», con la misma voz ahogada. Una voz que habría servido para todos.

Cuando todos los regalos habían sido repartidos entre los niños y los adultos, Paddy Lynch pedía tres vivas por el señor Huston. ¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra! Un momento conmovedor para el señor de St. Clerans. Luego pasábamos a la cocina, donde nos esperaba la comida y la bebida, y nos divertíamos. Había canciones, recitales de poesía, baile, y cuentos antiguos contados por nuestro jardinero, Odie Spellman, que se retiró a la edad de ochenta y cinco años. Era algo estupendo.

Nuestro Santa Claus habitual era un vecino, Tommy Holland. Unas Navidades él estaba enfermo y, después de mucho insistir convencimos a John Steinbeck, que era nuestro invitado, de que le sustituyera. Aceptó dócilmente la ayuda de Anjelica y su amiga Joan Buck, quienes le pusieron la vestimenta y le pegaron la barba y las cejas blancas. Fue un gran Santa Claus, aunque él aseguró que escupía algodón cada vez que pronunciaba un nombre.

La mañana de Navidad nos reuníamos entre las diez y las once, vestidos con nuestras mejores batas y calzados con nuestras mejores zapatillas. Nadie podía tocar los regalos hasta que estuviéramos todos juntos. Creagh servía champán mientras abríamos nuestros regalos, sentados en el suelo o en los bancos del vestíbulo o contemplando la escena desde las escaleras.

A eso de las doce y media llegaba la gente del condado. Las mismas personas venían casi a la misma hora todos los años, trayendo con ellos a sus hijos y a sus invitados: Ann y Peter Patrick Hemphill, María y Edmond Mahony, Anita Leslie y Bill King, Pat y Derek Trench, Eileen y Tommy Kelly, Bea y Dick Lovett, Ellie y Fifi French. Brindábamos e intercambiábamos regalos.

A las tres, Creagh anunciaba la comida. En la comida de Navidad nunca éramos menos de catorce personas. Nuestros criados, el matrimonio Creagh, Margaret McCarthy, Mary Bodkin y Paddy Coyne lo hacían todo a la perfección: mantelerías de hilo irlandés, plata georgiana, cristalería antigua de Waterford, flores de invernadero y, por supuesto, bizcochos de frutas y pudins de ciruelas hechos en octubre y cuidadosamente ablandados en coñac.

El 26 de diciembre era un gran acontecimiento cinegético en toda Irlanda. Los Galway Blazers se reunían en St. Clerans para ir de cacería. Cuando regresábamos al final del día, la casa estaba llena de gente: músicos con silbatos de estaño, acordeones, violines, a veces algún instrumento de cobre, y siempre un cantante o dos. Anjelica, Mary Lynch y la pequeña Karen Creagh siempre participaban en los bailes irlandeses. Karen llegó a ganar más de trescientas medallas en competiciones de bailes irlandeses a lo largo de los años, e incluso cuando tenía seis años era excepcional.

También pasaban por allí los «chochines», grupos de chiquillos del vecindario que llevaban máscaras y vestimentas estrafalarias. Había que tener cuidado de no demostrar que los reconocías mientras cantaban, bailaban, recitaban o representaban un diálogo. Cuando terminaban su número y recibían unas monedas, se marchaban corriendo para repetir el espectáculo en otro sitio.

Elaine y John Steinbeck generalmente pasaban las Navidades en St. Clerans. John tenía una voz baja y profunda que le salía del pecho; aunque no era muy fuerte, casi se notaba su vibración. John nunca monopolizaba la conversación ni hablaba mucho, pero a menudo sus comentarios eran memorables. Un día alguien dijo que Seamus, mi perro lobo irlandés, era el perro lobo más grande que había visto.

—Sí, ¡y además es plegable! —dijo Steinbeck.

John era uno de los hombres menos vanidosos que he conocido. Me dijo que no creía merecer el premio Nobel. Era una de las pocas cosas en las que no estaba de acuerdo con él…, eso y su apoyo a Lyndon Johnson. Pero su valoración de la gente y de las cosas era tan sincera que no podías discutir con él; sólo podías disentir.

A John le fascinó la historia de Daly, nuestro fantasma residente. Unos doscientos años antes, un hombre que así se llamaba fue acusado de haberle disparado al guardabosques de St. Clerans. El guardabosques era también alguacil. En Irlanda dispararle a un alguacil se castigaba con la pena de muerte.

Daly se defendió diciendo que él era tan buen tirador que si hubiera querido matar al alguacil, no hubiese fallado. Insistió en que era inocente.

El juez, un tal Burke, que era propietario de St. Clerans, dictó sentencia contra Daly y lo envió a la horca.

La horca estaba como a kilómetro y medio de St. Clerans, en lo alto de una pequeña colina. Las damas de la familia Burke vieron en secreto la ejecución desde dos ventanas de un dormitorio del piso de arriba en el lado sur. Después de la ejecución, las ventanas fueron tapiadas para que el lugar de la horca no se pudiera ver desde la casa, y permanecieron así hasta que yo compré St. Clerans. AI restaurar la casa, las abrí de nuevo, a pesar de las advertencias de los vecinos de que, si lo hacía, el fantasma de Daly entraría en St. Clerans…, y así fue cómo lo heredamos.

Después de la muerte de Daly, su madre pronunció una maldición de viuda contra los Burke. «Ningún Burke morirá apaciblemente en su cama, y ningún grajo anidará nunca en St. Clerans.» Tengo entendido que los Burke encontraron muertes violentas hasta el fin de sus días en St. Clerans, y aunque hay bandadas de grajos por los alrededores, estos pájaros nunca construyen sus nidos dentro de la finca. Si esto se debe a la maldición o no, lo ignoro. Lo que sí sé es que en el lugar donde se alzó la horca, nunca crece la hierba.

Con frecuencia oíamos a nuestro fantasma paseando por los vestíbulos. Las puertas y ventanas se abrían y se cerraban sin que hubiera nadie cerca, y en dos ocasiones, mientras yo vivía en St. Clerans, alguien vio a Daly. Siempre llevaba calzones hasta la rodilla y una camisa larga con mangas anchas. Yo, como los demás, puedo decir que oí a Daly, pero ¿quién sabe distinguir con certeza tales sonidos de los crujidos y gemidos de una casa grande y antigua?

John Steinbeck quiso investigar la historia de Daly e interrogó a un cura de Loughrea que era una autoridad en la materia. El cura corroboró una parte de la historia que acabo de contarles: que, después de que Daly fuese ahorcado, otro hombre confesó en su lecho de muerte haber disparado sobre el alguacil. Sí, Daly era inocente. Pero el cura desaconsejó a John que escribiera sobre el asunto. El triste episodio había sucedido hacía solamente dos siglos, y era demasiado pronto, según él, para sacarlo de nuevo a la luz.


Los irlandeses creen profundamente en los fantasmas, por sólidas razones. También creen en la banshee, hada que lanza un lamento para anunciar una muerte, y en multitudes de duendes. Un «círculo de hadas» es el recinto formado por un círculo de tejos, plantados deliberadamente para que crezcan de esa manera. El temor y el respeto a estos lugares se remonta al tiempo de los druidas, quizá todavía más atrás. El trazado del nuevo aeropuerto de Dublín tuvo que ser alterado porque una de las pistas hubiese atravesado un círculo de hadas y los obreros se negaban a entrar en él y también a permitir que lo destruyeran. No estoy en absoluto seguro de que exista alguna relación entre el respeto de los irlandeses por lo sobrenatural y su amor a las bebidas fuertes, pero a veces he pensado que era posible que existiera.

Al principio de mi estancia en Irlanda, se podía estar seguro de que cada vez que uno entraba en una tienda o en una oficina, le ofrecían una copa. Un día comenté que el único sitio donde no me habían ofrecido algo de beber era en el banco. Y que me condene si la próxima vez que fui al banco no me invitaron a entrar en el despacho del director para tomar una jarra de cerveza.

Sin embargo, a pesar de lo mucho que beben, no se ven muchos borrachos por la calle. Se ve con más frecuencia al borracho irlandés pendenciero en la Tercera Avenida de Nueva York que en la madre patria. Lo cual no quiere decir que los tipos que vuelven a casa de noche haciendo eses con sus bicicletas por la carretera, después de estar en el bar del pueblo, contemplen el mundo con la clara mirada de la sobriedad. Recuerdo a uno que se cayó y aterrizó en unos espinos. Luego contó que le habían atacado dos nutrias. Una nutria le tiró de la bicicleta y entonces la otra se le echó encima antes de que pudiera recobrarse.


St. Clerans era un refugio maravilloso. Cuando volvía de un viaje por el extranjero y entraba en aquel ambiente, era como penetrar en otro mundo. El estilo de vida era encantador. La gente se vestía para la cena; las mujeres con trajes largos, los hombres de esmoquin, o incluso con el traje de gala de los cazadores: frac rojo con solapas de seda blancas. Era tan hermoso y tan fantástico como un baile de disfraces. Cenábamos a la luz de cincuenta velas, y en invierno la chimenea siempre estaba encendida. Este estilo de vida había existido cientos de años, pero cuando yo llegué a Irlanda era ya una tradición moribunda.

Dunsandle era un buen ejemplo. Bose Daly, que había heredado la mansión de sus antepasados, montaba su caballo desde los escalones de la entrada, luego, al volver de la caza, desmontaba en los mismos escalones. La leyenda decía que su pie nunca tocaba la tierra. Daly regresó de la guerra, habiéndose distinguido, y reanudó sus deberes como maestro de los Galway Blazers.

Su casa era una de las más hermosas de Irlanda, y Daly vivía una vida saturada de tradición y de etiqueta. Era como un rey. Luego cometió el error de enamorarse de una actriz inglesa y se divorció de su esposa, con la que llevaba muchos años casado. A partir de ese momento, Daly empezó a decaer. Toda la comunidad se tomó a mal su acción. El obispo se negaba a bendecir a sus perros, los granjeros le negaban el permiso para cabalgar por sus tierras, el número de cazadores de la sociedad se redujo a un puñado y, en general, sus vecinos, sus antiguos amigos, le hicieron el vacío.

Finalmente dejó Dunsandle y la casa se fue deteriorando. No debería de haberse permitido, pero acabaron demoliéndola. Lo último que se supo de Daly —más o menos en la época en que yo me trasladé a St. Clerans— era que se había casado con su actriz y vivía en Cork modestamente. Tengo entendido que estaba reducido a ver partidos de golf en la televisión.

También estaba Derek Trench. Derek y su mujer, Pat, eran quizá los amigos que más visitaban St. Clerans. Vivían en una enorme casa solariega victoriana llamado Woodlawn, construida a gran escala, como el Palacio de Buckingham. Poseía unas 250 hectáreas, con un lago, arroyos, jardines, invernaderos, campos de deporte y todo lo que acompaña a una finca.

Derek era un antiguo guardia real cuya familia había estado en Irlanda desde el siglo XII por una rama y desde el siglo XV por la otra. Era anglo–irlandés, muy valiente y hábil en la caza, con hábitos muy estilo «vieja Inglaterra», con un acento de guardia real del tipo concebido para que la clase inferior no lo entienda.

Entonces Derek comenzó a tener dificultades económicas. Cuando yo me trasladé a Irlanda el coste de mantener una casa con servicio era tan bajo que muchos cayeron en la tentación, entre ellos Derek y yo. Luego empezó la inflación. Los costos subieron y continuaron subiendo. Cualquiera que viviera de unos ingresos fijos tenía problemas. No es que la vida en Irlanda se hiciera más cara que en otros países, pero, año tras año, se iba volviendo tan cara como en los demás. Muchos de nosotros nos encontramos tremendamente sobrecargados: fincas enormes con mucho personal, terrenos caros de mantener, cuadras y fiestas espléndidas. La única manera de soportar ese tren de vida era tener suficientes tierras adecuadas para el cultivo, o conseguir de algún otro modo que la finca produjera lo bastante para cubrir gastos. Pocos lo hicieron. Estaban más interesados en la caza que en aprender modernos sistemas de explotación agraria —ignorando las señales de peligro— esperaron hasta que lúe demasiado tarde para hacer los cambios necesarios.

Derek y Pat empezaron por cerrar la mayor parte de la casa principal —un edificio de unas sesenta habitaciones— y convirtieron unas pocas habitaciones en un piso con una pequeña cocina. Uno por uno, tuvieron que despedir a todos los criados, conservando sólo a una anciana que había estado con la familia desde que Derek era un niño. Luego vendieron todos los caballos excepto seis. Los impuestos seguían aumentando y finalmente Derek se vio obligado a vender Woodlawn a la Comisión de Tierras. Yo creí que la venta se había hecho con el acuerdo de que Pat y él podrían vivir allí el resto de sus vidas.

Luego me llegó el turno. Había pasado dieciocho años maravillosos en St. Clerans, pero al fin tuve que dejarlo. La decisión se me impuso. Se había vuelto tan costoso de mantener que yo tenía que estar siempre lejos, trabajando para poder hacer frente a los gastos. Me quedaba muy poco tiempo para disfrutar de la casa y de la caza; hubo años en que solamente pude volver para Navidad.

Si hubiera comprado una finca con suficientes tierras de labor, habría podido sobrevivir, pero en la época en que adquirí St. Clerans los sueldos de los empleados eran tan desdeñables que no sentí la necesidad de esa clase de seguro. Incluso cuando los sueldos se doblaron, el coste era aceptable, pero cuando se cuadruplicaron, empecé a notarlo. Reduje el personal de dieciséis a doce, pero a partir de ahí aquello era un pozo sin fondo. Así que un día lo vendí todo; la casa y casi todo lo que contenía, salvo unas cuantas obras de arte. A veces tengo la sensación de que vendía un trocito de mi alma cuando me desprendí de St. Clerans.

Una de las cosas más duras para mí fue despedirme del personal. El matrimonio Creagh y Paddy Lynch llevaban conmigo casi veinte años, y eran unas personas maravillosas. Cuando deshice la casa ayudé a los Creagh y a la niñera, Kathleen Shine, a comprarse una casa, y a Paddy Lynch a poner un bar. Todos quedaron en una situación cómoda, pero yo detestaba ver desaparecer la idílica existencia que habíamos compartido.

Dejé a Gladys Hill enteramente a cargo de la liquidación de St. Clerans. Ella decidió qué era lo que debía ponerse a subasta, qué se debía vender a los anticuarios y qué conservar en un guardamuebles. Este es el día en que no sé los detalles. Y no quiero saberlos.

Recuerdo que por las mañanas miraba a los potrillos que eran conducidos al campo con sus madres. Luego, distendían los músculos y echaban a correr. Era algo especial. Todo el mundo lo percibía.

Después de vender. St. Clerans, me enteré de que el acuerdo de Pat y Derek con la Comisión de Tierras había sido breve y que se habían mudado a la vivienda del administrador de un castillo victoriano llamado Lough Cutra. La próxima vez que estuve en Irlanda fui a Galway para verlos. Tenían un piso pequeño en un entorno agradable, y supuse que habían resuelto todos sus problemas; parecían estar en una posición desahogada y contentos. Era verano y no había caza, pero yo estaba seguro de que, cuando se abriera la temporada, Pat y Derek volverían a la silla de montar.

Cuando llegó la temporada, Derek no tenía ningún caballo. Los había vendido todos. El día en que se abría la caza, llenó su camioneta de ostras y champán y siguió a la cacería, compartiendo esta comida con los jinetes cuando iban de soto a soto.

Luego Derek volvió a casa, cogió su escopeta y salió al campo a cazar faisanes. Se hizo cada vez más tarde y finalmente su perro —un ladrador color chocolate—volvió solo a casa. Pat salió a buscarle y le encontró. Derek había tenido un accidente. Su muerte fue un gran paso hacia el final de una era.

(Continuará...)

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