John Huston

Capítulo 20
Desde Courtown yo solía ir en coche a Galway, Limerick y Cork, llevando mi caballo en un remolque, para participar en cacerías. En una de ellas —en Galway— íbamos atravesando un campo cuando vi una casa a lo lejos detrás de una torre en ruinas. Pregunté, y me dijeron que se llamaba St. Clerans.
Unos meses después, Ricki fue a pasar la noche en casa de Derek Trench y su mujer, Pat, para asistir a la carrera de Galway. Solamente en Dublín te vas a un hotel. En Irlanda todo el mundo conoce a todo el mundo, y vayas donde vayas, eres huésped de alguien. El Viejo Sur de los Estados Unidos debía de ser algo así. Si quieres traer a tu caballo para la cacería, tanto tú como tu caballo tenéis alojamiento.
Cuando Ricki volvió, me comentó que había visto una hermosa mansión antigua llamada St. Clerans que ahora estaba desocupada y en venta. Me fui enseguida a verla bien. St. Clerans estaba situada cerca de la ciudad de Galway, entre Loughrea y Craughwell, en la región costera occidental de Irlanda. La casa estaba en pésimas condiciones. El tejado tenía goteras y el entarimado había desaparecido, pero la obra de sillería era preciosa y tenía unas proporciones clásicas. Era un buen ejemplo de una casa solariega georgiana. La finca tenía una extensión de cien acres irlandeses (unas cincuenta hectáreas), y su situación era extraordinaria. Había un enorme huerto y un gran jardín de árboles amurallado. Los capitanes de los veleros irlandeses solían traer árboles de todas partes del mundo, y en St. Clerans uno de ellos había creado un jardín botánico lleno de especies exóticas, bordeado de flores. Me enamoré del lugar instantáneamente y decidí comprarlo.
St. Clerans era por entonces propiedad de la Comisión de Tierras y la adquirimos en una subasta. Nos costó muy poco comprarla, pero restaurarla nos costó una pequeña fortuna y casi dos años.
La finca estaba dividida en dos partes, en la primera de las cuales se alzaba la casa solariega. Siguiendo un sendero de grava que transcurría entre árboles y cruzando un arroyo truchero, se llegaba a la otra parte, donde había una torre del siglo XIII, la vivienda de los caballerizos, los establos y una preciosa casita para el administrador. Esta casita fue el primer edificio que arreglamos y se convirtió en los dominios de Ricki. Allí fue donde crió a los niños. Aun después de que la casa grande fuese restaurada, ella seguía prefiriendo su casita y pasaba la mayor parte del tiempo allí con la niñera y con Tony y Anjelica. En esta parte, encima de los garajes y establos, había dos espaciosos desvanes. Yo utilizaba uno de ellos como despacho. Mi ayudante, Gladys Hill, vivía en el otro.
Gladys vino a trabajar conmigo en 1960. Había sido secretaria de Sam Spiegel, y en 1945, cuando yo estaba colaborando con Sam y Orson Welles en el guión de The Stranger, Sam me mandó a Gladys a Tarzana para trabajar conmigo. Según Sam, ella era incomparable. Él había puesto su vida en manos de Gladys…, al menos, la parte de su vida que soportaba un escrutinio. Al cabo de unos días de tener cerca a la callada y reservada Gladys tuve que reconocer que Sam tenía toda la razón. Ella era una secretaria sin igual.
Gladys estaba fascinada por los cuadros —Soutine, Klee, Gris— y las esculturas que había en Tarzana. Le interesó especialmente el arte precolombino. Luego supe que deseaba enterarse de los distintos estilos y regiones. A raíz de aquella breve iniciación, empezó a leer sobre arte mexicano, visitó museos y tiendas, compró algunas piezas pequeñas y llegó a ser una entendida. Dejó a Sam en 1952 para casarse con un ingeniero electricista. Se instalaron en México y empezaron su colección. Gladys desarrolló su excepcional intuición. Aún hoy valoro su opinión sobre objetos de la costa occidental por encima de la opinión de cualquier otra persona que yo conozca.
Ella y su marido se divorciaron y en otoño de 1959 Gladys volvió a Los Ángeles. Cogió un trabajo temporal con un productor independiente. Éste me envió un guión, y con él iba una nota de Gladys contándome lo que hacía. Dio la casualidad de que yo estaba sin secretaria, así que le mandé un telegrama: «Puesto que te gusta viajar y puesto que tu trabajo es temporal, ¿por qué no te vienes a Irlanda y trabajas para mí eternamente?»
Gladys aceptó inmediatamente y unas semanas después llegó a St. Clerans y tomó posesión de mi vida, incluyendo los aspectos que no soportan el escrutinio. Sabe más de mí que yo mismo, en los aspectos legales, médicos y financieros. Ha aguantado dos de mis matrimonios y varias relaciones sin llevarse mal con nadie. Gladys siempre se las arregla para llevarse bien con cualquiera que tenga una relación conmigo.
Me di cuenta pronto de que Gladys tenía un buen criterio literario, y aprendí a respetar sus juicios respecto a los guiones. Sus críticas, sugerencias y contribuciones a los muchos guiones en los que he trabajado han de ser, con toda justicia, reconocidos. Hoy en día es mi colaboradora. Podría perfectamente dedicarse a escribir guiones por su cuenta. De hecho, recibió una nominación para el Óscar de la Academia por uno de sus guiones.
Billy Pearson le llama a Gladys «La doncella de hierro». Es cierto que es un modelo de rectitud en todos los terrenos de la moral y de la ética, salvo en uno: el contrabando. En esto se la puede considerar como uno de los grandes criminales internacionales. Ella no se molesta en hacer bobadas tales como dobles fondos y compartimientos ocultos: estos trucos están muy por debajo de ella. Para Gladys es enteramente una cuestión de psicología. Ella sabe que parece la última persona del mundo que transportaría contrabando. Este hecho es su única armadura en sus tratos con los aduaneros. Casi siempre se apresura a abrir sus maletas. Yo la he visto mostrar orgullosamente una hilera de cajas de cartón atadas con nudos de colegiala. Se pone a abrirlas una por una y agota a los aduaneros, luchando con los nudos, enseñándoles diccionarios, carpetas, manuscritos, artículos de papelería; insistiendo, además, en abrir el maletín de la máquina de escribir con el aire de estar dispuesta a sacar la máquina para que la examinen. Una vez oí a un aduanero exclamar, incrédulo: «¿Más papeles?», tras de lo cual se precipitó a hacer una marca en cada caja y maleta para verse libre de la señorita Hill. En raras ocasiones, cuando hay una masa de gente y montañas de equipaje, pregunta suavemente si es de verdad necesario, pero lo dice con los dedos en una cerradura de combinación o sobre un nudo. Es más una cuestión de psicología que de ninguna otra cosa. Gladys no se siente como una contrabandista. Va envuelta en un manto de virtud, por así decirlo. En una sola ocasión, en El Cairo, cuando hubo un conflicto de voluntades entre su antagonista y ella, el otro sencillamente se amedrentó ante la virtud. No podía creer que ella fuese una delincuente.
Muchos de los objetos artísticos con los que llené St. Clerans llegaron allí como resultado directo de la habilidad de la señorita Hill para pasar contrabando.
Aún antes de terminar las obras de restauración de St. Clerans, empecé a adquirir cosas en todos los lugares del mundo por donde iba. Desde Japón hice que me enviaran e instalaran un baño japonés completo, con puertas shoji y esterillas. En el baño cabían hasta seis bañistas y era ideal después de la caza. En Japón vi un biombo Kenzo con un dibujo de un tocón florecido con un pájaro encima —de una hermosa sencillez— y le pedí a un grabador que lo reprodujera, cosa que hizo por medio de las planchas de madera más grandes que se hayan hecho nunca en Japón. Las comparamos con el original y eran copias exactas. No se notaba la menor diferencia, salvo porque los grabados iban firmados por su autor. Los usamos para empapelar las paredes del comedor. En la sala había cortinas de seda especialmente tejidas con un antiguo estampado chino.
St. Clerans tenía tres plantas. La entrada principal estaba en el primer piso. El piso bajo estaba rodeado por un foso de piedra y hormigón que permitía ventanales amplios y mucha luz. Allí fue donde puse el baño japonés. También instalé una galería para mi colección de arte precolombino. Había un despacho para el administrador, una despensa, una bodega, unas habitaciones para el servicio y un cuarto muy bonito que llamábamos el cuarto de la televisión. Sólo visitábamos el cuarto de la televisión para ver mundiales de fútbol, carreras de caballos, combates de boxeo, acontecimiento que veíamos en grupos, apostando apasionadamente entre nosotros.
La parte de delante del piso principal había sido añadida en 1820. Había un espacioso vestíbulo solado con mármol de Galway —un mármol con las huellas de ostras y otros moluscos y plantas fósiles— con vetas blancas sobre negro. Ese suelo lo mandé poner yo. El comedor y el salón eran largos y anchos, idénticos de tamaño, con ventanas en arco. Había un vestíbulo interior grande con un bar y la escalera principal. El despacho estaba a un lado de este vestíbulo y la cocina en el otro. A la cocina daban la despensa, el cuarto de estar del servicio y los cuartos de las doncellas.
En el vestíbulo del segundo piso dos jarrones de porcelana china flanqueaban la puerta de la Sala Roja —así llamada por el color de la seda que tapizaba las paredes—, en la que había unos hermosos armarios venecianos. Había porcelana china; cerámica etrusca, de Magna Grecia y de Arezzo, y cuadros de Juan Gris y de Morris Graves. También en este piso estaba la Habitación Gris, un dormitorio de mujer en tonos apagados. En él había biombos japoneses y una colección de «pinturas de abanico» japonesas, que son pinturas hechas para ser copiadas en los abanicos. En la pared de la Habitación Gris, sobre el cabecero (un altar mejicano colonial), colgaba un crucifijo siciliano de madera labrada del siglo XIV.
A otro dormitorio (había cinco en total en este piso) le llamábamos la Habitación de Napoleón por su cama imperio con dosel. La Habitación de Bhutan contenía bronces y telas provenientes de ese país casi desconocido. El cuarto dormitorio era la Habitación Dorada —también por su color— amueblado con una encantadora cama irlandesa antigua de latón y porcelana pintada, un armario georgiano y una mesa georgiana.
Mi dormitorio tenía una gran cama de matrimonio florentina con cuatro columnas y dosel, labrada con palomas y flores, dos sillas de cuero Luis XIV con clavos de latón, un icono griego del siglo XIII y una cómoda que originariamente se había usado para las vestiduras eclesiales en una catedral francesa. Todos los dormitorios eran amplios y tenían chimeneas. Hasta los cuartos de baño tenían chimeneas.
Hice traer de México viejas baldosas para la cocina y todos los baños. En la biblioteca–despacho había fundamentalmente arte primitivo —africano, del río Sepik— y unas pocas piezas de precolombino. En el comedor no había cuadros, sólo los grabados japoneses. La mesa era georgiana, del siglo XIII, de caoba, con sillas de la misma época.
El salón era predominantemente Luis XV, enmarcado por algunos objetos: una cabeza de caballo de mármol griega, biombos japoneses del período Momoyama, una cabeza Gandhara, piezas de la decimoctava dinastía egipcia y un «Nenúfar» de Monet.
Me gusta mezclar buenas obras de arte. El hecho de que las piezas no sean del mismo período y la misma cultura no significa que no puedan combinar. Por el contrario, me parece muy interesante mezclar épocas, razas y culturas. Los propios contrastes tienden a destacar lo mejor de cada pieza.
A medida que pasaban los años, continuábamos añadiendo y cambiando cosas. Gottfried Reinhardt me regaló una araña Meissen del castillo de su padre en Salzburgo; Ricki encontró una gran mesa francesa con tapa de mármol; Giacomo Manzu me regaló una de sus sillas de bronce con hortalizas y… ¡la lista es demasiado larga!
La entrada principal de la casa solariega estaba flanqueada por dos leones de piedra medievales que yo había encontrado en el condado de Cork; en el patio había una figura de Polichinela en hierro que descubrí en el Mercado de las Pulgas de París. St. Clerans ha sido descrito como una de las casas más bellas del mundo. Para mí era eso y mucho más.
Recuerdo con nostalgia la preciosa campiña, los caballos y la gente…, esos maravillosos irlandeses que fueron mis vecinos. Yo recibía una constante riada de visitantes con nombres famosos —actores de cine, escritores, músicos y pintores—, pero mis vecinos raras veces tenían idea de quiénes eran estas personas. Cuando lo sabían, no les impresionaba en lo más mínimo. Para ellos, lo único verdaderamente importante era la caza. Cazar era suficiente.
Betty O’Kelly, menuda, rubia, de ojos azules —otra bruja irlandesa—, llevaba todo el peso de St. Clerans. Cuando no estaba cazando, pasaba todas las horas del día supervisando los establos, planeando los cruces de las yeguas de pura raza, llevándolas a las distintas caballerizas y volviendo a traerlas con sus potrillos al lado, comprando terneras, vendiendo novillos, consultando al servicio respecto a las necesidades de la casa y, a pesar de todo eso, encontrando tiempo para su gran amor: las flores del jardín.
Como ocupación veraniega, Betty y yo —a menudo acompañados por Ricki y Gladys— nos dedicábamos a recorrer en coche las carreteras vecinales de Galway, Clare, Cork y Limerick buscando caballos que comprar. Los mejores caballos para la caza resultan del cruce de puras sangres con yeguas de tiro irlandesas o con yeguas mitad de tiro, mitad pura sangres. El gobierno enviaba sementales para cubrir a esas yeguas. Este servicio era gratis. Una vez que nacía el potro o la potra, el granjero tenía que mantenerlo hasta que cumpliera tres años y entonces podía venderlo como posible caballo de caza. Generalmente era un negocio ruinoso para el granjero criar un caballo —le resultaría más rentable tener tres o cuatro novillos—, pero de vez en cuando conseguía un animal que le compensaba el tiempo y el esfuerzo.
En nuestros paseos en coche por el campo, cuando Betty y yo veíamos los caballos a lo lejos, trepábamos muros de piedra y cruzábamos prados para examinarlos más de cerca. Encontrábamos algunos animales soberbios por este sistema. Compramos bastantes por menos de 200 libras y luego Betty y mi mozo de cuadras, Paddy Lynch, los domaban, los entrenaban y los vendían. Entre estos animales, dos ganaron premios en la Exposición Equina de Dublín y dos participaron en las Olimpíadas.
Tommy Kelly, nuestro veterinario, era un hombrecito de más de ochenta años que manejaba con facilidad a caballos de caza grandes y fuertes. Nunca vi a un caballo ganarle la batalla a Tommy. Era conocido en toda Gran Bretaña. La Agencia Británica de Caballos Pura Raza quiso nombrarle su veterinario jefe, pero él rechazó la oferta. Amaba Galway, el lugar donde había nacido, y quería vivir allí y no en otra parte. Salía todos los días al amanecer en su furgoneta. A veces trabajaba con un animal la noche entera, y le daba igual que fuera un pura sangre que una vaca o una oveja. Como decía Tommy:
—Una vaca puede ser tan importante para un pobre granjero como un candidato al Derby para un criador de puras sangres.
De St. Clerans llamábamos a Tommy por lo menos dos o tres veces al mes, y él se pasaba por allí espontáneamente como dos veces por semana para echar una mirada al ganado y asegurarse de que todo iba bien. Le pagábamos una vez al año. Recuerdo la primera factura que recibí de Tommy: ¡75 libras! Le debíamos más de diez veces esa cantidad. Le dije a Betty que se ocupara de que se le pagara adecuadamente, pero me contestó que no, que eso ofendería a Tommy.
Nuestro médico de la cercana Loughrea, el doctor Martyn Dyar, era del mismo estilo que Tommy Kelly. En una ocasión Gladys le envió una cantidad por encima de su muy moderada cuenta, y él le llamó la atención sobre ello. Ella dio marcha atrás, diciendo que la diferencia era un donativo para el asilo de ancianos que él dirigía.
Dyar se había hecho cargo de un viejo edificio de Loughrea, que aún era recordado como «El Asilo de los Desamparados», porque en los tiempos de la hambruna enviaban a los pobres allí. Más tarde se había convertido en un asilo de ancianos, pero su terrible reputación persistía. La gente decía que una vez que entrabas, ya nunca salías vivo. Con el doctor Dyar cambió completamente; es difícil imaginar a los ancianos en un medio más feliz.
Las monjas les cuidaban como si fueran sus propios padres o madres. El lugar y los residentes estaban inmaculadamente limpios. Los que estaban en condiciones de salir para ir al pueblo, podían hacerlo. Incluso les daban pequeñas cantidades de dinero para apostar en las carreras, pagarse una «jarra» o dos o tomar el té en el pueblo. No había recriminaciones si alguno volvía un poco bebido. No se les imponía ninguna de las habituales restricciones de una institución. No sé de ningún otro país que tenga una institución semejante. Ni siquiera estoy seguro de que en Irlanda haya otra como ésta.
Dyar era un hombre afable. Después de una visita profesional se tomaba una copa, charlando y bromeando durante veinte minutos, antes de continuar su ronda. Tenía la consulta en su casa en Loughrea y estaba atestada y desordenada. Había montones de manuscritos médicos y de libros apilados en torno a un mechero Bunsen, un microscopio, una vitrina de cristal con instrumental y un lavabo. Pero él era un médico excelente. Mientras vivimos en St. Clerans tuvimos dos o tres enfermedades importantes y otros tantos accidentes de caza, y su diagnóstico y tratamiento invariablemente resultó correcto.
Martin Tierney, de Loughrea, trabajó en St. Clerans por un breve período de tiempo. Vivía para la caza y la pesca. Yo solía llevarle con Tony y conmigo, y siempre que hablábamos de ir a pescar en un lago cuando las efímeras están desovando, o hacíamos planes para cazar agachadizas en campos bordeados de escarcha, Martin, como un buen perro, se ponía a temblar de emoción. Trabajar de criado no era lo suyo, así que emigró a los Estados Unidos, donde tenía parientes en Boston.
Martin llegó a Boston cuando se estaba celebrando una convención y exhibición deportiva. Habló con cazadores y pescadores y, como acababa de llegar de Irlanda, le escucharon. En la exhibición de lanzamiento de mosca con la caña, Martin estuvo mirando un rato y luego comentó:
—¡Tony Huston lanza mejor que eso!
—¿Quién es Tony Huston?
—El hijo de John Huston, en Irlanda. Lanza la mosca mejor que vosotros, ¡y sólo tiene doce años!
Estaban presentes algunos buenos pescadores a mosca, y el comentario de Martin no les hizo mucha gracia. Le invitaron a que cogiera una caña y probara él. Martin, por supuesto, era un experto, y dejó caer la mosca con suavidad justo en el centro del redondel. Los espectadores aplaudieron, y Martin dijo:
—Bah, eso no es nada comparado con lo que hace Tony Huston…, ¡y sólo tiene doce años!
Una vez me rompí una rodilla al caerme del caballo en una cacería, y me ingresaron en el Hospital Regional de Galway. Lo llevaban las Hermanas Azules, una orden de monjas enfermeras, y se las recomiendo a cualquiera que piense romperse una pierna, un brazo o el cuello. No tienen falsa modestia. Me lavaban la parte inferior y superior del cuerpo, luego me daban el paño mojado y me decían:
—Ahí tiene. ¡La parte central, lávesela usted mismo!
Por la noche, después de que se marcharan las visitas y antes de apagar las luces, entraba una hermana y me decía:
—Señor Huston, ¿le apetece un traguito? Le ayudará a dormir.
Y yo me tomaba mi traguito. Ella se iba y unos minutos después entraba otra hermana.
—¿Le apetecería un traguito, señor Huston?
Nunca me ponía a dormir sobrio. A veces había tomado cuatro o cinco traguitos.
El noventa y seis por ciento de los irlandeses son católicos. Yo quería que supieran enseguida que yo no tenía ninguna religión ortodoxa, así que de entrada declaré que era ateo. Tengo la impresión de que las monjas fueron particularmente amables conmigo. Debían pensar: «Es un buen hombre que seguramente irá al infierno, ¿por qué no hacerle la vida lo más agradable posible… temporalmente?» Y, ciertamente, así lo hicieron.
En 1964 me hice ciudadano irlandés. Poco después mis nuevos compatriotas completaron el proceso concediéndome el título honorífico de doctor en Literatura por la Universidad de Trinity en Dublín. Aunque ensalzaron mis contribuciones artísticas al mundo, el acto estuvo también coloreado con su poquito de provincianismo irlandés.
—Recientemente, y ello constituye un motivo de especial satisfacción para nosotros, Huston se ha convertido en ciudadano irlandés y vive en Galway, donde, según dicen, los zorros han aprendido a temer su destreza como cazador… Muchas personas son capaces de escribir, dirigir e interpretar películas, pero pocas pueden montar bien un caballo de caza irlandés.
Después de un año más o menos de cazar con los Galway Blazers, el maestro de la caza, Paddy Pickersgill, y Derek Trench vinieron un día a verme. La parte de la carga económica que llevaba Paddy se había vuelto demasiado pesada para él. Me preguntaron si aceptaría ser maestro conjunto. Les dije que había otros socios más cualificados que yo y ofrecí aumentar mi contribución a la caza si el dinero era el principal problema. Pero insistieron, y desde entonces pasé diez años con los Galway Blazers como maestro conjunto. Fueron diez de los mejores años de mi vida.
He tenido cuatro grandes caballos de caza en mi vida, y tres de ellos en Irlanda: Naso, Daisy Belle y Frisco. Naso era un generador de energía, de dieciséis palmos y siete centímetros, enormemente fuerte y con un gran salto. El mayor salto que he dado nunca lo di a lomos de Naso. Él estaba decidido a darlo; yo no. Sencillamente tuve que seguirle. Cuando la jauría estaba corriendo, Naso era un animal de opiniones muy firmes. Sabía exactamente dónde quería ir, y era condenadamente difícil intentar hacerle ir a otro sitio. Esto no era tan malo, porque rara vez se equivocaba y saltaba donde no debía. Daba saltos de un tamaño que a veces era aterrador, pero si tenías fe y le dejabas, generalmente lo conseguía.
Es un buen consejo recomendar que cuando tu caballo y tú estáis en una situación desesperada, sueltes las riendas y te agarres a las crines. Ponte en manos del caballo. Dale toda la libertad que puedas y es muy probable que él te saque del atolladero.
En una ocasión monté a Naso en una carrera de obstáculos que nunca olvidaré. Se supone que la primera carrera de obstáculos de la historia tuvo lugar en el siglo XVIII en el condado de Limerick. Un tal coronel Savage le dijo a un tal capitán Slaughter:
—¡Señor, echemos una carrera hasta esa torre!
La expresión «De punto a punto», que hoy designa una carrera de caballos campo a través, en aquel entonces quería decir de la torre de una iglesia a otra. La carrera de obstáculos a la que me refería era un recorrido de siete kilómetros en un lugar llamado Buttevant. Cada sociedad de cazadores de Irlanda enviaba a tres jinetes como participantes, y Tim Durant, Betty O’Kelly y yo representábamos a los Kildare Hounds.
Alineados en la salida, había más de setenta caballos casi hombro con hombro. Yo pasé un mal rato con Naso. Era una amenaza, porque le importaba un bledo el protocolo. No quería pasar por entre los demás caballos, ¡quería saltárselos! Así que tuve que hacerle dar una vuelta y dejar que los otros participantes se extendieran después de tomar la salida. Pero luego recuperamos terreno y a los tres kilómetros yo estaba en cuarta posición y aún no había dejado que Naso diera todo de sí. Un pequeño lunático llamado Pat Hogan iba en cabeza dos campos por delante de mí; Betty iba un campo por delante de mí, y otro jinete y yo estábamos en el mismo campo, él un poco adelantado.
Vi que Pat Hogan detenía su caballo. Luego desaparecía. Yo comprendí que se había encontrado algo más adelante, pero no sabía lo que era. Se suponía que era contrario al reglamento hacer este recorrido de antemano, pero esa norma había quedado suspendida antes de la carrera. Nosotros no nos habíamos enterado de ese cambio con tiempo suficiente para aprovecharnos de ello, pero evidentemente Pat Hogan sí.
En el punto donde Pat había detenido a su caballo, Betty y el otro jinete desaparecieron galopando a toda velocidad. Pat había ido frenando porque sabía lo que venía, pero los otros dos no tuvieron tiempo de parar. Yo intenté frenar a Naso, pero fue inútil. Iba lanzado y no tenía intención de reducir su marcha. De repente estábamos en al aire volando hacia un empinado terraplén de piedra que daba sobre una carretera. Naso vio lo que nos esperaba y frenó a mitad del salto, tirándome de la silla. Caí violentamente sobre el terraplén y me quedé sin aliento, pero no estaba herido. Cuando me puse de rodillas, vi al otro jinete tratando de retirar a Betty de la carretera antes de que llegara el resto de los participantes. Betty estaba inconsciente. Al hombre le costaba mucho trabajo arrastrarla. Se volvió a mí y me dijo:
—Ah, Huston, ¡me he roto la cola!
Efectivamente, tenía fractura de coxis. Entre los dos sacamos a Betty de la carretera. Afortunadamente, los jinetes que venían detrás se dieron cuenta de que el lugar era una trampa y retuvieron a sus caballos. Por supuesto, Pat Hogan ganó la carrera.
Yo siempre monto con bridón, nunca con rienda doble. La mayoría de los caballos irlandeses llevan bridón, porque hay muchas sorpresas en una cacería y uno no quiere correr el riesgo de hacerle daño en la boca a su caballo como puede suceder con otros tipos de bocado. Pero esto tenía sus inconvenientes con Naso. Tirabas con todas tus fuerzas, pero Naso no obedecía a un bridón. Después de él, fue un placer montar a Daisy Belle y poder elegir a dónde querías ir.
Daisy Belle, de dieciséis palmos y cinco centímetros, tenía una boca sensible. Con ella, bastaba un toque a las riendas y sabía exactamente lo que deseabas hacer, y lo hacía por ti.
Recuerdo un salto que dio una vez sobre una puerta muy estrecha que tenía alambre en lo alto. El salto era de cerca de dos metros, y yo tenía mis dudas al respecto, pero al acercarnos a la puerta, sentí su impulso y su certeza de que podía pasarla. Y lo hizo. Los demás caballos que venían tras de mí ni siquiera lo intentaron. Luego los cazadores dieron la vuelta y regresamos por el mismo camino, y ella saltó de nuevo. A Daisy Belle le gustaban los saltos verticales más que los horizontales. No le agradaban las zanjas. Las pasaba, pero sin mucho entusiasmo. A Naso le daba lo mismo. Para él era igual un salto de altura que de longitud. Lo que fuese.
Frisco fue el último caballo que tuve en Irlanda. Medía dieciséis palmos y no era muy fuerte, pero era valiente y tenaz. Nunca tuvo el salto que tenía Naso, pero cuando le llevabas a un obstáculo siempre lo intentaba. Nunca se negaba a saltar. Su actitud era: «Si tú te atreves, yo también, así que, ¡agárrate!»
Rodamos una cacería de zorros para El último de la lista, y fue un trabajo ímprobo. Es prácticamente imposible rodar una cacería de verdad porque no hay modo de saber por dónde va a ir el zorro. Tuvimos que dejar un rastro de anís por un recorrido predeterminado. Aunque yo era maestro conjunto de los Galway Blazers, la mayoría votó en contra de permitirme usar los perros de la sociedad. Los socios consideraban que era un estigma hacer que sus perros siguieran un olor en lugar de a un zorro auténtico, aunque fuese para rodar una película. Los Harriers de Dublín no fueron tan susceptibles. Su maestro, Michael O’Brien (que ya tiene ochenta y tantos años y aún está sano y fuerte), y los socios aceptaron participar en la película y dejarme utilizar a su jauría.
Mi hijo de doce años, Tony, hacía el papel de un joven par en contra del cual existe una conspiración. Pretenden que su muerte parezca un accidente de caza. El tenía un precioso caballito rucio con mucha sangre árabe. Los dos formaban una pareja perfecta.
Había un salto particularmente peligroso, recuerdo, y para que Tony no se arriesgara antes de que todo estuviera perfectamente ensayado, hicimos que un profesional saltara con su caballo. Se cayó una y otra vez. Tony me dijo:
—Déjame intentarlo.
Todos contuvimos el aliento, pero Tony hizo que su poni pasara sin esfuerzo.
Muy a menudo un niño puede hacer cosas con un caballo que un adulto no logra. Esto es especialmente cierto en relación a las niñas. Si tienes un caballo conflictivo, ponle en compañía de un grupito de niñas a quienes les gusten los caballos. Conseguirán milagros. Pronto estarán deslizándose por su cuello, andando por entre sus patas, subiéndosele por todas partes. Y él las dejará hacerlo…, el mismo caballo que a ti no te permitía acercarte a la distancia de un brazo. No recomendaría utilizar este método con un animal verdaderamente fiero, pero para la mayoría de los caballos, las niñas son las mejores domadoras del mundo.
(Continuará…)
