Paraíso (XIV)

Toni Morrison

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Pat se detuvo y se frotó el callo que tenía en el dedo corazón. Le dolían el codo y el hombro por coger el lápiz con tanta fuerza. A través de la puerta del dormitorio oía, procedentes del otro extremo del pasillo, los ronquidos de su padre. Como siempre, le deseó sueños placenteros que aliviaran la infelicidad de sus días, unos días que pasaba intentando ser agradable a los demás, hacerse perdonar. A Pat no se le ocurría qué norma había violado —excepto el casarse con su madre— para que desease tanto la aprobación de quienes lo trataban irrespetuosamente. En una ocasión le describió a Pat el aspecto que tenía Haven cuando volvió del ejército. Le dijo que se sentó en el porche de su padre, tosiendo, para que nadie se diera cuenta de que lloraba por nosotras. Su padre, Fulton Best, y su madre, Olive, estaban dentro, leyendo con gran pena las solicitudes que había presentado para obtener una beca del ejército. Quería ir a la universidad para estudiar medicina, pero, al mismo tiempo, era el único hijo que les quedaba, ya que todos los demás habían muerto en la epidemia de gripe. Sus padres no podían soportar la idea de que se marchara otra vez o se quedara en el pueblo consumiéndose. Miraba a un lado y a otro el agrietado hormigón de la calle principal cuando Ace Flood y Harper Jury se acercaron para contarle que había un plan en marcha. Deek y Steward Morgan tenían un plan. Cuando oyó de qué se trataba, lo primero que hizo fue escribir a la chica de ojos color avellana y cabello castaño claro que había tenido un hijo suyo durante la guerra. Afortunadamente, no les contó nada de nosotras. Le habrían quitado la idea del matrimonio de la cabeza, igual que, más tarde, hicieron con Menus. Quizá supiese que lo harían y por eso se limitó a llamarnos. «Querida Delia: venid. Ahora mismo. Te envío un giro postal. No consigo tranquilizarme. Estaré como loco hasta que lleguéis». Todos debieron de quedarse con la boca abierta cuando llegamos, pero sólo Steward se atrevió a decir algo directamente. No era necesario que lo hicieran. Olive se metió en la cama. Fulton no paraba de gruñir y frotarse las rodillas. Sólo Steward tuvo la desfachatez de decir en voz alta: «Trae consigo las boñigas que nosotros dejamos atrás». Dovey lo hizo callar. Soane también. Pero Fairy DuPres lo maldijo, diciendo: «A Dios no le gustan los malos modales. Ten cuidado, no te vaya a negar Él lo que tú también quieres». Desde 1964, cuando se cumplió la maldición, Dovey debió de pensar muchas veces en aquel comentario, pero sólo eran mujeres, y los hombres valientes de camino al paraíso tendían a pasar por alto lo que decían. Al final, tuvieron la satisfacción de ver enterrar a la boñiga. Aunque no toda, porque en parte se quedó sobre la tierra para dar a sus nietos una formación que sus mayores nunca adquirirían.

Pat aspiró entre los dientes y apartó la ficha de los Best. Escogió un cuaderno y, sin titular ni introducción, siguió escribiendo.

«No quiere escucharme. Ni una palabra. Trabaja en Demby, en una clínica: limpiando, creo, pero da a entender que es auxiliar de enfermería porque lleva uniforme. No sé dónde vive. Dice que tiene una habitación en la casa de una familia agradable. No me lo creo. No todo, por lo menos. Uno de los chicos Poole — probablemente, los dos— la visita. Lo sé porque la más pequeña, Dina, contó en clase que su hermano mayor le había enseñado una casa con luces de Navidad y un Santa Claus sobre el porche. Bueno, no cabe duda de que ese lugar no está en Ruby. Está mintiendo, y preferiría que me mordiera la serpiente del mal que tener una hija mentirosa. No quería pegarle tan fuerte. No sabía que lo hubiera hecho. Sólo quería hacer que su boca mentirosa dejara de decirme que no había hecho nada. Los vi. A los tres, detrás del horno, y ella estaba en el centro. Además, aquí soy yo quien lava las sábanas».

Pat se detuvo, dejó el lápiz y, tapándose los ojos con la mano, intentó separar lo que había visto de lo que había temido ver. Y ¿qué relación guardaban las sábanas con todo eso? ¿Había sangre cuando no debía haberla, o no la había cuando tocaba? Hacía más de un año, y le parecía que todo estaba marcado con fuego en sus recuerdos. La pelea fue en octubre de 1973. Después, Billie Delia se escapó y permaneció dos semanas y un día en el convento. Volvió durante la clase de la mañana, mientras Pat estaba con los alumnos menores de doce años, y se quedó el tiempo suficiente para decirle que se iba. Se dijeron palabras horribles, pero las dos tenían miedo de acercarse, no fuera a producirse una pelea, como en la ocasión anterior. Se marchó con uno de los chicos Poole y no regresó hasta principios de aquel año para explicarle en qué consistía su trabajo y darle su dirección. Pat la había visto dos veces desde entonces: una en marzo y otra en la boda de Arnette, cuando fue madrina y dama de honor a la vez, puesto que Arnette no quería que nadie más lo fuese ni ninguna chica quería hacerlo si ello implicaba recorrer el pasillo de la iglesia con Billie Delia. O eso era lo que pensaba Pat. Había ido a la boda, no así a la fiesta, pero no se había perdido nada porque había visto perfectamente lo que ocurría en torno al horno con esas chicas del convento. Los vio. Vio a los chicos Poole. Y vio a Billie Delia sentada charlando con una de las chicas, como si fueran viejas amigas. Vio al reverendo Pulliam y a Steward Morgan discutir con las chicas y, cuando se marcharon en coche, vio a Billie Delia tirar el ramo en el cubo de basura de Anna y alejarse caminando con Apollo y Brood Poole detrás de ella.

Billie Delia se marchó al día siguiente en su propio coche y no le dijo ni una palabra sobre la boda, la fiesta, la chica del convento ni ninguna otra cosa. Pat intentó recordar cómo había ido a parar la plancha a su mano, qué se había dicho para que ella subiera corriendo por las escaleras con una plancha General Electric modelo Royal Ease en la mano para arrojársela a su hija a la cabeza. Ella, la más dulce de las personas, no mató a su hija por unos centímetros. Ella, que quería a los niños y los protegía, no sólo uno de otro, sino de los padres demasiado severos, había atacado a su propia hija. Ella, que siempre se había esforzado en ser razonable, amable, discreta y digna, había caído por las escaleras y se había hecho tanto daño que tuvo que suspender las clases durante dos días. No sólo la habían educado, sino que ella misma se había ocupado de que todo el mundo supiese que la hija bastarda de una mujer sin apellido y con la piel iluminada por el sol podía ser, además de agradable, de gran valía. Mientras intentaba entender qué la había llevado a coger esa plancha, Pat comprendió que en cierto modo, había considerado a Billi Delia una carga desde que era niña. Vulnerable a la posibilidad de no ser tan fina como Patricia Cato habría deseado. ¿Se debía a la historia aquella de que se había quitado las bragas en la calle? Billie Delia sólo tenía tres años entonces, Pat sabía que si su hija hubiera sido tan negra como ellos, no se lo habrían tenido en cuenta. Lo habrían visto como lo que era, algo, que sólo una criatura inocente habría hecho. ¿Se me ha pasado algo por alto? ¿Había algo más? Pero la pregunta que se planteaba en el silencio de aquella noche en concreto era la de si había defendido a Billie Delia o la había sacrificado. Y ¿seguía sacrificándola? La Royal Ease que tenía en la mano cuando subió corriendo por las escaleras estaba allí para aplastar a la chica que vivía en la mente de los negros como el carbón, no a la que era su hija.

Pat se lamió el labio inferior, notó un sabor salado y se preguntó por quién eran aquellas lágrimas.


Nathan DuPres, considerado el varón más anciano de Ruby, dio la bienvenida al público. Todos los años rechazaba la condición de veteranía, señalaba después a su primo Moss y terminaba diciendo que el reverendo Simon Cary era más adecuado para aquella labor. Sin embargo, dejaba que el pueblo terminara convenciéndolo, porque el reverendo Cary hablaba demasiado y, además, no pertenecía a las primeras familias, de manera que su llegada no se asociaba con la Primera Guerra Mundial sino con la de Corea. Era un hombre firme, y tan bondadoso que incluso Steward Morgan lo admiraba. Se había casado con Mirth, la hija de Elder Morgan. Ninguno de sus hijos vivía, de manera que mimaba a los de los demás: organizaba la comida campestre que celebraban todos los años para el Día de los Niños, los hacía afinar en los ensayos y guardaba caramelos en los bolsillos para repartirlos.

En aquel momento, con un ligero olor al caballo del que acababa de desmontar, subió al estrado y examinó al público presente. Se aclaró la garganta y se sorprendió a sí mismo. No recordaba nada de lo que había preparado y las palabras que pronunciaba parecían adecuadas para otra ocasión.


—Tenía cinco años —dijo—, cuando salimos de Luisiana, y sesenta y cinco cuando salté al camión para marcharme de Haven en dirección a este sitio. No lo habría hecho si Mirth no hubiera muerto o alguno de nuestros hijos todavía estuviese en este mundo. Ya sabéis que a mis niños, a todos mis niños, se los llevó un tornado en 1922. Minh y yo los encontramos en el campo de trigo de otro. Sin embargo, nunca me he arrepentido de haber venido. Nunca. En esta tierra la miel es más dulce que en todas las que conozco, y he cortado caña en sitios donde la porquería misma sabía a azúcar, que no es decir poco. No, nunca me he arrepentido, ni por un segundo. Pero ahora estoy triste. Quizás en esta estación del nacimiento de nuestro Señor sepa por qué tengo la garganta seca. Los ojos húmedos. Ya sé que he vivido más años de lo que normalmente el Señor concede a los hombres, pero esta sequedad es nueva. Lo de los ojos húmedos también. Cuando pienso en ello, lo único que se me ocurre es un sueño que tuve hace un tiempo.

En la penúltima fila, Lone DuPres estaba sentada junto a Richard Misner, que a su vez estaba al lado de Anna. Lone se inclinó hacia delante para mirar a Anna y saber si también estaba perdiendo el juicio. Ella sonrió, pero no le devolvió la mirada, de modo que se recostó para soportar otro de los incoherentes sueños de Nathan.

Nathan se pasó los dedos por la cabeza y cerró los ojos, como si quisiera conservar los detalles con claridad.

—Había un indio que venía hacia mí en una hilera de judías. Creo que era cheyene. Las matas eran verdes, tiernas. Estaban llenas de flores. Miró la fila y sacudió la cabeza, como si lo lamentase. Después me dijo que era una lástima qué el agua fuera mala; añadió que había mucha, pero era infecta. Yo dije, pero mira, mira cuántas flores. Me parece una cosecha de primera. Él dijo, las plantas de algodón más altas no dan la mejor cosecha; además, estas flores, mal color. Rojas. Las miré y estaban volviéndose de color rosa y luego rojo. Como gotas de sangre. Me asustó un poco. Pero cuando volví a mirar, los pétalos eran nuevamente blancos. Me parece que esta visión es como la historia que vamos a contar otra vez esta noche. Si la entendemos, nos enseñará cuál es la fuerza de nuestra cosecha; de lo contrario, puede acabar con nosotros. Y llenarnos de sangre. Que Dios bendiga a los puros y que nada nos separe ni nos aleje de Aquel que nos bendice. Amén.

Cuando Nathan bajó del estrado, entre murmullos de simpatía, si no de gratitud, Richard Misner aprovechó la pausa para susurrar algo a Anna y dejar su asiento. Deseaba aliviar las oleadas de una claustrofobia que no lo asediaba desde que había estado encerrado con otros treinta y ocho en una celda diminuta, en Alabama. Ya entonces se inquietó porque el sudor y las náuseas indicaban miedo a sus compañeros. Y resultaba duro saber que, al margen de los riesgos que aceptase, por ansioso que estuviera de llegar a una peligrosa confrontación, una celda atestada podía humillarlo ante quinceañeros sin piedad. Ahora, al sentir que empezaba a sofocarse en aquella atestada escuela, se reunió con Pat Best, que estaba en la entrada, mirando la representación y al público. Detrás de ella, junto a la pared, había una gran mesa con pasteles, galletas y zumo de frutas.

—Hola, reverendo. —Pat no lo miró, pero se apartó para hacerle sitio en el hueco de la puerta.
—Buenas tardes, Pat —dijo él, secándose el sudor del cuello con el pañuelo—. Aquí estoy mejor.
—Yo también. Se ve todo sin necesidad de estirarse o atisbar entre los sombreros.

Miraron por encima de las cabezas del público mientras se agitaba el telón, hecho con sábanas de percal lavadas y cuidadosamente planchadas. Unos niños vestidos con sobrepellices blancos entraron en fila por el hueco central; la perfección de sus rostros serios y el peinado impecable quedaba rota ocasionalmente por algún calcetín caído sobre el tobillo o una pajarita torcida hacia la derecha. Tras una mirada a Kate Golightly, aspiraron todos a la vez para cantar: «Oh, noche santa, las estrellas brillan en lo alto…».

Al segundo verso, Richard Misner se inclinó hacia Pat.

—¿Puedo pedirte una cosa?
—Adelante.

Creyó que iba a pedirle un donativo, porque le había costado reunir dinero (en la cantidad que esperaba) para ayudar en la defensa legal de cuatro adolescentes detenidos en Norman y acusados de posesión de armas, resistencia a la autoridad, provocar incendios, mala conducta y cualquier otra cosa que la acusación pudiera sacar de sus estatutos para esgrimir contra los chicos negros que decían no o lo pensaban. Richard Misner explicó a su congregación que llevaban en la cárcel casi dos años. Si los hubieran juzgado, habrían estado tras los barrotes veinte meses. Estaba por fijarse la fecha del juicio y los abogados tenían que cobrar por los servicios prestados y los que vendrían. Hasta el momento, Richard sólo había reunido lo que le habían dado las mujeres. Mujeres que pensaban más en el dolor que sentían las madres de los chicos que en la injusticia de la situación. Sin embargo, los hombres —los Fleetwood, Pulliam, Sargeant Person y los Morgan— se habían mostrado inflexibles en su negativa. Estaba claro que Richard no había dado la forma adecuada a su súplica. No debería haber hecho una fundación política sino de hijos pródigos. Así, mientras estaba delante de la iglesia del Calvario haciendo su colecta, no habría tenido que oír frases como: «No soy partidario de la violencia», pronunciadas por hombres que habían llevado armas durante toda su vida. O bien: «Los negros que se apartan de la ley, portan armas y no poseen educación tienen que estar en la cárcel». Dicho por Steward, claro está. Por mucho que Richard insistiera en que no tenían armas y que las manifestaciones no eran ilegales, los hombres mantuvieron la cartera bien cerrada. Pat decidió que, si se lo pedía directamente, daría tanto como pudiera. Le gustaba pensar que necesitaba su generosidad, de manera que le molestó saber que aquello no era en absoluto lo que Richard Misner tenía en mente.

—Quisiera saber una cosa. Estoy intentando arreglar la situación con los Poole, y creo que debería hablar con Billie Delia, si no te importa. ¿Está aquí esta noche?

Pat cruzó los brazos y se volvió para mirarlo.

—Lo siento, pero no puedo ayudarte, reverendo.
—¿De verdad?
—Estoy segura de que, suceda lo que suceda, no tiene nada que ver con Billie Delia. Además, ya no vive aquí. Se ha ido a Demby. —Aunque habría deseado mostrarse menos hostil, la mención de la relación de su hija con aquellos chicos Poole hacía que no pudiera controlarse.
—Ha surgido su nombre una o dos veces, pero Wisdom Poole no quiere decirme nada. Hay algo que está dividiendo a esa familia.
—No les gusta que la gente se entrometa, reverendo. Es típico de Ruby.
—Lo entiendo, sin embargo, algo así puede extenderse y afectar a más de una familia. Si algo estaba claro cuando llegué es que si empezaba a gestarse algún tipo de problema, se formaba una delegación para que lo estudiase, y eso impedía que la gente se peleara. Lo he visto con mis propios ojos y, además, he participado en ello.
—Ya lo sé.
—Esta comunidad estaba muy unida.
—Todavía lo está. Cuando se plantea una crisis. Cuando no, todo el mundo guarda sus cosas para sí.
—¿Por qué no dices que nos lo guardamos para nosotros?
—¿Si lo hiciera, me pedirías que te explicara las cosas?
—Pat, por favor, no tomes a mal lo que digo. Sólo recordaba que la gente joven de mi clase sobre la Biblia también dice «ellos» cuando habla de sus padres.
—¿Clase sobre la Biblia? Es más bien una clase sobre la guerra. Por lo que he oído, algo militar.
—Militante, quizá; pero no militar.
—¿No son Panteras Negras en ciernes?
—¿Eso crees?
—No sé qué pensar.
—Bien, deja que te lo cuente. A diferencia de la mayoría de la gente que está aquí, leemos periódicos y distintos tipos de libros. Nos mantenemos informados y, efectivamente, discutimos estrategias defensivas. No de agresión, sino defensivas.
—¿Y ellos se dan cuenta de la diferencia?

Misner no tuvo que contestar de inmediato, porque se iniciaron los aplausos y duraron hasta que el último miembro del coro de niños desapareció tras el telón.

Alguien apaga las luces del techo. Unas toses domestican la oscuridad. Lentamente, con una polea bien engrasada, se abren las cortinas. Bajo los focos situados entre bastidores, proyectando largas sombras delante de ellas, hay cuatro figuras con sombreros de fieltro y trajes demasiado grandes. Están sentadas ante una mesa, contando billetes gigantescos. La cara de cada una de ellas permanece oculta detrás de una máscara blanca y amarilla en la que aparecen unos ojos brillantes y unos labios desdeñosos, rojos como una herida recién hecha. Sobre un cartel pegado a la parte delantera de la mesa, en el que se lee POSADA, cuentan dinero mientras hacen chasquear la lengua, y no se detienen cuando un desfile de familias sagradas, vestidas con andrajos, se les acercan marcando un paso de baile. Delante de la mesa del dinero se alinean siete parejas. Los chicos llevan cayado; las chicas, un muñeco en brazos.

Misner los miró y, mientras se concedía más tiempo para pensar una respuesta a la pregunta de Pat, se concentró en identificar a los niños que estaban en escena. Las cuatro niñas Cary más pequeñas: Hope, Chaste, Lovely y Pure; Dina Poole, y una de las hijas de Pious DuPres, Linda. Y los chicos, que agarran el cayado con gesto viril mientras avanzaban con paso de baile en dirección a los contadores de dinero. Los dos nietos de Peace y Solarine Jury, Ansel y otro al que llaman Fruit; Joe Thomas Poole junto con su hermana, Dina; James, el hijo de Drew y Harriet Person; el hijo de Payne Sands, Lorcas, y dos de los nietos de Timothy Seawright, Steven y Michael. Dos de los que llevaban máscara eran Beauchamp, sin duda —Royal y Descry, quince y dieciséis años y medían ya más de metro ochenta—, pero no estaba seguro de quiénes eran los otros dos. Era la primera vez que asistía a la obra. Solía celebrarse dos semanas antes de Navidad, cuando él volvía a Georgia para la visita anual a su familia. Ese año había retrasado el viaje porque estaba previsto reunir a toda la familia el día de Año Nuevo. Llevaría a Anna consigo, si estaba de acuerdo, para que la examinaran y, seguramente, para que ella los examinara a ellos. Había insinuado a los obispos que se sentía preparado para cambiar de parroquia. No era urgente, pero no estaba seguro de que Ruby fuera el lugar adecuado para él. Había llegado a la conclusión de que cualquier sitio era bueno si había gente joven a la que enseñar, a la que contar que Cristo era juez y también guerrero. Que los blancos no sólo no tenían la patente del cristianismo, sino que, con frecuencia, eran un obstáculo. Que Jesús había sido liberado de la religión de los blancos y quería que los chicos supieran que no tenían que mendigar respeto, pues éste se hallaba en ellos mismos y sólo tenían que exhibirlo. Pero la resistencia que había encontrado en Ruby estaba agotándolo. Con una frecuencia cada vez mayor, sus alumnos eran castigados por las creencias que él contribuía a inculcar. Ahora, Pat Best —con la que había enseñado historia del pueblo negro todos los jueves por la tarde— ponía en cuestión su clase sobre la Biblia, confundiendo el respeto hacia uno mismo con la arrogancia, la preparación con la desobediencia. ¿Acaso creía que educación era saber lo suficiente para encontrar un trabajo? No parecía confiar mucho más que él en la concepción del futuro que tenían los cabezotas de Ruby, pero tampoco facilitaba el cambio. La historia de los negros y las listas de las antiguas gestas eran suficientes para ella, pero no para las nuevas generaciones. Alguien tenía que hablar con ellos, y alguien tenía que escucharlos. Si no…

—Sabes mejor que nadie lo listos que son estos chicos jóvenes. Mejor que nadie… —La voz de Misner se fue apagando bajo el «Noche de paz…».
—¿Crees que lo que les enseño no es lo suficientemente bueno?

¿Le habría leído el pensamiento?

—Claro que es bueno, pero no basta. El mundo es grande y formamos parte de esta grandeza. Quieren saber cosas sobre África…
—Vamos, reverendo. No te pongas sentimental conmigo.
—Si uno se separa de sus raíces, se marchita.
—Las raíces que se olvidan de las ramas se convierten en polvo de termitas.
—Pat —dijo él, algo sorprendido—, ¿desprecias África?
—No, pero no significa nada para mí.
—¿Y qué es lo que significa algo para ti?
—La tabla periódica de elementos y valencias.
—Qué triste. Qué triste y frío. —Richard Misner se apartó.

Lorcas Sands deja al grupo de familias y con una voz fuerte, que de vez en cuando se le rompe y suelta un gallo, se dirige a las máscaras:

—¿Hay sitio?

Las máscaras se vuelven las unas hacia las otras y luego hacia el suplicante; después se miran de nuevo y, con un rugido y sacudiendo la cabeza como si fueran leones furiosos, gritan:

—¡Fuera de aquí! ¡Largo! ¡No hay sitio para vosotros!
—Pero nuestras mujeres están embarazadas —dice Lorcas, señalando con el cayado.
—¡Nuestros niños van a morir de sed! —Pure Cary levanta un muñeco.

Los enmascarados agitan la cabeza y rugen.

—No ha sido muy amable lo que me has dicho, Richard.
—¿Cómo dices?
—No soy triste ni fría.
—Me refería a la tabla, no a ti. Eso de limitar tu fe a las moléculas, como si…
—No limito nada. No creo que una devoción estúpida por un país extranjero sea una solución para esos chicos. Y África es un país extranjero; de hecho, son cincuenta países extranjeros.

—África es nuestro hogar, Pat. Te guste o no.
—De verdad que no me interesa, Richard. ¿Quieres que unos cuantos negros extranjeros se identifiquen con África? ¿Y por qué no con Suramérica? O con Alemania, si lo prefieres. Tienen unos cuantos niños morenos y podrías pasártelo bien conectando con ellos. ¿O lo que buscas es un pasado sin esclavitud?
—¿Por qué no? Había mucha vida antes de la esclavitud. Y deberíamos saber lo que es. Por lo menos, si queremos librarnos de la mentalidad de esclavo.
—Te equivocas, y por ese camino vas mal. La esclavitud es nuestro pasado, y nada puede cambiarlo. Desde luego, África no lo cambiará.
—Vivimos en el mundo, Pat. En todo el mundo. Separarnos, aislarnos, ha sido siempre su arma. El aislamiento mata generaciones. No tiene futuro.
—¿Crees que no quieren a sus hijos?

Misner se frotó el labio superior y soltó un largo suspiro.

—Creo que los quieren a morir.

Inclinando la cabeza, los enmascarados se meten rápidamente debajo de la mesa y sacan grandes cartulinas en las que hay pegadas fotos de comida.

—Aquí tenéis. Coged esto y marchaos.

Tiran las fotos al suelo, se ríen y saltan. Las familias sagradas retroceden como si las amenazaran con serpientes. Mientras señalan con el dedo o agitan el puño, cantan: Dios os destruirá.

«Dios os destruirá». El público tararea, mostrándose de acuerdo: «Sí, lo hará. Sí, lo hará».

—¡Os convertirá en polvo! —dice Lone DuPres.
—No oséis confundirlo. No oséis.
—Os convertirá en polvo más fino que la harina.
—Bien dicho, Lone.
—¡Os condenaréis!

Y, naturalmente, las figuras con máscara se tambalean y caen al suelo mientras las siete familias dan media vuelta. Hay algo en mí que destierra el dolor; hay algo en mí que no consigo explicar. Sus delicadas voces van acompañadas de otras más fuertes entre el público, y al llegar a la última nota, más de uno está secándose las lágrimas. Las familias se agrupan a la derecha del escenario, como si lo hicieran alrededor del fuego. Las chicas mecen a sus muñecos. En el pesebre, no hay cuna donde él pueda apoyarla cabeza. Lentamente, por los bastidores, entra un chico en escena. Lleva un gran sombrero y una bolsa de piel. Las familias forman un semicírculo detrás de él. El chico del sombrero grande se arrodilla y saca botellas y paquetes de la balsa, que va colocando en el suelo. El pequeño Jesús deja caer su dulce cabeza.

¿Para qué?, se preguntó Richard. Limítate a disfrutar del espectáculo y deja a Pat en paz. Quería charlar, no pelearse. Miró los movimientos de los niños; primero con afecto y, después, con creciente interés. Había dado por hecho que había cuatro posaderos y siete Marías y Josés para contentar al mayor número posible de niños. Pero quizá fuera por otros motivos. ¿Siete familias sagradas? Richard dio un golpecito en el hombro a Pat.

—¿Quién se ha inventado esta historia? Creía que me habías dicho que había nueve familias iniciales. ¿Y las otras dos? ¿Por qué sólo un Rey Mago? Y ¿por qué vuelve a meter los regalos en el zurrón?
—Te has perdido, ¿verdad?
—Bueno, ayúdame a entender este lugar. Ya sé que no soy de aquí, pero no soy un enemigo.
—No, no lo eres. Sin embargo, en este pueblo las dos cosas significan lo mismo.

Gracia asombrosa, dulce sonido. Bajo una lluvia de estrellas doradas de papel, las familias dejan los muñecos y los cayados en el suelo y forman un círculo. Las voces suenan al unísono. Estaba perdido pero ahora me han encontrado, he sido encontrado.


Richard sintió que la amargura ocupaba el lugar de la náusea que lo había arrancado de su asiento. Pasados veinte, treinta años, pensó, toda clase de gente alegaría haber defendido posiciones básicas, fundamentales, en el movimiento en favor de los derechos civiles. Pocos tendrían razón, la mayoría serían farsantes. Lo que no podría refutarse, pero permanecería invisible para los periódicos y los libros que compraba destinados a sus alumnos, sería el papel de la gente corriente. El bedel que apagaba las luces para que la policía no consiguiera ver nada; la abuela que se quedaba con los niños para que las madres pudieran asistir a la manifestación; las mujeres de rincones perdidos del país con toallas limpias en una mano y un arma en la otra; los niños que llevaban pilas y comida a las reuniones clandestinas; los sacerdotes que mantenían en calma a iglesias enteras de manifestantes acorralados hasta que llegaba ayuda; los viejos que recomponían los cuerpos rotos de los jóvenes; los jóvenes que abrían los brazos para proteger a los viejos de bastonazos a los que no podrían sobrevivir; los padres que secaban los esputos y las lágrimas del rostro de sus hijos y decían: «No pasa nada, cariño. No te preocupes. Nunca serás un negro de mierda, un cochino zulú, un cafre asqueroso ni ninguna de las cosas que los blancos enseñan a decir a sus hijos. Eras una criatura de Dios». Sí, pasados veinte, treinta años, esta gente estaría muerta u olvidada, y sus pequeñas historias formarían parte de archivos menores o, tal vez, de las notas a pie de página, aunque habían sido la columna vertebral sobre la que se mantenían los que salían en la televisión. Ahora, siete años después del asesinato del hombre en cuyo lugar habría cogido feliz la espada, llevaba un rebaño que no sólo se consideraba creador del prado en que pastaba, sino que pensaba que la hierba de cualquier otro era tóxica. Desde su punto de vista, las soluciones de Booker T. zanjaban los problemas de DuBois. No importa quiénes sean, pensó, o lo especiales que se crean: una comunidad sin ideas políticas está condenada a estallar como madera resinosa. Estaba ciego, pero ahora veo.

—¿De verdad?

Era una pregunta, pero a Pat le pareció una conclusión.

—Son mejores de lo que piensas —dijo ella.
—Son mejores de lo que ellos mismos piensan —apostilló él—. ¿Por qué se conforman con tan poco?
—Este sitio es su hogar, su patria; también es la mía. Una patria no es poca cosa.
—No digo que sea poco, pero ¿ni siquiera puedes imaginarte lo que debe de ser tener una verdadera patria? No me refiero al cielo, sino a una patria terrenal. No una fortaleza comprada y construida cuyas puertas están cerradas para entrar o salir, sino una verdadera patria. No un lugar al que uno llega, invade y arrasa para conseguirlo. No un lugar que uno reclama y arrebata porque está armado. No un lugar que uno roba a quienes viven en él, sino la propia patria, donde si uno se remonta más allá de sus tatarabuelos, más allá de toda la historia occidental, más allá del inicio del conocimiento organizado, las pirámides y los arcos de flechas envenenadas, cuando la lluvia era nueva, antes de que las plantas hubieran olvidado que podían cantar y los pájaros pensaran que eran peces, cuando Dios dijo que aquello era bueno, sabe que allí nació, vivió y murió su gente. Imagínatelo, Pat. Imagina ese lugar. ¿A quién hablaba Dios, si no a mi gente, que vivía en mi patria?
—Estás predicando, reverendo.
—No, estoy hablando contigo, Pat. Sólo hablo contigo.


El aplauso final se inició cuando los niños rompieron el círculo y se pusieron en fila para hacer una reverencia. Anna Flood se levantó cuando lo hizo el resto del público y se abrió camino hacia donde estaban Pat y Richard, charlando animadamente, con la mirada fija en ellos. Ambas mujeres habían sido objeto de especulación sobre a cuál de las dos favorecería el nuevo predicador, que era joven, soltero y guapo. De entre las mujeres de cierta edad, Anna y Pat eran las únicas sin compromiso. A menos que al predicador le gustaran mucho más jóvenes, tendría que escoger entre ellas. Dos años antes Anna había ganado —estaba segura— sin esfuerzo. Por el momento. Ahora, avanzaba hacia Richard con una amplia sonrisa, con la esperanza de helar la lengua de cualquiera que pensara de otro modo al verlo preferir la compañía de Pat a la suya durante la representación navideña. Llevaban el noviazgo con discreción y nunca se tocaban en público. Cuando ella le preparaba la cena, procuraban que la casa estuviese bien iluminada, y hacia las siete y media él la acompañaba andando o en coche, para que todo Ruby lo viera. Pero como aún no habían fijado ninguna fecha, las lenguas podían estar inquietas. Sin embargo, a ella le preocupaba algo más que una conducta correcta: la luz de los ojos de Richard. En los últimos tiempos, le parecía mortecina, como si hubiese perdido una batalla de la que dependiera su vida. Llegó hasta él justo antes de que la gente saliera en tropel, empujando hacia las mesas en que se encontraba la comida, charlando y riendo.

—Hola, Pat. ¿Qué te ha pasado, Richard?
—Me he mareado —respondió—. Vamos. Salgamos antes de que me vuelva el mareo.

Se despidieron y dejaron que Pat decidiera si quería hablar con los felices padres, ocuparse de servir la comida o marcharse. Se había decidido por esto último cuando Carter Seawright la pisó.

—¡Oh, perdone, señorita Best! Lo siento.
—No pasa nada, Carter. Cálmate un poco.
—Sí, señora.
—Y no te olvides de que justo después de las vacaciones tenemos una clase de recuperación. El 6 de enero, ¿entendido? —Vale, señorita.
—¡Cómo que «vale»! Se dice: «Sí, señorita».
—Sí, señora… Señorita Best. Allí estaré.


Mientras calentaba agua en la cocina para prepararse un té, Pat cerró con tanta fuerza la puerta del armario que las tazas vibraron. No sabía qué conducta la irritaba más, si la de Anna o la suya. La de Anna al menos podía entenderla: protegía sus intereses. Pero ¿por qué se había empeñado en defender a unas personas, unas ideas y cosas con una pasión que no sentía? Le desagradaba el profundo placer lacrimógeno con que el público acogía la obra. Toda esa palabrería con la que había crecido le parecía una excusa para ser odioso. Richard tenía derecho a preguntar por qué siete y no nueve. Pat había visto la obra durante toda su vida, aunque nunca la habían escogido para otro papel que el de cantar en el coro. Eso era cuando Soane daba clases en la escuela, antes de que se percatara de la anomalía del número. Tiempo después observó que sólo había ocho. Cuando advirtió que habían cercenado la línea de los Cato, ya habían borrado otra. ¿Cuál? Sólo dos familias no formaban parte de las nueve originales, pero habían llegado a Haven lo bastante pronto como para tener una especie de categoría de asociados: los Jury (aunque su nieto, Harper, se había casado con una auténtica Blackhorse, mejor para él) y el padre de su padre: Fulton Best. No contaban como originales. ¿Quién podía serlo? Desde luego, los Flood no, al menos si Anna se casaba con Richard Misner. ¿Contaría? ¿Podría Richard salvar el linaje de los Flood? ¿O los Poole, a causa de Billie Delia? No. Había montones de varones en aquella familia. Sería prueba de los escarceos de Apollo o de Brood, pero si eso era algo disuasorio, los Morgan mismos habían estado en grave peligro desde el casamiento de K. D. con Arnette. Y si Arnette no tenía una hija sino un hijo, la situación de la familia sería mucho más firme. También la de los Fleetwood. Puesto que Jeff y Sweetie no habían estado a la altura, Arnette era vital para las dos familias.

El té estaba listo y Pat se inclinó, frunciendo el entrecejo, tan concentrada en resolver el problema que no oyó a Roger hasta que estuvo en la puerta.

—Te has ido demasiado pronto —dijo él—. Hemos cantado villancicos.
—¿Sí? Ah, bueno. —Pat hizo un esfuerzo por sonreír.
—También te has perdido algún buen pastel —añadió Roger, con un bostezo—. He tenido que aceptar un montón de parte de Lone. Dios mío, esa mujer está loca. — Demasiado cansado para reír, sacudió la cabeza y sonrió—. Pero en sus tiempos, era buena. —Dio media vuelta para marcharse y agregó—: Bien, buenas noches, hija. Mañana temprano tengo que darle a los neumáticos.
—Papá —dijo Pat, a sus espaldas.
—¿Sí?
—¿Por qué lo cambiaron? Había nueve familias en la obra. Después, durante años, hubo ocho. Ahora hay siete.
—¿De qué estás hablando?
—Ya lo sabes.
—No, no lo sé.
—De la obra de teatro. Cada vez hay menos familias sagradas. —Eso lo hace Kate. Y Nathan. Me refiero a que escogen a los niños.
—Quizá no tuviesen niños suficientes para la obra.
—Papá…
—Él debía de haber oído el tono de duda de su voz.
—¿Qué? —Si lo había oído, no lo demostró.
—Fue por el color de la piel, ¿verdad?
—¿Qué?
—Me refiero al criterio por el que, en este pueblo, se escogía y clasificaba a la gente.
—Bien…, no. Bueno, quizá se ofendieron un poco, hace mucho tiempo, pero nada exagerado.
—¿No? ¿Y lo que dijo Steward cuando te casaste?
—¿Steward? Ah, bueno. Los Morgan se toman muy en serio, demasiado en serio en ocasiones.

Pat sopló sobre su taza. Roger también guardó silencio, y luego volvió a un tema menos incómodo.
—La obra me ha gustado mucho. Pero tenemos que hacer algo con Nathan. Me parece que ha empezado a chochear.
—Después, como si se le acabara de ocurrir, preguntó—: ¿Qué tenía que decirte el reverendo Misner? Parecía muy serio allá detrás.

Ella no levantó la vista.

—Sólo… hablábamos.
—¿Ocurre algo entre vosotros dos?
—Papá, por favor…
—No pasa nada por preguntar, ¿no? —Se calló, a la espera de una respuesta, y al ver que ésta no se producía, se marchó murmurando algo acerca del horno.

Sí, sí pasa por preguntar. Pat sorbió de la cucharilla cuidadosamente. Pregúntaselo a Richard Misner. Pregúntale qué acabo de hacerle. O lo que hacen los demás. Cuando los interroga se encierran en sí mismos y sólo le dicen lo obvio, lo superficial. Y yo, precisamente, sé muy bien cómo es eso. No soy lo bastante buena como para que unos niños de ocho años me representen en un escenario.

Quince minutos más tarde, Pat estaba de pie en el jardín, a unos setenta metros de la tumba de Delia. La noche era fría, aunque no lo bastante como para que nevase. La menta se había secado, pero la lavanda y la salvia estaban frondosas y fragantes. Casi no había viento, de manera que era fácil controlar el fuego que ardía en la lata de petróleo. Una por una, fue tirando a las llamas las carpetas, los folios, unidos y sueltos. Tuvo que arrancar las tapas de las libretas y sostenerlas derechas con una pala para que no sofocaran el fuego. El humo era acre. Retrocedió, cogió manojos de lavanda y los tiró también. Tardó un poco, pero finalmente, dio la espalda a las cenizas y entró en su casa llevando consigo el olor a lavanda quemada. Tras lavarse las manos y la cara en el fregadero de la cocina, se sintió limpia. Y tal vez por ello se echó a reír. Primero un poco, después con fuerza, sentada a la mesa, con la cabeza echada hacia atrás. ¿De verdad creían que podían seguir adelante con aquello, los números, los linajes, el quién folla con quién, las generaciones de rocas ocho, para terminar con una ramita ridícula? Bueno, tal vez lograsen seguir vivos, puesto que en Ruby nadie se moría.

Se secó los ojos y levantó la taza del platillo. Las hojas de té se agruparon en el fondo. Más agua hirviendo y al cabo de un ratito las hojas negras darían más té. Más todavía. Para siempre. ¿Hasta cuándo? Bien, por ahora, sí. ¿Y tú qué sabes? Estaba claro como el agua. Las generaciones no sólo tenían que ser inmaculadas desde un punto de vista racial, sino que debían estar libres de adulterio. «Dios bendiga a los puros y santos», claro. Ésa era su pureza. Ésa era su santidad. Ése era el trato que había hecho Zechariah mientras canturreaba sus rezos. No era el ceño de Dios el que había que temer. Era el de él, el de ellos. ¿Por eso el «sé el surco de Su ceño» los enfurecía? Pero el trato se había roto o había cambiado, porque ahora sólo eran siete. ¿Quién habría sido? Probablemente, los Morgan. Lo dirigían todo, lo controlaban todo. ¿A qué nuevo acuerdo habían llegado los gemelos? ¿De verdad creían que en Ruby no se moría nadie? De repente, Pat pensó que lo sabía todo. La sangre de los roca ocho conservaba su magia siempre que viviera en Ruby y no estuviese adulterada ni conociera el adulterio. Ésa era la receta. Ése era el trato. Para la inmortalidad.

Pat esbozó una sonrisa torcida. En ese caso, pensó, todo lo que los inquieta tiene que proceder de las mujeres.

—Santo cielo —murmuró—. Santo cielo: he quemado los papeles.

(Continuará…)

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