A libro abierto (XVIII)

John Huston




Capítulo 19

En 1951, justo antes de empezar a trabajar en La reina de África, fui a Irlanda por primera vez invitado por lady Oonagh Oranmore and Browne, una de las tres hermanas Guinness. Las hermanas, Oonagh, Eloise y Eileen, eran brujas; unas brujas encantadoras, ciertamente, pero brujas, al fin y al cabo. Todas tienen la piel transparente, el cabello de un rubio muy claro y los ojos azul pálido. Casi, casi se puede ver a través de ellas. Son muy capaces de convertir a la gente que hace cerdadas en auténticos cerdos ante tus propios ojos, y convertirlos de nuevo en personas sin que se den cuenta siquiera. O de cambiarles los zapatos a las personas —el zapato izquierdo en el pie derecho y viceversa—, de modo que se vuelven torpes y tropiezan. O de poner palabras equivocadas en las bocas de gente pretenciosa, de forma que todo el mundo, incluyendo a las propias víctimas, se quede horrorizado de las tonterías que dicen. Estas extraordinarias habilidades no son infrecuentes entre los irlandeses, en especial entre las mujeres irlandesas. Hay como una magia y un misterio en las irlandesas, pero también poseen una visión realista de la vida que resulta sumamente refrescante. A nadie se le ocurriría afirmar que una mujer es igual a un hombre en todo —hay poca actividad en pro de los derechos de la mujer en Irlanda— pero, contrariamente a lo que haría un americano, un irlandés nunca toma una decisión importante sin consultar con su esposa. Ella es su igual en todas las decisiones fundamentales para sus vidas.

En una casa irlandesa, generalmente es la mujer la que brinda hospitalidad. Ella, más que su marido, es quien lleva la conversación. Esto es así, no sólo en el caso de las grandes damas, como Oonagh y sus hermanas, sino en toda Irlanda y en cualquier clase social. Si uno entra en una casita con tejado de paja, la mujer le recibirá como a un rey. Generalmente el hombre está de pie a su lado, sonriendo y asintiendo.

El motivo de mi primera visita a Irlanda fue asistir a una cacería con baile en el Hotel Gresham de Dublín. Yo había estado en cacerías con baile en Inglaterra y en su mayoría eran una cosa muy correcta y ceremoniosa. Un baile de cacería en Irlanda tenía un cierto aire de abandono. La música era más rápida, la animación mayor. Este baile estaba organizado por la sociedad de cazadores Galway Blazer, y yo me temí que antes de que terminara la noche alguien resultara muerto. Ciertamente esto hubiera estado dentro de la tradición de esta famosa cacería. Los Galway Blazers habían recibido su nombre después de un baile que tuvo un éxito tal que, en lugar de limitarse a arrojar las copas de champán a la chimenea, hicieron volar la casa.

A medida que avanzaba la fiesta a la que asistí, los muchachos iniciaron un juego de «sigue al guía». El guía se subió de un salto a la gran mesa del buffet que ocupaba el centro de la habitación, y unos treinta jaraneros le siguieron. Un camarero se empeñó en defender la mesa, blandiendo un cubo de champán cada vez que un saltador venía volando por los aires. Esto sólo sirvió para hacer el juego más divertido. Finalmente los camareros pusieron la mesa contra la pared y la procesión dirigió su atención a otro sitio. Subieron las escaleras hasta una balconada que daba sobre la pista de baile, y el guía se tiro de cabeza desde allí y quedó inconsciente en el suelo. Los demás le siguieron, uno tras otro, hasta que la pista estuvo cubierta de jóvenes con la cabeza y los huesos rotos.

Después del baile me llevaron, junto con otros invitados, a Lugalla, la casa de Oonagh en el condado de Wicklow, un pabellón de caza construido por su padre. La noche era oscura y no pude ver mucho mientras íbamos en el coche, pero tuve una impresión de colinas empapadas, riachuelos y nubes llevadas por el viento, y, por último, un largo descenso por una carretera estrecha y empinada, flanqueada de grandes árboles. En la casa había un excelente mayordomo que se llamaba Patrick Cummins, el cual me condujo a una preciosa habitación con una cama de columnas. Sobre una mesa junto a la cama había un libro de Claude Cockburn, otro invitado esa noche, a quien yo había conocido antes de la guerra. El título del libro era La burla del diablo, publicado bajo el seudónimo de James Helvick. Era el único libro que había en mi cuarto. Luego descubrí que había otros ejemplares del libro de Claude estratégicamente distribuidos por la casa.

Al amanecer me asomé a la ventana y contemplé una escena que nunca he olvidado. Por entre los pinos y los tejos del jardín vi, al otro lado de un arroyuelo, un campo de caléndulas y más allá, sorprendentemente, una playa de arena blanca que bordeaba un lago negro. Me enteré después de que la arena había sido traída de una playa del mar de Irlanda. Sobre el lago se alzaba abruptamente una montaña de roca negra y en su cima —como un chal sobre un piano— una profusión de brezo morado. Volví a Lugalla muchas veces, pero nunca olvidaré aquella primera impresión. Desde ese momento Irlanda me hizo suyo.

Oonagh se había casado (y luego divorciado) con un conocido mío que tiene el nombre que más me gusta: lord Dominick Oranmore and Browne. Después del divorcio siguieron siendo amigos. Yo iba a casa de uno y otro, a pasar unos días de vez en cuando, y Oonagh venía a verme a menudo allí donde yo estuviera haciendo una película.

Por medio de Oonagh conocí a otra gran amiga irlandesa, Norah Fitzgerald. Norah tenía un físico espléndido; era muy alta y recordaba algo a Greta Garbo. Era la reina reconocida de Dublín, siendo la propietaria de Fitzgerald e Hijos, la primera firma de vinos. Norah llevaba bien el negocio, como su padre antes que ella. Tenía caballos de carreras y patrocinaba muchas obras de caridad. Debido a ellas, la policía de Dublín le concedía a Norah ciertos privilegios. Si encontraban su Mercedes aparcado en mitad de la calle, en lugar de llevárselo con la grúa como habrían hecho con cualquier otro coche, se quedaban junto a él hasta que ella volviese. Norah conducía como una loca; habitualmente destrozaba dos coches al año, siempre Mercedes. Yo le enviaba telegramas antes de Navidad con la frase ritual: «Conduce con cuidado durante las vacaciones. No queremos perderte.»

A Norah le gustaba hacer el pino en los momentos más insólitos. Nunca se sabía cuándo iba a hacerlo, y siempre te llevabas un susto al levantar la vista y ver a Norah cabeza abajo, con el vestido alrededor del cuello, desnuda desde el sujetador a las braguitas rosas y al final de las medias. A nadie se le hubiera ocurrido criticar su conducta. Norah era una señora: lo que pasaba es que era totalmente independiente en sus ideas y en sus actos.

El padre de Norah también había sido todo un carácter. Una vez, en Inglaterra, expresó una opinión que provocó el comentario: «Huelo a un irlandés.»

Y el señor Fitzgerald le voló la nariz al hombre de un tiro.


Yo había cazado zorros en los Estados Unidos, en Inglaterra, y en otros países de Europa, pero la caza en Irlanda me resultó una experiencia nueva y gozosa. Tenía bien poco de la seriedad de las otras cacerías. Se oían risas y gritos durante la caza; había un ambiente festivo. Todo el mundo estaba muy animado.

Cacé en compañía de grandes sociedades de cazadores, los Kildare Fox Hounds, los Meath y los Ward Union. Llegué a apasionarme tanto por la caza que en 1953 traje a Ricki y a los niños a Irlanda y arrendamos una casa de campo cerca de Kilcock, en el condado de Kildare, llamada Courtown. Era una casa grande, construida en unas cien hectáreas de tierra muy fértil, y servida por un grupo de buenos criados, varios de los cuales se vinieron a trabajar conmigo cuando la finca se vendió años más tarde. Era propiedad del capitán Drummond, que era presidente de los bancos Drummond en Escocia y Londres. El capitán Drummond me dijo por teléfono lo que pedía por la casa y le contesté que me parecía una cifra muy razonable. Él se quedó asombrado. Estaba tan contento que incluyó, como parte del arriendo, todos los productos de la granja que pudiéramos consumir: huevos, leche y las frutas y verduras de temporada.

El capitán Drummond era un tipo alto y enjuto con un aire siniestro, medio calvo, la nariz aguileña, un bigote militar y una profunda brecha en la frente —una herida de la primera guerra mundial— en la base de la cual había una vena casi al descubierto. Cuando el capitán se enfadaba o se alteraba, esta vena palpitaba de un modo terrible. Era un fenómeno que uno podía observar a voluntad. Bastaba con mencionar el nombre de Churchill. El capitán tenía opiniones muy firmes. ¿Sabía yo que Churchill y Roosevelt habían tramado la muerte del general Patton? ¿Sabía yo que Patton había sido asesinado por orden de ellos? Cuando yo manifestaba incredulidad, él me suministraba detalles y más detalles, con un recortado acento de la academia militar de Sandhurst que no admitía oposición.

Una de las firmes opiniones del capitán Drummond le había creado serios problemas durante la batalla de Inglaterra. En el Club de Caballería de Londres había afirmado: «¡Hay mucho que decir en favor de Hitler!» En ese mismo momento el edificio del club estaba temblando a consecuencia de las bombas alemanas que caían sobre Londres. Aunque tal afirmación fue considerada como traición, los británicos no quisieron meter en prisión al buen capitán. No fue solamente por su hoja de servicios en la primera guerra mundial y su importancia en el mundo financiero; además era amigo de la familia real e incluso había enseñado a montar al príncipe de Gales. No obstante, le enviaron a la isla de Man y le mantuvieron prácticamente prisionero allí hasta el final de la guerra. Su odio a Churchill provenía de esta experiencia, ya que, por supuesto, Churchill era el responsable de su detención. El capitán Drummond parecía un personaje sacado de algún libro inglés muy antiguo.

Los Kildare Hounds cazaban tres veces por semana, los martes, jueves y sábados. Courtown estaba en medio de la zona en que cazaban los martes. Yo iba a las cacerías con Norah Fitzgerald y Betty O’Kelly, quien más tarde se convertiría en la administradora de mi finca. Su padre, Bernard O’Kelly, había sido presidente de la Real Sociedad de Dublín un año antes y fue un gran cazador de zorros hasta que una caída le obligó a dejarlo. Era el agente inmobiliario de Courtown y otras fincas importantes.

Las vidas de la mayoría de mis vecinos giraban en torno a la caza. Era mucho más que un simple deporte; era una manera de vivir. En la caza del zorro vas siguiendo a los perros, generalmente veinte parejas, es decir, cuarenta perros. Hay una jauría de hembras y otra de machos, que cazan por separado. Los perros de caza se crían con sumo cuidado, y hay tantas razas de sabuesos como de caballos. El cazador mayor «echa» a los perros a un soto, o espesura, donde vive el zorro. La noche antes de la cacería, algunos hombres pagados taponan las madrigueras existentes para que el zorro no pueda «irse a la tierra». Cuando el zorro tiene demasiado calor en el soto, sale y corre hacia otro soto, que puede estar cerca o a muchos kilómetros. Se le deja tomar la delantera antes de soltar la jauría tras su rastro, y luego los cazadores siguen a los perros, saltando por encima de cualquier obstáculo que se encuentran en su camino.

Se produce un «parón» cuando los sabuesos pierden el rastro. Los cazadores se detienen y esperan a que vuelvan a encontrarlo. La velocidad de la cacería depende principalmente del rastro y de los obstáculos encontrados. Si el rastro es bueno, y el zorro corre bien, la persecución puede ser rápida y furiosa. Saltas cosas que ni al caballo ni a ti se os ocurriría saltar a sangre fría. «Arroja tu corazón a otro lado de la tapia y ve tras él», dicen por allí. Puedes cubrir una distancia de treinta kilómetros en una sola cacería, aunque generalmente es mucho menos. Sin embargo, yo he ido al galope durante más de dos horas.

La campiña varía grandemente de un condado a otro, y sus características determinan el tipo de obstáculos con que tropezará el cazador. En Galway hay muros de piedra que bordean pequeños campos, y a veces es preciso saltar cada cincuenta metros más o menos. Un visitante contó más de cuatrocientos saltos en una cacería en Galway. Meath tiene grandes zanjas, y Limerick y Cork tienen terraplenes llamados dobles, que pueden ser muy altos y formidables. Los caballos tienen que encogerse como un gato, saltar hacia arriba y trepar a lo alto. Luego han de saltar hacia adelante y dar en tierra corriendo para amortiguar el impacto. Cuanto más valiente sea el animal, más grande será el salto. Con frecuencia, un caballo entrenado para Galway no sirve en Limerick, y viceversa. El caballo de Galway no conoce los dobles, y el de Limerick no sabe saltar los muros. La caza en Galway es quizá más rápida que en Limerick o Cork porque generalmente hay que saltar a intervalos regulares; pasas casi tanto tiempo en el aire como en la tierra.

La caza del zorro es realmente un anacronismo, e Irlanda es casi su último bastión. Como deporte ha sido muy criticado, en especial durante la pasada década. Es un deporte sangriento, ciertamente, porque si no intentáramos matar al zorro, la caza tendría poco sentido. Pero nadie está allí simplemente para ver morir al zorro. Con mucha frecuencia, el zorro se escapa.

La caza del zorro es, paradójicamente, la principal razón de que todavía haya zorros en Inglaterra y en Irlanda. El zorro no es un animal simpático; a menudo mata no sólo para comer sino por puro y cruel placer. Entra en un gallinero, coge una gallina para su almuerzo y luego mata a todos los animales que pilla. Hay granjeros deportistas a quienes también les gusta la caza, pero, en general, si les dejaran, los granjeros eliminarían hasta el último zorro a tiros o con veneno.

La caza del zorro se financia por medio de una contribución anual de los socios y una «cuota de gorra» que pagan los visitantes. Para ser socio se precisa que le inviten a uno a pertenecer a la sociedad y pagar la cantidad necesaria, y entonces puede votar en los asuntos referentes a la caza. Hoy en día en Irlanda, el maestro de la cacería puede ser alguien elegido entre los socios o bien un profesional remunerado que hace de cazador mayor así como de maestro. En este caso se le proporciona una casa donde vivir y un estipendio con el que organizar las cacerías.

El cazador mayor es generalmente un profesional contratado. La suya es una ocupación complicada y de jornada completa. Además de supervisar los establos, debe ocuparse del cuidado y alimentación de los perros y revisar las perreras. El cazador mayor conoce el nombre y las características de cada perro, y es asombroso verle llamar por su nombre a algunos sabuesos de una jauría de cuarenta y ver cómo acuden desde una distancia de más de medio kilómetro. Cuando el zorro se mete en una madriguera es tarea del cazador mayor sacarle o mandar a un terrier para hacerle salir.

Los monteros mantienen unidos a los perros, entre otras obligaciones. Los perros están siempre alejándose; la jauría se divide; o un perro se cansa y se para; así que después de una cacería generalmente hay que recoger a los perros perdidos.

El maestro de campo vigila a los cazadores. Hay ciertas cosas que están estrictamente prohibidas. Por supuesto, no debes dejar que tu caballo salte por encima de los perros. Has de tener cuidado de no «distraer al zorro», es decir, de no desviarle de la dirección que ha tomado. El cazador mayor y el maestro siempre tienen prioridad, por ese orden. Si únicamente hay espacio para que una sola persona salte un obstáculo —cosa que sucede a menudo— el cazador mayor y el maestro saltan primero, y los demás les siguen como pueden.

Las reglas de una cacería son sencillas, pero hay que cumplirlas a rajatabla. El protocolo y el atuendo tienen, casi siempre, un propósito práctico. El sombrero de copa de seda negra va reforzado: es un casco. La gorra de visera de terciopelo, también reforzada, la llevan el maestro, los monteros y los niños. Los demás cazadores sólo pueden llevarla si se les concede permiso para hacerlo. La primitiva razón de la «bufanda de cuero» era que podía utilizarse como vendaje. Los colores rojo y negro que llevan los cazadores fueron elegidos por su visibilidad: si alguien se cae y no puede apartarse del camino, tu caballo y tú le veréis más claramente y evitaréis pasarle por encima. El reglamento respecto a la vestimenta es estricto salvo para los granjeros locales; ellos pueden vestir como lo deseen. También se les permite cazar sin tener que pagar nada; mientras que un invitado tiene que pagar a menos que esté allí por invitación del maestro o de un miembro de la familia del maestro.

Las cacerías pueden durar entre diez minutos y dos horas o más y con frecuencia resultan más peligrosas para los cazadores que para los cazados. Una vez Morgan Maree vino a visitarme a Kildare. Era un buen jinete, se había comprado toda la vestimenta adecuada, y estaba deseoso de ir de caza. Le sugerí que viniese primero a una cacería como espectador. Así lo hizo, y ese día hubo un accidente tras otro. Se llevaban del terreno a los heridos usando las puertas de las cercas como angarillas. Ned Cash, un antiguo calderero, padre de cuatro jockeys, y un león en el cazadero, se cayó sobre un muro de piedra y se abrió una brecha en la cabeza. Se la vendó con una venda para caballos, pero la sangre empapó el vendaje y le goteaba sobre los ojos, obligándole a ponerse otra encima de la primera. Parecía que llevaba un gran turbante, y no olvidaré el aspecto que presentaba cuando el vendaje se le deshizo. Ned continuó galopando furiosamente con tres o cuatro metros de vendas sangrientas ondeando tras él. Ese día hubo también una clavícula rota, un brazo roto y hasta un cuello roto.

Fue uno de mis días de suerte, y no tuve ninguna caída. Cuando volví a casa esa tarde Morgan estaba sentado junto a la chimenea de mi despacho. En lo que a mí se refería, había sido un gran día. Ya me había olvidado de los heridos, como suele suceder. Me serví una copa y me reuní con Morgan.

—Bien, Morgan, ¿qué tal? ¿Qué te ha parecido la caza?
—¿Qué me ha parecido? ¡Me parece que estáis todos locos! Habéis perdido el juicio. ¡Por nada del mundo participaría yo en eso!

Después de aquello ni siquiera pudimos convencer a Morgan de que diera una galopada por los campos.

Pero no todos mis recuerdos de cacerías en Irlanda son de desastre. Había un trenecito que iba de Dublín a Galway, y un día, durante un parón junto a las vías, oímos su pitido a lo lejos. Los perros estaban en las vías, y los monteros intentaban desesperadamente reunirlos. El maestro de campo, Peter Patrick, lord Hemphill, vio que había cierto peligro, así que galopó en dirección al tren y lo detuvo. Conseguimos sacar a la jauría de las vías y reanudamos la caza. Cuando el tren pasó lentamente ante nosotros, había pañuelos ondeando en las ventanillas. Peter Patrick se quitó el sombrero de copa e hizo un amplio saludo al paso del tren, que respondió con un pitido. Sólo hubiese podido suceder en Irlanda.

En otra ocasión había dos sotos, uno muy cerca del otro, delante de un convento, al otro lado de la carretera. El zorro no hacía más que correr del uno al otro. Un grupo de novicias salió a ver lo que pasaba. De repente apareció la madre superiora y vino hacia las novicias como una furia. En ese momento, el zorro salió corriendo delante de ella. Hay un sonido que se hace al ver al zorro. No es claramente «yoicks» (se pronuncia «jaiks»), sino más bien un sonido bestial, medio grito, medio gruñido. La madre superiora se paró en seco y lanzó esa llamada salvaje. Al parecer la reverenda madre provenía de estirpe de cazadores.

En conjunto, los irlandeses son los mejores jinetes del mundo, con la posible excepción de los afganos. El caballo es el símbolo de Irlanda. Muchos irlandeses dividen su vida por períodos en los que tenían ciertos caballos. Cuando un hombre sobrevive a seis o siete caballos, es que ha tenido una larga vida. Mucho tiempo después de que hayan perdido las condiciones físicas necesarias para cazar, los abuelos o las abuelas —generalmente abuelas— van a las cacerías a caballo con sus nietos al lado montando ponis. De ese modo los niños conocen el ambiente aún antes de aprender hablar.

Christabel, lady Ampthill, acudió a las cacerías montada en silla de mujer hasta más de los setenta años, espléndida con su chaqueta de terciopelo azul, una falda–pantalón, sombrero de copa y velo. Muchas mujeres montan a mujeriegas; en realidad, es una posición más segura que a horcajadas. Lady Ampthill tuvo uno de esos raros accidentes: al caer se le quedó el pie enganchado en el estribo y el caballo la arrastró. El caballo se dirigió hacia un muro de piedra de metro y medio de altura. Betty O’Kelly galopó hasta la cabeza del caballo y logró detenerlo un metro o dos antes de que él y lady Ampthill saltaran el muro.

—Supongo que debo darte las gracias, querida, pero hubiera sido una hermosa manera de morir, ¿no? —comentó lady Ampthill.

Un anciano médico venía a las cacerías de Kildare, saltaba unas cuantas vallas, y luego se marchaba. Un día, mientras estaba echando a los perros, le felicité por la estampa de su caballo. Era un caballo viejo, pero sus pezuñas estaban relucientes, sus crines trenzadas, y su aspecto era muy cuidado.

—Huston, ¿le gustaría saber cuántos años tiene este caballo? —me dijo el médico.
—Sí.
—¿No se lo dirá a nadie? Por si acaso quiero venderlo o algo.
—No diré ni palabra a nadie.
—Pues, ¡el caballo tiene quince años!
—Es extraordinario. Tiene un aspecto magnífico, doctor. Es un tributo a sus cuidados.

El médico me miró fijamente por un momento. Luego dijo:

—¿Le gustaría saber cuántos años tengo yo, Huston?
—Pues… sí, me gustaría.
—¿No se lo dirá a nadie? Tiene que darme su palabra de ello, porque para un médico no es bueno ser demasiado viejo.
—De acuerdo, doctor, se lo prometo solemnemente.
—¡Tengo setenta y seis años!
—Es fantástico, doctor. Sencillamente fantástico, nadie lo diría… Es la buena vida que ha llevado usted.

Los perros ya habían echado a correr, y fuimos tras ellos. En el primer parón, el médico estaba de nuevo a mi lado. Me miró un rato especulativamente.

—Huston, le he quitado unos años al caballo. Le dije quince, ¿no?
—Sí, eso me dijo, doctor.
—Pues, el caballo tiene veinte… ¡y yo ochenta!


Ricki quería ir de caza, pero yo estaba firmemente en contra de ello. Ella no tenía dotes de amazona. Tenía buen equilibrio y coordinación debido a su formación como bailarina de ballet, pero no entendía a los caballos. Ricki había ido a una escuela de equitación en los Estados Unidos, y había recibido clases de un profesor italiano. También en Francia, en Chantilly, tuvo clases particulares con un buen profesor. Pero no consiguió nada. Finalmente, en Irlanda, como último recurso, yo mismo emprendí la tarea. Nunca he sido partidario de que un miembro de la familia enseñe a otros miembros a montar, porque es preciso ser muy autoritario, y esa necesidad conduce muy a menudo a recriminaciones, ofensas e insultos o lágrimas. Mis enseñanzas fueron un completo fracaso. ¡Ricki no paraba de caerse!

—Cielo, no estás hecha para montar a caballo —le dije.

Pero Ricki persistió. Se fue por su cuenta al coronel Joe Dudgeon, un excelente profesor y uno de los grandes jinetes del mundo. Y donde todos los demás habían fracasado, el coronel triunfó. Ricki aprendió a mantenerse en una silla al paso, al trote y al galope.

La idea de que ella cazara ni se me había pasado por la cabeza. Pero me fui a hacer una película y cuando volví eso era lo que había sucedido. Para demostrarlo tenía un diente roto y un chichón permanente en la frente. Traté de convencerla de que lo dejara, pero si me oyó, no dio pruebas de ello. Encajaba una caída tras otra. Una vez, cuando su montura se negó a saltar una valla y la vi salir disparada de cabeza, me dije: «Ésa era la madre de mis hijos.»

Pero sobrevivió y, finalmente, llegó el gran día en que Ricki no se cayó ni una vez. Su valor se había visto recompensado a la larga y ella estaba eufórica. Era por la tarde y Betty O’Kelly, Ricki y yo regresábamos a casa atravesando un corral cubierto de una espesa capa de barro y estiércol. Miré por encima del hombro y vi que el caballo de Ricki estaba hurgando en el suelo. Comprendí que iba a echarse y revolcarse, y grité:

—¡Ricki! ¡Dale con la fusta!

No lo hizo con la suficiente rapidez, y el caballo se tiró al suelo con ella. La mierda era tan densa que Ricki desapareció. Salió tan cubierta de aquella porquería que tuvo que limpiarse los ojos para poder ver. Parecía una escena de Mack Sennett. Un momento antes estaba inmaculada y ahora era barro y estiércol de los pies a la cabeza. Empecé a reír y no pude parar. No me lo perdonó nunca.

(Continuará...)

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